viernes, 1 de marzo de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO FINAL



Paula había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba esperando, sentada en el suelo de su piso, esperando a que Pedro llegara, sin saber si tendría fuerzas para sobrellevar lo que él le iba a decir. Se levantó y puso una tetera al fuego, pero cuando empezó a silbar como loca, no tuvo fuerzas para preparar la taza y el té, y simplemente dejó que el agua se enfriara y volvió a sentarse al suelo, sedienta y preocupada. Así se quedó hasta que oyó unos golpes en la puerta.


—¡Está abierto!


La puerta se abrió y lo primero que vio fueron los zapatos negros y brillantes de Pedro. Se levantó y lo miró.


—Hola —dijo, como si los hechos de la tarde hubieran sido de lo más cotidiano.


—Hola —respondió ella con dificultad.


« ¿Dónde has estado? ¿Por qué has venido? ¿Vas a quedarte?»


—¿Quieres una taza de té?


—No, gracias —ni uno ni otro se movieron, pero la distancia entre ellos era enorme—. He pasado por casa de mi padre.


Paula, preocupada, no estaba preparada para eso y sacudió la cabeza dos veces.


—¿Qué? ¿Has ido a verlo ahora? ¿Por qué?


—Había un par de cosas que tenía que decirle.


—Ah.


—Después pasé por casa de Damian. También tenía unas cosas que aclarar con él.


—Ya veo.


—Pensé que ya que estaba con ánimo de hablar, debía hacerlo con todo el mundo —miró al suelo y suspiró antes de levantar la cabeza de nuevo, y ella apartó la mirada—. Le conté a Mike lo que me pasó cuando era pequeño.


—Lo sé —dijo ella, volviendo la mirada hacia él, incapaz de mentirle.


—Sabía que lo sabías. Me lo imaginé cuando tras marcharnos de la casa no me preguntaste cómo había conseguido hacerlo cambiar de idea. Después imaginé, por todo el tiempo que nos dejaste solos, que lo tenías todo planeado.


—No del todo. Sólo intentaba darle un empujoncito, esperando que funcionara. Siento no haberte dicho toda la verdad sobre por qué quería que vinieras conmigo.


—Nunca lamentes eso —dijo él con el ceño fruncido. Me ha cambiado la vida. Me has cambiado la vida.


—No, yo no te obligué a decirle nada a ese niño. Lo hiciste tú sólo. Sabía que podías hacerlo. Estoy muy orgullosa de ti.


Ambos se quedaron en silencio, y el torbellino que engullía el corazón de Paula era tan grande que estaba segura de que él tenía que sentirlo también, pero parecía tranquilo. Estaba desesperada por preguntarle qué pensaba, pero no quiso obligarlo a ir más allá de donde quisiera ir solo.


Pero una sonrisa se dibujó en su cara y habló como si le hubiera leído el pensamiento.


—Estoy disfrutando del hecho de que estés orgullosa de mí. Es maravilloso, así que espero seguir así.


—¿A qué te refieres?


—Que espero seguir haciendo lo correcto y que sigas estando orgullosa de mí. Por un periodo de tiempo indefinido.


Dieron un paso el uno hacia el otro.


—Nadie hace lo correcto siempre —dijo Paula con una sonrisa—. Y a veces estás haciendo lo correcto y es un completo error. ¿Qué pasará entonces?


—En ese caso, podré seguir sintiéndome bien porque en lugar de estar orgullosa de mí, sé que intentarás comprenderme, que es casi tan bueno.


—¿Cómo lo sabes?


—Tengo experiencia.


Otro pasó.


—Y para compensarte —dijo Pedro—, puedo hacer un montón de cosas por ti. Puedo asegurarme de que la puerta está siempre cerrada, puedo dejarte elegir la película y el sabor del helado y, si alguien te hace daño, saldré detrás de él con mi bate de béisbol.


Pedro, no intentes convencerme. ¿Acaso no sabes que yo ya sé que eres perfecto?


Paula creyó ver que le temblaban los labios, pero no estaba segura. Se acercó un paso más.


—Es mi turno —susurró—. Deja que intente convencerte de que soy perfecta.


—Ya lo has hecho —dijo Pedro con gravedad—. Cuando nos conocimos y después una y otra vez.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas que se derramaron por sus mejillas cuando Pedro avanzó los dos pasos que los separaban y la abrazó. Levantó una mano y le sujetó la cabeza antes de unir sus labios con los de ella. Paula le echó los brazos por encima del cuello y le acarició el pelo negro, apretándose con más fuerza contra él, y suspiró, saboreando su promesa.


Cuando él se apartó, tenía los ojos brillantes y la miró un momento antes de hundir la cara en su cuello y dejarle un reguero de besos húmedos por la curva del hombro y luego volviendo atrás con la lengua. Le atrapó el lóbulo de la oreja con los dientes y dijo:
—Te quiero —ella gimió y él continuó—. Y te querré siempre.


Paula cerró los ojos y dejó que el eco de sus palabras la llenase.


—Y yo también te querré siempre. Los dos te querremos...


—¿Qué quiere decir eso? —Pedro levantó las cejas y echó a reír—. ¿Hay algo que no me hayas dicho? ¿Acaso tienes una gemela y hay dos Paula en realidad?


—No. Estoy embarazada.


Pedro se quedó helado. Las manos se le pusieron tensas sobre los hombros. La expresión asustada que ella tenía en el rostro demostraba que no era una broma. 


Embarazada. Un bebé, su hijo. Suyo y de Paula.


Ella había dejado caer las manos para abrazarse a sí misma, pero él no la dejó allí sola más de medio segundo. La tomó en brazos y la llevó hasta el sofá, donde la sentó y ella se acurrucó contra él, hundiendo la cara en su pecho. Pedro le acarició el pelo un momento, esperando el ataque de todos sus temores.


Pero no sucedió. Lo único que sintió fue un revoloteo de mariposas en el estómago.


—No te lo he ocultado mucho tiempo. Me he enterado hace muy poco, e iba a decírtelo, pasara lo que pasara—


—Paula, cuando volví aquí a buscarte —dijo mientras la acunaba—, quería empezar un futuro contigo inmediatamente —el corazón le latía con fuerza, y Paula debía de sentirlo, porque levantó la mano y se la colocó sobre el pecho—. Bueno, pues parece que ya lo hemos hecho, sin ni siquiera darnos cuenta. Pero estoy preparado.


—¿En serio? —dijo ella contra su pecho; después levantó la cara para mirarlo—. Porque yo sí que lo estoy. ¿En serio estás preparado?


—Estoy preparado para todo lo que nos traiga el futuro.


Pedro deseó que siempre conservara aquella sonrisa y ese brillo en los ojos.


—En ese caso —dijo ella, guiñándole un ojo—, prepárate para besarme.


Y él, aún asustado pero con una energía que nunca antes había sentido, besó a su mejor amiga una y otra vez.





PAR PERFECTO: CAPITULO 60




El siguiente timbre al que llamó fue al de su hermano. Y debía de seguir estropeado, porque a los pocos segundos bajó Damian dando saltos por las escaleras en deportivas.


—Hola —dijo Damian, algo dubitativo.


—Hola —respondió Pedro, y se miraron el uno al otro—. ¿Es un mal momento?


—No, estoy repasando el libro de horarios del próximo semestre. Hay algunas clases interesantes y creo que tengo que hacer prácticas en una emisora de radio. Seré el becario más viejo que hayan tenido nunca —sonrió—. Pero no importa, porque estoy deseándolo, la verdad.


—Serás el mejor becario que hayan tenido nunca. Estoy seguro.


Damian suspiró.


—¿Estás bien?


—Sí, por eso he venido a verte. Estoy mejor que bien. Acabo de tener una charla adorable con papá.


—¿Fue a verte? —dijo Damian, helado.


—No, fui yo a su casa, a Allston.


—Discúlpame que te pregunte por qué has hecho eso.


—Tenía que verlo para alejarme de él.


—Eso parece algo paradójico.


—En realidad, no lo es. Cuando nos marchamos de Connecticut, fuiste tú el que me sacó de allí. Tú eras el mayor y tomaste la decisión. Fue lo correcto, pero no lo hice yo. Tal vez por eso no me sentía capaz de cortar todos los vínculos con él y borrarlo de mi memoria. Diecisiete años más tarde, me he cansado de llevar ese peso a mis espaldas, así que fui a verlo por última vez para decirle que me marchaba. Ahora los dos estamos libres, tú y yo.


—No puedo creer que esté oyendo esto —dijo con los ojos muy abiertos y una enorme sonrisa.


—No he venido sólo a decirte eso. Quería asegurarte que todo lo que has hecho por mí no ha sido para nada —se le rompió la voz y cegado por las lágrimas de muchos años atrás, abrazó a su hermano, su protector, su ídolo, su amigo.


Los dos se abrazaron temblando durante varios minutos y después Damian se apartó y se secó los ojos.


—Me alegra que digas eso.


—Y además voy a demostrarlo —dijo Pedro, secándose los ojos—. Por fin he enterrado mi pasado, y estoy haciendo las paces con mi presente. Ahora tengo que asegurar mi futuro, si es aún posible.


—Creo que el futuro es algo seguro. Y dile «hola» de mi parte —dijo su hermano, rodeándole los hombros con un brazo.




PAR PERFECTO: CAPITULO 59




Pedro no encontró a su padre en la casa pintada de color oscuro en la que creció, sino en un bloque de ladrillo de Allston, donde los jóvenes universitarios en monopatín se mezclaban con las viejecitas que cargaban penosamente con las bolsas del supermercado. Al subir los escalones que llevaban hasta el portal, Pedro esperó tener algún reparo, pero la determinación se impuso.


Había buscado la dirección en la guía telefónica mientras Paula se despedía de Mike, y al no encontrarla, había contactado con un policía amigo suyo que se la había conseguido en cuestión de minutos. Era increíble lo fácil que resultaba encontrar a alguien en una ciudad tan grande. Y lo irónico era que se trataba de la persona de la que se había escondido durante tantos años.


Apretó el botón del intercomunicador, tan sucio y viejo que no tuvo muchas esperanzas en su buen funcionamiento, por lo que la voz de su padre lo sorprendió aún más.


—¿Sí?


—Soy tu hijo —dijo Pedro después de aclararse la garganta.


Oyó un silencio producto de la incredulidad y la puerta se abrió. Nada más entrar en el portal oyó la voz de su padre apoyado sobre el pasamanos, que lo buscaba en la penumbra de la escalera.


—¿Damian?


—No —dijo Pedro subiendo los escalones —. Soy Pedro.


Pedro —dijo su padre cuando lo vio a su altura. Jonathan había cambiado sus asombradas facciones por una sonrisa burlona—. Qué bien recibir visitas de la familia.


Estaba erguido, imponiendo toda su altura sobre Pedro, pero éste se puso frente a él, obligándolo a dar un paso atrás y a entrar en el piso. Pedro cerró la puerta tras él.


Podía oler el aliento de fumador de su padre. Y podía notar la aprensión que creyó que sentiría en los escalones de la entrada, pero no venía de él, sino de Jonathan, por su presencia. Aquello impulsó a Pedro a decir todo lo que había ido a decirle.


—Papá —se echó a reír—. Hacía mucho que no te llamaba así. Bueno, ¿por qué crees que estoy aquí?


Su padre lo miró y Pedro no movió ni un músculo facial. Jonathan sacó un arrugado paquete de tabaco del bolsillo y encendió un pitillo en la cara de Pedro, que siguió sin moverse.


—Creo que por fin has entendido cuáles son tus obligaciones.


—¿Obligaciones? —exclamó Pedro, a punto de echarse a reír.


—Para conmigo, que me sacrifiqué por cuidaros a los dos con mi salario durante años.


—Lo siento, pero ¿de qué modo me compromete eso?


—Eso significa que tienes que echarle una mano a tu viejo de vez en cuando.


—¿Y en qué consiste eso de echarte una mano?


—Es tan fácil como firmar un cheque.


—¿Quieres que te firme un cheque para que me dejes tranquilo? ¿Y dejarás a Damian en paz?


—Sí. Hasta...


—¿Hasta cuándo?


—Hasta la próxima vez que necesite ayuda. Eres mi hijo para toda la vida, no lo olvides, y tu obligación no se acaba.


—Ésa es, papá, la diferencia entre nosotros.


Jonathan levantó la voz.


—¿Cómo dices?


—Que no tengo ninguna obligación en absoluto contigo. Ni ahora ni nunca.


—Pequeño desagradecido...


—No —dijo Pedro, cortando la sarta de insultos—. No soy pequeño. Ya no. Pero sí soy desagradecido, lo admito, por todo lo que nos diste. Tú crees que te debemos algo. Tal vez los hijos les deben algo a los padres, pero eso es crecer y hacerse dignos del orgullo de sus padres. A pesar de ti, Damian y yo hemos crecido y hemos hecho algo importante con nuestras vidas. Y ahí acaba nuestra responsabilidad contigo y —se detuvo— con mamá. Se ha acabado.
Puedes seguir llamando a Damian y llamándome a mí, pero te digo desde ahora que no servirá de nada y que tal vez debieras emplear el tiempo que pasas al teléfono en buscar un trabajo para pagar el alquiler. No te vamos a dar ni un centavo porque, aunque no supiste cuidar de nosotros, eres perfectamente capaz de cuidar de ti mismo. Espero que me estés escuchando, porque no volveré a hablar contigo nunca.


Su padre apretó la mandíbula y le cambió la expresión de la cara, pero Pedro estaba preparado para eso.


—No me asustas —dijo en voz baja y firme—. No me intimidas y no tienes ningún control sobre mí.


Su padre respiraba con dificultad mientras buscaba alguna amenaza o alguna blasfemia que gritarle.


—Adiós —dijo Pedro, y se marchó del piso con paso firme hasta que llegó a la calle. Así se alejó de su padre por segunda vez en su vida. Pero esta vez, como adulto. Era libre.