sábado, 25 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 5





Desde los catorce a los diecisiete años, Pedro Alfonso se había rodeado de un grupo de gente de moral más que cuestionable. Tal vez por haber vivido con dos padres ausentes, tal vez por la olla a presión que era el colegio o tal vez por haber tenido una sola niñera que lo quiso realmente, la verdad era que cuando llegó a la pubertad se encontró luchando contra una atracción magnética por el peligro.


Cuando se metía en su cuarto con la excusa de que tenía que estudiar, lo que hacía en realidad era meter varias almohadas bajo las sábanas y escaparse sigilosamente por la ventana. Salía con una pandilla de chicos de mala reputación que pasaban la noche bebiendo, pateando buzones y robando coches.


Por supuesto, no tardó mucho en encontrarse ente los fríos y poco amistosos muros de una comisaría.


Y huelga decir que tener que ir a sacar a su hijo de allí no era un momento de orgullo paternal para Saul Alfonso. 


Antes de que Pedro descubriera que tener una relación normal con su padre iba a ser imposible, esos viajes de la comisaría a casa eran la única forma de verlo… aunque tuviera que soportar un sermón y alguna bofetada ocasional.


Pero todo eso había quedado en el pasado. Ahora era un adulto y su único objetivo era ganar dinero, de modo que, cuando entró en la comisaría el domingo por la tarde, no tenía ningún miedo y nada que esconder. Aunque, por si acaso, había llevado a su abogado.


Pedro era una persona segura de sí misma, pero no era tonto.


—Gracias por venir, señor Alfonso.


—De nada.


Sí, era un auténtico incordio tener que acudir a la comisaría para hacer una declaración un domingo por la tarde, pero Pedro tenía buenos recuerdos de Marie Endicott. Aunque no había habido química entre ellos. Marie era una persona decente y lamentaba mucho lo que le había pasado.


Y si podía ayudar en algo, lo haría sin la menor duda.


En una habitación iluminada por fluorescentes, con una pared desconchada que un día estuvo pintada de amarillo, Pedro y su abogado, Eduardo Wallace, se sentaron frente a un policía de unos cuarenta años y aspecto cansado.


Los ojos verdes del detective Arnold McGray se clavaron en él con curiosidad y con lo que, Pedro reconoció, prematura incredulidad sobre su declaración.


El detective tomó un ejemplar del New York Post y empezó a hacerle preguntas rápidamente:
—¿Ha publicado usted mismo esta fotografía?


—No.


—¿Salía usted con Marie Endicott?



—Nos vimos alguna vez, sí.


—¿Podría ser más específico?


Pedro lo pensó un momento.


—Salimos exactamente dos veces.


—¿Y por qué dejaron de salir? —quiso saber el detective.


—Ya le digo que no estábamos saliendo juntos. Nos vimos dos veces, nada más.


—¿Por qué? ¿Marie decidió no volver a verlo?


—Lo decidimos los dos. Supongo que no nos gustábamos lo suficiente como para mantener una relación.


—No es fácil soportar un rechazo. Supongo que eso le molestaría.


Wallace decidió intervenir:
—Eso es ridículo. El señor Alfonso salió dos veces con esa mujer. No tenían una relación.


—No pasa nada, Wallace.


McGray seguía mirando fija y seriamente a Pedro.


—Está usted acostumbrado a conseguir siempre a las mujeres que quiere, señor Alfonso.


—¿Eso es una pegunta o una afirmación?


—Los hombres como usted no se toman bien un rechazo.


Pedro intentó explicarle el asunto:
—No teníamos nada en común y ninguno de los dos se enfadó.


—¿Cómo lo sabe?


—Hablamos de ello durante la segunda cita, nos reímos de ello, en realidad. Marie me dijo que prefería salir con un hombre normal, no con alguien que trabajaba doce horas al día.


El detective siguió con las preguntas, todas en la misma línea: cómo definiría los sentimientos de él por Marie y los de Marie por él, adónde habían ido durante esas dos citas y un largo etcétera. Wallace siguió interrumpiendo el interrogatorio y el detective seguía presionando.


Y, por fin, como no conseguía las respuestas que quería, le hizo una que pilló a Pedro absolutamente desprevenido:
—¿Ha recibido algún tipo de amenazas últimamente? ¿Llamadas, notas, correos ofensivos?


—Sí.


Wallace, que estaba mirando su Blackberry, levantó la mirada.


—¿Qué? Yo nunca he sido informado de que…


—He recibido una carta —afirmó Pedro, interrumpiéndolo.


El detective McGray levantó una ceja.


—¿Y qué decía esa carta?


—Que debía enviar un millón de dólares a una cuenta secreta en las islas Caimán o expondrían al público un secreto de mi pasado.


—¿Y qué secreto podría ser?


Wallace le advirtió con la mirada que guardase silencio, pero Pedro no tenía nada que ocultar.


—No lo sé, por eso tiré la nota a la papelera. Pensé que era una broma de mal gusto.


—¿Y qué piensa ahora?


—Que alguien quería que estuviera aquí, hablando sobre la muerte de Marie.


El detective les pidió disculpas antes de salir de la habitación y Pedro miró la puerta con cara de pocos amigos. ¿Por qué tenía tanta importancia la maldita nota?


Mientras esperaba que volviera, sonó su móvil.


—Nos has puesto en una posición muy difícil, Pedro.


Su padre. Pedro giró la cabeza para mirar a Wallace, que se limitó a levantar una ceja. Evidentemente, tenía que contratar los servicios de otro abogado; Wallace era el director jurídico de AMS y su lealtad hacia Saul Alfonso era lo primero para él.


—Hola, Saul—Pedro llamaba a su padre por su nombre de pila desde los quince años. En realidad, jamás lo había llamado «papá».


—Pensé que tus días de comisaría habían terminado.


—No estoy encerrado en la comisaría, únicamente he venido para contestar a unas preguntas.


—Sobre esa mujer con la que salías —afirmó su padre secamente.


—La mujer con la que salí dos veces —suspiró él, sin disimular su irritación.


—Una mujer que murió el mes pasado en circunstancias extrañas. Y ahora hay fotografías de los dos en todos los periódicos.


Pedro se negaba a explicar lo que era una simple coincidencia.


—¿Qué es lo que quieres, Saul?


—Quiero saber cómo puedes ser tan poco sensato.


—Salí con una chica que, lamentablemente, se suicidó. No creo que eso tenga que ver con mi sensatez.


Pero los hechos no cambiaban nada para Saul Alfonso.


—Quiero que terminen las especulaciones y los cotilleos de inmediato.


—Yo también —murmuró Pedro, con los dientes apretados—. ¿Alguna cosa más?


Marie y él sólo habían salido juntos dos veces, pero su muerte lo había afectado mucho y que su padre ensuciara algo que había sido simplemente una amistad lo disgustaba hasta el extremo.


—No voy a intentar razonar contigo —suspiró Saul Alfonso—. Hablar contigo nunca sirve de nada.


—En eso tienes razón.


—Has de tomar una decisión y tienes veinticuatro horas para hacerlo.


¿No volvía el maldito detective? No tenía tiempo para aquello.


—Los ultimatums y las amenazas no me interesan.


—Tal vez ésta sí. Estoy hablando de AMS.


Pedro tuvo que sonreír amargamente. De modo que volvía con eso otra vez. Malditas amenazas. Prácticamente nadaba en ellas últimamente.


Pero las palabras de su padre llegaron muy despacio, como miel cargada de arsénico:
—Hay algo que podría salvaguardar el buen nombre y la reputación de nuestra familia.


—¿Qué, despedirme?


—No, una boda.


—No creo que esto se convierta en un escándalo.


—Una boda por todo lo alto.


—¿Otra vez con eso? —dijo con hastío. Como si casarse pudiera limpiar su reputación de chico malo.


—AMS es mi empresa —le recordó Saul—. Es toda mi vida. Los patrocinadores podrían retirarse y no pienso dejar que se me escape ninguno por tu culpa. Si estás tan entregado a la empresa como dices, harás lo que tengas que hacer para evitar un escándalo —Pedro no dijo nada—. Puedes mostrarte tan despreocupado como quieras, pero ésta es una oferta que sólo voy a hacer una vez. Incluso estoy dispuesto a poner por escrito que tú me sucederás como presidente de AMS, pero debes casarte este fin de semana.


—Seré el presidente de la empresa porque soy muy bueno en mi trabajo —replicó Pedro, con los dientes apretados—. Nadie puede quitarme el puesto y tú lo sabes.


—Ahora mismo me da igual lo bueno que seas. Maldita sea… ¿es que no te importa el buen nombre de la familia?


—No creo que te gustase mi respuesta.


Saul hizo una pausa.


—Anuncia tu compromiso mañana por la noche a más tardar y yo anunciaré a los ejecutivos y a los medios que eres el nuevo presidente de AMS. Si no lo haces, entenderé que renuncias a tu cargo.


Una súbita ira hizo que Pedro lo viera todo rojo.


—Voy a colgar…


—Aún no; una cosa más —lo interrumpió su padre—. La mujer que elijas no puede ser el tipo de chica con la que sueles salir. Los traseros permanentemente morenos y los implantes están muy bien para jugar, pero estoy hablando de una esposa para siempre, una Alfonso. No tiene que ser una chica de buena familia, eso me da igual, pero debe tener cerebro y clase. Así que elige bien, Pedro.


—Adiós, Saul.


—¿Quieres que hable con Wallace?


—Creo que él ya ha hablado contigo.


El detective McGray volvió a la habitación mientras Pedro cerraba el móvil.


—Tiene usted antecedentes por delincuencia juvenil.


—¿Eso es una afirmación o una pregunta?


—Los antecedentes del señor Alfonso han prescrito y no tiene usted derecho… —empezó a decir Wallace.


Pedro lo detuvo con un gesto.


—¿Qué quiere saber, McGray?


El hombre lo miró, sin parpadear.


—¿Era usted un chico malo en su juventud, señor Alfonso?


—No mucho. Pero hacía lo que podía.


Esa respuesta le granjeó una sonrisa del detective, que de nuevo se quedó mirándolo en silencio durante unos segundos, como intentando decidir si debía continuar con el interrogatorio o no.


Luego bajó la mirada y se echó hacia atrás en la silla.


—No es usted el único que ha recibido esa nota.


—¿Ah, no? ¿Quién más la ha recibido?


—Otra persona de su edificio.


—¿No va a decirme quién?


—Eso no es importante. Lo importante es que me cuente todo lo que recuerde sobre el contenido de esa nota.






COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 4




Pedro acababa de atarse las zapatillas de deporte y estaba comprobando la música que había cargado en su iPod el día anterior cuando sonó el timbre.


—¡Voy! —gritó, guardando el aparato en el bolsillo del chándal.


Al otro lado de la puerta había una chica bajita con un vestido ancho del mismo color verde hierba de sus ojos que, por cierto, estaban medio ocultos tras los cristales de unas gafas. Tenía el largo pelo castaño sujeto en una sencilla coleta y, los generosos labios… muy apretados. Era mona, con buenas curvas, y la había visto antes en el edificio.


—Hola.


—Hola —respondió ella, muy seria.


—Nos conocemos, ¿verdad? —Pedro inclinó a un lado la cabeza, como si ese gesto pudiese ayudarlo a ponerle nombre—. ¿De qué nos conocemos?


La joven, poniendo los ojos en blanco un momento, le entregó con un gesto brusco el New York Post
—Tome, esto es suyo.


—¿Mío?


—Sí.


No hablaba mucho, pero había algo en ella… quizá cómo movía los labios. Podría mirarla haciendo eso durante un buen rato. Era un movimiento extremadamente sensual.


—¿Es la encargada de repartir los periódicos?


—No.


—Ah, me alegro, porque son las dos de la tarde y, si fuera la encargada de repartir los periódicos, tendría que despedirla.


—Ah, qué agradable.


—Yo no soy agradable.


—¿No me diga?


—¿Vive en el edificio?


Esa pregunta le hizo sonreír. Pero no con una sonrisa de felicidad, sino más bien irónica.


—Al final del pasillo.


—Ah, sí, claro —sonrió Pedro—. ¿Y por qué le ha llegado a usted mi periódico? —preguntó con curiosidad.


—Por costumbre, supongo —esos generosos labios rosados permanecieron abiertos, como si fuera a decir algo más.


Pero no dijo nada.


—¿Por costumbre?


—El periódico no es lo único que pasa por mi casa de camino a la suya, señor Alfonso.


Señor Alfonso. Eso no estaba bien. Ninguna mujer, salvo las que trabajaban para él, lo llamaba señor Alfonso. Pedro intentó imaginar por qué aquella chica estaría enfadada con él… y tardó un momento, pero lo descubrió. Ah, sí, sus amigas llamando al apartamento equivocado a altas horas de la noche.


Sonriendo, se apoyó en el quicio de la puerta y cruzó los brazos.


—El 12B, ¿verdad?


—En carne y hueso.


Esas palabras despertaron un cosquilleo en su interior. 


Bueno, al fin y al cabo, era un hombre.


—Entonces, supongo que Sebastian Stone y usted son…


—Cuido su casa mientras él está en Europa —le aclaró ella, con gesto de fastidio.


Ah, las mujeres con fuego, ésas a las que él no gustaba nada. Las mujeres que no se dejaban afectar por él eran tan pocas, tan raras…


Aquella chica no era su tipo, no tenía nada que ver con las mujeres con las que solía salir pero, definitivamente, tenía que volver a verla.


—Gracias por el periodico —le dijo—. Y disculpe por las frecuentes intrusiones a deshoras. La verdad, pensaba pasarme por su casa para pedirle disculpas.


—Sí, seguro.


—Es que he estado muy ocupado —se excusó.


—Todos estamos muy ocupados, señor Alfonso.


—Sí, por supuesto. De nuevo, le pido disculpas. A partir de ahora le aseguro que mis invitadas siempre llamarán a mi puerta y no a la suya. Pero si no es así, por favor no dude en volver a pasar por aquí para darme otra patada en…


—Le hace gracia, ¿no?


—No.


—Sí, claro que le hace gracia.


—Le aseguro que no creo que despertar a alguien de madrugada sea gracioso —dijo Pedro entonces, completamente serio.


Ella levantó la barbilla.


—Me alegro.


—A menos que sea por una razón muy buena, claro.


Por la expresión que puso, aquella chica parecía a punto de darle un puñetazo en el estómago.


—Espero que se encargue de solucionar ese problema inmediatamente, esta misma noche.


—Esta noche no tengo una cita —afirmó él.


La joven dejó escapar un suspiro.


—A lo mejor podría darle a sus amigas un plano del edificio —sugirió, sarcástica—. O quizá no. La verdad es que no parecen entender bien las indicaciones.


Le gustaba aquella chica. Le gustaba mucho. Tal vez debería ampliar el espectro de mujeres con las que salía.


—¿Ah, no?


—En una ocasión tuve que acompañar a una de ellas hasta su puerta.


Pedro no pudo evitar una sonrisa.


—¿Qué puedo decir? Las chicas listas no salen con tipos como yo.


—Sí, seguro —murmuró ella de manera casi inaudible.


—¿Perdone? —la había oído perfectamente, pero cualquier excusa era buena para seguir mirando esos labios.


—Nada, tengo que irme —después de hacer un gesto con la mano que casi parecía un saludo militar, la joven se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.


—Gracias otra vez.


Ella miró hacia atrás.


—Le diría «cuando quiera», pero estaría mintiendo.


Pedro rió.


—Oiga, espere un momento.


—¿Qué?


—Si nos encontramos en el pasillo o en el ascensor…


—¿Sí?


—¿Puedo llamarla 12B?


Esa vez fue ella la que sonrió, una sonrisa juguetona.


—Si espera que le conteste, no.


—¿Cómo se llama entonces?


—Paula Chaves.


—Me parece que eres una chica muy lista, Paula Chaves.


—Me temo que sí.


Pedro la observó volver a su apartamento, con su redondo y firme trasero moviéndose de lado a lado. Medio niña, medio mujer, pensó. Era guapa, sexy a su manera, pero desde luego no tenía nada que ver con las mujeres con las que él solía salir.


No había mentido al decir que a las chicas listas no les gustaban los hombres como él. No era porque a él no le gustasen las mujeres inteligentes, pero en aquel momento su trabajo era todo el reto que necesitaba tener en su vida.


Por el momento, no quería complicaciones.


Después de cerrar la puerta se dejó caer en el sofá y abrió el periódico, olvidando que había pensado salir a correr un rato antes de que Miss Vecinita de al lado apareciese.


Pedro pasó las páginas: primero las noticias, luego los deportes…


«Malditos Yankees y sus lesiones. Así pierden credibilidad».
Asqueado y cabreado con su equipo favorito de béisbol, Pedro pasó la página… y se quedó boquiabierto.


—Será posib…


En la sección de Sociedad había una fotografía de él con Marie Endicott, una chica con la que había salido en un par de ocasiones… y que, desafortunadamente, se había tirado desde la terraza del edificio un mes antes.


Leyó el encabezamiento de la noticia, que decía así:
¿Joven suicida tonteando con el playboy de AMS antes de su muerte?


Pedro tiró el periódico y tomó su Blackberry. Como esperaba, su e-mail estaba lleno de peticiones de entrevistas y declaraciones.


—Maldita sea.


Diez minutos después sonaba el teléfono. Era la policía, solicitando un tipo de declaración muy diferente:
—Señor Pedro, nos gustaría que pasara por comisaría hoy mismo para contestar a unas preguntas.