lunes, 3 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 14




—Haz si quieres un filete —le dijo Pau a la hora de la cena.


Pedro le dedicó una de sus sonrisas.


—Me alegro de que te gusten, porque mi repertorio no es demasiado amplio.


—No importa.


El filete estaba perfecto, muy hecho por fuera y tierno por dentro, y lo acompañaron de una ensalada de lechuga, tomate y rábanos del huerto.


No hablaron demasiado mientras comían. Pau se preguntó si Pedro se habría arrepentido de haberle hablado de su familia. No parecía incómodo, aunque tal vez se le diese bien ocultar sus sentimientos.


Y tal vez ella estuviese pensando demasiado en Pedro.


—¿Quieres helado de postre? —le preguntó él mientras quitaba los platos de la mesa.


—No, no quiero postre —dijo Pau, tocándose el estómago.


—Es de chocolate —la tentó él, guiñándole un ojo mientras abría el congelador.


—No, gracias, no debo.


—Peor para ti.


Pau se preguntó si no le preocupaban sus triglicéridos. 


Aunque supuso que quemaría todo lo que comía trabajando en el campo.


Observó cómo se servía el helado y se cruzó de brazos para resistir la tentación. Para su sorpresa, Pedro se sentó de nuevo y le ofreció una cuchara.


—Si cambias de idea —le dijo sonriendo—, no me importa compartir.


«¿Compartir?».


Pau volvió a sus días de estudiante con Mitch, lo fácil que le había sido engatusarla y esclavizarla. Desde entonces, había cometido muchos errores con los hombres, en especial, con Toby. ¿Acaso no había aprendido la lección?


¿No debía rechazar semejantes confianzas con Pedro?


¿Pero qué había de malo en tomarse una cucharada de helado? Tardó sólo unos segundos en tomar una cucharada de helado del cuenco de Pedro.


Estaba frío, cremoso y delicioso.


—Está bueno, ¿verdad? —dijo Pedro, acercándole el cuenco.


—Umm —dijo ella, tomando una segunda cucharada.


—Aunque supongo que no tan bueno como los helados italianos.


—Parecido, creo yo.


—Así que no te sientes obligada a tomar sólo cosas italianas.


—Soy medio australiana. Mi padre es australiano.


—Ya lo suponía, llamándote Chaves de apellido. ¿Vive en Australia o en Italia?


—En Australia. En Sidney.


Pedro la miró como si quisiese hacerle otra pregunta, pero se estuviese conteniendo.


A ella le pareció justo darle más detalles, después de que él le hubiese contado tantas cosas de su familia.


—Mi madre era modelo —le contó—. Viajaba mucho cuando era joven y conoció a mi padre en un complejo vacacional del Gran Arrecife de Coral, donde él era profesor de buceo. Y no —añadió, imaginándose cuál podía ser la siguiente pregunta de Pedro—. Mis padres no se casaron. Mi padre se quedó aquí, en Australia, y mi madre se volvió a Italia. Yo viví con ella, casi todo el tiempo en Monta Correnti, hasta que empecé la universidad. Por entonces, mi padre había montado un negocio de construcción de barcos en Sidney y como yo quería estudiar Literatura inglesa, decidí venir, para estar cerca de él y conocer a su familia y su país.


—Debió de gustarle mucho tu decisión.


—Sí, mucho —admitió sonriendo. Para ella también había sido una gran impresión descubrir cuánto la quería su padre y cuánto la había echado de menos.


Pedro la estaba estudiando con la mirada.


—Y te quedaste —dijo—, así que debió de gustarte el país.


—Sí.


Tomó una última cucharada de helado, echó la cabeza hacia atrás y dejó que se le deshiciese lentamente en la boca antes de que se deslizase por su garganta.


Por el rabillo del ojo vio que Pedro la estaba mirando. Era evidente que había deseo en sus ojos y eso la hizo sentir calor.


«Caro Dio», pensó. Tomó su vaso de agua mineral y le dio un buen trago, y luego otro, hasta que lo vació.


—Voy a fregar los platos —murmuró, levantándose de un salto.


Pedro se terminó el helado muy despacio y después lamió la cuchara todavía más despacio. Cuando por fin acabó, se levantó sin prisa y se acercó a ella, que todavía no había empezado a fregar los platos. Seguía allí inmóvil, observándolo.


Él dejó el cuenco en la pila y su brazo la rozó. Paula sintió otra ola de calor. Pedro no se apartó.


Pasó una eternidad antes de que dijese en voz baja:
—Estoy invadiendo tu espacio vital.


—Sí —respondió ella en un susurro, sin conseguir alzar la voz más.


Pedro puso las manos a ambos lados de ella, atrapándola contra los cajones.


—Me gustaría quedarme así, Pau.


«No. No. No. No. No». Tenía que pararle los pies otra vez.
Intentó hablar, pero no pudo encontrar las palabras. Que Dios la ayudase, estaba hechizada y podía sentir el calor del cuerpo de Pedro a su alrededor.


Él ya la estaba acariciando. Estaba subiendo las manos por sus brazos. Y ella estaba temblando. Derritiéndose. La estaba abrazando, mientras exploraba con los labios la curva de su cuello.


Pau cerró los ojos y saboreó la increíble y dulce presión de la boca de Pedro sobre su piel.


No podía detenerlo. Hacía tanto tiempo que no se sentía así.


Demasiado.


Deseó más, así que arqueó el cuello y Pedro comprendió. Fue subiendo por el cuello hasta la mandíbula, mientras le acariciaba los hombros.


En cualquier momento, sus labios se tocarían y Pau ya no podría pararlo.


Ya era demasiado tarde.


El deseo no la dejaba pensar, sólo quería que la acariciara y que la besara. Estaba deseando que los labios de Pedro encontrasen los suyos.


Cuando ocurrió, Pau los tenía ya separados.


Pedro susurró su nombre:
—Paula.


Sólo una vez, contra sus labios. Luego los recorrió con la lengua y ella notó que se le doblaban las rodillas.


Pedro la sujetó y ella se perdió por completo, sumergiéndose en su sabor y en su olor.


Su beso también era perfecto, la textura de sus labios, su piel rugosa y su cuerpo fuerte y musculoso apretándose contra el de ella.


Pau se sintió optimista, cariñosa, loca de felicidad.


Cuando Pedro rompió el beso, se quedó destrozada. Habría deseado que durase eternamente.


Estaba claro que él se controlaba mucho más que ella. Le dio un último beso en la frente y la soltó. Sonrió.


—Sabes deliciosa. A helado.


—Tú también.


Estaba sonriendo como una tonta cuando, de repente, sintió una bofetada de sentido común. ¿Qué estaba haciendo? 


¿Cómo podía estar tan loca? Aquel beso había sido un tremendo error, y la manera en que había respondido a él, un error todavía mayor.


Pedro pensaría que podía seguir seduciéndola. Y no. Había ido allí a pasar sólo unas semanas. Era mayor que él y estaba embarazada, mientras que él era joven y viril, y estaba en forma.


—No debimos haber permitido que ocurriera esto —dijo.


Pedro sonrió enseguida.


—Por supuesto que sí.


—Pero… —Paula seguía siendo incapaz de pensar con claridad.


No podía empezar una relación con aquel vaquero. La prensa se cebaría con ella.


—Casi no nos conocemos —añadió con desesperación.


Pedro la miró durante unos segundos, pensativos.


—Supongo que tenía que haberte preguntado si hay algún hombre en tu vida.


—Sí, debías haberlo hecho —respondió ella—. Tenemos que hablar del tema, Pedro. Poner una serie de normas básicas.


Por suerte, él no se opuso. No obstante, si hablaban del tema, tendría que contarle que estaba embarazada y ya podía imaginarse a Pedro alejándose de ella, sorprendido y consternado, dejándola sola.


Sabía que no estaba bien, pero en ese momento deseó haberse dejado llevar por la locura sólo un poco más.





DESCUBRIENDO: CAPITULO 13




Cuando llegó a la cocina Pedro ya había desayunado y se había marchado, así que ella comió algo y volvió a su habitación con una taza de té. Descargó el correo electrónico y se dio cuenta de que le había escrito su madre:
Estoy tan ocupada como siempre, pero el restaurante sigue yendo bien, así que no puedo quejarme. Espero que te estés cuidando, cariño. No te olvides de tomarte el hierro.


A esas alturas, ya debía estar acostumbrada a que su madre fuese escueta, pero, no obstante, deseaba oír que Lisa y su hermano Luca habían hecho las paces. Tal vez fuese demasiado esperar que los hermanos se diesen un beso y se reconciliasen. Su prima Isabella tampoco le había contestado, y eso que le había mandado varios correos.


Tal vez su prima estuviese muy ocupada. Siempre había trabajado más que nadie, ocupándose de sus hermanos desde la muerte de su madre. Incluso en esos momentos, en los que iba a casarse con un príncipe italiano, seguía trabajando duro en el restaurante de su padre.


Era normal que se hubiese disgustado tanto al enterarse de que tenía dos hermanos en Estados Unidos. Pau se sintió culpable por no haberle dicho nada. Aunque era una tontería. Al fin y al cabo, ella había sido sólo una niña, y le había prometido a su madre que no revelaría el secreto.


De repente, llamaron a la puerta. Pau se giró y vio a Pedro, rojo por el sol y sonriendo, vestido con ropa de trabajo. Le alegró verlo.


—¿Cómo estás? —quiso saber él.


—Bien, gracias.


—Me preguntaba si estarías muy ocupada.


En circunstancias normales, habría respondido automáticamente que sí, pero esa mañana no quiso hablar como lo habría hecho su madre.


—¿Por qué me lo preguntas?


—Tenía la esperanza de que pudieses echarme una mano otra vez. Será rápido. Necesito dar de comer a unos terneros.


La idea la tentó al instante, tal vez enternecida por su futura maternidad.


—¿Qué tengo que hacer?


—Conducir la camioneta. Sólo tienes que ir despacio por un camino y yo iré detrás, echando fardos de comida.


—Nunca he conducido una camioneta.


—Las marchas son manuales, las normales —dijo él—. Y ahora que he arreglado los frenos no hay ningún peligro.


Pau pensó en la seguridad del bebé, pero estaba segura de que Pedro jamás la pondría en peligro. Luego pensó en lo duro que sería el trabajo si Pedro tenía que hacerlo solo.


—¿Cuándo quieres que lo hagamos?


—¿Qué tal esta tarde? ¿Sobre las cuatro?


Ella se negó a sonreír.


—De acuerdo.



****


Durante el resto del día, Pau se sintió nerviosa al pensar en que había quedado con Pedro. «Es sólo trabajo. No hay ningún peligro».


Se pasó el día trabajando, comió un sándwich frente al ordenador y a las cuatro se puso unos vaqueros y una camiseta de algodón de manga larga y fue a reunirse con Pedro.


Un poco nerviosa, se puso detrás del volante de la camioneta para practicar, con Pedro sentado a su lado.


No tardó en acostumbrarse a la camioneta y Pedro le indicó que tomase un camino que recorría los campos de hierba seca salpicados de árboles del caucho. Paula disfrutó de la tranquilidad de la tarde, de la inmensidad del cielo azul, de las lejanas colinas y de la luz dorada del atardecer.


Era un mundo muy diferente al suyo.


De vez en cuando se encontraban con una valla y Pedro se bajaba a abrirla, y luego la volvía a cerrar cuando la camioneta había pasado. No tardaron en llegar al pasto donde estaban los terneros.


—Aquí es donde tengo que empezar a echar la comida —le dijo Pedro—. Tú sólo tienes que conducir despacio un par de kilómetros.


Paula vio por el espejo retrovisor cómo se subía Pedro a la parte trasera. Condujo despacio, observando a Pedro por el espejo.


Los terneros empezaron a acercarse y, cuando Paula quiso darse cuenta, habían terminado el trabajo y Pedro volvía a estar sentado a su lado.


—Lo has hecho muy bien —le dijo sonriendo—. Cuando quieras darte cuenta, te habré convertido en una granjera.


Intercambiaron sonrisas.


—Lo próximo será montar a caballo —añadió él.


—No, eso no —respondió ella, pensando en su embarazo.


Volvió a considerar contárselo a Pedro. Al fin y al cabo, él estaba siendo muy simpático, y había conseguido ablandarla a pesar de sus esfuerzos por mantener las distancias.


Tal vez lo hubiese hecho si hubiese pensado que Pedro sólo quería su amistad, pero no podía pasar por alto la atracción que existía entre ambos.


Cuando llegaron a la casa, a Pedro le llamó la atención que Paula no tuviese prisa por entrar. Se acercó a la valla de madera y se apoyó ella.


El sol estaba bajo y el cielo se había teñido de rosa, y se había levantado una fresca brisa. Pau parecía sentirse en casa, con sus vaqueros y su camiseta de rayas. Estaba muy pensativa.


—¿En qué piensas? —le preguntó Pedro.


—En la paz que hay aquí —respondió ella, respirando hondo—. En especial a esta hora del día. La luz es muy suave y la tierra está preciosa, llena de sombras.


—Si no te relajas aquí, no podrás hacerlo en ninguna parte.


—¿Por eso estás tú siempre tan relajado? ¿Es todo el mundo tan tranquilo en el campo?


—Todo el mundo, no. Mi padre nunca se relajaba.


—¿Tu familia todavía vive por aquí?


—No —contestó él, apoyándose en la valla, a su lado—. Soy hijo único y mis padres se separaron hace años. Mi madre se marchó a Melbourne, a vivir con su hermana, y mi padre falleció de un infarto hace unos seis meses.


—Lo siento.


Pedro se encogió de hombros.


—Mi madre ha vuelto a casarse y es muy feliz.


—¿Y tú te quedaste aquí, a trabajar para Eloisa?


—Lo cierto es que terminé aquí, aunque no era lo que tenía planeado —apartó la vista de Pau y vio volar a un pájaro sobre ellos—. Mis padres tenían una ganadería casi tan grande como Savannah.


Pau se giró hacia él.


—¿Te molesta si te pregunto qué ocurrió?


—La perdimos gracias al tozudo de mi padre, que se peleaba con todo el mundo. No quiso seguir los consejos de su contable e invirtió en bolsa. Lo perdió todo. El banco intentó quitarle la finca, pero él se resistió.


—¿Lo llevaron a juicio?


Pedro asintió.


—Duró siglos. Pudieron llegar a un acuerdo, pero mi padre era terco como una mula, no quiso ceder. Y, al final, lo perdimos todo.


—Vaya. Supongo que fue muy duro para tu madre.


—Fue la gota que colmó el vaso.


Paula casi deseó no haberle pedido a Pedro que le contase aquello. Había hecho que se pusiese demasiado serio.


—Al menos sabes que no te pareces en nada a tu padre, Pedro.


—Eso espero. He hecho todo lo posible para no parecerme en nada a él.


—Así que terminaste trabajando para Eloisa —comentó Pau para cambiar de tema.


—Vine cuando falleció el marido de Eloisa y ella se vio asolada por los problemas. Intentaron presionarla para que vendiese la finca.


—¿Y tú la ayudaste?


—Tenía que hacerlo.


Mientras volvían a la casa, Paula pensó que Pedro había decidido no parecerse a su padre. Era un hombre tranquilo, pero se había esforzado en ayudar a Eloisa.


El ritmo de vida del campo iba bien con él.


Habría odiado su ritmo en la ciudad, así que había hecho lo correcto al no permitir que la besase la noche anterior.


Antes o después dejaría de arrepentirse de haberlo hecho.





DESCUBRIENDO: CAPITULO 12




Pedro salió a la galería que había en la parte trasera de la casa y miró al cielo mientras acariciaba a Cobber.


Había estado a punto de besar a Paula. Había podido oler su piel y un ligero olor a limón de su champú. Había estado a punto de probarla.


Recordó, palabra por palabra, la conversación que habían tenido, cuando ella le había dicho que no invadiera su espacio personal.


—¿Tú qué opinas? —le preguntó al perro—. ¿Ha sido una objeción o una huida afortunada?



* * *


Paula soñó que volvía a ser una niña. Con un vestido azul y sandalias, recorría las calles de Monta Correnti, donde había petunias azules en los balcones y ropa tendida entre las ventanas.


Fuese adonde fuese, podía oír las campanas de la iglesia situada en lo alto de la montaña, y eso la hacía sentirse segura.


Pero su sueño cambió de repente y se encontró en la cocina del restaurante de su tío Luca, donde había pimientos colgados del techo, secándose, y un armario viejo, de madera, con vasos y unos platos gruesos de color blanco. 


Olía a salsa de tomate con albahaca y orégano.


También estaban en el sueño sus primos gemelos, Alessandro y Angelo, hijos de Luca. Los tres estaban comiendo espaguetis, felices.


La escena volvió a cambiar. Era una cálida noche de verano y Pau vio a los gemelos tumbados en el balcón de la casa de su tío, observando la luna.


De repente, Isabella apareció en el sueño, pero de adulta, y le gritó a Paula que no sabía nada de aquellos niños, le preguntó de dónde habían salido.


Cuando Pau despertó el sueño seguía pareciéndole muy real, aunque hacía muchos años que Alessandro y Angelo se habían marchado de Italia. Tantos años que Isabella y las hermanas de Paula ni siquiera los habían conocido.


Sus propios recuerdos acerca de los gemelos eran vagos, pero se acordaba de sus ojos brillantes y de sus sonrisas. Y de tener problemas con su madre por haber ido a casa de su tío Luca. Más tarde, le habían ordenado que no hablase al resto de la familia de los gemelos. Ella jamás había comprendido por qué se habían marchado y casi se había olvidado de ellos hasta su última visita a casa.


Suspiró, se dio la vuelta en la cama y recordó la discusión que había habido durante su visita a Monta Correnti.


Había ido a Italia a contar a su familia la noticia de su embarazo, y se había llevado la sorpresa del compromiso de Isabella y Max, pero al final se había vuelto a Australia dolida y perpleja. No entendía por qué su madre había sacado a la luz de aquella manera el secreto que Luca le había guardado siempre a sus hijos.


Lisa había estado poco antes en Nueva York y allí había visto una fotografía de Angelo en el periódico. Uno de los gemelos se había convertido en una estrella del béisbol. 


Pero… Pau no entendía por qué su madre había escogido el día del cumpleaños de Luca para sacarlo todo a la luz. 


Como era de esperar, la noticia había dividido a la familia, pero la más afectada había sido Isabella.


Completamente despierta, Paula intentó olvidar todo aquello. 


Había ido a Savannah a descansar, a disfrutar de su embarazo y a pensar en los cambios que la esperaban, pero no podía evitar estar siempre preocupada por algo.