martes, 19 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 9




—Paula, te ha llamado el jefe de Jorge.


—¿Sí? —Paula se quedó mirando a su madre. El señor Spencer había dejado muy claro lo que pensaba de su tienda de modas, ¿acaso había cambiado de opinión?—. ¿Te ha dicho qué quería?


—No, creo que no —Alicia rebuscó entre unos papeles que había cerca del teléfono—. Creía que había anotado su número, pero… puede que no lo haya hecho.


—No te preocupes, da igual, llamaré a Jorge —Paula se terminó el café y le dio un beso a su madre en la mejilla—. Tengo que marcharme ya. Hasta la noche.



****


Podía ir a la casa, pensó Pedro. Podía hacer lo que hizo el primer día. Sin embargo, ¿cuántas veces se podía presentar uno de improviso para ver a una persona que, evidentemente, no quería verlo a uno? Una persona que ni siquiera devolvía las llamadas telefónicas. En fin, no le quedaba más remedio que intentarlo. Y temprano, antes de que Alicia tuviera tiempo de leer la partida de bridge en el diario.


—Oh, señor Alfonso, cuánto me alegro de que haya llamado —dijo la animada voz de Alicia—. Está a punto de…


—¿Está Paula en casa? —interrumpió él rápidamente.


—No, lo siento, acaba de marcharse. Pero…


¿Tan temprano? ¡Le estaba evitando! Paula trabajaba en casa, no podía estar fuera cada vez que él llamaba.


—¿Le dijo que le llamé?


—Sí, y estoy segura de que ella le llamará. Me ha dicho que iba a llamar a Jorge.


—¿A Jorge?


—Sí. Y a usted, claro. Pero me alegro de que haya llamado porque quería preguntarle…


¿A Jorge antes que a él? Había creído que… la respuesta a su beso, aquella instantánea ternura y… Recordó la sorpresa que vio en esos ojos azules. Instintivamente, había sentido que esa emoción era algo nuevo para ella, pero debía haberse equivocado. Quizá la sorpresa se hubiera debido a que la besara alguien que no era Jorge.


—¿Podría hacerme ese favor, señor Alfonso?


—Perdone, ¿qué ha dicho? —preguntó Pedro al darse cuenta, de repente, de que Alicia seguía hablando.


—¿Que si podría sustituir a Leonard Goosby? 
Su esposa, Sarah, no juega al bridge, aunque no entiendo por qué. Bueno, la cosa es que no juega y siempre está insistiendo para llevarse a Leonard a un sitio o a otro. ¡Es horrible! Esta vez, se lo lleva de viaje durante un mes, así que ya ve nuestra situación. Pero como usted juega tan bien… además, todos disfrutan de su compañía. Nos encantaría que jugara en su lugar.


¡Una oportunidad perfecta!


—Sí, encantado, señora Chaves. Gracias por acordarse de mí. La veré el jueves por la tarde. Adiós.


Pedro colgó el auricular y tomó el lapicero. 


Jorge. ¿Quién demonios era Jorge?


¡Maldición, no estaba trabajando! Quizá lo que necesitaba era dar un pequeño paseo. En el momento en que salió al jardín, vio a Lisa sacando del garaje su ranchera.


—Vaya, estás aquí, querido hermano —dijo ella con una sonrisa—. ¿Pensando o de mal humor?


—Pensando.


—Escucha, Damian tiene que ir al dentista y… Bueno, ya sé que he prometido no molestarte, pero… Estoy metida en un lío, tengo que llevar a Dario al colegio y también tengo una cita en…


—De acuerdo. Vamos, tigre —le dijo a Damian.


El pequeño de ocho años salió de la ranchera.


—Gracias. No te preocupes, mientras esperas, podrás pensar —dijo Lisa en tono ligero—. Oye, no tienes buena cara. ¿Seguro que no estás de mal humor? ¿Qué te pasa?


—Nada. No estoy de mal humor.


No estaba de mal humor y no sentía celos de un hombre al que ni siquiera conocía.


Como había prometido, Pedro apareció el jueves a la hora de la partida de bridge, pero no vio a Paula en toda la tarde. Sin embargo, sentía su presencia en el jarrón con flores, en la bien pulida cafetera y en la mesa preparada con el refrigerio. Y eso no lo había hecho Alicia.


El jueves siguiente, se adelantó a la cita a propósito y, esta vez, Paula fue quien abrió la puerta. Estaba vestida igual que el primer día que la vio allí: el pelo recogido en un moño, los mismos pantalones vaqueros y el mismo jersey… y descalza. Tenía un aspecto natural y cálido, y desinhibido.


—Hola, Paula —le sonó rara su propia voz debido al nudo que sintió en la garganta.


—Oh, hola.


—Me alegra saber que existes de verdad —dijo Pedro al entrar—, había empezado a dudarlo.


—¿Sí?


La sonrisa de ella era insegura.


—No has hecho caso a mis llamadas —la sorpresa de ella fue evidente—. ¿Es que Alicia no te ha dicho que te he llamado?


—No, me parece que no… —Paula ladeó la cabeza con gesto interrogante. Y Pedro pensó: «ni siquiera lo recuerda». Pero entonces, él también lo olió. Algo se estaba quemando.


—Perdona —murmuró ella y, corriendo, se dio media vuelta.


Pedro la siguió hasta la cocina.


—¡Oh, no, se han quemado! —exclamó Paula al retirar la bandeja de pastas que había en el horno.


—No se han quemado todos —le dijo él a su espalda—. Dame un cuchillo afilado.


Juntos, rascaron la parte quemada de las pastas antes de ponerlas en una bandeja. Pedro se metió una en la boca, estaba caliente, crujiente y deliciosa.


—Muy buenas —declaró Pedro—. Esto no se puede comprar en una tienda.


—Y en la tienda, cuestan noventa y cinco centavos la docena.


—Por eso las haces tú.


Desde luego, Paula trabajaba mucho preparando las partidas de bridge.


—Sí. A Alicia le gusta dar pastas a sus amigos.


—Ya.


En ese caso, ¿por qué no las hacía Alicia?


Paula pareció leerle el pensamiento.


—Mi madre no se encuentra bien, yo quiero que descanse antes de la partida.


«Pues a mí me parece que está muy sana».


—No lo sabía. ¿Qué le pasa?


—Si se cansa, le dan unos ataques de asma terribles. Esta noche, tiene partida de bridge.


—Ya lo sé.


—Ah, sí, claro —Paula parecía nerviosa—. La otra noche, cuando viniste, jugaste con ellos.


—Sí. Y también el jueves pasado, y éste.


—¡Oh! Yo creía que… Ahora entiendo, has venido a jugar al bridge.


Pedro pensó… una esperanza… ¿notaba cierto tono de desilusión en ella?


—Bueno, sí. En realidad, he venido a verte a ti. 


-Oh.


—Como no has contestado a ninguna de mis llamadas telefónicas, he empezado a ponerme nervioso.


Pedro se sentó en un taburete y la vio apartarse del frigorífico con dos trozos de queso que, inmediatamente, comenzó a cortar en trozos y a colocar en una fuente.


—Cuando se me presentó la oportunidad, no la desaproveché —añadió Pedro——. ¿Sabías que hay una tal señora Goosby a la que no le gusta jugar al bridge? ¿Puedes creerlo? Y siempre está insistiendo para llevarse a su pobre marido de viaje; cosa que, por supuesto, supone un descalabro en las partidas de bridge.


Al oírle imitar a su madre, Paula lanzó una carcajada. A Pedro le gustó oírla reír.


—Así que has tenido la amabilidad de venir a ayudarlos, ¿no?


—No es amabilidad, sino egoísmo. «Esta es la casa donde vive Paula», me dije a mí mismo. Por eso me estoy sacrificando.


—¿No te gusta jugar al bridge?


—Digamos que prefiero otros pasatiempos. De todos modos, Paula, cariño, uno no debe negarse a diferentes experiencias —dijo Pedro extendiendo el brazo para tomar un trozo de queso—. ¿Quién habría pensado, cuando en mi juventud mi padre me forzaba a dejar mis actividades para jugar de compañero con él al bridge, que algún día habría de serme tan útil? Jamás imaginé que acabaría siendo la única forma de volver a ver a una hermosa mujer que nunca contesta el teléfono, pero que me obsesiona desde el día que se tropezó con mi mesa, se quitó los zapatos y se apoderó de mi corazón.


Paula lo miró con una mezcla de deleite e incredulidad antes de volver a bajar la mirada y clavar los ojos en el queso.


—¿Por qué no me has llamado? —preguntó él con voz suave.


—No sabía que habías llamado. Alicia… —Pedro se dio cuenta de que iba a defender a su madre de nuevo—. Bueno, la verdad es que, últimamente, no nos hemos visto casi nada. Estoy trabajando mucho.


—Deberías ponerte un teléfono ahí arriba.


—¿Arriba? No, ya no trabajo ahí arriba. He conseguido un trabajo de verdad en K. Groves, en Sacramento. Trabajo de diez a seis. Me marchó temprano de casa y no vuelvo hasta tarde, y…


—¿Por qué?


—Pues porque me lleva una hora ir allí y otra…


—No. Quiero decir que por qué has aceptado ese trabajo. ¿Por qué quieres un trabajo así cuando puedes crear un vestido como ese de encaje?


—Por lo que todo el mundo quiere un trabajo. Todo el mundo… —Paula levantó los ojos—. ¿Es que tú no trabajas?


—Bueno…


Pedro vaciló al recordar las palabras de Lisa: «no observas a la gente, la escuchas. Si quieres acabar ese libro, será mejor que nadie se entere de que eres psiquiatra. Di que estás aquí de vacaciones, que necesitabas un descanso». Por lo tanto, Pedro le dijo a Paula lo que había dicho a todos los demás:
—Estoy de vacaciones. Estoy en casa de mi hermana… escribiendo unas cosas.


—Oh.


Paula lo miró con curiosidad antes de recoger la fuente con el queso y llevarla al cuarto de estar.


—Vamos, háblame de tu nuevo trabajo —dijo Pedro después de recoger la bandeja con las pastas y seguirla al cuarto de estar.


—Trabajo arreglando vestidos en…


—¡Que estás haciendo qué!


A Paula le sorprendió la dureza de su tono, la estaba mirando como si hubiera dicho algo escandaloso.


—Arreglos. Ya sabes, subir bajos a los vestidos, meter o sacar de las costuras y…


—¡Paula, las mesas de juego no están preparadas y son casi las siete! —Alicia entró en la habitación tan guapa y ligera como una mariposa con aquel vestido amarillo que Paula le había hecho—. ¡Oh, Dios mío! Me gusta que todo esté listo antes de que lleguen y… Oh, señor Alfonso, ya ha venido.


—Sí, he venido antes para ayudar. ¿Dónde están las mesas, señora Chaves?


Paula le oyó silbar animadamente mientras sacaba las mesas y las sillas de debajo de la escalera y las colocaba donde Alicia le indicó. 


Se le veía siempre tan… cómodo consigo mismo estuviera donde estuviese y con quien fuera. Y esa tarde, se había sentado en la cocina como… como Jorge siempre lo había hecho. Pero Pedro no era como Jorge. La otra noche, cuando la besó en el estudio, le dejó un recuerdo inolvidable. Alicia no le había dicho que Pedro había llamado, pero ahora ya no importaba, Pedro había dicho que había ido para verla a ella.


—Paula, trae el café. Y otra cosa, ¿te acuerdas de dónde he dejado las fichas?


—Ahora voy a por ellas —Paula fue a por las fichas y preparó la cafetera.


Cuando los invitados comenzaron a llegar, ella, sigilosamente, subió a su estudio preguntándose cuándo volvería a verlo.


Lo vio al día siguiente.


Los viernes siempre tenía mucho trabajo y, ése en concreto, más. Paula no tuvo tiempo para almorzar mientras arreglaba tres vestidos de una mujer que se marchaba de viaje. Cuando salió de los almacenes, estaba cansada y hambrienta, y pensó en tomar un café en algún sitio antes de ponerse en camino a casa.


De repente, el pulso se le aceleró y también los latidos del corazón. Él estaba ahí, al pie de las escaleras automáticas.


—Hola, Paula.


—Hola.


¿Habría ido para verla?


—Estaba empezando a preocuparme —dijo Pedro mirándose el reloj—, no sabía si bajarías por aquí o por los ascensores.


—No, siempre bajo por aquí.


—Vaya suerte —Pedro sonrió—. He venido para invitarte a cenar.


—Oh —Paula había preparado espagueti la noche anterior y Alicia debía haber cenado ya, pero iba vestida con esa falda de pana y una blusa blanca sencilla—. No. creo que no.


—Me lo debes, Paula —dijo él mientras pasaban entre los mostradores de joyería hacia la salida—. He tenido que aguantar tres partidas de bridge y llevo esperando tres cuartos de hora a una dama que no ha tenido la delicadeza de decir: «sí, gracias, encantada de cenar contigo».


—Yo… es que no te esperaba —se sentía casi mareada; pero, por dentro, tenía ganas de reír.


—Tienes hambre, ¿verdad? Podríamos ir ahí enfrente, al hotel donde nos conocimos y donde yo, galantemente, te llevé a los brazos de otro hombre.


—Sí, eso es verdad, pero te llevó tu tiempo hacerlo.


Paula escuchó la profunda risa de él.



AT FIRST SIGHT: CAPITULO 8




Paula llevó el vestido de encaje a La Boutique a la mañana siguiente. Esperaba que Laura le pusiera un precio bueno y, más importante aún, que lo vendiera inmediatamente.


Laura quedó fascinada, no dejó de exclamar que era precioso, de un gusto exquisito. Le puso el precio en la manga, seiscientos dólares, y declaró que el vestido valía hasta el último penique de los seiscientos dólares.


Paula se quedó boquiabierta. ¡Seiscientos dólares! Y pensar que a ella no le había costado casi nada… Bueno, a excepción de las piedras y de la tintorería. Su parte, trescientos dólares, cubriría la mensualidad de la hipoteca.


—¿Crees que se venderá pronto? —preguntó Paula—. ¿Y a ese precio?


—No lo sé —admitió Laura—. El problema es que ahora estamos en cambio de temporada y la mayoría de mis clientes no creo que paguen tanto dinero, a pesar de ser un vestido para una ocasión especial. Y las que podrían pagarlo, la talla ocho… ¿No podrías hacerlo en talla diez?


—No, imposible —respondió Paula rápidamente—. Al menos, no con la misma tela.—Era demasiado cara.


—Bueno, no tengo más remedio que admitir que todos tus modelos son, desde luego, exclusivos, Paula —admitió Laura con una queda carcajada—. Y créeme, este vestido vale ese precio. No lo venderé por un penique menos.


Paula salió de La Boutique algo preocupada. Se alegraba de que a Laura le gustase el vestido y de que pidiera tanto dinero por él, pero… ¡Y si no lo vendía!


Sólo les quedaban, a ella y a su madre, doscientos dólares en la cuenta de ahorros, e intentaba guardarlos por si ocurría una emergencia. Pero ya deberían haber pagado la mensualidad de la hipoteca y, pasara lo que pasase, tenían que conservar la casa. No tanto por ella, sino por Alicia. Además de la pérdida de su esposo, los constantes ataques de asma que sufría Alicia la habían afectado tanto que apenas salía de casa. Tenía miedo de alejarse de la cama y de la máquina para respirar. Pero había otra cosa, algo mucho más significativo, de lo que sólo Paula se daba cuenta. Las únicas ocasiones en las que su madre se olvidaba de su enfermedad era cuando tenía que hacer de anfitriona, cosa que hacía constantemente cuando su esposo vivía. En estas ocasiones, volvía a ser la misma, una Alicia encantadora que salía a abrir la puerta para recibir a sus invitados y darles la bienvenida. Por ese motivo, Paula estaba decidida a conservar la casa y, sobre todo, a asegurarse de que las partidas de bridge continuasen los jueves por la tarde.


—Los jueves por la tarde me siento como si Pablo estuviera aún conmigo —le había dicho su madre en una ocasión—, y me siento bien porque es como si pudiera apoyarme en él.


Y seguía apoyándose en él. Siempre había mimado a Alicia, dándole todo tipo de caprichos. 


Y, a Alicia, Paula le parecía tan fuerte y sólido como el peñón de Gibraltar.


Y ella misma seguía manteniendo esa ilusión, pensó Paula después de meterse en su coche. 


Y tan poco práctica como su padre, con sueños grandiosos respecto a su tienda de vestidos. No, no tan poco práctica, había enviado, por lo menos, doce currículums a diferentes empresas; sin embargo, no le habían contestado todavía de ningún sitio. Ni tienda de modas, ni trabajo, ni garantía de que el vestido que tanto le había costado confeccionar fuera a venderse.


Sintiéndose repentinamente cansada, se puso la mano en la frente. Estaba perdiendo el control, todo se le iba de las manos… como granos de arena. Si perdían la casa…


Se enderezó en el asiento y metió la llave de contacto. ¡No iban a perder la casa! El vestido iba a venderse. ¿Acaso no había vendido todo lo que había llevado a la tienda de Laura? Y acabaría el traje deportivo en dos días. Además, tenía una idea nueva: un chaquetón cruzado con un cinturón ancho del mismo tejido. Era perfecto para hacerlo con la seda del paracaídas.


Fue rápidamente a su casa mientras, mentalmente, diseñaba la chaqueta. Estaba deseando ponerse a dibujarlo. Cuando entró en la casa, el teléfono estaba sonando. Corrió excitada… podía ser él.


—¿Diga?


—Hola, soy Karen Smith, del departamento de personal de K. Groves. ¿Podría hablar con Paula Chaves, por favor?


—Soy yo —otro tipo de excitación.


¿Una entrevista para trabajar en el departamento de arreglos de los almacenes? Sí, por supuesto, claro que podía ir a la entrevista esa misma tarde. Se apartó del teléfono pensando en todo lo que tenía que hacer. 


Primero, el almuerzo de Alicia; después…


Mientras abría la puerta del refrigerado, recordó algo importante, algo que casi había olvidado. El doctor Davison había dicho que, a pesar de que Alicia no había alcanzado la edad necesaria para ello, tenía derecho a parte de la pensión de la seguridad social de Pablo debido a su enfermedad. Paula había rellenado el formulario que le había dado el médico y lo había enviado hacía unas semanas, pero aún no había recibido ninguna respuesta. Ya que iba a ir a Sacramento esa misma tarde, se pasaría por las oficinas para preguntar al respecto. Si se daba prisa, podría hacerlo antes de su entrevista en Groves a las tres.


Rápidamente, calentó una sopa y preparó dos sándwiches de queso fundido. Después de prometerle a Alicia que estaría de vuelta a eso de las seis, Paula salió corriendo con el sándwich en la mano.


En las oficinas de la seguridad social, tuvo que pedir número y esperar, pero valía la pena. El empleado le informó que habían considerado el caso de Alicia y que empezaría a cobrar la pensión, mensualmente, desde el primero de abril. Una suma pequeña, pero ayudaría.


La entrevista en Groves también fue un éxito. 


Iba a trabajar en el departamento de arreglos cuatro días a la semana, de diez de la mañana a seis de la tarde. Paula salió de la oficina llena de alivio. ¡Iban a conseguirlo! Su salario, junto con la pensión de su madre, cubriría los gastos que tenían, pensó casi bailando en las escaleras automáticas mientras bajaba. Quizá, incluso podrían ahorrar parte de lo que vendiera en La Boutique. Incluso se permitió soñar con la posibilidad de vender algunos de sus diseños a K. Groves; bueno, si le quedaba tiempo para diseñar. Lo más seguro era que no, pensó mientras abría el coche. Iba a estar demasiado ocupada arreglando vestidos en los almacenes.


«Sé feliz con lo que tienes, Paula. Un salario. Podrás comer y pagar la hipoteca».


Sin embargo, le encantaba diseñar. Quizá, si se organizaba bien, encontraría tiempo para hacerlo. Revisó mentalmente su horario. Lunes, martes, miércoles y viernes en Groves. Como empezaba a trabajar a las diez, tendría tiempo para preparar el desayuno para su madre y para ella; y, por las noches, podría preparar el almuerzo del día siguiente. Los sábados los pasaba en La Boutique. Se había reservado los jueves para hacer la compra, limpiar la casa y preparar las partidas de bridge.


Sintió cierta aprensión, no le gustaba tener que dejar a Alicia tanto tiempo sola; sin embargo, el doctor Davison le había dicho que si Alicia no se esforzaba, no era probable que sufriera más ataques de asma.


Paula decidió pasarse por la biblioteca para recoger unas novelas para su madre. Después, se dirigió a su casa mientras montones de planes revoloteaban en su cabeza.


Intentó ignorar una voz interior que le decía: «le gustas, ha ido a verte, te ha besado. ¡Vamos, no te asustes, deja que entre en tu vida!»


Pero, inmediatamente, intentó sofocar la voz. 


Además, no tenía sentido; probablemente, no volvería a llamarla ni a visitarla.



****


Pedro llamó varias veces durante las dos semanas siguientes, pero Paula nunca estaba en casa. No quería preguntar dónde estaba y Alicia no le dijo nada, siempre conseguía salirse por las ramas.


—Oh, es usted, señor Alfonso… digo, Pedro. Me alegro de que haya llamado. ¿Ha visto la partida de bridge hoy en el periódico?


—No, me temo que no.


—Debería verla, es muy interesante. El Norte tenía seis picas, la J era la más alta. El Sur tenía… —Alicia le contó las cartas que tenía cada jugador y luego las apuestas de cada uno.


—¿Está Paula en casa?


—No —y Alicia continuó hablando de la partida.


—Escuche, ¿le importaría decirle a Paula que me llame a casa?


Pedro le dio su número de teléfono, pero Alicia seguía charlando sobre el bridge y Pedro no estaba seguro de que lo hubiera apuntado. 


Colgó el teléfono preguntándose si Alicia recordaría decirle a su hija que había llamado.


Más tarde, comenzó a preguntarse si Paula le estaría evitando a propósito. Y también se preguntó por qué mientras miraba el manuscrito que tenía delante. Debería haber escrito, pero estaba demasiado nervioso e inquieto.


Se puso en pie, bostezó, se estiró y, por la ventana, contempló un rosal. Febrero había dado paso a marzo y la primavera estaba en el aire.


Volvió a mirar el teléfono. ¿Por qué Paula no le llamaba? ¿Y por qué no conseguía él olvidarse de ella?



AT FIRST SIGHT: CAPITULO 7




—¡Vaya, por fin está aquí! Estupendo —Alicia agarró a Pedro del brazo tan pronto como entró en el cuarto de estar—. Es una suerte que sepa jugar al bridge, a Paula no le gusta tener que dejar de trabajar para sustituir a alguien. Ahora, permítame que le presente a mis amigos.


Mientras Alicia nombraba a los presentes, Pedro asintió y les estrechó la mano.


—Y éste es el señor Simmons… No —Alicia sacudió la cabeza—. No, no es Simmons, Simmons es el que no ha podido venir. Usted es el jefe de Jorge. ¿El señor…?


—Alfonso. Pedro Alfonso. Pero no soy…


—Sí, Pedro. Aquí no nos gustan las formalidades. Mire, éste es Juan, su pareja.


Un rato después, Pedro estaba sentado en una de las mesas siguiendo la partida con facilidad y, al mismo tiempo, observando a los otros jugadores. Un hombre que no se fiaba de nadie, pensó mirando a Juan, su compañero, que sujetaba las cartas casi pegadas al pecho y fruncía el ceño cada vez que Pedro apostaba.


Después, estaba el hombre calvo sentado en la mesa de al lado, un hombre que se disculpaba constantemente como si todo lo que no saliera bien fuera culpa suya. Quizá la mujer a su izquierda, pensó Pedro, debería darle clases de seguridad en sí mismo; ¿cómo se llamaba… Athelda? Daba un golpe en la mesa con gesto triunfal cada vez que ganaba una baza. Desde luego, se tomaban en serio el juego. Quizá, demasiado en serio, pensó Pedro mientras observaba a Athelda tratando de decidir si apostaba o no.


Pedro observó la uñas largas y pintadas de la mujer y recordó las manos de Paula, con las uñas cortas y sin pintar. 


Recordó esas manos cortando con destreza una tela. Le gustaba la forma como Paula trabajaba, absorta en lo que hacía y disfrutando con ello. Paradójicamente, Paula jugaba mientras trabajaba; sin embargo, esas personas alrededor de Pedro, parecían trabajar mientras jugaban.


Recordó los pies descalzos de Paula, había algo erótico en ellos que…


—¡Alfonso, le toca a usted apostar!


Le molestó la irritada voz de Juan, le molestaba preguntar qué habían apostado los demás… ¡Pero no tenía ni idea de qué había apostado quién!