domingo, 10 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 13




Al regresar al salón, vio una manta al pie de una cama en un dormitorio pequeño. La recogió y bajó.


—Muy bien, Pau, ocupémonos de esas rodillas… —calló de repente y contempló unas hermosas piernas de un kilómetro de largo.


De inmediato centró la atención en el atractivo rostro rodeado de unos bucles rubios. De pronto Paula parecía tener quince años, lo que hizo que sus pensamientos prohibidos resultaran más inapropiados. La había encontrado demasiado atractiva cuando no quería que le gustara. Y en ese momento daba la impresión de no ser capaz de quitarle los ojos de encima.


—¿Pepe? ¿Sucede algo? —preguntó al verlo de pie, mirándola.


—Sí, podría decir que sí —se sentó en el borde del sofá y abrió el frasco de desinfectante—. Eres demasiado atractiva para que no lo note —antes de que ella pudiera hablar, explicó—: No te enfades conmigo como haces siempre, porque hay algunas cosas en la vida que no se pueden cambiar. Una de ellas es la reacción instintiva de un hombre ante una mujer hermosa —cuando lo observó boquiabierta, continuó—: Vamos, Rubita, no me mires como si no supieras que eres una bomba de relojería —para ocultar la incomodidad del comentario precipitado, le pasó desinfectante por la rodilla.


—¡Cielos! —gritó ella al sentir el escozor. Se quedó sin aliento cuando Pedro se inclinó para soplar y sin darse cuenta lo hizo sobre su muslo. Pudo sentir cómo se ruborizaba hasta la coronilla. Al alzar la vista notó que sus labios sensuales sonreían cuando volvió a soplar. En lo más hondo de su ser experimentó un escalofrío de deleite carnal.


—¿Mejor? —preguntó con voz ronca.


—En absoluto —ella frunció el ceño—, y tú lo sabes.


Pedro rio entre dientes y sacó una venda de su envoltorio.


—De acuerdo, ha sido un golpe bajo para averiguar si eres la mitad de consciente que lo soy yo de ti.


—Lo soy, de acuerdo —reconoció a regañadientes—. Lo que pasa es que se me da mal ser tan directa como tú.


—Sí, bueno, mi hermano no para de insistirme en que tenga tacto. Es posible que nos parezcamos mucho, pero él es el único que tiene diplomacia. AI menos es lo que afirma. Nunca ha sido muy diplomático conmigo.


—Me gusta la gente directa —musitó ella—. Al menos así sé dónde estoy.


—Parece el comentario de una mujer que tuvo una relación amorosa que se largó al sur —indicó Pedro.


—Y ella no quiere hablar del tema —alzó la cabeza—, así que no preguntes.


—Por mí, perfecto. Yo no quiero hablar de Sandi Saxon, la vampiresa que me dejó tirado en su subida por la escalera social y se largó con un abogado. Es duro quedar atrás en una ciudad pequeña, dolido y humillado, sabiendo que tus amigos y conocidos hablan de tu desastre personal a tu espalda.


—Esa mujer debió de ser una absoluta idiota.


—No te caigo bien, pero, ¿te pones de mi lado?


Paula necesitó mucho valor para reconocer los sentimientos que le inspiraba, ya que la mayor parte de su vida había mantenido sus emociones bajo control. Además, había aprendido a no mostrar sus afectos, por temor a que los usaran en su contra.


—Me caes bien, Alfonso—repuso incómoda—. Ese es el problema. Eres muy atractivo, como si no lo supieras. También lo era el donjuán que usó mi corazón como un felpudo. Si he sido dura contigo, no te lo tomes como algo personal. Fue injusto que transfiriera mi desagrado por Raul Granfili hacia ti.


Pedro apoyó las manos en sus hombros y se inclinó para darle un beso leve en los labios. Pero no bastó; antes de darse cuenta de lo que hacía, saqueaba su boca como si se muriera por probarla… algo que creía que era verdad, aunque se negaba a reconocerlo.


Lo invadieron unas sensaciones extrañas. Notó que sus brazos la atraían más. Se obligó a echarse para atrás y sentarse erguido para no cometer una estupidez, como acariciar la columna que era su cuello y posar las manos en la tela que le cubría los pechos plenos. Esa mujer surtía un efecto espontáneo y sorprendente sobre él. Había pasado de cero a excitación total en dos segundos.


—Lo único que tengo que decir es que el tipo del que te enamoraste es el idiota más grande del mundo —se puso de pie y se dio la vuelta antes de que ella notara el bulto en la región baja de su anatomía—. Quítate la ropa mojada mientras voy a cambiar la rueda de tu coche. Cuando vuelva prepararé algo para cenar.


—No tienes por qué hacerlo.


Pedro le agradó notar que su voz sonaba tan agitada como la suya.


—Tienes razón, Rubita, no tengo por qué hacerlo, pero me apetece. Si te hubiera ayudado antes, no te habrías torcido el tobillo.


—No fue por tu culpa —insistió.


—¿No? Intenta convencer a mi conciencia —repuso antes de salir a la lluvia.





EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 12




Pedro se maldijo con profusión al agacharse para levantar a Paula en brazos. En cuanto vio que su tobillo cedía en la grava irregular, supo que era personalmente responsable de sus heridas. ;Por qué no había soslayado su orgullo golpeado y cambiado la rueda antes de que ella perdiera la paciencia y se marchara bajo la lluvia? Si no hubiera perdido tiempo en hostigarla, su tobillo no estaría hinchándose como un globo y aún tendría piel en las rodillas y los codos.


No cabía duda de que todo salía mal en su relación con Paula Chaves.


—No perderé el tiempo preguntándote si estás bien, porque veo que no es así —dijo al llevarla hacia el lado del pasajero de su furgoneta. La depositó con cuidado en el asiento. Hizo una mueca al ver que de sus espinillas chorreaba sangre—. Lo siento, Pau.


—¿Por qué? Pensé que esto te gustaría. Creía que me odiabas.


—Es evidente que tenemos nuestras diferencias, Rubita, y tu temperamento y obstinación son iguales a los míos, pero juro que jamás quise verte herida.


Al cerrar la puerta y rodear el vehículo para sentarse al volante, ella lo observó asombrada. Había visto preocupación brillar en esos ojos tan oscuros como una noche sin luna. ¿Le importaba que su tobillo le doliera? ¿Lamentaba no haber intervenido antes de lastimarse?


El dolor, la frustración y el agotamiento se combinaron para hacerla llorar. No lo hacía desde que era una niña asustada que había sido sacada de un hogar adoptivo tras otro. Se había vuelto dura y resistente… ¡y estaba a punto de llorar como un bebé!


—Duele, ¿eh? —musitó Pedro al arrancar. 
Involuntariamente alargó el brazo para apretarle la mano, cerrada sobre la falda empapada—. Aguanta un par de minutos, que en seguida estarás en tu casa. Limpiaremos el barro de los puntos heridos y le pondremos hielo al tobillo.


—Gra… gracias —repuso con aliento contenido.


—De nada —esbozó una sonrisa alegre—. ¿Para qué están los vecinos? Debes saber que por dos veces me eligieron Buen Samaritano del Año. Y tengo unas placas para demostrarlo.


—¿De verdad? —se le quebró la voz al tratar de contener un sollozó.


—No, pero si Buzzard’s Grove concediera esos premios, estoy convencido de que los habría ganado, ya que soy un tipo estupendo.


Su intento de alegrarla funcionó. Paula sonrió a pesar del dolor.


—Tendría que haberte pedido ayuda en vez de querer hacerlo sola —murmuró incómoda—. Supongo que estoy acostumbrada a cuidar de mí misma. Después del modo en que te traté anoche… —respiró hondo y se encontró con su mirada cálida—. Lamento haber decapitado las rosas. Fue un gesto considerado de tu parte y yo me mostré imperdonablemente grosera.


—No te preocupes. Merecía que me cerraras la puerta en las narices. Soy yo el que ostenta el título de grosero y rudo.


—No, soy yo —insistió.


—Ya que los dos nos causamos una primera impresión desagradable, ¿qué te parece si empezamos de nuevo? —sugirió al detenerse en su camino privado.


Paula asintió y extendió una mano despellejada.


—Trato hecho. Hola, soy Paula Chaves.


Él le apretó los dedos con suavidad y le sonrió.


Pedro Alfonso. Mis amigos me llaman Pepe. Es un placer conocerte.


Paula se secó los ojos con la manga sucia y esperó a que Pedro bajara y rodeara la furgoneta. Cuando le pasó los brazos debajo de las rodillas y alrededor de la cintura, se opuso a que la llevara en vilo.


—Creo que puedo ir por mi propia cuenta. Lo último que deseo es que te hagas daño en la espalda.


—He alzado balas de heno más pesadas que tú —insistió al levantarla—. Estoy convencido de que puedes ir sola, pero, ¿por qué arriesgarnos a empeorar el tobillo? —cuando sin darse cuenta le golpeó el tobillo con el borde de la puerta, ella soltó un grito y se encogió contra su pecho—. Lo siento. Yo…


Se quedó sin respiración al tenerla acurrucada contra él y ver que esos ojos verdes volvían a llenarse de lágrimas. 


Tragó saliva incómodo, luego maldijo la reacción masculina de su cuerpo al sentir el cuerpo flexible en sus brazos, la cabeza apoyada en sus hombros. El aliento de ella contra su cuello era como la caricia de una amante…


«Este no es momento para que se te inflame la testosterona», se advirtió.


—¿La llave de la casa? —graznó, condenando el efecto que tenía su proximidad sobre su voz… entre otras cosas.


Paula alargó la mano hacia el bolso que le colgaba del hombro y le entregó la llave.


—La puerta se atasca cuando llueve, lo cual no ha sucedido muy a menudo —informó—. Quizá tengas que empujarla con el hombro.


Apoyándola contra su cadera, liberó una mano para introducir la llave en la cerradura. No se abrió, de modo que la empujó con la bota. Una vez dentro, la depositó con cuidado en el sofá y le alzó los pies para dejarlos sobre el reposabrazos. Miró alrededor de la habitación caramente amueblada, y notó los cuadros de paisajes en los que predominaban los animales. Era obvio que tenía debilidad por las criaturas de Dios de cuatro patas. También notó la capa nueva de pintura. Aunque el rancho por fuera parecía desvencijado, por dentro lo había restaurado.


Al ver una estantería llena con libros y vídeos de bricolaje, la observó. Experimentó una nueva admiración por ella al darse cuenta de que todo lo había hecho con sus propias manos. No exageraba cuando afirmaba que estaba acostumbrada a cuidar de sí misma.


Al entrar en la cocina en busca de una bolsa improvisada de hielo para el tobillo hinchado, vio que los armarios y las encimeras eran nuevos. Quedó impresionado por su buen gusto y su disposición a trabajar. Esa vieja casona recuperaba la vida, y todo gracias a las mejoras realizadas por Paula.


Buscó en los cajones una bolsa de plástico, que luego llenó con hielo.


—Aquí tienes —anunció al entrar en el salón—. Me encanta lo que has hecho con esta casa.


—Gracias —hizo una mueca cuando él apoyó la bolsa con hielo sobre su tobillo—. Aún no he tenido tiempo para dedicarme a la planta de arriba, porque me está llevando mucho establecer mi despacho de contable. Espero arrancar el horroroso papel de las paredes y luego pintar los dormitorios. No tengo mucha confianza en mi habilidad como fontanera, así que lo más probable es que contrate a alguien para que cambie las tuberías de los dos cuartos de baño.


—Si necesitas ayuda, mi hermano y yo nos dedicamos a sacar adelante proyectos de construcción y carpintería cuando las tareas del rancho se reducen durante el invierno.


—¿Sí? —lo observó sorprendida por las diversas facetas que había descubierto en él en el transcurso de una hora. 


Había descubierto que tenía un humor irónico, que podía ser gentil y compasivo y que no era rencoroso, aunque tuviera un pronto irascible.


—Sí —afirmó—. Hace dos inviernos restauramos los apartamentos de la calle Primera.


—Ahí es donde vive mi secretaria —se puso en una postura más cómoda—. He visto el apartamento de Teresa. Hicisteis un buen trabajo.


—Gracias —miró por encima del hombro—. Si me indicas dónde está el cuarto de baño, traeré antiséptico y vendas para tus manos y rodillas. Quizá quieras quitarte las medias rotas mientras me ausento.


—Mmm… —miró las medias desgarradas y la falda sucia—. ¿Me traerías la bata del cuarto de baño de arriba? Me gustaría quitarme esta ropa mojada.


—En seguida —subió las escaleras y entró en el cuarto de baño. Aún había que arreglarlo. Paula iba a tener dificultad en meterse en la vieja bañera de hierro fundido sin ejercer presión sobre el tobillo. Necesitaba una ducha moderna.


En el armario de primeros auxilios encontró el antiséptico y las vendas. Vio la tenue bata de nylon que no era lo bastante gruesa como para ocultar lo que estaba seguro era una figura femenina con las curvas adecuadas.


La recogió y tragó saliva, luego se recordó que había ido allí en calidad de enfermero. Se dijo que era mejor que no lo olvidara.






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 11




Nada fue más satisfactorio para Pedro después del fiasco de la noche anterior que ver a Paula empapada y embarrada, afanándose en vano por cambiar la rueda. Formaba parte de su naturaleza prestar ayuda instantánea a un vecino en momentos de apuro, pero esa no era una vecina corriente. 


Era la mujer irritante que se había negado a negociar los términos de una tregua durante una cena.


El hecho era que Pedro no estaba acostumbrado a que lo rechazaran y su orgullo masculino aún se sentía magullado. Si Chaves quería su ayuda, entonces que se la pidiera.


—Llevo tiempo esperando el fin de la sequía. ¿Está mojado ahí afuera, Rubita? —comentó con ganas de conversar.


—Brillante, Einstein —soltó por encima del hombro, mientras reanudaba los esfuerzos para aflojar la rueda.


Él podría haberle ofrecido su ayuda, pero permaneció sentado en la furgoneta, observándola acometer una tarea física para la que no tenía la fuerza adecuada. Con los dientes apretados, Paula se subió las mangas y volvió a intentarlo, con cuidado de no apoyarse mucho en el tobillo torcido.


Mientras ella se esforzaba, Pedro tuvo que admirar su determinación. Pocas mujeres que conociera lo habrían hecho. Pero Paula era independiente y capaz de enseñarle algún truco de obstinación a una mula. Rio entre dientes cuando ella, agotada la paciencia, tiró la herramienta al suelo y frustrada le dio una patada a la rueda.


—Eso ayudará —comentó él por encima del ruido de la lluvia.


Paula se sentía tan furiosa que no se le ocurrió ningún epíteto que soltarle. Aunque tampoco la habría oído por encima de los truenos.


Vencida, giró en redondo, decidida a ir a pie hasta su casa y volver más tarde a ocuparse de la rueda. Se marchó con más velocidad que dignidad, y al instante lamentó el arranque. El tobillo dolorido cedió cuando el tacón del zapato embarrado resbaló sobre un trozo grande de grava.


Cayó sobre el camino, golpeándose las rodillas, las caderas y los codos, y en el acto soltó un grito al sentir una punzada de dolor procedente del tobillo. Yació boca abajo mientras la lluvia le martilleaba la espalda. Próxima a las lágrimas, apretó los dientes para contener el dolor palpitante que le recorría la pierna.


A pesar de todos los obstáculos y tribulaciones que había encontrado y superado, del triunfo de elevarse por encima de su nacimiento humilde, se vio reducida a sollozos. «Esta es mi recompensa», pensó abatida. Para empeorar su humillación, el hombre cuya opinión no debería de haberle importado lo más mínimo, había contemplado su derrota. 


Tenía todo el derecho a burlarse y a ridiculizarla, porque ella se había afanado en irritarlo a la mínima oportunidad.


De modo que cuando detuvo la furgoneta a su lado, esperó que se mofara con crueldad y luego prosiguiera su camino. 


Para su sorpresa, lo que hizo fue salir a la lluvia torrencial.