domingo, 16 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 23




Paula se quedó pensativa y, al final, llegó a la conclusión de que era su orgullo herido el que se interponía entre los dos. 


Pedro y ella podían reconciliarse, estaba segura. Pero eso significaba... que debía confiar en él. De pronto ella sintió que se quitaba un enorme peso de encima. Volverían a empezar, con más amor que nunca.


En el trayecto a casa, Paula sonrió para sus adentros. Sabía muy bien qué hacer. Pedro desapareció en el despacho, como siempre, y ella subió las escaleras para ponerse algo que le favoreciera a su figura. Despues, hacha en mano, entró en el salón y alzó el brazo para golpear la puerta del apartamento de Pedro. Dentro se oyó un grito. Ella alzó el hacha y golpeó una segunda vez.


—¡Paula! ¡Basta! ¡Vas a hacerte daño! —gritó él. Paula no esperó, y la puerta se abrió lentamente—. Si te sientes tan mal con respecto a mí, busca otro modo de hacerme daño. Por favor, Paula, no quiero que te lastimes.


—Solo quería tirar la puerta abajo —contestó ella con inocencia, contenta de que Pedro hubiera pensado en ella.


—Ya me he dado cuenta.


—Pregúntame por qué.


—¿Por qué? —preguntó Pedro, suspirando exasperado.


—Porque no quiero que vivas en este apartamento. No quiero que vivamos separados cuando los niños vengan a casa. Quiero que estemos juntos, casados, como dos padres cualquiera...


—Eso ya lo hemos intentado.


—Escúchame, Pedro —continuó Paula acercándose—. Te he observado con Catalina y Marcos. Puedo confiarte su cuidado por completo, estoy convencida de que jamás harías nada que pusiera en peligro su futuro.


—Claro que no, por supuesto...


—Así que siento que puedo confiar en ti yo también. Ya no me importa lo de Celina. No me importa lo que ocurrió. Eres todo lo que siempre he querido y no estoy dispuesta a que sigas tan distante. Vuelve a mí, Pedro. Sin preguntas, sin reproches. Solo tú, yo y los niños. Te quiero, siempre te he querido. Y deseo que confíes en mí.


—¿Me crees?


—Confío en ti.


Sedienta de ternura, Paula se lanzó en brazos de Pedro, que la esperaba con ellos abiertos. Él suspiró y la besó con pasión. Los dos se sentaron juntos en el salón, contentos de tenerse el uno al otro.


Por fin ella era feliz. Su corazón rebosaba alegría y amor. 


Aquella noche se abrazaron, y ambos durmieron más profundamente de lo que lo habían hecho en mucho tiempo.


La Navidad fue maravillosa. Paula jamás había imaginado que fuera posible tanta felicidad. Al cumplir los gemelos tres meses, durante la tercera semana de enero en la que hubieran debido nacer, su peso se había elevado lo suficiente como para darles el alta en el hospital. Por fin vivirían en casa, sin preocupaciones, y se acabarían las idas y venidas al hospital.


—Voy a parar para hacer la compra. ¿Quieres venir conmigo, o crees que podrás arreglártelas sola? —preguntó Pedro en el trayecto de vuelta a casa, por primera vez con los bebés.


—Pero si fuimos a la compra ayer, ¿no podemos ir directamente a casa?


—Me encantaría, pero me preocupa el nivel del río —contestó él—. Ha llovido tanto este año que el suelo está húmedo aún, y hay señales de advertencia. No quisiera que nos viéramos atrapados en casa sin pañales. Además, quiero almacenar comida por si hay problemas. Es solo por precaución.


—Tienes razón, te esperaremos en el coche. Pondré la radio. Irás más rápido si vas solo.


Pedro tenía razón acerca del nivel del río. Todo el campo, alrededor de Lewes, se había convertido en un inmenso lago. Las noticias de la radio habían advertido de la llegada de más tormentas y de la posibilidad de desbordamientos. 


Nada más volver Pedro del supermercado, comenzó otra vez a llover. Una hora más tarde, Paula frunció el ceño contemplando el panorama por la ventanilla del coche. El agua bajaba desde las tierras más altas a las más bajas, por encima de la carretera, en dirección a Lewes.


—Esta mañana no había nada de esto. ¡Oh, Pedro!, ¿crees que podremos llegar a casa?


—Por supuesto, aún no hay demasiada agua.


—Pero, ¿y si nos quedamos atrapados en casa y los niños se ponen enfermos? —preguntó ella conteniendo el aliento mientras el coche, un vehículo con tracción a las cuatro ruedas, se acercaba a los tramos de carretera anegados.


—Si considerara que es peligroso para sus vidas, daría media vuelta y volvería a Brighton a alojarnos en un hotel —contestó Pedro atravesando la corriente—. Acuérdate de que el médico vive en el mismo alto que nosotros; siempre podemos ir a buscarlo si hace falta.


—¿En serio?


—Sí, los dos lo comentamos un día y nos felicitamos por vivir en un alto, por encima del nivel peligroso. Ya está, atravesado. ¿Estás bien?


—¡Eres maravilloso, Pedro! —exclamó Paula, aliviada—. Los niños y yo tenemos mucha suerte de tenerte.


—Cierto —bromeó él, recibiendo un suave puñetazo en el hombro—. Llaman por el móvil, ¿quieres contestar?


—¿Va todo bien? —preguntó el doctor Taylor por teléfono.


—¡Perfecto!


—Estaréis llegando a casa, supongo.


—Sí, en cinco minutos —contestó ella, colgando—.Era el doctor Taylor, quería saber si estábamos bien. Han debido llamarlo por alguna urgencia.


—Es una excelente persona.


—¡Estoy tan nerviosa! —exclamó Paula al ver por fin la casa—. ¡Gracias a Dios! ¿Pero qué es eso? ¡Mira, Pedro, es una fiesta de bienvenida! ¡Mira la pancarta! «Bienvenidos a casa, Cata y Marcos» —leyó Paula con los ojos nublados por las lágrimas.


—No llores, cariño. Mira cuánta gente, y todos esperándote, a pesar de la lluvia.


—Sí —asintió ella limpiándose con un pañuelo—. ¡Pobres! Hay que hacerles pasar dentro, ¡se van a constipar! ¿Pero cuánto tiempo llevan esperando?


—Bueno, el médico llamó para ver dónde estábamos, ¿no? Imagino que para entonces llevaban ya un rato. Aún así, es increíble con lo que está cayendo. Ya estamos, sal. Yo sacaré a los niños, tú ve poniendo el té.


La gente, sonriente, se acercó para tapar a Paula con los paraguas. Al abrir la puerta de casa, ella se volvió y vio que los vecinos ayudaban a Pedro con los gemelos y la compra.


—Bienvenidos —dijo el doctor Taylor abrazando a Paula—. Estás radiante.


Ella abrazó a todo el mundo y acabó, por fin, en brazos de Pedro.


—Hola, cariño —la saludó él con una enorme sonrisa, comenzando a besarla, apasionado, a pesar del público, que pronto comenzó a proferir gritos entusiastas.


Paula se ruborizó y comenzó a colgar abrigos e impermeables. Los gemelos seguían dormidos, inconscientes de las miradas de admiración.


—Soy muy feliz —afirmó Paula en dirección a Pedro, ayudándolo con las copas y el champán—. Voy a despertar a los niños, ya es hora de que coman. Y creo que ya han respirado bastante aire junto a extraños por hoy. Me los subo arriba. Hasta luego.


—Te ayudaré. Subiré a Cata, tú sube a Marcos. Los invitados pueden quedarse solos un rato, con el champán y el aperitivo.


Pedro estuvo un rato en el dormitorio con ella, pero enseguida bajó. De inmediato, sonó el móvil. Él se lo había dejado olvidado en la chaqueta. Paula lo sacó. Se trataba de un mensaje. Sin pensarlo dos veces, lo leyó:
Hola, soy Celina —Paula se quedó helada. ¡De nuevo esa mujer! ¿Cómo se atrevía? El mensaje continuó—: Imposible el viernes, ¿te parece bien el jueves? ¿Va todo bien?, ¿sigo con las reuniones?, ¿tres a la semana en lugar de dos? Las próximas semanas serán cruciales, ¿no crees? ¡Seguro! Házmelo saber. Estoy muy contenta. Veré a Paula el segundo día. Recuerdos, C.










EL ENGAÑO: CAPITULO 22





TRES semanas después los gemelos, Catalina y Marcos, fueron trasladados al hospital de Brighton, y Paula y Pedro pudieron volver a Deep Dene. Ella no podía conducir, de modo que Pedro la traía y llevaba al hospital pasando ambos la mayor parte del tiempo libre allí.


Los padres de Paula viajaron a Deep Dene para visitarlos, quedándose con ellos una temporada. No se enteraron, sin embargo, de que el proceso de divorcio estaba en marcha. 


Ella no quería preocuparlos porque adoraban a Pedro.


—¿No es maravilloso? —preguntó la madre de Paula, maravillada, observando a Pedro cantarle a su hijo—. Le canta sin ninguna inhibición, sin creer por ello que es menos hombre. Seguiría pareciendo un hombre aunque se pusiera una bata rosa.


—Eres una mujer de suerte, Paula —rió su padre, besando a su mujer—. Necesitarás toda la ayuda que Pedro pueda prestarte, pero él parece más que dispuesto a cargar con su parte. ¡Mira cómo sostiene a mi nieto! Estoy convencido de que Marcos reconoce perfectamente el sonido de su voz.


—Sí —respondió Paula—, Pedro es maravilloso con los niños.


—Además, la casa es preciosa y, a juzgar por todas esas tarjetas, habéis hecho muchos amigos en Lewes.


—Sí, tenemos amigos.


La actitud de la gente del pueblo había sido conmovedora, aunque nadie sabía que ella y Pedro estaban a punto de separarse. Ese sería otro problema al que se tendría que enfrentarse ella tras el divorcio.


—Podemos marcharnos sabiendo que sois felices —suspiró la madre de Paula—. No puedes ni imaginarte lo que eso significa para nosotros: saber que todo va bien y que no tenéis problemas. Es decir, excepto por el hecho de que tendrás que aprender a manejarte con dos bebés, claro.


—¡Oh, mamá! —exclamó Paula con ojos llorosos, abrazando a su madre.


Ella se alegró cuando sus padres se fueron de Deep Dene. 


Se avergonzaba de ello, pero fingir que todo iba bien con Pedro había sido muy duro. El parecía dispuesto a abrazarla y besarla delante de ellos incluso más de lo necesario, en sus esfuerzos por convencerlos de que nada iba mal. En cuanto a su comportamiento con los niños, era intachable. Pedro les tenía devoción. Sentados juntos Paula y él, pasaban horas y horas hablando y cantando, acariciando a los gemelos, que parecían conocer las voces de los dos. Cada día que pasaba, ella quería más a sus hijos y los lazos que los unían eran más fuertes. Paula comprendió entonces qué era de verdad ser madre y dedicarse de lleno a ellos.


Poco a poco ambos fueron aprendiendo cosas sobre los bebés. Él se convirtió en un experto interpretando su lenguaje corporal. Paula tenía que admitir que Pedro había sido un gran apoyo ya desde los primeros días en Portsmouth; no había abandonado la cabecera de su cama, excepto para ir a comprar pijamas para los tres. Cada noche, sobre todo cuando ella se despertaba preocupada por Marcos, que tenía peor salud, Pedro se mostraba tan atento que la emocionaba. Era un hombre excepcional. Paula sabía que podía confiarle plenamente el cuidado de los niños. Tal y como había prometido, su compromiso con ellos era total. 


¿Por qué no podía dedicarle a ella el mismo amor y la misma devoción? Estaban juntos todo el tiempo y, sin embargo, estaban distantes. Paula deseaba la reconciliación con toda el alma.


—Tienes un aspecto horrible, Pedro —comentó ella mientras sostenían cada uno a un bebé—. Deberías tomarte un descanso. Además, debes estar preocupado por los negocios. Te pasas el día entero con los niños. Te aseguro que no voy a pensar mal de ti si te pones a trabajar un poco.


—¡No podría! —declaró Pedro—, eso no es importante, Paula. Lo aprendí cuando conocí a Kirsty y a Tomas. Lo importante es que tú y yo estemos con nuestros hijos, ellos nos necesitan. Los negocios marchan bien sin mí. Tengo a alguien en quien puedo confiar, que sigue haciendo los contratos por mí.


—Pero ese negocio es como tu... —ella se interrumpió y sonrió—... es como tu hijo. Tú lo comenzaste, tú lo has levantado. ¿No lo echas de menos?


—Para ser sinceros, ni siquiera lo he pensado. Mi trabajo no es tan importante como mis hijos. Tú necesitas que te lleve al hospital y te eche una mano. Eso es lo que debo hacer, de momento.


Pedro tenía razón. Él necesitaba tiempo para crear un lazo con sus hijos. Paula lo observó recordando lo que había dicho sobre depositar confianza en las personas que habían demostrado merecerla. Entonces, pensó en la dedicación de Pedro a los gemelos, en el amor que les tenía. Y abrió los ojos de nuevo. Su matrimonio había atravesado una crisis, pero había llegado el momento de reconciliarse, antes de que fuera demasiado tarde. Nerviosa, reunió coraje y habló:
—Preferiría que... que hicieras otras cosas —dijo Paula— sosteniendo la mirada de él, que la observaba perplejo—. Tenemos muchas cosas en común, los años que hemos pasado juntos... ¿no podríamos...? ¡Oh, Pedro, si te arrepintieras de haberme engañado con Celina, yo...!


—No puedo —respondió él serio, tenso.


Ella lo observó a punto de desfallecer. Pedro dejó a Catalina en la incubadora.


—¿Por qué no? ¡Si con solo una disculpa pudiéramos volver a estar juntos...!


—¡No, Paula!


—¡Quiero que vuelvas conmigo!


—Entonces debes confiar en mí por completo. Creer en mí.


—¡Ninguna mujer, jamás, creería en ti después de ver lo que yo he visto! —exclamó ella con amargura.


Pedro la observó con tal tristeza que Paula sintió que el corazón se le partía. Luego él se marchó, diciendo tan solo:
—Estaré fuera, con el coche, dentro de dos horas.






EL ENGAÑO: CAPITULO 21





Pedro se quedó con Paula, aunque ella estuvo durmiendo casi todo el tiempo. Pero a él no le importó. Así podía contemplarla, comérsela con los ojos sin que ella se diera cuenta, y sin dejar de pensar en la suerte que tenían. Por fin, lo llevaron a ver a los gemelos. Maggie, la enfermera que tenían asignada, se presentó y lo llevó a las incubadoras. 


Atónito, contempló las diminutas criaturas emocionado e incrédulo. Ser padre era algo increíble, pero los bebés eran muy pequeños, y daba lástima verlos con todos aquellos tubos y cables. Pedro aún no se había hecho a la idea, pero sí les había entregado ya el corazón.


—¿De verdad pueden sobrevivir? —preguntó él en voz baja, alarmado.


—Aún es pronto, pero no hay razón para que no sea así. Sus pulmones no se han desarrollado por completo, Pedro, por eso necesitan respiración asistida. Les hemos dado cafeína para estimularlos y morfina para soportar el shock del nacimiento —explicó Maggie—. Tu hija lo está haciendo muy bien. Es posible que pronto le quitemos el oxígeno.


—¿Y... mi hijo?


—No es tan fuerte. Pero ya se sabe, así son los chicos —contestó Maggie riendo—. Quédate y ve conociéndolos, Pedro. Háblales. Canta, si quieres.


Él se sentó junto a la niña y trató de controlar la emoción, mientras examinaba su diminuto cuerpo. Tenía pestañas y estaba arrugada de la cabeza a los pies, pero a ojos de Pedro era preciosa. Un milagro.


—Hola, chiquitina —la saludó comenzando a susurrarle cosas bonitas.


Deseaba cuidarlos más que nada en el mundo. Anhelaba volver a casa y pasar con ellos todo el tiempo posible. Pero eso significaba una cosa: tendría que volver a ver a Celina. 


Iría a verla en cuanto todo hubiera pasado y los bebés estuvieran en casa.


Pedro permaneció con los bebés un rato, pero enseguida corrió a la habitación de Paula, que seguía durmiendo. 


Acercó su cama a la de ella y se tumbó, abrazándola. Ella se desperezó y sonrió, acurrucándose aún más cerca.


Entonces, Pedro comenzó a pensar en Celina. En lo que haría, en lo que le diría... apenas podía esperar. Recordó la escena, con ella desnuda, y gruñó de mal humor. Pero superaría toda esa frustración, era cuestión de tiempo. 


Contaría los días, los minutos, los segundos...