domingo, 12 de mayo de 2019

TRAICIÓN: CAPITULO 31




Entró en el cuarto de baño, terminó de desnudarse, se recogió el pelo encima de la cabeza y llenó la bañera, donde echó una cantidad generosa de aceite de baño antes de meterse. Era la primera vez en todo el día que se relajaba de verdad y permaneció allí un buen rato, estudiando la forma cambiante de su cuerpo mientras el agua se iba enfriando. Al final la sobresaltó la voz de Pedro desde el otro lado de la puerta.


–¿Paula?


Sus pezones se endurecieron al instante y tragó saliva.


–Estoy en la bañera.


–Lo suponía –hubo una pausa–. ¿Vas a salir pronto?


Ella tiró del tapón y el agua empezó a vaciarse.


–No pienso pasar la noche aquí –dijo.


Se secó y se hizo una coleta con el pelo mojado. 


Luego se puso unos pantalones de chándal gris claro y un jersey de cachemira del mismo tono y se dirigió a la sala de estar, donde empezaban a brillar como estrellas las luces de los rascacielos, fuera de los grandes ventanales. 


Pedro se había quitado la corbata y los zapatos y estaba tumbado en el sofá, hojeando unos papeles. Su camisa blanca, parcialmente desabrochada, dejaba ver parte de su pecho y, con las largas piernas estiradas ante sí, su poderoso cuerpo parecía relajado por una vez. 


Alzó la vista al entrar ella.


–¿Mejor? –preguntó.


–Mucho mejor.


–Deja de quedarte en la puerta como si fueras una visita. Esta es tu casa ahora. Ven a sentarte. ¿Quieres algo? ¿Una taza de té?


–Eso estaría muy bien –contestó ella.


Era consciente de que hablaban como dos extraños que se hubieran encontrado de pronto encerrados juntos. ¿Pero acaso no era eso lo que eran? ¿Qué sabía en realidad de Pedro Alfonso aparte de lo superficial? Esperaba que tocara un timbre y apareciera su ama de llaves, pero, para su sorpresa, él se puso en pie.


–Voy a prepararlo –dijo.


–¿Tú?


–Soy perfectamente capaz de hervir agua –repuso él con sequedad.


–¿Pero tu ama de llaves no está aquí?


–Esta noche no. Pensé que sería preferible que estuviéramos solos la primera noche de nuestra luna de miel. Sin interrupciones.


Cuando él salió, Paula se sentó en un sofá. Se sentía aliviada. Al menos podría relajarse sin el escrutinio silencioso de los empleados domésticos, que podían preguntarse por qué una de ellos se había convertido en su nueva señora.


Alzó la vista cuando volvió Pedro, con té de menta para ella y un vaso de whisky para él. Se sentó enfrente de ella y, mientras sorbía el whisky, Paula pensó en todos los aspectos contradictorios de su carácter que lo convertían en un enigma. Y de pronto deseó saber más. 


Sospechaba que, en circunstancias normales, él esquivaría cualquier pregunta de ella con impaciencia. Pero aquellas no eran circunstancias normales y no sería posible convivir con un hombre al que no conocía. Un hombre cuyo hijo llevaba en el vientre.


–¿Recuerdas que preguntaste si quería a mi madre en la boda? –dijo.


Él entrecerró los ojos.


–Sí. Y tú me dijiste que no estaba lo bastante bien para asistir.


–Sí. Es cierto. No lo está –ella respiró hondo–. Pero nunca has mencionado a tu madre y acabo de darme cuenta de que no sé nada de ella.


Él apretó los dedos en torno al vaso.


–¿Y por qué vas a saberlo? –preguntó con frialdad–. Mi madre está muerta. Eso es todo lo que necesitas saber.


Unos meses atrás, Paula podría haber aceptado eso. Conocía su lugar en la sociedad y no veía razones para salir del camino humilde por el que la había llevado la vida. Había hecho lo que había podido en sus circunstancias y había intentado mejorarlas, con distintos niveles de éxito. Pero las cosas eran distintas ahora. Ella era distinta. Llevaba al hijo de Pedro debajo del corazón.


–Perdóname si me resulta intolerable que esquives mi pregunta con una respuesta así –dijo.


–Y tú perdóname si te digo que es la única respuesta que vas a conseguir –replicó él.


–Pero estamos casados. Es curioso –ella respiró hondo–. Tú hablas abiertamente de sexo, pero rehúyes la intimidad.


–Puede que sea porque yo no entro en intimidades.


–¿Pero no crees que deberías intentarlo? No podemos seguir hablando de tazas de té y del tiempo.


–¿Por qué sientes curiosidad, Paula? ¿Quieres tener algo para controlarme? –dejó el whisky en una mesa cercana–. ¿Alguna información jugosa que te proporcione un dinero por si alguna vez quieres ir a la prensa?


–¿Crees que yo caería tan bajo?


–Ya lo hiciste cuando querías irte de Lasia, ¿recuerdas? ¿O vas a culpar a tus hormonas de tu falta de memoria?


Paula tardó un momento en recordar lo que había dicho cuando se sentía humillada al darse cuenta de que él se había acostado con ella por las razones equivocadas.


–Eso fue porque dijiste que no me permitirías salir de tu isla –replicó–. Esto es ahora y voy a tener un hijo tuyo.


–¿Y eso cambia las cosas?


–Por supuesto. Lo cambia todo.


–¿En qué sentido?


Paula se lamió los labios. Se sentía como si estuviera en un juicio.


–¿Y si nuestro hijo…? –empezó a decir.


Y vio que la expresión de él cambiaba de un modo dramático. Era la misma expresión de orgullo fiero que lo había invadido al asistir a la primera ecografía del bebé. Una expresión sorprendente en un hombre que afirmaba no tener emociones.


–¿Y si nuestro hijo empieza a hacer preguntas sobre su familia, como hacen los niños? –continuó ella. ¿No será perturbador que no pueda contestar a ninguna pregunta sobre su abuela solo porque su padre es un estirado que no quiere entrar en intimidades, porque insiste en ocultarse y no contarle esas cosas ni a su esposa?


–¿Tú no has dicho que nuestros votos no eran reales?


Ella lo miró a los ojos.


–Fingirlo para hacer que ocurra, ¿recuerdas?
Hubo una pausa. Él tomó su vaso y bebió un trago largo de whisky antes de volver a dejarlo.


–¿Qué quieres saber? –gruñó.


Había un millón de cosas que ella quería preguntar. Sentía curiosidad por saber qué lo volvía tan arrogante y controlador. Por qué parecía tan distante. Pero optó por una pregunta que quizá le diera alguna idea sobre su carácter.


–¿Qué fue de ella, Pedro? ¿Qué le pasó a tu madre?



TRAICIÓN: CAPITULO 30




Durante el recorrido hasta el apartamento, Paula se quitó las flores escarlatas de la cabeza y se sacudió trocitos de confeti del pelo. Pero no pudo sacudirse el desapego cuando Pedro y ella entraron en el impresionante vestíbulo de su bloque de apartamentos, donde mozos y porteros se mostraron atentos y algunos hombres trajeados la miraron con curiosidad. 


Ella se apretó el chal alrededor de los hombros en un intento vano por ocultar todo lo posible el vestido escarlata. ¿Por qué no se había cambiado antes y puesto algo más práctico?


Un ascensor privado los llevó hasta el ático, con sus vistas impresionantes de muchos de los edificios icónicos de Londres y su serie aparentemente interminable de habitaciones.


Las terrazas exteriores estaban llenas de una jungla de plantas, que hacían olvidar que uno se encontraba en el corazón de la ciudad. Paula solo había estado allí una vez, en una visita incómoda para supervisar la instalación de su ropa nueva en una habitación grande que ahora era su vestidor y donde el ama de llaves de Pedro había colgado cada prenda en hileras ordenadas por colores.


Abrazó su chal cuando entraron en un vestíbulo tan grande como su estudio, donde una estatua de mármol de un hombre parecía mirarla de manera amenazadora.


–¿Y qué hacemos ahora? –preguntó ella sin rodeos.


–¿Por qué no te cambias ese vestido? –sugirió él–. No has dejado de temblar desde que salimos de la recepción. Acompáñame y te recordaré dónde está nuestro dormitorio.


Ella lo miró.


–¿Quieres decir que compartiremos dormitorio?


–No seas ingenua, Paula –él sonrió–. Por supuesto que sí. Quiero tener sexo contigo. Creía que lo había dejado claro. Es lo que hacen los matrimonios.


–Pero los votos que hemos hecho no eran reales.


–¿No? Entonces podemos hacer que lo sean. ¿Recuerdas lo que he dicho antes de fingirlo para hacer que ocurra? –se echó a reír–. Y no me mires así. Pareces una de esas mujeres de una película antigua a la que han atado a las vías y acaba de darse cuenta de que se acerca el tren. No pretendo comportarme como un cavernícola, si es lo que te preocupa.


–Pero tú dijiste…


–Dije que quería tener sexo contigo. Y es cierto. Pero tiene que ser consentido. Tendrías que entregarte a mí plena y conscientemente. No hablo de un encuentro en mitad de la noche, donde chocan dos cuerpos y cuando quieren darse cuenta están practicando sexo sin intercambiar ni una palabra.


–¿Quieres decir como la noche en la que concebimos a nuestro hijo? –preguntó ella.


Él soltó una risa breve.


–Eso es exactamente lo que quiero decir. Pero esta vez quiero que los dos seamos plenamente conscientes de lo que sucede –hubo una pausa–. A menos que a ti te excite someterte en silencio.


–Ya te lo dije, prácticamente no tengo experiencia sexual –repuso ella.


De pronto le parecía importante que él dejara de considerarla una especie de estereotipo y empezara a tratarla como a una persona real. 


Se mordió el labio inferior.


–Nunca había tenido un orgasmo hasta que me acosté contigo.


Él la miró y ella pudo ver un brillo de algo incomprensible en sus ojos azules.


–Quizá por eso no me esfuerzo mucho por seducirte –comentó–. Quizá quiera que dejes de mirarme como si fuera el lobo feroz y te relajes un poco. Tu vestidor está ahí al lado. ¿Por qué no te quitas el vestido de novia y te pones algo más cómodo?


–¿Por ejemplo?


–Lo que te haga sentirte bien. Pero no te preocupes –añadió él con sequedad–. Seguro que podré evitar tocarte si eso es lo que quieres.


–Eso es lo que quiero –repuso ella.


Él se volvió y cerró la puerta tras de sí. Paula pensó que la naturaleza humana era algo curioso. Se había preparado para combatir los avances de él, pero saber que no los iba a haber la decepcionaba. Nunca sabía en qué punto estaba con él. Tenía la sensación de ir de puntillas a nivel emocional. ¿Era esa la intención de Pedro o era solo su modo de comportarse con las mujeres? Bajó la cremallera del vestido rojo e intentó asimilar que aquella habitación con sus vistas increíbles era suya.


Pero no. Suya no. Todo era de él. Hasta el vestido y los zapatos que acababa de quitarse.


Pero el niño de su vientre no. Aquel niño también era suyo.




TRAICIÓN: CAPITULO 29





Paula no sabía qué contestar, porque la verdad era compleja y extraña. Por primera vez en su vida, se sentía segura y mimada. Se daba cuenta de que Pedro jamás dejaría que nadie le hiciera daño. Que usaría su fuerza para protegerla a toda costa. Pero se recordó que no lo hacía por ella. Lo hacía porque llevaba dentro una carga preciosa y, como custodia del hijo de él, merecía sus cuidados y atenciones. Por eso era tan considerado, y si ella intentaba ver algo más en aquello, se embarcaría en un camino peligroso.


–Estoy algo cansada –admitió–. Ha sido un día largo y no esperaba que fuera tan… un evento tan grande.


Él frunció el ceño.


–¿Quieres saltarte la comida e irte a casa?


–¿Cómo voy a hacer eso. No quedaría muy bien que la novia no apareciera a su almuerzo de bodas.


–¿Crees que me importa? –él extendió el brazo y le rozó el rostro con las yemas de los dedos–. Tu bienestar está por delante de todo.


–No, de verdad, estoy bien –insistió Paula.


El contacto de los dedos de él causaba reacciones extrañas en su corazón y, cuando vio que Megan los fotografiaba con el teléfono, algo le hizo querer mantener el mito de su matrimonio. ¿Era orgullo? Forzó una sonrisa cuando vio el flash del teléfono.


–Vamos a reunirnos con los demás –dijo–. Tengo hambre.


Pero su renuencia a abandonar la recepción no era solo por hambre. Temía el regreso al apartamento de Pedro convertidos en marido y mujer, y no solo porque la intimidaba su interior, vasto y muy masculino. Se había hospedado en el famoso hotel Granchester mientras duraban los preparativos, porque Pedro había insistido en que solo compartirían casa como marido y mujer. Lo cual resultaba un poco raro, porque el vientre prominente de ella hacía burla de esas sensibilidades anticuadas. Pero al menos había tenido espacio propio y la posibilidad de acostumbrarse a su nueva vida sin que la distrajera la presencia de Pedro. Sabía que no podía seguir posponiendo vivir con él, pero ahora que se acercaba el momento, estaba aterrorizada. Aterrorizada de compartir un apartamento con él e insegura de cómo lidiaría con eso. A veces se sentía más como una niña que como una mujer adulta que pronto tendría un hijo. Y se preguntaba si eso era normal.


Pero apartó esas reservas de su mente y se sentó para el banquete griego que había proporcionado el hotel. Era un alivio poder comer después de los primeros meses de náuseas. Sentía renacer sus fuerzas mientras consumía las deliciosas ensaladas, aunque solo consiguió terminar la mitad de uno de los ricos pasteles baklava que sirvieron al final del almuerzo. A pesar de que la lista de invitados era relativamente pequeña, aquello parecía una boda de verdad y Pedro incluso le había preguntado si quería que fuera su madre. Paula se había sentido dividida por su sugerencia. En cierto modo, le resultaba simbólico que su madre presenciara su boda, pero una infección de pecho en el último momento había acabado con la idea. Y quizá fuera mejor así. Aunque hubiera podido darse cuenta de lo que ocurría, ¿le habría importado a su madre verla casada cuando ella había hecho burla del matrimonio?


Paula se había preguntado por qué Pedro no había sugerido un viaje al juzgado acompañados solo por dos testigos. ¿No habría sido lo más apropiado dadas las circunstancias?


–A lo mejor quiero hacer una declaración de intenciones –había explicado él.


–¿Declaración de intenciones?


–Así es. Gritarlo a los cuatro vientos. Empezar por fingirlo para provocar que ocurra.


–¿Te refieres a poner tu sello sobre mí? –había preguntado ella con acidez–. ¿Marcarme como propiedad de Alfonso, como hiciste la noche que te acostaste conmigo?


A él le habían brillado los ojos como la luz del sol en un mar griego oscuro.


–Sígueme la corriente, Paula, ¿quieres? Solo por esta vez.


Y ella lo había hecho. Incluso consiguió sonreír cuando él se había levantado para pronunciar un discurso, en el que incluyó una referencia a una escopeta que arrancó risas afectuosas, especialmente a Pablo.


–Es curioso –dijo este más tarde, moviendo la cabeza–. Pedro siempre juró que nunca se casaría y parecía que lo decía en serio. Jamás habría adivinado que había algo entre vosotros. 
El día de la galería de arte, se podía cortar el aire con un cuchillo.


Paula no tuvo valor para desilusionarlo. Se preguntó qué diría si supiera que Pedro se había acostado con ella solo para asegurarse de que su hermano no la quisiera para sí y que ella había sido demasiado estúpida y débil para resistirse. Pero la necesidad de control de él le había salido mal y ahora estaba atado a una mujer a la que no quería, aunque lo disimulaba muy bien. Cuando él alzó su copa para brindar por su esposa, Paula debería haber odiado su habilidad de interpretación, pero lo que pasó fue que sintió un vacío estúpido en el corazón cuando se sorprendió anhelando algo que nunca podría ser suyo. Él parecía un recién casado y actuaba como tal, pero el brillo frío en sus ojos azules contaba otra historia.


«Jamás te querrá», se dijo. «No lo olvides nunca».