viernes, 6 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 3




—¡A cubierto! ¡Emboscada! Han alcanzado a Thompson, tenemos que llegar hasta él ¡Nooo!


Paula se incorporó precipitadamente y estuvo a punto de golpearse con la litera de arriba. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Quién estaba gritando?


Apartó la manta y vio que Pedro parecía estar soñando. 


Apenas pudo distinguirlo, tumbado en la cama sin taparse y vistiendo tan sólo su ropa interior.


Lentamente, Paula dejó caer la manta y volvió a tumbarse. 


¿Qué le había ocurrido a aquel hombre? ¿Estaría en el ejército? Se giró hacia la pared y se cubrió con la sábana hasta el cuello.


La habitación se había enfriado considerablemente desde que se había metido en la cama y era sorprendente que Pedro no estuviera tapado.


Paula se estremeció. Aquel hombre le había hecho olvidar la situación en la que se encontraba. Tenía que llamar a Tamara para preguntarle si aquellos hombres habían vuelto a buscarla. Seguramente ya habrían descubierto que había alquilado un coche.


¿La buscarían entre sus familiares? Si era así, podía poner en peligro a Lorenzo y a su familia. Aquellos hombres podían estar en Michigan buscándola. La sola idea la aterrorizó.


Al poco tiempo, Paula se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos, había una tenue luz en la habitación, señal de que ya había amanecido. Sacó el brazo de la cama. El aire era frío, a pesar de que escuchaba el crepitar de las llamas.


Se sentó, apartó la manta a un lado y se sorprendió al ver a Pedro haciendo ejercicio junto a la estufa. Por sus gestos, los movimientos le resultaban dolorosos, pero aun así seguía moviendo la pierna y, después de unos minutos, el brazo y el hombro.


De pronto, Paula se percató de que de nuevo lo estaba observando sin que él se diera cuenta y rápidamente bajó la manta. La luz de la lámpara de queroseno se reflejaba en su cuerpo, marcando los músculos de su torso.


Esperó a oír la puerta del baño antes de volver a asomarse. 


Cuando se aseguró de que estaba a solas, se volvió a poner su ropa y dobló la que le había prestado Pedro antes de dejarla sobre la almohada.


Después de calentarse las manos en la estufa, se acercó a la cocina a echar un vistazo. Se sorprendió al ver tantas provisiones. No había mucho en la nevera, pero había mucha comida para preparar un buen desayuno.


Preparó una crema de avena, a la que añadió frutos secos.


Cuando Pedro salió del baño, la mesa estaba puesta y el café preparado. Se había duchado y afeitado y el cambio era notable, dado el aspecto que tenía cuando llegó. Era más joven de lo que había supuesto. Otra vez llevaba vaqueros y se había puesto un jersey del mismo color que sus ojos.


—¿Qué...? No tenía por qué hacer... —dijo al ver la mesa puesta y se detuvo al verla regresar con la crema de avena.


—Espero que no le importe que haya preparado el desayuno —dijo sonriendo.


—¿Que si me importa?


Distraídamente, separó la silla ofreciéndosela y después se sentó él. Ninguno de los dos dijo nada mientras comían.


—¿De dónde ha sacado esa idea de añadir cosas a la crema de avena?


Después de dar un sorbo de café, Paula le contestó.


—Es una idea que se le ocurrió a mi madre. Antes no me gustaba la avena, así que experimentó con varios ingredientes para lograr que me la tomara.


—¿Dónde vive su madre?


¿Dónde estaba el malhumorado hombre del día anterior? Se estaba comportando civilizadamente iniciando una conversación.


—Vivía en Alabama hasta que murió la pasada primavera.


—Siento oír eso. Apuesto a que se crió en Alabama, ¿verdad?


Ella frunció el ceño.


—Sí. ¿Por qué?


—Porque habla como los de Alabama.


—¿Cómo lo sabe?


—Uno de los hombres de mi brigada era... —dijo y se detuvo. Sacudió la cabeza y se bebió el café. La expresión del día anterior volvió a aparecer en su rostro.


Ella esperó, pero él no dijo nada más.


Su brigada. Era evidente que algo le había pasado y que no quería hablar de ello. Lo comprendía. Ella tampoco tenía intención de contarle por qué se había ido de Tennessee con tanta prisa, así que buscó otro tema de conversación.


—¿Viven sus padres?


El asintió y se puso de pie. Retiró los platos y los llevó a la cocina. Ella acabó de quitar la mesa y cuando llegó a la cocina vio que él estaba llenando el fregadero de agua.


—Yo puedo ocuparme de eso —dijo ella dejando los platos a un lado del fregadero.


—No se preocupe —dijo él sin mirarla—. Gracias por el desayuno.


Ella se dio media vuelta y se acercó a la estufa, que en aquel momento desprendía calor. Después de calentarse las manos durante unos minutos, se acercó a la ventana y miró fuera.


Seguía nevando. Quizá Pedro había dicho en serio lo de que continuaría nevando hasta marzo. Seguramente el viento amainaría pronto. Se quedó contemplando cómo nevaba.


¿Y ahora qué? Pensó en ir hasta el coche a recoger algunas de sus cosas. Había comprado varios libros y revistas, pensando en que los necesitaría una vez llegara a casa de Lorenzo. Pero los necesitaba ahora.


Tomada la decisión, Paula agarró los guantes y se puso el abrigo.


—¿Dónde cree que va? —dijo Pedro al ver que iba a abrir la puerta.


Su malhumor estaba de vuelta.


—A mi coche —contestó ella sin girarse.


—¿Por qué?


Contó hasta diez antes de contestar y sin dejar de mirar la puerta, respondió:
—Porque necesito algunas cosas.


—Le gusta el peligro, ¿verdad?


Paula sacudió la cabeza.


—Lo cierto es que no.


Abrió la puerta, salió fuera y cerró tras de ella.


Miró al frente. No tenía ni idea de cómo volver a su coche por el mismo camino. Decidió caminar entre los árboles hasta que llegara a la carretera y luego seguiría por ésta hasta llegar a su coche.


Con aquella intención, salió del porche y dio un paso en la nieve que le cubría hasta las rodillas. Estupendo, era justo lo que necesitaba. No tenía intención de regresar a la cabaña sin algo que leer, puesto que su anfitrión no se mostraba dispuesto a conversar.


Paula perdió la noción del tiempo mientras trataba de avanzar en la nieve. Tenía las piernas mojadas y frías. Le castañeaban los dientes. No estaba dispuesta a volver y admitir que Pedro tenía razón, así que siguió adelante.


Cuando llegó a la carretera, respiraba pesadamente y estaba sudando. Se giró y miró atrás. Había perdido de vista la cabaña, pero veía el humo, por lo que confiaba en encontrar el camino de vuelta.


Encontró el coche cubierto de nieve en la cuneta. Los guantes que llevaba no le habían servido para aquella tormenta. La lana estaba mojada. Se los quitó y buscó las llaves del coche en el bolsillo del abrigo.


Paula se acercó al maletero y retiró la nieve hasta dar con la cerradura. Estaba congelada.


No volvería a la cabaña sin sus cosas. Decidida, se arrodilló junto a la cerradura y comenzó a echarle vaho. Cada poco intentaba hacer girar la llave, pero tuvo que dejarlo porque se estaba mareando y le dolían las mandíbulas del esfuerzo.


Esa vez cuando hizo girar la llave, sonó un crujido y consiguió abrir el maletero.


Sin perder el tiempo, Paula abrió su maleta y metió los libros y las revistas, antes de sacarla. Cerró el maletero, tomó las llaves y miró a su alrededor. Podía volver por la carretera a casa de Pedro o acortar a través de los árboles, donde la nieve no era tan profunda.


El camino entre los árboles parecía más largo de lo que había sido el día anterior, aunque lo cierto era que entonces no cargaba con una maleta. Su madre siempre le había dicho que era demasiado cabezota.


—Tenías razón, mamá —dijo en voz alta.


Quizá su madre la había estado ayudando a abrir el maletero, sabiendo que Paula no se daría por vencida hasta que lo abriera o sucumbiera bajo el frío. Ante aquel pensamiento, sonrió.


Su madre y ella siempre habían estado muy unidas. Estaba embarazada de ella cuando su padre murió veintiséis años atrás en un ataque militar.


Su madre nunca se había interesado por ningún otro hombre y Paula había crecido con la idea de que sólo había un hombre perfecto para cada mujer. A los veinticinco años, ya no estaba tan segura como lo había estado a los diez.


Su madre siempre la había hecho sentirse muy especial, diciéndole lo agradecida que estaba de tenerla. Había mantenido las fotos de su marido por toda la casa para que Paula lo conociera. De lo que su madre no se había dado cuenta era de que Paula había crecido odiando todo lo que tuviera que ver con el ejército. Se había visto privada de un padre y su madre, de un marido. ¿Y para qué? Todo por una acción militar que había sido rápidamente olvidada.


Se detuvo y miró a su alrededor. Ajustó el tirador de la maleta y continuó con los pensamientos puestos en su infancia, un tiempo en el que no había estado sola, ni había tenido miedo, ni había pasado frío.









PELIGRO: CAPITULO 2




Paula se apoyó contra la puerta del baño y sintió un escalofrío. Hacía frío y se preguntó si el agua estaría congelada. Al menos no estaba a la intemperie.


¿Qué iba a hacer?


Llevaba tres días huyendo, pagando en metálico la gasolina, los moteles y la comida para no dejar rastro, pero no se sentía segura. Quería llegar a la casa de su primo, convencida de que allí estaría a salvo. Necesitaba un sitio donde quedarse mientras decidía qué hacer.


Su primo Lorenzo era dueño de una cabaña de dos plantas que usaba en vacaciones. Estaba en algún sitio de aquella carretera, junto a uno de los lagos. Años atrás, su madre y ella solían pasar dos semanas con ellos en verano, pero ahora, el lugar parecía diferente, especialmente con toda aquella nieve. No tenía ni idea de lo cerca que estaba de la casa de su primo. Antes de salirse de la carretera, estaba pendiente de encontrar el camino de entrada a la cabaña.


Aquella mañana, al abandonar el motel, el cielo estaba gris y soplaba un fuerte viento. Aquel hombre tenía razón: no había reparado en aquellas condiciones, si no, no habría salido del motel. En cualquier caso, cuando la nieve empezó a caer estaba tan sólo a sesenta kilómetros de la cabaña de Lorenzo, así que decidió continuar. Cuando vio que los copos eran cada vez más grandes, se asustó. Apenas podía ver la carretera y los limpiaparabrisas no daban abasto. Por supuesto que no se hubiera lanzado a conducir bajo la tormenta si lo hubiera sabido. A pesar de lo que su anfitrión pensara, no era ninguna estúpida.


Aunque todo eso no importaba ahora. No había manera de dar marcha atrás en el tiempo y cambiar la decisión que la había llevado a aquella situación. Se enfrentaba a la posibilidad real de morir congelada si regresaba a su coche.


Si se quedaba, tendría que enfrentarse a aquel malhumorado extraño, lo que le ponía entre la espada y la pared.


Su suerte la estaba abandonando en el momento en que más la necesitaba. De todos los sitios donde podía haber caído, había ido a parar junto a un ermitaño que odiaba a la gente. O quizá sólo odiara a las mujeres. Fuera lo que fuese, era evidente que no deseaba tenerla allí.


Era alto, de constitución fuerte y unos treinta y tantos años. 


No sabía lo que le pasaba en la pierna, pero se había dado cuenta de que no apoyaba el peso en ella. Un afeitado y un buen corte de pelo mejorarían su aspecto.


Lo que más le desconcertaban eran sus ojos. Eran de un azul intenso y su mirada era penetrante.


De pronto, Paula reparó en su reflejo en el espejo. Tenía ojeras y estaba pálida como la nieve. Sacó un peine de su bolso y se lo pasó por el pelo. Se lo había cortado la primera noche en que huyó, en un intento de cambiar su aspecto. 


Nunca había sido el tipo de mujer en el que la gente reparaba y confiaba en poder hacerse pasar por otra persona, si su situación se volvía preocupante.


Paula se estremeció. Si permanecía en el baño más tiempo, iba a congelarse. Bajó los hombros y abrió la puerta, decidida a ser amable a pesar del mal humor de su anfitrión.


Él no se había movido de su silla y parecía absorto en el libro que estaba leyendo. Ella se sentó y se tomó el café, a la espera de que levantara el rostro, hablara, o hiciera cualquier otra cosa aparte de ignorar su presencia.


—Creo que sería una buena idea que me dijera su nombre.


Pedro —contestó sin mirarla.


Estupendo, Pedro sin apellido. La pistola estaba sobre la mesa. ¿Acaso era un delincuente? ¿O un paranoico?


—Si tiene hambre, hay una cazuela con estofado en la cocina. Sírvase usted misma.


Volvió su atención al libro, dando por cumplidas sus obligaciones como anfitrión.


Lo cierto era que estaba muerta de hambre. No había parado más que a echar gasolina desde que saliera del motel. Sólo había tomado comida basura, lo que probablemente era uno de los motivos por los que estaba temblando.


Fue a la cocina y levantó la tapa de una gran cacerola. 


Después de abrir dos armarios, encontró un plato y se sirvió el sabroso estofado.


—¿Quiere un poco? —le preguntó.


—Sí, gracias —contestó él después de unos segundos.


Se sorprendió al ver que mostraba cierta educación. Llenó otro plato y los puso sobre la mesa.


Él cerró el libro y tomó una de las cucharas que ella le ofrecía. Enseguida empezó a comer.


—¿Cuándo cree que pasará la tormenta?


El se tomó su tiempo antes de contestar. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros.


—Lo siento, no tengo una bola de cristal —dijo y siguió comiendo.


—Una vez deja de nevar, ¿se derrite la nieve?


El suspiró.


—Sí, con el tiempo. Probablemente para marzo.


—¡Marzo! Pero si quedan dos meses.


El la miró inexpresivo.


—Alguien debería haberle dicho que Michigan en invierno no es el mejor sitio para pasar las vacaciones, a menos que le gusten los deportes de invierno.


De repente, se había quedado sin apetito. A aquel paso, la nieve le impediría encontrar el camino a la casa de Lorenzo.


Se sentó y escuchó los sonidos a su alrededor. Oyó el crujido de la leña en la estufa, la rama de un árbol rozando el lateral de la cabaña y el viento soplando como si de un fantasma se tratara. El olor del estofado y del café daban un delicioso aroma a la cabaña y la lámpara que había sobre la mesa emitía un reflejo dorado.


Estudió las paredes y la cubierta inclinada, soportada por gruesos maderos. Era una pena que aquel sitio no tuviera un techo que resguardara el calor.


Cuando Pedro habló, ella se sobresaltó.


—¿Cómo dio con este sitio? No vi ninguna huella.


—Vi el humo de la chimenea de casualidad, mientras trataba de encontrar la manera de sacar mi coche de la cuneta. Comencé a caminar en línea recta entre los árboles, por donde no había demasiada nieve. Tengo que admitir que me estaba comenzando a poner nerviosa justo antes de encontrar la cabaña.


Paula recogió los platos después de que acabaron de comer y los lavó. Aunque su reloj marcaba poco más de las tres, la luz estaba desapareciendo rápidamente. El viento parecía haber incrementado su intensidad desde que estaba allí. No tenía ni idea de los lejos que estaba su coche. Había tenido mucha suerte de encontrar la cabaña. Se estremeció y se rodeó con los brazos.


Finalmente, Paula se apartó de la ventana. Miró a Pedro y descubrió que la estaba observando.


—Tendré que quedarme a pasar la noche —afirmó.


—Eso parece.


—No tengo ropa.


—No me sorprende. Usted sólo quería usar el teléfono, no mudarse a vivir aquí.


Estuvo a punto de sonreír. Tenía una curiosa manera de resaltar lo evidente. Quizá la tensión de los últimos tres días había afectado a su cabeza, pero ya no encontraba a aquel hombre tan intimidatorio como le había parecido en un primer momento, tan sólo grosero.


Claro que también podía dispararla en cualquier momento, aunque no creía que fuera a hacerlo. Le daba la impresión de que usaba la pistola para protegerse y no para agredir.


Observó la ropa que llevaba puesta y suspiró.


El se puso de pie y caminó hasta el otro lado de la cabaña.


—Veré qué le puedo dejar para dormir.


Ella lo siguió y lo observó mientras abría un cajón y sacaba un chándal, además de sábanas y mantas.


—Hay almohadas en la cama —dijo señalando las literas.


—Gracias —dijo ella tomando lo que le ofrecía y se acercó a la cama de abajo.


Aunque era alta, aquellos pantalones y camisetas le quedarían enormes.


Se giró y lo miró.


—Espero que no le importe, pero me estaba preguntando si podríamos colocar algo que nos diera cierta intimidad.


La miró como si hubiera perdido la cabeza. Le daba igual lo que él pensara y se cruzó de brazos sosteniéndole la mirada.


—No creo que una manta le dé intimidad a menos que quiera colocarla desde la cama de arriba. Si es eso lo que quiere, hágalo.


Él se dio media vuelta y caminó sobre sus pasos hasta el otro extremo. Se metió en el baño, cerró la puerta y abrió la ducha. Normalmente usaba una manta eléctrica para relajar los músculos de su muslo, pero al no haber electricidad, su única opción era el agua caliente. Al menos era un alivio que tanto el agua caliente como la cocina funcionaran con gas. 


Le gustaba usar aquel lugar. Tenía todas las comodidades de un hogar, excepto por la electricidad, que se iba a cada rato. Incluso había un pequeño lavaplatos y un horno, además de una despensa que había llenado para no tener que salir de allí.


Tenía espacio suficiente para hacer su terapia y recuperar así la movilidad de su pierna.


Después de ducharse y vestirse, Pedro se sintió mejor. Abrió la puerta y regresó a la cálida estancia, dando gracias por tener suficiente leña apilada para mantener aquel sitio caliente hasta la primavera, hubiera o no electricidad. Para entonces, confiaba en estar de regreso con su unidad.


Aquella idea no le agradaba. Todavía tenía pesadillas por el ataque y se sentía tremendamente culpable de haber dirigido a su escuadrón hacia una emboscada, deseando haber sido uno de los dos muertos.


Paula había colocado dos mantas, una hacia el lado que daba a su cama y la otra, a los pies. Puesto que la cama estaba en un rincón de la cabaña, los otros dos lados estaban protegidos de su mirada.


—¿Se siente más segura ahora?


Ella se giró y lo miró.


—Sí, gracias —contestó educadamente, levantando ligeramente la barbilla.


Aquel gesto era una clara señal de que no se dejaba amilanar por él.


A pesar de todo, estaba impresionado. En una situación como aquélla, muchas de las mujeres que conocía, estarían llorando. Pensó en su madre y en Carolina, la esposa de su hermano mayor, Facundo, y sonrió. Aquellas dos mujeres eran de armas tomar.


Se acercó a su silla y se sentó. Estaba leyendo la biografía del general Patton. Su vida era fascinante. Aquella biografía le había hecho olvidarse de su actual situación.


Tenía que pensar qué hacer con su carrera militar. Podía pedir una excedencia, pero si lo hacía, ¿qué haría después?


Siempre le había gustado su carrera militar hasta aquella última misión de reconocimiento. A pesar de que sus superiores le habían dicho varias veces en el hospital que no había nada que hubiera podido hacer por salvar la vida de los dos hombres y que el resto del escuadrón, a pesar de sus heridas, había sobrevivido gracias a su agilidad mental, estaba teniendo problemas para recuperar la confianza en sí mismo.


—Si me disculpa, creo que me voy a acostar. Me he levantado muy temprano esta mañana —dijo ella.


Él levantó la mirada y comprobó que Paula se había puesto el chándal que le había dado. Llevaba el pantalón doblado en la cintura y aun así le arrastraba. La camiseta le quedaba mejor y al menos la mantendría caliente.


Su determinación lo sorprendía por alguna razón.


—Trataré de no hacer ruido para no molestarla —replicó él.


Ella asintió y regresó junto a la litera. Pedro la observó meterse en la cama, antes de que la manta cayera y la ocultara.


No sabía si sentirse halagado o insultado.



PELIGRO: CAPITULO 1




Un ruido fuera de la cabaña lo despertó, poniéndolo en alerta. Se había quedado dormido mientras leía. A pesar de la nevada que estaba cayendo, había alguien fuera.


¿Habría alguien buscándolo? Nadie excepto su comandante sabía que estaba en la cabaña de un amigo en Michigan, recuperándose de sus heridas.


Pedro se levantó de la silla y tomó su bastón. Buscó su arma reglamentaria y se acercó sigilosamente a la ventana. Desde donde estaba, no podía ver el pequeño porche, pero sí el camino de acceso y no había huellas en el suelo.


Sus años en la fuerza aérea lo habían vuelto cauteloso y precavido y sabía que, a pesar de la furia de la tormenta, había oído pasos sobre el suelo de madera del porche. 


¿Quién sería y cómo habría llegado hasta allí? No le gustaban las sorpresas y, mucho menos, los invitados inesperados.


Alguien llamó a la puerta.


—¿Quién está ahí?


—Siento molestarlo —respondió una temblorosa voz de mujer—. Mi coche se salió de la carretera y me quedé atrapada en la cuneta. ¿Podría usar su teléfono para pedir ayuda?


Aquello no le gustaba. La carretera que pasaba por allí era secundaria y terminaba en el lago, a unos treinta kilómetros. 


¿Qué estaría haciendo allí?


Al ver que no contestaba, ella volvió a hablar.


—¿Hola? Sé que molesto, pero sólo quería...


El abrió la puerta y la vio frente a él. Llevaba un abrigo ligero, con capucha, que apenas le llegaba a los muslos, dejando ver sus vaqueros y sus botas. Sus ojos eran del color del whisky y su rostro estaba pálido.


Abrió la puerta y dejó la pistola a un lado.


—Pase.


Ella se dio prisa en entrar. Después de cerrar la puerta, él se giró y vio que la mujer tenía la vista puesta en la pistola. 


¿Qué pensaría que iba a hacer, disparar a cualquiera que llamara a su puerta? Sin decir nada, se acercó a la mesa y dejó la pistola. Se giró y la vio allí junto a la puerta. Parecía haberse quedado de piedra y estaba temblando. La nieve que llevaba en la ropa, se estaba derritiendo y cayendo al suelo.


—Mire, señorita. No tengo ninguna intención de dispararle, así que quítese el abrigo antes de que tenga que secar todo el suelo.


—¡Oh! —dijo mirando el charco que se había formado a sus pies.


Se quitó rápidamente el abrigo y miró a su alrededor en busca de un sitio donde dejarlo.


La electricidad se había ido hacía un par de horas y la habitación estaba iluminada por una lámpara de queroseno que había en la mesa, donde había estado leyendo.


—Hay un perchero junto a la puerta —dijo él secamente.


La miró quitarse los guantes y colgar el abrigo antes de secarse las manos en los vaqueros. Al mirar a su alrededor, su expresión denotó nerviosismo.


La cabaña tenía una sola estancia, con una cocina en un extremo. Junto a la mesa y las sillas, había un sofá que había conocido épocas mejores, una butaca desfondada y, en el otro extremo, un par de literas. En el centro de la habitación había una estufa, única fuente de calor. También había un pequeño baño junto a la cocina.


Al quitarse el gorro, descubrió que tenía el pelo corto, con rizos rubios que rodeaban su rostro. Era alta, delgada y tenía el aspecto de una adolescente. Sus ojos transmitían inocencia, al contrario que sus gruesos labios.


Ella tomó una vieja toalla que colgaba cerca de la puerta y secó el charco. Al agacharse, los vaqueros marcaron la forma de su trasero y de sus largas y torneadas piernas y Pedro retiró la mirada, molesto por el modo en que se sentía impresionado. No había visto a una mujer desde que abandonara el hospital, meses atrás. Sabía que no era una agradable compañía para nadie y menos aún, para una inocente adolescente.


Dejó el bastón a un lado y se sentó en la misma silla que ocupaba antes de que ella llegara. El dolor en el hombro, costado y muslo, de donde le habían sacado las balas, lo devolvió al presente, recordándole por qué había querido estar solo mientras se recuperaba. Ni siquiera había querido decirle a su familia dónde estaba. Al ver que se incorporaba, volvió a mirarla. No la quería allí, pero tampoco podía negarle refugio.


—Quisiera hacer una llamada para pedir ayuda.


El se quedó mirándola en silencio. Tenía un ligero acento del sur, lo que podía explicar por qué llevaba una ropa tan inadecuada para el invierno y su imprudencia al viajar bajo aquella tormenta.


—Quizá no se haya dado cuenta de que estamos en mitad de una tormenta de nieve. No encontrará a nadie dispuesto a arriesgar la vida para sacar su coche de la nieve.


Ella trató de ocultar su pánico, pero él supo adivinarlo en sus ojos. Se dio media vuelta y tomó su abrigo.


—¿Qué está haciendo?



—Me iré a mi coche hasta que amaine la tormenta.


Él sacudió la cabeza, incrédulo.


—No me parece una buena idea, señorita Alabama. Si vuelve al coche puede morir por congelación mientras espera a que pase la tormenta. Podría durar días.


Ella se giró lentamente hacia él, levantando la barbilla.


—Mi nombre es Paula Chaves y soy de Tennessee, no de Alabama. Y respecto a lo de morir congelada, haré lo que pueda por mantenerme abrigada, puesto que ésa parece la única opción que tengo en este momento.


«Deja que se marche. No la quieres aquí contigo, así que deja que se congele», pensó él.


—No haga tonterías. Se quedará aquí hasta que alguien venga a ayudarla —dijo y señaló su bastón—. Siento no poder ayudarla. Todavía no puedo caminar sin caerme.


Paula se cruzó de brazos y le lanzó una mirada gélida.


—¿A qué tonterías se refiere? —preguntó ella ignorando su último comentario.


—En primer lugar, a conducir con este tiempo. ¿Ha conducido bajo la nieve alguna vez?


Sus labios se tensaron.


—Lo cierto es que no. Cuando salí del motel al amanecer, no esperaba encontrarme con una nevada. Los copos comenzaron a caer cuando estaba a tan sólo sesenta kilómetros de mi destino. No pensé que se formaría una tormenta tan rápido.


Él sacudió la cabeza.


—Se quedará aquí hasta que pase la tormenta. Como verá, no hay electricidad, cosa habitual durante las tormentas —dijo y señaló la cafetera que había sobre la estufa—. Hay café si quiere.


Ella asintió y se acercó a la estufa para calentarse las manos. Él tomó su bastón y fue a la cocina para llevarle una taza. Ella se sirvió café y se acercó a la mesa para dejar su taza en el extremo opuesto a él. En lugar de sentarse, miró alrededor de la habitación.


—¿Puedo usar el baño?


El señaló con la barbilla hacia una puerta.


—Está ahí.


Ella atravesó la cocina, abrió la puerta del cuarto de baño y entró.


¿Qué demonios iba a hacer con aquella mujer? No podía dejar que saliera a la tormenta y se helara. Pero tampoco la quería allí. En aquella cabaña, que se utilizaba como refugio de cazadores, no había intimidad.


Había ido hasta allí por propia decisión. Quería estar completamente recuperado antes de enfrentarse al mundo exterior y necesitaba estar solo para luchar contra sus propios demonios.