viernes, 8 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 18




El comedor había sido transformado.


Pedro lo recordaba como un espacio elegante con iluminación suave, ventanales que ofrecían una vista magnífica del océano y camareros tan eficientes como discretos


Normalmente había docenas de mesas pequeñas redondas, cada una con un jarrón de flores tropicales en el centro.


Pero ese día el comedor mostraba varias mesas largas antiguas, cubiertas de terciopelo rojo, con lo que conseguían una atmósfera de opulencia del viejo mundo. Las luces eran suaves, pero arrancaban brillos a los suelos dorados de bambú. Había sillones colocados detrás de biombos, donde los diseñadores podían pasar a los clientes que quisieran examinar más detenidamente algunas joyas.


En un extremo de la habitación había una zona de conversación, con sofás rojos y sillones instalados alrededor de mesas de bambú y cristal, donde los diseñadores podrían hablar cómodamente con los clientes. La belleza por la que era conocido el hotel resultaba evidente desde en el barniz brillante del suelo hasta en los candelabros de bronce de las paredes o en la vista abierta e ininterrumpida del océano a través de la pared de cristal.


–¿Crees que las paredes de cristal y las ventanas tienen alarmas? –preguntó Paula.


–Conociendo a Rico, seguro que sí. Deja muy poco al azar.


Pedro podía ver que había mucha seguridad, con cámaras discretas por todas partes. En un momento contó al menos doce, cada una ofreciendo distintos ángulos.


–Cuento doce ojos abiertos –dijo Paula.


–Estoy de acuerdo –Pedro señaló un rincón lejano–. Y sin duda hay muchos más menos obvios. Por ejemplo, creo que veo una cámara oculta en aquella maceta de hibisco.


–Muy buena esa –ella sonrió–. Y la que se asoma detrás del cuadro enmarcado de la pared sur, también.


Pedro le sonrió. Nunca había conocido a una mujer como ella.


–¿Puedes ver algún punto que hayan pasado por alto? –preguntó.


–Es difícil saberlo a menos que entres en el despacho de seguridad y veas las tomas de las cámaras –repuso ella–. Siempre es difícil alinear cámaras de modo que los ángulos que cubran se sobrepongan sin dejar puntos ciegos. Pero supongo que no han pasado mucho por alto.


–Probablemente no. Pero siempre hay agujeros. La seguridad perfecta no existe. Como tú has dicho, los ángulos de las cámaras solo se extienden hasta un punto y un buen ladrón no necesita mucho margen.


–Cierto –ella lo miró–. Tú eras un buen ladrón, ¿verdad?


Él sonrió.


–Un ladrón de joyas maestro.


–Bien, maestro. Si tú fueras a robar este lugar, ¿cómo lo harías?


Una inyección familiar de adrenalina le recorrió las venas a Pedro en cuanto dejó volar su imaginación. Miró la pared de cristal y las mesas cercanas. Las ventanas a cada lado de la estancia y el techo. Siempre había un modo.


–Hay muchas posibilidades –murmuró.


–Lo echas de menos.


Él la miró sorprendido.


–Supongo que sí –musitó–. La emoción de burlar sistemas de seguridad. El reto de planear el plan de ataque perfecto. Colarse en una casa o en una empresa y volver a salir sin que se enteren. Caminar por el borde de un tejado en una noche tan oscura que no puedes ver tu mano extendida y tienes que confiar en tu instinto para no matarte –sonrió–. Es un mundo que poca gente conoce.


–Hablas como si solo se tratara de la planificación y el trabajo –musitó ella–. Entonces, ¿no era el robo lo que te atraía? Me refiero a los objetos que robabas.


Pedro tendió la mano y le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, dejando que sus dedos le rozaran la piel en una breve caricia. Aquel contacto le quemó la piel como si hubiera tocado un cable eléctrico pelado.


–Mentiría si dijera eso y creo que tú lo sabes.


Paula asintió y guardó silencio.


Pedro se dio cuenta de que quería que ella entendiera aquello desde su punto de vista.


–Un ladrón no entra en lugares protegidos solo por el placer de poder hacerlo –dijo–. Tiene que haber una recompensa al final del trabajo, por supuesto.


Le tomó la mano izquierda y le pasó el pulgar por el anillo que llevaba. Uno de sus trofeos.


–No sé bien cómo explicarte lo que es eso, Paula. Nadie puede conocerlo a menos que lo haya vivido.


–Inténtalo –susurró ella, apretándole el dedo.


Pedro miró sus hermosos ojos verdes y dijo con suavidad:
–Este anillo por ejemplo. Abrí la caja fuerte armado solo con una linterna de bolsillo.


–¿También abres cajas fuertes? –preguntó ella.


–Todos los Alfonso aprendemos los trucos del oficio desde una edad temprana. Abrir cerraduras, cajas fuertes, robar carteras…


–¿De verdad?


–Si quieres vivir como un ladrón y no como un preso, tienes que tener dedos ágiles e inteligentes –él se encogió de hombros–. Todo el mundo estaba abajo en la fiesta. El segundo piso estaba vacío y el despacho en el que se encontraba la caja fuerte estaba oscuro, salvo por unos hilos de luna que asomaban a veces entre las nubes. Yo me daba prisa porque siempre es mejor no perder tiempo.


–Me lo imagino –comentó ella.


Él sonrió.


–No puedes ir muy deprisa o te vuelves torpe. Ni muy despacio o te pillarán. Bien, pues abrí la caja fuerte, metí la mano en ella y saqué una bolsa de terciopelo negro. Sabía lo que encontraría dentro porque Paulo y yo llevábamos meses vigilando la casa. Sabíamos dónde guardaban las joyas, cuáles estaban en qué caja fuerte…


–¿Había más de una?


–Sí. Pero incluso sabiendo lo que iba a encontrar, tenía que mirar –se encogió de hombros–. Paulo y yo habíamos dedicado mucho esfuerzo a aquel trabajo y yo quería ver el tesoro al final del arco iris. Vacié el contenido en mi mano y un rayo de luna cayó sobre los diamantes y les dio vida.


Ella lo miraba a los ojos mientras él recordaba un trozo de su vida que no había compartido con nadie más.


–Había un collar con setenta y siete diamantes engarzados en platino y este anillo –frotó el dedo de ella con gentileza–. Encerrados en la oscuridad, como si estuvieran condenados al olvido. Cuando cayeron de la bolsa y la luz de la luna brilló sobre ellos, fue como si suspiraran y me dieran las gracias por haberlos rescatado. Los diamantes están hechos para brillar, para estar a la luz, para ser llevados, admirados y envidiados.


Sonrió.


–Cuando vi la luz de la luna sobre esas piedras, fue pura magia. Como si viera que algo frío, olvidado y muerto volvía a cobrar vida.


–Y conservaste el anillo para que te recordara aquel momento –comentó ella.


–Sí. Y para dárselo a mi hermosa prometida.


Ella movió los labios como si reprimiera una sonrisa.


–¿Y el collar? –preguntó Paula.


–Ah –Pedro le soltó la mano–. Paulo y yo lo vendimos por una fortuna.


–No te arrepientes en absoluto, ¿verdad?


–¿De ser un ladrón? –preguntó él–. No. Era muy bueno en lo que hacía. Trabajé en ello durante años y nunca hice daño a nadie, solo a las compañías de seguros –sonrió–. No me arrepentiré de ser quien soy, de venir de donde vengo ni de las decisiones que tomé. ¿De qué serviría? El pasado es pasado, arrepentirse no cambia nada.


–Pero…


–No confundas mi nuevo camino con vergüenza por el pasado –Pedro le puso una mano en la nuca y se inclinó hacia ella–. Soy un Alfonso y nunca me avergonzaré de mi familia ni de mi tradición. Cómo elijo vivir mi vida no tiene nada que ver con el pasado, más allá de un breve momento de revelación que me encaminó en una dirección nueva. En mi corazón soy un ladrón, Paula.


Ella negó con la cabeza.


–No es verdad. En tu corazón eres mucho más que eso.


–No te engañes a ti misma –le advirtió él, aunque le encantaba el calor que leía en sus ojos. Ella lo miraba y veía al hombre, no al ladrón, y eso le gustaba. Pero no podía dejarle creer que ya no existía el ladrón dentro del hombre. 


Pedro siempre sentiría aquel impulso cuando viera diamantes, cuando viera la oportunidad de un trabajo que lo seducía. Ese deseo siempre sería parte de él.


–No creas que soy más de lo que ves –dijo con suavidad–. Soy el hombre cuyo apartamento allanaste. El hombre al que despreciabas.


–Yo no te despreciaba.


Él le puso una mano en la mejilla.


–Sí lo hacías. Y no importa. Seguramente sería mejor que te centraras en ese sentimiento. Te ayudaría a recordar que este compromiso nuestro no es nada más que una farsa.


Ella cubrió la mano de él con la suya.


–No soy yo la que tiene problemas en recordar eso, Pedro.


La verdad de aquella declaración lo sobresaltó lo suficiente como para soltarla y dar un paso atrás.


–¿Señor Alfonso?


Agradecido por la interrupción, Pedro alzó la vista y vio que se acercaba un hombre alto con la cabeza rapada y ojos azules. Sin duda era el jefe de seguridad y Pedro felicitó interiormente a su cuñado. Como ladrón profesional, sabía reconocer el peligro de aquel hombre. 


Sería un enemigo formidable.


–Sí. ¿Franklin Hicks?


–El mismo –el hombre miró a Paula–. Señorita Chaves. El señor King me ha pedido que les enseñe el sistema de seguridad de la exposición y conteste a cualquier pregunta que tengan.


Pedro no le gustó cómo miraba el gigante calvo a Paula. En sus ojos había un brillo que era pura valoración masculina y que hacía que Pedro quisiera colocarla detrás de sí y protegerla de esa mirada.


–Gracias –musitó ella.


Hicks echó a andar por la estancia y Pedro cerró la marcha detrás de los otros dos. Y, por supuesto, posó la mirada en el trasero de Paula.



¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 17





Entraron en su suite, deshicieron el equipaje y, en menos de quince minutos, Pedro sacó a Paula del hotel, alejándola de la cama gigante para no ceder a la tentación.


–Este lugar es increíble –comentó Paula, cuando paseaban por los jardines del hotel.


Pedro entendía lo que quería decir. Él había sentido lo mismo la primera vez que había ido allí un año atrás.


Rico había construido una especie de Disneylandia para adultos. Había incontables piscinas, spas privados y vistas espectaculares del océano desde todas las habitaciones. Era un hotel relativamente pequeño, para que siguiera siendo exclusivo. Solo tenía ciento cincuenta habitaciones. Sin contar los bungalós privados escondidos entre los bosquecillos que había esparcidos por los jardines.


Las habitaciones eran decadentes, el servicio impecable y, para los que podían permitírselo, King´s Castle era una fantasía hecha realidad.


Los omnipresentes vientos de la isla mantenían los insectos al mínimo y transportaban el aroma de flores tropicales. El océano estaba a solo unos pasos y en el interior de la isla había bosques llenos de higueras de Bengala que parecían sacadas de cuentos de hadas y transportadas a la isla para crear ambiente.


–Es impresionante –asintió Pedro.


Paula lo miró.


–¿Lo que has dicho antes de Jean Luc iba en serio? ¿De verdad crees que vendrá aquí?


Pedro frunció el ceño y miró la zona de las piscinas. Había mujeres adorables echadas en tumbonas de colores, un par de personas nadando en el agua y algunos camareros moviéndose entre los caminos de baldosas sirviendo bebidas heladas.


Aquel era el tipo de atmósfera que prefería un hombre como Jean Luc. Solo se había hecho ladrón de joyas para satisfacer su hambre por las cosas buenas de la vida. La familia Alfonso trataba su oficio como el trabajo que era. Le dedicaban concentración, práctica y respeto. Jean Luc, sin embargo, lo trataba como un juego. Un juego que estaba decidido a ganar. A Jean Luc lo empujaba a correr lo que Pedro consideraba riesgos innecesarios. A intentar, por ego, trabajos que no era capaz de completar.


–Sí –comentó–. Lo creo.


–Si viene aquí, no traerá el Contessa consigo.


Pedro la miró.


–No. Lo dejará en casa. No hay necesidad de acarrear trofeos viejos cuando estás pensando robar otros nuevos.


–O sea que todavía tendremos que ir a Mónaco a por el collar.


–Después de la exposición, sí.


Paula asintió.


–Pero si lo atrapamos aquí, eso lo haría todo mucho más fácil, ¿no?


–¿Atrapamos? –preguntó él.


Ella alzó la barbilla y lo miró a los ojos.


–Recuerda que he sido policía. Y también experta en seguridad. Puedo ayudar


–Y yo he sido ladrón –le recordó él–. Y creo que mi experiencia será útil esta semana. Los empleados de seguridad de Rico son los mejores del mundo.


–Eso no significa que dos ojos más no puedan ayudar –argumentó ella–. Así que, en vez de enseñarme las piscinas, ¿qué tal si me muestras dónde va a ser la exposición de joyas?


Él ya conocía la expresión que veía en ella en ese momento.


 Una mezcla fiera de determinación y terquedad. Y sabía también que, si no le mostraba el salón de la exposición, ella lo encontraría sola. Era mejor tenerla a su lado.


Sacó el móvil y marcó el número de Rico.


–Voy a preguntar dónde la hacen.


–Bien –el rostro de ella se iluminó y una hermosa sonrisa le curvó los labios. Pedro sintió un tirón en la entrepierna.


–Rico –dijo–. Queremos examinar el salón de la exposición.


–Le diré a Franklin Hicks que vas para allá. Es mi jefe de seguridad. Es fácil reconocerlo. Treinta y cinco años, un metro noventa y tiene la cabeza afeitada y penetrantes ojos azules.


–Suena peligroso.


–Lo es –Rico soltó una risita–. No pasa por alto muchas cosas. Pero seguro que recibirá bien las ideas de un hombre como tú.


–Quieres decir un ladrón.


–Quiero decir un ladrón muy bueno. Teresa me ha dado una descripción del tal Jean Luc y la estamos circulando entre los hombres. La dejaremos en la oficina principal de seguridad.


–Eso está bien –contestó Pedro–. ¿Puedes enviar la descripción al otro hotel de la isla?


–Ya lo he hecho.


–¿Descripción? –preguntó Paula–. ¿De Jean Luc? –movió la cabeza–. ¿No habéis oído hablar de los disfraces?


Pedro hizo una mueca.


–Sí, Paula acaba de recordarme que Jean Luc puede aparecer disfrazado.


–Perfecto –contestó Rico–. De todos modos, haremos lo que podamos para detenerlo.


–Todos lo haremos.


–De acuerdo. Le diré a Franklin que vais para allá.


–Gracias.


Cuando Pedro colgó el teléfono, se encogió de hombros.


–Parece que han despejado el comedor principal para usarlo en la exposición. Podemos ir a verlo ahora.


Paula sonrió.


–Estupendo. Vamos.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 16





–Fue como un torbellino –Paula tomó un sorbo de café y se riñó mentalmente por haber aceptado aquello. Estaba allí sentada, mintiéndole a una mujer muy agradable y se sentía peor por ello a cada momento que pasaba.


Teresa Alfonso King era simpática, acogedora y se alegraba tanto del «compromiso» de su hermano, que Paula no podía evitar sentirse fatal. Pero ya estaba metida en aquello y no había salida. Si decía la verdad, tendría que admitir que había chantajeado a Pedro y amenazado a su padre y estaba bastante segura de que Teresa dejaría de mostrarse amigable si lo hacía, así que guardó silencio y siguió sonriendo y sintiéndose mal.


Miró a su alrededor, la suite del ático del lujoso hotel de Rico. 


La estancia era increíblemente espaciosa, y a diferencia del piso de Pedro, estaba llena de colores primarios brillantes. 


Había dos sofás amarillos colocados uno frente al otro con una larga mesita de café en medio. En los sofás había cojines azul zafiro y rojo rubí y cerca había más sillones a juego. Los suelos de tarima de bambú brillaban a la luz del sol, que entraba por las ventanas abiertas, y por las puertas de la terraza entraba un viento tropical que olía a flores.


La vista era increíble. Árboles, playas de arena y arbustos silvestres llenos de flores.


Y también el mar, un océano azul profundo que se extendía durante kilómetros con barcos de vela blancos surcando la superficie.


Solo llevaban una hora en la isla y ya habían tomado un almuerzo fantástico en el comedor del hotel y después habían subido allí para que Teresa pudiera llegar a conocer bien a Paula. Y eso la preocupaba. Cuanto más hablara con Teresa, más mentiras tendría que contar. Era un círculo vicioso.


–Me alegro muchísimo por los dos –dijo Teresa. Cambió de posición a Matteo, su hijo de dos meses, al que tenía en los brazos y añadió–: Es todo muy romántico, ¿verdad, Rico?


Rico le quitó al niño y dijo:
–Es muy rápido.


Paula miró a Pedro y vio que se movía incómodo en su silla. 


Mejor. Se alegraba de no ser la única que lo pasaba mal con aquello.


–No recuerdo que tú te tomaras mucho tiempo con mi hermana –murmuró Pedro.


Rico asintió.


–Cierto.


–No hagáis caso a mi esposo –Teresa hizo una mueca–. Cree que ahora que estamos casados, ya no hay necesidad de romanticismo.


–Yo soy muy romántico contigo y lo sabes –repuso Rico. Se inclinó a besar a su esposa con una sonrisa de picardía–. ¿No estamos viviendo en el hotel mientras destripamos nuestra casa para que tú puedas decorarla como quieras?


Teresa sonrió.


–De acuerdo, sí, eres romántico e indulgente –miró a Paula–. Tenemos una casa adorable justo detrás del hotel. Pero Rico estaba soltero cuando la construyó y ahora que ya tenemos familia –hizo una pausa y miró a su hijo–. Quería que la casa fuera más adecuada para niños. Sean King, primo de Rico, vive también en la isla con su esposa Melinda y ha traído obreros para que lo rehagan casi todo. Por eso vivimos ahora en el hotel.


–A ella no le importan tus remodelaciones –aseguró Pedro a su hermana.


–Pues claro que le importan –argumentó Teresa–. A todas las mujeres nos encanta redecorar.


–Deberías enviar a tu gente a casa de tu hermano cuando terminen aquí –intervino Paula–. No le vendría mal.


–Ahora también eres decoradora –musitó Pedro–. Una mujer del Renacimiento.


–No hay que ser decoradora para saber que las únicas sillas cómodas de tu casa están en la terraza –replicó ella.


Él la miró resoplando y Teresa se echó a reír.


–Es muy divertido ver que una mujer te da lecciones para variar, hermano.


Pedro enarcó una ceja.


–Mi casa cumple su función.


–Ah, sí, y eso es lo que deben hacer todas las casas –murmuró Teresa.


Paula sonrió.


–Nuestra casa también cumplía su función –señaló Rico.


–Exactamente –asintió su esposa.


Paula pensó que hacían muy buena pareja y se preguntó cómo sería saber que había una persona en el mundo que te quería más que a nada. Que te miraba como miraba Rico a Teresa.


–Tengo una idea. Os casaréis aquí en la isla –anunció Teresa.


Paula, sobresaltada por el cambio de tema, miró un instante a Pedro.


–Oh, podemos hacer la boda esta semana –continuó Teresa–. Papá y Paulo estarán aquí, así que sería perfecto –extendió el brazo, tomó una libreta y un boli de la mesita de café y empezó a tomar notas.


Rico se encogió de hombros.


–Tiene papel y bolígrafos por todo el hotel. Si se le ocurre una receta nueva, quiere poder escribirla al instante.


Paula, confusa, miró a Pedro.


–Mi hermana decidió que en lugar de ser ladrona, quería ser chef. Naturalmente, hace maravillas con la comida.


Teresa lo miró un momento. Después se dirigió a Paula.


–¿O sea que conoces lo de la familia Alfonso?


–Sí. Sé que son maestros robando joyas.


Teresa hizo un gesto de dolor. Pedro soltó una risita.


–¿Pensabas que no se lo diría?


–Claro que no. Y me alegro de que lo hayas hecho. Empezar un matrimonio con una mentira puede causar muchos problemas, yo lo sé.


–Eso se acabó, Teresa –murmuró Rico con gentileza–. Es pasado y se queda ahí.


–Lo sé –ella le sonrió y miró de nuevo a Paula–. Pero me alegra que lo sepas. Es muy difícil mantener una mentira mucho tiempo.


–Oh, estoy de acuerdo –Paula se hundió un poco en el sofá.


–Volviendo a la boda –Teresa seguía anotando ideas mientras hablaba–. Paula, Rico puede traer a tu familia en avión para la ceremonia y Pedro y tú podríais pasar aquí la luna de miel y nosotros nos ocuparíamos de todo, ¿verdad, Rico?


–Verdad –dijo su esposo.


–Hacemos cosas maravillosas en Tesoro –aseguró Teresa–. En el pueblo hay una tienda estupenda y seguro que tiene algo que te guste. O podemos ir a St. Thomas de compras. Yo haré personalmente la tarta de boda. No me fiaría de nadie más para una tarea tan importante.


A Paula no se le ocurría nada que decir. Empezaba a sentir pánico. «Esto no está pasando».


–Teresa –dijo su esposo con suavidad.


–Vamos –contestó ella–. Es perfecto y lo sabes. ¿Qué mejor lugar que Tesoro para una boda? Es hermosa, todo está en flor…


–Basta –dijo Pedro, interrumpiéndola–. Ya basta, Teresa. No nos vamos a casar esta semana.


Paula suspiró aliviada. Había tenido miedo de que él callara y le tocara a ella ahogar los planes.


Entró una doncella del hotel con un biberón en la mano. Se lo tendió a Teresa sonriente y se marchó tan silenciosamente como había llegado.


–Pásamelo, Rico. Se lo daré yo –dijo Teresa.


–Por favor –intervino Pedro–. Si está ocupada con su hijo, quizá deje en paz a su hermano.


–Puedo hacer ambas cosas –Teresa tomó a su hijo en brazos y le sonrió.


Paula la miró con una punzada de envidia. El niño tenía el pelo negro de su madre y los ojos azules brillantes de su padre.


Los tres formaban una familia hermosa y Paula se sentía más ajena a todo eso a cada momento que pasaba. Pedro también les mentía, pero él sí encajaba allí. 


Era pariente de Teresa. Ella, Paula, era solo una mancha temporal en el radar de la familia Alfonso. Cuando regresara a Nueva York, se olvidarían de ella.


Pedro volvería a su vida, con una mujer diferente cada semana. Teresa seguiría esperando que sus hermanos encontraran el amor y se asentaran. Y aquel bebé crecería y nunca sabría que ella había estado allí.


Y ella volvería a Nueva York. Y como no era tan ingenua como para pensar que la junta directiva del Wainwright le devolvería su puesto, estaría en casa desempleada. No podría volver al cuerpo de policía, pues había quemado ese puente al marcharse para ser jefa de seguridad privada. 


Buscaría trabajo y recordaría una semana de ropa de diseño e islas tropicales como un sueño confuso.


–Explícame por qué no te quieres casar esta semana –pidió Teresa a su hermano–. Paula ha dicho que vuestro compromiso ha sido como un torbellino. ¿Por qué no también la boda?


–Esta semana estoy trabajando, ¿recuerdas? –Pedro movió la cabeza–. Estoy aquí con la Interpol. Y también para el bautizo de mi sobrino. ¿No es suficiente con eso para una semana?


–Supongo –musitó Teresa, decepcionada–. Pero…


–No sigas, Teresa –le dijo Pedro–. Ahora tienes un marido y un hijo. Moléstalos a ellos.


Rico se echó a reír cuando su esposa lo miró sintiéndose insultada y seguía sonriendo cuando se inclinó a besarla en la boca.


–Ahí te ha pillado, amor mío. Vamos, déjalo en paz.


Teresa miró a Paula.


–Te deseo mucha suerte con mi hermano. Es muy terco.


–Muy amable –Pedro apuró su vaso de whisky, lo dejó en la mesa y tomó la mano de Paula–. ¿Cuánta gente asistirá a la muestra de joyas?


Rico lo miró pensativo.


–Hay unas cuantas docenas de diseñadores y joyeros, prensa y algunos invitados cuidadosamente seleccionados.


–¿Seleccionados? –preguntó Paula.


Pedro le apretó la mano.


–Para descartar posibles ladrones –dijo.


–Ah, por supuesto.


–Una exposición de joyas de esta magnitud atraerá la atención de todos los ladrones del mundo, tengan o no habilidad para robar aquí –miró a Paula y ella respiró hondo.


Estaba hablando de Jean Luc. ¿Había alguna posibilidad de que se presentara allí? El corazón le dio un vuelco. La idea de cazarlo le atraía mucho.


Hasta que se dio cuenta de que, si aparecía Jean Luc, ella tendría que esconderse porque la reconocería. Y si la veía con Pedro Alfonso, recelaría lo suficiente para salir huyendo.


–¿Hay alguien en particular sobre el que deba advertir a mi personal de seguridad? –preguntó Rico.


–Jean Luc Baptiste.


Teresa levantó la cabeza y miró a su hermano.


–¿Jean Luc? –arrugó la nariz con disgusto–. No se atrevería a intentar nada en Tesoro. No es lo bastante bueno.


Paula ocultó una sonrisa. Teresa podía no estar en el negocio familiar, pero tenía la sensibilidad de un ladrón. La mera idea de que Jean Luc intentara robarle algo a su esposo le parecía un insulto.


–Jean Luc no tiene la habilidad necesaria –dijo Pedro–, pero tiene ego más que suficiente para compensar esa falta. Está tan seguro de sí mismo y es tan chulo que quizá crea que puede hacerlo.


–¿Quién es ese hombre?


Pedro miró a Rico.


–Es un ladrón arrogante y no muy hábil con delirios de grandeza. Se cree mucho mejor de lo que es.


A Paula le pareció una descripción excelente de Jean Luc. Por supuesto, también era atractivo, encantador y lo bastante ladino para haber pasado el radar interno de ella.


Rico había empezado a andar por la sala.


–Si no es lo bastante bueno, ¿por qué se va a arriesgar a venir aquí cuando sabe que habrá tanta seguridad que jamás le permitiremos entrar en la isla?


–En primer lugar –dijo Pedro–, no usará su verdadero nombre. Y probablemente no reservará habitación en tu hotel sino en algún otro más pequeño y con menos seguridad.


Paula lo miró. Entendía que la Interpol hubiera hecho un trato con él. El conocimiento de un ladrón de primera podía ser invaluable.


Rico parecía preocupado.


–Sigue sin tener sentido. Si no es lo bastante bueno…


–Su arrogancia hará que esta exposición sea irresistible para él –Pedro se echó hacia delante en el sofá, todavía con la mano de Paula en la suya. Le acarició la palma con el pulgar y ella tuvo que esforzarse por concentrarse en la conversación–. Se dirá a sí mismo que, si puede lograr robar aquí, eso establecerá su reputación.


–Dame una descripción de él para dársela a mi gente.


–Yo te lo puedo describir –intervino Teresa.


–Muy bien –Pedro se levantó y tiró de Paula–. Ahora vamos a relajarnos en nuestra suite y a refrescarnos. Nos veremos en la cena, ¿de acuerdo?


–Está bien, está bien –Teresa rio–. Adelante. Seguro que el equipaje está ya en la suite. Es la misma de tu última visita, ¿la recuerdas?


–Sí –Pedro se inclinó y le dio un beso a su hermana sin soltar la mano de Paula–. No te preocupes por Jean Luc. Entre tu esposo, su equipo de seguridad y yo, no podrá llevarse nada.


–Lo sé –ella sonrió.


–De acuerdo –Pedro se enderezó–. Nos vemos luego.


Cuando salieron de la suite, miró a Paula y dijo:
–Ha ido bien