jueves, 25 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 30




Hacía muchísimo tiempo que nadie le hacía sentir algo tan puro, tan intenso; pero Paula lo había hecho.


En algún momento, habían dejado el sofá y se habían echado al suelo, aunque él se había tumbado de espaldas para no agobiarla. Pedro seguía jadeando para respirar, pero sintió algo más aparte de esa falta de aire. Sintió algo que le apretaba dentro del pecho y se dio cuenta de que había aparecido cuando los habían encerrado esa noche en casa de Eduardo.


Tal vez fuera estrés. Pero fuera lo que fuera, estaba seguro de que no quería analizarlo. Decidió no pensar más en ello y se concentró en aspirar hondo y en llenarse los pulmones de aire. En cuanto se le calmó el pulso, vio la cabeza de Paula.


Ella le sonrió sin dejar de acariciarlo.


—Qué divertido.


—Divertido —dijo él asintiendo—. Divertido. Has estado a punto de matarme de tanto placer.


—¿De verdad? Lo siento.


Estudió sus mejillas sonrosadas, sus ojos brillantes, esa sonrisa placentera, y se echó a reír sin poderlo remediar.


—Sí, se ve que lo sientes mucho.


—Lo siento. Sobre todo si te he cansado, porque esperaba que… —se inclinó hacia él y le susurró lo que esperaba de él.


Pedro se excitó de nuevo.


—Pero si estás demasiado cansado… —Paula se enroscó junto a su cuerpo y empezó a acariciarlo de nuevo por todas partes; suspiró y le apoyó la cabeza en el pecho—. Si lo estás, no importa. Podemos quedarnos aquí tumbados.


¿Demasiado cansado? De eso nada.


—Sólo quiero estar contigo —susurró ella y, sin levantar la cabeza del pecho, suspiró de felicidad—. Sólo esta noche, Pedro. ¿No te parece maravilloso?


Le deslizó las manos por el brazo, por el vientre, por el pecho, una y otra vez, con aquel roce suave, leve.


Él no tuvo que mirarla a los ojos para ver que ella le estaba dando todo lo que tenía. Ella era de esa clase de mujeres. 


No sabía cómo reprimirse y, aunque supiera, dudaba de que lo intentara alguna vez. Experimentó un anhelo que le oprimió el corazón.


—¿Te gusta esto? —susurró ella.


Estaba muy duro otra vez y sabía que ella se había dado cuenta.


—Sí.


—Haces que me sienta bien, Pedro, sólo estando aquí a mi lado. Me siento bien sólo de mirarte.


Pedro no supo qué responder a eso, pero ella no parecía necesitar una respuesta. Despacio, lo acarició y él dejó que lo hiciera. Sus dedos eran tan ágiles, tan suaves, tan maravillosos… mucho más de lo que había esperado o deseado.


—¿Pedro? —dijo Paula sin aliento.


Cuando él levantó la cabeza, vio que ella estaba mirándolo de arriba abajo, viendo la reacción que habían provocado sus caricias.


—¿Otra vez? —le susurró en tono esperanzado.


—Otra vez —la tomó entre sus brazos—. Pero la próxima vez, lo hacemos en la cama.


Y dicho eso empezó a besarla, permitiéndose el lujo de perderse en las sensaciones que ella provocaba en él, en su sabor, pero incluso eso no fue suficiente para conseguir que se olvidara del hecho de que aquella no había sido una relación sexual cualquiera.


Era más, mucho más, y ni siquiera él era capaz de explicar por qué.


Así que no quiso ni intentarlo. En lugar de eso, se afanó en la tarea que tenía entre manos y los llevó a los dos hasta unas cimas del placer que no había conocido jamás con otras mujeres.






EN SU CAMA: CAPITULO 29





Hacía una noche oscura y cálida. No había luna y las estrellas tampoco estaban demasiado brillantes, pero había algo en las noches de verano en el sur de California que no podía igualarse.


Paula puso la mano sobre la de Pedro cuando apagó el motor de su coche. Estaban aparcados delante del edificio de apartamentos donde vivía ella y era muy tarde.


Habían tenido que esperar a la policía y después habían ayudado a Eduardo a limpiar todo el desastre; al menos hasta que Eva les había ordenado con suavidad que se marcharan.


Eva había estado ayudando a Eduardo, los dos en silencio. 


Pero no había sido un silencio incómodo, sino el silencio de dos personas que estaban a gusto juntas.


Habían pasado mucho tiempo juntos para sentirse así de cómodos, pensaba Paula mientras miraba a Pedro. Treinta y tantos años. Y había notado en el modo de mirarse que tal vez las cosas se pusieran aún más cómodas esa noche.


Esperaba que a ella le pasara lo mismo.


No sabía lo que había pasado entre Pedro y Eduardo en el dormitorio de este último, pero fuera lo que fuera, había dejado a Pedro callado y pensativo.


—¿Estás bien? —le preguntó mientras le apretaba la mano—. Y no estoy buscando que me digas que estás bien.


—Pero lo estoy.


Paula se echó a reír irremediablemente. Sin duda era un hombre especial.


—De acuerdo.


Pedro la miró y dijo:
—¿Qué te parece si te digo que cuando no esté bien te lo diré?


Tendría que conformarse con eso. Además, tenía buen aspecto. Desde luego que sí. Tan bueno, que tuvo ganas de verlo desnudo.


No tenía ni idea de por qué últimamente pensaba tanto en el sexo, pero sabía que él tenía que ver mucho con ello. 


También sabía que probablemente él no querría que ella le dijera nada.


Él la acompañó hasta la puerta, lo cual ella se lo tomó como una buena señal. Su última conquista apenas había aminorado la velocidad para dejar que ella saltara del coche.


No había dejado ninguna luz encendida y el porche estaba oscuro como la boca del lobo. Le tomó la mano para guiarlo y después abrió la puerta. La empujó y metió la mano para encender las luces. Entonces encendió la luz del salón y la de la cocina, con lo que iluminó de una vez toda su casa.


Cuando lo miró, él estaba negando con la cabeza. Se acercó a ella y le agarró la cara con las dos manos mientras sonreía levemente.


—No me da miedo la oscuridad —le dijo él.


—¿Qué es lo que te da miedo entonces? —susurró ella.


Él permaneció en silencio un buen rato.


—¿Además de los sitios cerrados o de fallar? Nada.


—¿Nada?


—Bueno… A lo mejor tengo miedo de ti.


—Yo no doy miedo —le dijo ella mientras le tomaba las manos—. Sólo soy una mujer.


—Sólo una mujer.


Él soltó una risotada y apoyó la frente contra la de ella. Le plantó las manos en las caderas y se las apretó antes de deslizar las manos por la espalda.


—Lo soy.


Le costaba pensar con sus caricias. Paula le deslizó las manos por los hombros, que nunca se cansaba de tocar por ser tan anchos y suaves. Entonces le hundió las manos en el pelo.


—Desde luego no doy tanto miedo como… trabajar para la CIA.


Él inclinó la cabeza y soltó el aliento junto a su cuello, provocándole estremecimientos.


—¿Estás segura de eso?


Ella se pego a él y sintió que su cuerpo empezaba a reaccionar.


Paula le había tomado la delantera en eso.


—Totalmente segura. Al menos jamás te traicionaré y te encerraré en un baúl —se pegó un poco más—. No voy a hacerte daño, Pedro. Nunca.


—Ah —con la cara aún escondida entre su pelo y su cuello, Pedro asintió y le mordisqueó el cuello con una suavidad que le causó estremecimientos—. Una promesa que no puedes mantener.


Ella le agarró unos mechones de pelo con fuerza y le levantó la cabeza para mirarle los ojos azules tras los cuales gustaba de esconderse.


—¿No te gustan las promesas?


Pedro le deslizó los dedos por la espalda, bajo la tela de la blusa.


—No me fío de las promesas.


Sabía que tenía una buena razón para sentirse así, y Paula sintió que se le encogía el corazón.


—¿Bueno, qué te parece esta si te digo que es una promesa en la que puedes creer?


Increíblemente conmovida por aquel hombre e increíblemente excitada, lo estrechó entre sus brazos. Pedro era su jinete blanco, su superhéroe vestido de negro, el del corazón de oro. Le acercó la boca a la oreja y soltó el aire despacio, agradecida al sentir que él la estrechaba con fuerza entre sus brazos.


—Prometo volverte loco esta noche —le susurró ella.


Él soltó otra risotada.


—Es fácil de decir —dijo Pedro—. Ya lo estás haciendo.


—¿En serio?


—¿Por qué te sorprendes tanto? —le preguntó él mientras arqueaba su cuerpo para apretarle las caderas contra las suyas—. ¿Es que no lo notas?


—Mmm…


Le dio con el pie a la puerta para cerrarla y apretó los senos contra su pecho. Oh, sí, desde luego que sentía la reacción de su cuerpo y se arqueó aún más sobre él, provocando un ronco gemido de su garganta.


—Qué interesante —susurró ella.


—¿El qué?


—Saber que te gusto. Que te gusto de verdad.


Otra risotada ronca. Hundió las manos en el pelo de ella y le tiró con suavidad de la cabeza hacia atrás, mirándola con aquellos ojos tan brillantes.


—¿Qué intentas hacer, Pau?


—Si no lo sabes, entonces tenemos un problema.


—Pau.


—¿Tan malo es dejarse llevar por este fuego que arde entre nosotros? —se preguntó—. ¿Tan malo es?


—No si me prometes que sólo nos dejaremos llevar esta noche —dijo él.


—Te lo prometo —le confirmó ella.


Le habría gustado negociar algo mejor, pero Pedro era quien era, y ella no tenía deseo alguno de cambiarlo. Sólo quería que le abriera su corazón, aunque fuera sólo esa noche. Ya se enfrentaría al resto después. Se inclinó sobre él y le pasó la punta de la lengua por la comisura de los labios, después le mordisqueó suavemente el lóbulo de la oreja.


De nuevo, la abrazó mientras aspiraba hondo. Colocó la mano en el pecho fuerte y musculoso de Pedro y notó los fuertes latidos de su corazón.


—¿Lo has entendido ya, Pedro?


—Intentas seducirme.


—¿Y funciona?


Él la miró a los ojos con intensidad.


—Oh, sí. Funciona.


—Bien.


Tenía que recordarse que él no era un compasivo y cálido hombre. Era misterioso y peligroso, por no decir imprevisible y nada seguro como alma gemela.


Pero ella lo deseaba al menos esa noche.


—Bésame, Pedro.


—Me has quitado la idea.


Entonces abrió la boca y le deslizó la lengua entre los labios, buscándole la suya. Ella se agarró a su camisa con fuerza mientras él la besaba más apasionadamente.


Como no era suficiente, ella le tiró de la camisa y se la sacó cuando él levantó los brazos. Cuando salió volando hasta el otro lado de la habitación, ella se puso a besarlo por todas partes, deleitándose con el calor de aquella piel aterciopelada que había quedado expuesta.


Él soltó un suspiro tembloroso y le sacó la blusa de debajo de la falda para poder acariciarle las costillas desnudas. Le pasó los dedos por el ombligo y se los metió por debajo de la cinturilla de la falda para rozarle el borde de sus bragas moradas nuevas.


—Vamos al dormitorio —murmuró Pedro con voz ronca, y dobló un poco las rodillas para subirla en brazos.


—Espera.


Él se quedó muy quieto y la miró a la cara.


—¿Esperar?


—Sólo es que… Era yo la que te estaba seduciendo a ti; y tú has… tomado el mando, más o menos. Quiero hacerlo, Pedro.


—¿Quieres… hacerlo tú?


—Sí. Así que, ¿podrías dejarme en el suelo? ¿Por favor? —añadió cuando él vaciló.


Él la dejó en el suelo.


—He tomado el mando —repitió él bastante confundido.


—En realidad, lo haces a menudo.


Aspiró hondo y lo miró de arriba abajo, pensando que estaba para comérselo. Y no sólo estaba para comérselo, sino que se le notaba que estaba muy excitado y frustrado. Y le encantaba verlo así.


—Pau —le dijo mientras le pasaba un dedo por el hombro, para a continuación besarla allí. —Querías dirigir tú el espectáculo —le dijo él—. ¿Lo vas a hacer pronto? ¿Ahora, tal vez? —añadió en tono esperanzado mientras ella se quedaba allí, empapándose de sus caricias.


—Sí —le dijo en tono risueño, y después reprimió una sonrisa y se puso seria—. Tómame en brazos.


Él frunció los labios.


—¿Como había hecho hacía un momento?


—Sí.


Con cara de asombro, aparte de excitado, él la tomó en brazos y la miró, esperando una orden suya.


Ella le echó los brazos al cuello.


—Al sofá —le ordenó, ignorando su risa, que se convirtió en un gemido cuando ella le mordió en el cuello.


—Voy a devolverte ese mordisco —gruñó mientras la tiraba al sofá.


No se movió cuando él empezó a besarla con ardor, con avidez, mientras le desabrochaba la blusa y le quitaba el sujetador con rapidez. Antes de que se diera cuenta, una mano grande le acariciaba la pierna desnuda hasta tocarla entre las piernas a través de las bragas.


Se miraron a los ojos mientras ella se arqueaba para recibir sus caricias. Le subió la falda hasta la cintura, le quitó las bragas y se colocó entonces entre sus muslos, inclinándose para besarla otra vez.


Ella le puso la mano en el pecho desnudo. Él suspiró.


—Otra vez no. ¿Demasiado rápido?


—No. Me gusta así. Sólo es que estás otra vez llevando las riendas.


Él soltó una risotada de incredulidad.


—¿Estoy en la parte interesante, y quieres discutir otra vez mi tendencia a controlar? ¿Ahora mismo?


Ella sonrió al ver lo confuso que parecía.


—Sí.


Con un suspiro de impaciencia, él se puso de rodillas y levantó las manos.


—De acuerdo, adelante. Dirige tú.


—Quítate los pantalones —le dijo ella.


—Con gusto.


Se apartó de ella y se bajó del sofá. El ruido de la cremallera pareció extraordinariamente fuerte. Mirándola, se quitó las zapatillas muy despacio, los calcetines, la ropa interior y se quedó desnudo, con sólo algo en la mano.


Era un preservativo.


Paula podría haberse quedado mirándolo durante horas, pero él se movió con inquietud y le dirigió una mirada que la quemó.


—Eres tan bello, Pedro.


Él se adelantó hacia ella con el deseo sexual escrito en sus facciones, ardiendo en su mirada, pero cuando llegó al sofá se detuvo; tenía los puños apretados.


—¿Y ahora qué?


Él intentaba permitir que ella llevara el control, pero no estaba consiguiéndolo del todo, y Paula se sintió ahogada por la emoción.


—Ven aquí —susurró, y cuando le abrió los brazos, él volvió a colocarse entre sus piernas.


Era tan fuerte, tan caliente. Paula lo deseaba todo, y le clavó las uñas en el trasero prieto, intentando que él la penetrara de una vez.


Pedro se rió suavemente.


—¿Dónde están las instrucciones verbales?


—Deprisa.


—Me parece bien.


Él empezó a lamerle los pechos, después el vientre, los muslos, hasta llegar entre sus piernas.


—¿Te gusta así… ? —le preguntó Pedro.


Ella soltó un gemido estrangulado que le pareció terriblemente necesitado. Pero era lo que sentía. Todo le temblaba; la experiencia no se parecía en nada a lo que había imaginado, sino que era más, mucho más.


—¿Pau? —le besó la cara interna del muslo antes de levantar la cabeza—. ¿Qué quieres ahora?


—Mmm…


No recordaba lo que había planeado.


Con una sonrisa de complicidad, agachó la cabeza y la lamió como si fuera una piruleta. Ella arqueó las caderas para pegarse a su boca.


—Ah, espera —dijo él—. No me dijiste que hiciera eso.


Como si ella hubiera tenido algo que decir en ese momento.


¡Ja! En ningún momento había tenido el control. Pero en ese momento él la miraba con ojos ardientes, esperando.


—¿Más? —le preguntó Pedro con educación.


—Sí —le agarró con fuerza el cabello—. De hecho, si lo dejas, a lo mejor te mato.


—Bueno.


Y dicho eso agachó la cabeza otra vez y la lamió con fruición. Al poco rato ella explotó y sintió unos temblores maravillosos que la recorrieron de pies a cabeza. Cuando fue capaz de respirar de nuevo, Pedro seguía entre sus piernas, listo para hundirse en su cuerpo, pero ella consiguió plantarle la mano en el pecho para detenerlo.


—Espera.


—¿Otra vez? —dijo con desesperación.


Con una mano se sujetaba la erección, esperando justo entre sus piernas, y no parecía dispuesto a continuar jugando.


Ella se incorporó. De algún modo consiguió cambiar posiciones con él y lo empujó para que se tumbara boca arriba. Se inclinó sobre él mientras pensaba que era la criatura más preciosa que había visto en su vida. Y era todo suyo.


Al menos esa noche.


Le besó el pecho, el vientre y, después, igual que había hecho él, metió la cara entre sus piernas.


—Estate quieto —le dijo ella—. Quiero probar…


Y tal y como había hecho él, ella se agachó y le succionó el miembro.


Cuando él emitió un sonido gutural, ella levantó la vista.


—¿Algún problema? —le preguntó Paula.


—Maldita sea, sí —dijo con los dientes apretados—. No he… —maldijo—. Hace ya tiempo que…


Eso la conmovió.


—Lo sé.


—¿De verdad? Porque si me tocas una sola vez más todo va a terminar.


—Entonces podemos empezar otra vez.


Él soltó una carcajada de placer que dio paso a un gemido cundo ella volvió a meterse su miembro en la boca, y de pronto él había dejado de reírse. Cuando ella le pasó la lengua por la punta de su sexo, él maldijo entre dientes, se incorporó y la tumbó de espaldas en el sofá. Se puso el preservativo, le tomó las manos entre las suyas, las estiró sobre su cabeza y tentó entre sus piernas.


Pedro


Le cubrió la boca con la suya y la penetró con fuerza.


—Lo siento —dijo sin ningún pesar en absoluto, y volvió a retirarse para volver a embestirla de nuevo, una y otra vez.


Él se había hecho con el control, guiado por la pasión, la pasión que sentía por ella, y fue la experiencia más emocionante de su vida, conseguir que un hombre como Pedro la deseara tanto que se entregara totalmente a ella.


—Abrázame con tus piernas —le pidió él—. Sí, así… Pau…


Su manera de pronunciar su nombre, su mirada al agacharse a besarla, regalándole un beso ardiente y exigente, que imitaba lo que el resto del cuerpo estaba haciendo en ese momento, la excitaron. Y cuando pronunció de nuevo su nombre, Pau empezó a estremecerse otra vez. 


Sintió la tensión que atenazaba el cuerpo de él por un momento, antes de que enterrara la cara entre sus cabellos mientras le llegaba el momento de la liberación, la cual provocó la de ella, llevándola a un lugar donde nunca había estado. Llevándolos a los dos.







EN SU CAMA: CAPITULO 28





¿Se apuntaba a una sesión de sexo ardiente? ¿Estaría ella de broma? Pedro intentó concentrarse en el tráfico, pero por una vez no había demasiado. Miró a Paula, que estaba esperando una respuesta.


—¿Te das cuenta de que ardemos cada vez que nos tocamos? —le dijo él.


Ella asintió.


—Sí. Lo cual me figuro que resultará muy práctico en la cama…


Pedro se dio por vencido y se limitó a conducir. Estaban a pocos minutos de casa de Paula cuando sonó el móvil de Pedro. El número de Eduardo apareció en la pantalla.


—Tu deseo se ha hecho realidad —le dijo él a modo de saludo—. Hoy no voy a quedarme en tu casa —pero no obtuvo respuesta a eso, lo cual le resultó extraño—. ¿Eduardo?


Nada de nada. Ni el ruido de la respiración ni ningún otro ruido; nada aparte de la conexión.


Con calma y precisión, Pedro hizo un cambio de sentido y tomó la autopista hacia el norte en dirección a La Canada.


—Eduardo—repitió al teléfono.


Pero siguió sin oírse nada.


Paula lo miraba.


—¿Qué ocurre?


Tenía un presentimiento muy malo.


—Eduardo —dijo al teléfono—. Voy a llamar a la policía.


Pedro.


Sintió un alivio tremendo al oír la voz de su padre, aunque le sonara muy lejos, cosa que significaba que Eduardo no estaba hablando por su teléfono, sino cerca del aparato.


—¿Eduardo, estás… ?


—No te oigo —le susurró Eduardo con voz extraña—. Así que espero que hayas podido oírme. He marcado con los dedos de los pies. Espero que estés ahí y que no hayas dejado que una jovencita preciosa conteste el teléfono por ti. ¿Pero, qué digo yo? A ti ni siquiera te gustan las jovencitas preciosas —soltó una risotada—. Sea como sea, hijo, estoy en un ligero apuro, como podrás haber adivinado. No llames a la policía —dijo rápidamente—. Lo verás cuando llegues. Vienes para acá, ¿no?


Pedro negó con la cabeza y apretó el acelerador.


—No quiero que te disgustes —le susurró Eduardo—. Pero la policía se equivocó en cuanto a Silvia. Yo los llamaría y se lo diría, pero… bueno, ya lo verás.


Pedro se desvió de la autopista al llegar a La Canada y subió a toda prisa por Foothill Boulevard, sobrepasando el límite de velocidad.


Paula se agarró al salpicadero, pero no dijo nada.


—¿Está bien Eduardo?


—No estoy seguro.


Entraron en la calle de Eduardo, pero en lugar de meterse por el camino que accedía a su casa, Pedro apagó el motor y se dejó el teléfono pegado a la oreja. La mayoría de las colinas de La Canada estaban cubiertas de vegetación autóctona. La finca de Eduardo no era una excepción y la vista de la casa estaba oculta tras los altos pinos y robles que circundaban la propiedad.


—Espera aquí.


—¿Qué pasa?


—No tengo ni idea —contestó Pedro, preocupado porque Eduardo había dejado de hablar—. Pero dado cómo es mi padre y la vida que lleva, podría ser cualquier cosa —sacó una pistola de la guantera y miró a Paula cuando esta emitió un gemido entrecortado—. ¿Llevas tu móvil? —le preguntó mientras se guardaba la pistola en la cinturilla de los pantalones.


—Sí, Pedro


—Si no he vuelto dentro de diez minutos, llama a la policía.


Pedro.


La miró a los ojos y vio la tozudez reflejada en su rostro. Se iba a mostrar difícil, lo veía. No debería sorprenderlo.


—Mira, ha sido una llamada algo extraña, incluso viniendo de Eduardo. Dado lo que hemos pasado en esta misma casa, sería mejor que me obedecieras.


La miró a los ojos, rogándole con la mirada que lo escuchara.


—Diez minutos, y si no he vuelto, llamas a la policía —le dijo él, que se inclinó a darle un beso apresurado que no sabía que necesitara.


—Está oscureciendo —Paula lo agarró de la camisa cuando él volvió para salir del coche—. Te da miedo la oscuridad. Deja que te acompañe.


Aquella mujer de ojos suaves, de corazón y cuerpo suaves que era capaz de ponerlo de rodillas iba a matarlo.


—Espera aquí —repitió él, y entonces salió del coche.


Abandonó la acera y se metió entre los árboles, por donde avanzó en dirección a la casa, preguntándose con qué demonios se encontraría esa vez.


Aún no había oscurecido, pero faltaba poco y no había luz en el piso superior de la casa. Sin embargo, la primera planta estaba iluminada, y de allí salían toda clase de ruidos, como de cristal haciéndose añicos o de golpes que señalaban que a alguien le estaba dando un ataque o que estaban ayudando a su padre a variar la decoración de la casa.


Pedro dio la vuelta a la casa, manteniéndose escondido entre los arbustos, lo cual era bastante fácil. Maldijo la dejadez de su padre en el tema de seguridad. En realidad, aquel lugar, con tal cantidad de ventanas y puertas, era una pesadilla para cualquier compañía de seguridad.


La puerta trasera no estaba cerrada con cerrojo. 


Naturalmente. Eduardo debería incluso poner algún cartel invitando a los ladrones a entrar a robar. Como no oyó nada más por el móvil, se lo guardó en el bolsillo. Entonces sacó su pistola y entró en la casa. Al oír de nuevo un cristal haciéndose añicos, se pegó a la pared y miró a su alrededor.


Estaba en un pasillo que daba a la sala de estar principal, la cual daba paso al gran salón. Desde allí podría ver la cocina.


De allí era de donde provenían los ruidos de cristales rotos. 


Entró en la sala y no vio a nadie.


De la cocina salió un chillido furioso y frustrado.


—¡Toma! —se oyó la voz de una mujer.


Pedro le quitó el seguro a la pistola y se metió en el enorme salón. Desde allí vio a una mujer en la cocina, lanzando al suelo con suma satisfacción todas las piezas de porcelana y cristal que sacaba de los armarios. Pedro no reconoció a la rubia, alta, de unos cuarenta años, aunque era del tipo de las que le gustaban a su padre: rubia, alta y… dura.


—¡Y toma eso! —gritó la mujer mientras dejaba caer un jarrón que parecía muy caro—. ¡Toma eso, hijo de perra! Todo lo que hay en esta casa debería haber sido mío, habría sido mío, si tú te hubieras enamorado de mí —otro jarrón se hizo añicos contra el suelo—. ¡Como yo me enamoré de ti!


—Bueno —dijo Pedro—. Ese fue tu primer error, enamorarte del hijo de perra.


Ella levantó la cabeza y se quedo mirando a Pedro y a la pistola con que la estaba apuntando.


—¿Cómo has podido… ? —empezó a decir, pestañeando—. Tú no eres Eduardo.


—No.


—Sólo te pareces a ese hijo de perra.


—Tuve mala suerte con los genes —concedió Pedro.


Ella echó para atrás su mata de pelo rubio y se pasó muy despacio la lengua por los labios.


—¿Eres tan bueno en la cama como él?


—Apártate de la encimera y de la isla —le dijo Pedro—. Donde pueda verte.


Hizo un mohín con sus labios rojos y carnosos, pero obedeció a Pedro.


—Sabía que me pillarían esta vez —dijo ella.


—Así que eras tú; la exnovia… Silvia, ¿verdad?


—Ex —dijo ella con asco—. Detesto esa palabra. Mira, puedes guardar la pistola. No soy peligrosa ni nada.


—No lo creo.


Con la mano libre, sacó su móvil del bolsillo y llamó a la policía, aunque Eduardo le había pedido que no lo hiciera. Ya no le importaba. Mientras marcaba los números no dejó de vigilar a la mujer que suponía que estaba tan loca como parecía.


Su padre sabía escoger.


Cuando colgó, ella intentó sonreír con dulzura.


—Sólo quería hacerle daño a ese perro igual que él me lo hizo a mí —dijo ella—. Me dejó tirada como si yo fuera basura.


Detrás de él, se oyó un ruido y Pedro echó un vistazo muy rápido. No quería que ninguno de los matones de aquella loca volviera a golpearlo.


Pero en lugar de ver a los matones, vio a Paula. Y a Eva, su madre.


Eva sonrió débilmente y lo saludó con la mano.


—Esto, necesitaba venir aquí —miró a la rubia de aspecto duro con interés, y después a todo lo que había roto en el suelo, y finalmente a Pedro, con la pistola en la mano—. Cariño, ¿es necesaria esa pistola?


Pedro se echó a reír con incredulidad.


—Sí, muy necesaria. Mamá…


—Eduardo no deja tiradas a todas las mujeres —dijo Eva en voz baja.


—Te dejó tirada a ti…


Ella negó con la cabeza y se acercó.


—Es hora de que te cuente la verdad, hijo. Eduardo nunca quiso que yo te la contara, y no estoy segura de si fue orgullo o una lealtad mal encaminada hacia mí —le dijo suspirando—, pero fui yo la que lo dejé a él. Yo era joven y tonta y no quería estar atada a nadie —negó con la cabeza—. ¿Y quieres oír la verdad? Desde entonces me pesó haber tomado esa decisión.


Él se quedó mirándola.


—¿Me estás diciendo esto ahora porque…?


—No sé por qué —le dijo Eva mientras se encogía de hombros—. Porque tú te comportas como si todos tus problemas fueran culpa de Eduardo.


Silvia se echó a reír.


—Escucha, querida mamá, ¿por qué no te llevas a tu hijo y dejáis de apuntarme, y yo me largaré enseguida?


Eva arqueó una ceja. Miró de nuevo todo lo que había en el suelo. Sonrió despacio.


Silvia también lo hizo, aliviada.


—Lo siento —dijo Eva mientras negaba con la cabeza—. Vas a ir a la cárcel; y no vas a volver a molestar a Eduardo.


A Silvia se le desvaneció la sonrisa de los labios.


—¡Maldición!


En la distancia, sonaron las sirenas de la policía.


Pedro miró a Paula, que estaba de pie allí muy callada.


—¿Qué pasó con que esperaras en el coche?


—Estaba esperando, pero tu madre llegó y no hubo manera de detenerla —dijo Pau, que sonrió cuando Eva le echó el brazo por los hombros—. No quise dejar que entrara sola.


Pedro miró a su alrededor.


—¿Dónde está Eduardo? —preguntó.


Silvia se echó a reír con tanta maldad, que Pedro se estremeció. Le pasó la pistola a Paula y le ordenó que continuara apuntándola hasta que entrara la policía.


Pedro corrió por toda la casa buscando a Eduardo.


Lo encontró en su dormitorio, atado de pies y manos a su cama, totalmente desnudo. Eduardo tenía una sonrisa de pesar en su rostro y el teléfono descolgado junto a unos de los pies.


—La encontraste, ¿verdad, hijo?


Pedro soltó un resoplido de fastidio mientras empezaba a deshacerle los nudos.


—Eres un caso, ¿lo sabes? —le dijo él.


—Lo sé.


Pedro le soltó un pie.


—Y sí que sabes escogerlas, Eduardo.


—Sí.


Cosa rara no dijo nada más, como si estuviera avergonzado; pero eso no podía ser cierto porque no había nada que avergonzara a Eduardo. Al menos nada que a Pedro se le ocurriera.


Cuando le soltó las manos a su padre, Eduardo se incorporó, pero no a tiempo de atrapar la bata que le tiró Pedro, que le cayó sobre la cara.


—Mira, Pedro, en cuanto a lo de esta noche… —le dijo mientras se la retiraba de la cabeza.


Pedro estaba seguro de que no le apetecía escuchar aquello, pero también de que de todos modos tendría que escucharlo.


—¿Qué pasa? —le preguntó.


—Estaba pensando… que tal vez puedas olvidarte de mencionarle este incidente a tu madre.


Pedro se volvió a mirarlo y se asombró al ver la mirada de pesar genuino en el rostro de Eduardo.


—Sería un poco vergonzoso —reconoció Eduardo—, encontrarse uno a merced de la mujer que no ama delante de la mujer a la que ama.


—¿Quieres a… mamá?


—Desde que la vi por primera vez en la clase de gimnasia.


—Pero… todas esas mujeres…


—Eh, yo nunca he dicho que sea un santo. Además, se ha tirado años sin querer saber nada de mí. Ir de flor en flor ha sido un modo estupendo de pasar el rato mientras pensaba que no me quería. ¿Pero sabes qué?


Pedro tenía miedo de saberlo, de preguntar.


—Últimamente, me da la impresión de que tengo una oportunidad con ella. A no ser, por supuesto, que me hubiera visto esta noche. Si estuviera aquí, tal vez se echara todo a perder.


Desde luego Eduardo estaba verdaderamente avergonzado.


Pedro le pareció que no tenía sentido, hasta que pensó en lo que le había dicho su madre hacía un rato. Que había sido ella la que había dejado a Eduardo, y no al contrario como él siempre había pensado.


Y se preguntó por qué eso consiguió enternecerlo un poco cuando en realidad no quería sentir ternura.


—¿Entonces quieres decir que no eres tan superficial como quieres que piense todo el mundo?


—Oh, claro —Eduardo suspiró—. Pero sea lo que sea lo que pienses de mí, por favor, no se lo digas a ella.


Pedro cambió de postura con incomodidad al ver lo serio que estaba su padre.


—Te lo prometería, pero es demasiado tarde, Romeo. Eva está abajo.


Eduardo recogió su camisa y metió los brazos rápidamente. Pedro suspiró y le lanzó los pantalones.


—Date prisa. Porque… ¿papá?


Al oír el apelativo desacostumbrado, Eduardo se quedó inmóvil y tragó saliva.


—¿Sí?


—No se lo diré.


Pedro se tambaleó ligeramente cuando Eduardo lo abrazó con fuerza, y después levantó los brazos y le devolvió el abrazo a su padre.