viernes, 19 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 32

 



LA velada había terminado y Pau regresó a su dormitorio. La desnudez de su cuello contra el suave albornoz que se había puesto después de ducharse le recordaba lo que había perdido y la llenaba de una profunda tristeza.


Su madre siempre había reverenciado aquel colgante. Pau no tenía ni un solo recuerdo de la familia en la que no lo hubiera visto colgando del cuello de su madre y ella lo había perdido por un descuido. En cierto modo, aquella pérdida le dolía casi tanto como la muerte de su madre o los sentimientos de inseguridad y tristeza que había experimentado de niña al preguntarse por qué ella no tenía padre. El colgante era lo que había unido a sus padres y lo que los unía a ambos con ella, el único vínculo material compartido por los tres y había desaparecido. El vínculo se había roto.


Sin embargo, aún le quedaba otro vínculo con su padre. Aún tenía la casa que él le había dejado. «Sólo por el momento», se recordó. Pedro le había dejado muy claro que esperaba que ella se la vendiera.


Pau estaba a punto de quitarse el albornoz para meterse en la cama cuando alguien llamó a su puerta. Rápidamente, se volvió a atar el cinturón y fue a abrir la puerta pensando que sería una de las doncellas.


Era Pedro, que entró rápidamente en el dormitorio y cerró la puerta.


–¿Qué es lo que quieres? –le preguntó ella con una gran ansiedad en la voz.


–No a ti, si es eso lo que estás esperando. ¿Un hombre, cualquier hombre te serviría para satisfacer el deseo que probablemente esperabas saciar con Ramón? ¿Es eso lo que esperabas que yo podría ser, Paula?


–Claro que no.


Sin maquillaje, con el cabello revuelto y los pies desnudos, además del hecho de que estaba completamente desnuda bajo el albornoz, Pau era consciente de que estaba en desventaja con respecto a Pedro, que aún llevaba puesto el traje que había lucido durante la cena. Sin embargo, era su vulnerabilidad emocional hacia él lo que la ponía más en desventaja.


–Mentirosa. Te conozco bien, ¿recuerdas?


–Eso no es cierto. No me conoces en absoluto. Si has venido aquí tan sólo para insultarme...


–¿Acaso es posible insultar a una mujer como tú? –repuso él. El insulto resultó tan doloroso, que a Pau le pareció como si él estuviera clavándole un cuchillo en el corazón–. Te he traído esto –añadió, cambiando de tema. Entonces, abrió la mano para revelar la cadena y el colgante que tanto significaban para ella.


Al verlos, Pau se quedó sin palabras. Tuvo que parpadear para asegurarse de que no se lo estaba imaginando.


–Mi colgante... –susurró–. ¿Dónde...?


Pedro se encogió de hombros. Su aspecto era casi aburrido.


–Recordé que lo llevabas puesto cuando fuimos a la casa, por lo que me pareció lógico pensar que podrías haberlo perdido allí. Después de despedirme de Blanca y de Ramón, me dirigí hasta allí. Recordaba que habías estado jugueteando con la cadena cuando estuvimos en la biblioteca de Felipe, por lo que empecé a buscar por allí. Lo encontré enseguida. Estaba sobre el suelo, al lado del escritorio.


–¿Hiciste eso por...?


«Por mí». Eso era lo que había estado a punto de decir, pero se alegraba de no haberlo hecho.


–Sé lo mucho que significaba ese colgante para tu madre.


Pedro trató de no percibir la vulnerabilidad que notaba en la voz de Pau. No quería verla como una mujer vulnerable o digna de compasión porque, si la veía así, eso significaría...


«No significaría nada», se aseguró Pedro.


Pau asintió.


–Sí, así era.


Por supuesto, no había ido a buscar el colgante tan sólo por ello. Pedro nunca haría nada por ella.


–Me alegro de que lo hayas encontrado –añadió.


Cuando extendió la mano para tomarlo de la de Pedro, tuvo que retirarla porque no quería tocarlo. Tenía miedo. ¿De qué? ¿De tocarlo? ¿De que cuando lo hiciera no pudiera detenerse?


Pedro no debería haber ido al dormitorio de Pau. ¿Por qué lo había hecho? ¿Para poner a prueba su autocontrol? ¿Para demostrar que era capaz de andar sobre fuego? ¿Para sufrir el tormento que estaba experimentando en aquellos momentos? Sabía que bajo el albornoz Paula estaba completamente desnuda. Sabía que, dada su historia amorosa, lo promiscua que era, podría extender la mano y poseerla allí mismo, saciarse de ella, con ella, hasta que la necesidad que lo corroía por dentro cesara por completo.


–Tómalo –le dijo a Paula extendiendo la mano con el colgante sobre la palma.





TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 31

 


Pedro se estaba dando la vuelta. Pau soltó la cadena y miró al escritorio. Le llamó la atención un pequeño marco de plata. Un impulso que no pudo controlar la empujó a tomarlo y a darle la vuelta. El corazón comenzó a golpearle con fuerza contra las costillas al ver que se trataba de una fotografía de su madre con un bebé en brazos.


Con la mano temblorosa, volvió a dejar la fotografía en su sitio.


El teléfono móvil de Pedro comenzó a sonar. Mientras él se alejaba para contestar la llamada, Pau volvió a estudiar la fotografía. Su madre parecía tan joven, tan orgullosa de su bebé. ¿Qué habría pensado su padre mientras observaba la fotografía? Pau jamás conocería la respuesta.


Había tenido aquella fotografía sobre su escritorio, lo que significaba que, al menos, la veía todos los días. Paula trató de apartar el profundo sentimiento de tristeza que la embargó.


Pedro terminó la llamada.


–Tenemos que regresar al castillo –le dijo–. Ramón me ha concertado una cita con el ingeniero. Tenemos que tomar una decisión sobre un problema con el suministro de agua. Podemos volver por la mañana si deseas ver lo de arriba.


–¿Se enteró mi padre de la muerte de mi madre?


–Sí.


–¿Cómo lo sabes?


–Lo sé porque yo fui el que tuvo que darle la noticia.


–Y él... ¿Nadie pensó que yo podría necesitar tener noticias de él, de mi único pariente con vida, de mi padre?


Revivió todo el dolor que experimentó al perder a su madre con dieciocho años.


–Fuiste tú... tú el que nos mantuvo separados –acusó a Pedro.


La mirada que se reflejó en los ojos de Pedro la silenció.


–La salud de tu padre se resintió mucho cuando se vio separado de tu madre. Su médico creyó más conveniente que llevara una vida tranquila, sin presiones emocionales. Por esa razón, en mi opinión...


–¿En tu opinión? ¿Quién eras tú para tomar decisiones y juicios que me implicaran a mí? –preguntó ella amargamente.


–Era y soy el cabeza de esta familia. Como tal, es mi deber hacer lo que crea más conveniente para esta familia.


–Y evitar que yo viera a mi padre, que lo conociera, fue lo que tú consideraste lo más conveniente, ¿verdad?


–Mi familia es también tu familia. Cuando tomo decisiones al respecto, las tomo con la debida consideración a todos los que forman parte de ella. Ahora, si puedes dejarte de tanto sentimentalismo infantil, me gustaría regresar al castillo.


–Para ver a ese ingeniero porque el agua para regar tus cosechas es más importante que considerar el daño que has hecho y afrontarlo –comentó Pau con una risotada amarga–. Por supuesto, debería haberme dado cuenta de que eres demasiado arrogante y frío de corazón como para pensar en hacer algo por el estilo.


Sin esperar a que él respondiera, Pau se dirigió hacia la puerta.


Pau observó la comida que tenía en el plato con tristeza y se llevó la mano a la garganta, donde debería haber estado el colgante de su madre. Aún sentía la profunda desesperación que había sentido al mirarse en el espejo del dormitorio y ver que simplemente no estaba allí.


Lo había buscado por todas partes, pero no había encontrado el valioso recuerdo de su madre, por lo que se había visto obligada a reconocer la verdad. Había perdido el colgante que representaba un vínculo tan fuerte con su madre y también con su padre.


Su tristeza era demasiado profunda para poder aliviarse con las lágrimas. Sin ganas, se cambio para la cena y se puso su vestido negro y trató desesperadamente de entablar una conversación cortés con Blanca, la esposa de Ramón.


El capataz y su esposa habían sido invitados a cenar con ellos, tal vez para subrayar la advertencia que Pedro le había hecho aquella tarde con respecto a Ramón. Si era ésa la razón, no había necesidad alguna. Incluso sin su esposa presente, jamás hubiera sentido deseo de animar a Ramón a flirtear con ella. Por muy agradable que resultara la presencia del capataz, no provocaba ningún sentimiento que pudiera ser comparable a los que le inspiraba Pedro.


Trató de negar lo que acababa de admitir y centró su atención en Blanca para distraerse de sus propios pensamientos. La esposa de Ramón era una mujer atractiva, de unos treinta años. Dado lo que Pedro le había contado sobre Ramón, no era de extrañar que los modales de Blanca hacia ella mostraran una cierta reticencia. Ella no tenía muchas ganas de hablar, pero los buenos modales que su madre y sus abuelos le habían enseñado la animaron a hacerlo.


Sin embargo, en varias ocasiones se llevó la mano al cuello para buscar el colgante perdido. Una sombra le cubría los ojos al notar su ausencia.


Mientras Pedro le estaba llenando la copa con un vino dulce para acompañar el postre, le dijo inesperadamente.


–No llevas puesto tu colgante.


El hecho de que él se hubiera dado cuenta fue suficiente para sorprender a Pau. De algún modo, consiguió controlar sus sentimientos y admitir que lo había perdido. ¿Fue imaginación suya el modo en el que la mirada de Pedro pareció quedársele prendida en su garganta antes de disponerse a llenar la copa de Ramón y luego la suya propia?


Desesperada por no pensar en su colgante perdido y en las reacciones contradictorias que tenía hacia Pedro, Pau volvió a centrar su atención en Blanca. Le preguntó sobre sus hijos. La mujer le dedicó la primera sonrisa sincera de toda la noche y comenzó a relatarle lo maravillosos que eran sus dos hijos.


Al escucharla, Pau no pudo evitar preguntarse lo que se sentiría al tener un hijo y ser madre. Sentir la alegría y el orgullo maternal que podía ver en aquellos momentos en Blanca. Ella le mostró una fotografía de los pequeños, que parecían imágenes en miniatura de su padre.


Contra su voluntad, miró a Pedro, que estaba charlando animadamente con Ramón sobre las recomendaciones del ingeniero sobre el problema del agua. Por supuesto, no tenía que intentar imaginarse cómo serían los hijos de Pedro. Después de todo, había visto fotografías de él de niño. Por supuesto, la madre también aportaría sus genes y ella sería...


Sería todo lo que ella no era. La mano le temblaba cuando tomó la copa de vino. ¿Por qué diablos debía importarle con quién se casara Pedro, el aspecto que tuvieran sus hijos o incluso el hecho de que tuviera descendencia? ¿Por qué?


Igualmente, ¿por qué tenía esa curiosa sensación de anhelo mezclado con pérdida en lo más profundo de su corazón?




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 30

 


Sintió primero el brazo y luego todo el cuerpo ardiéndole con el calor que le producía la proximidad a él. Sería insoportable que él supiera el efecto que ejercía sobre ella. Pau se imaginaba perfectamente lo mucho que disfrutaría humillándola por ello.


Furiosa consigo misma, combatió con el desdén su vulnerabilidad sensual hacia Pedro y su propia incapacidad para controlarla.


–Supongo que el hecho de ir andando a la casa queda más allá de tu dignidad como duque.


Pedro la miró con desprecio y le dijo muy fríamente:

–Dado que hay más de dos kilómetros hasta la casa por la carretera, creo que sería más fácil utilizar el coche. Sin embargo, si prefieres ir andando...


Mientras pronunciaba aquellas palabras, miró las delicadas sandalias de Pau haciendo que ella tuviera que reconocer que Pedro había ganado aquel combate dialéctico entre ambos.


Habían recorrido parte de la distancia en un silencio pleno de hostilidad cuando él tomó la palabra.


–Tengo que advertirte sobre un posible flirteo con Ramón.


–Yo no estaba flirteando con él –le espetó ella escandalizada.


–Dejó muy claro que te encontraba atractiva y tú le permitiste que lo hiciera. Por supuesto, los dos sabemos lo mucho que te gusta acomodarte a los deseos de cualquier hombre que desee expresártelos.


–Y por supuesto, me lo tenías que decir. Te morías de ganas por hacerlo, ¿verdad? Pues bien, para tu información...


–Para tu información, no voy a consentir que satisfagas tu promiscuo apetito sexual con Ramón.


No debía permitir que lo que él estaba diciendo la afectara. Si lo hacía, la destruiría. Sabía que Pedro jamás la escucharía si tratara de explicarle la verdad. Quería pensar lo peor de ella porque no quería escucharla. Para él, ella era alguien que no se merecía un trato compasivo.


–No puedes impedir que tenga un amante si así lo deseo, Pedro.


Sin mirarla, Pedro respondió secamente:

–Ramón está casado y es padre de dos hijos pequeños. Desgraciadamente, su matrimonio está pasando por un momento de dificultad en estos instantes. Todo el mundo sabe que a Ramón le gustan mucho las chicas guapas y que a su esposa no le agrada ese comportamiento. No tengo deseo alguno de ver cómo ese matrimonio se desmorona y que esos niños se quedan sin padre. Te prometo, Paula, que haré lo que haga falta para asegurarme de que eso no ocurra.


Pedro se apartó de la carretera principal y tomó un sendero. Al final del mismo, entre naranjos y limoneros, se erguía una casa de tejado rojo. Eso le dio a Paula la excusa perfecta para no responder al hiriente comentario de Pedro y refugiarse en un digno silencio.


Pedro avanzaba por lo que parecía un túnel de ramas. El sol se colaba entre las hojas. Entonces, Pau vio la casa bien por primera vez. Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y que el corazón le daba un vuelco por la emoción. Si era posible enamorarse de una casa, ella acababa de hacerlo.


Tenía tres plantas, las paredes encaladas y un aspecto absolutamente encantador. Los balcones de hierro forjado contaban con delicados detalles, además de los brochazos de color de las macetas de geranios. Lo más extraño era que el estilo de la casa resultaba muy británico. Pau se sintió muy emocionada cuando Pedro detuvo el coche frente a la puerta.


–Es muy hermosa –dijo ella sin poder contenerse.


–Originalmente, se construyó para la amante cautiva de uno de mis antepasados, una inglesa a la que habían atrapado en un combate en alta mar entre el barco de mi antepasado y uno inglés en los días en los que los dos países estaban en guerra.


–¿Era una prisión?


–Si quieres considerarla de ese modo, pero yo diría más bien que era el amor que se profesaban lo que les aprisionaba. Mi antepasado protegió a su amante alojándola aquí, lejos de los rumores de la sociedad, y ella protegió el corazón que él le había entregado permaneciendo fiel a él y aceptando que el deber de él hacia su esposa significaba que jamás podrían estar oficialmente juntos.


Después de lo que Pedro le había contado, Pau esperó que la casa rezumara tristeza y desolación, pero no fue así. Era como si la casa estuviera esperando algo, tal vez a alguien... ¿A su padre?


No olía a cerrado. Era como si alguien la aireara regularmente, pero a Pau le pareció que aún se podía oler el suave aroma de una colonia masculina. Una inesperada tristeza se apoderó de ella, de tal magnitud que tuvo que parpadear para no dejar que se notaran sus sentimientos. Realmente había creído que había llorado todas las lágrimas posibles por su padre, por el hombre que jamás había conocido


–¿Vivió... vivió mi padre aquí solo? –le preguntó a Pedro.


–Sí, aparte de Anabel, que era su ama de llaves. Ella ya se ha jubilado y vive en el pueblo con su hija. Ven. Te mostraré la casa y, cuando hayas satisfecho tu curiosidad, te llevaré de vuelta al castillo.


Pau notó la impaciencia que Pedro estaba tratando de contener.


–No querías que viniera aquí, ¿verdad? Aunque mi padre me dejara a mí esta casa.


–No, no quería –afirmó Pedro–. Ni veía ni veo motivo para hacerlo.


–Igual que no viste el motivo de que yo escribiera a mi padre. De hecho, en lo que a ti se refiere, habría sido mejor que yo no hubiera nacido, ¿verdad?


Sin esperar a que Pedro respondiera, dado que ella misma conocía la respuesta a su propia pregunta, siguió recorriendo la casa


Aunque era más sencilla en estilo y decoración que el castillo, estaba igualmente amueblada con lo que sospechaba eran valiosas antigüedades.


–¿Cuál era la habitación favorita de mi padre? –preguntó ella, después de que hubieran recorrido un bonito salón, un elegante comedor, una salita y un pequeño despacho situado en la parte trasera de la casa.


Durante un instante, Pau pensó que Pedro no iba a responder. De repente, se volvió a ella y le dijo:

–Ésta.


Abrió la puerta de una pequeña biblioteca.


–A Felipe le encantaba leer, escuchar música... A él le gustaba pasar las noches aquí, escuchando música y leyendo sus libros favoritos. El sol se pone por este lado de la casa y por la tarde esta habitación resulta muy agradable.


La imagen que Pedro estaba pintando era la de un hombre solitario, tranquilo, tal vez incluso solitario, que se sentaba allí contemplando lo que la vida podría haberle dado si las cosas hubieran sido diferentes.


–¿Pasabas tú mucho tiempo con él? –susurró ella con un nudo en la garganta. Se llevó la mano al cuello, enredándola con la cadena de oro que había pertenecido a su madre, como si tocándola pudiera en cierto modo aliviar el dolor que estaba sintiendo.


–Él era mi tío. Se ocupaba de los huertos de la familia. Por supuesto que pasábamos mucho tiempo juntos.