sábado, 15 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPITULO 5

 

Paula estaba de pie al lado de un escritorio de roble, mirando a través del gran ventanal del estudio de los Alfonso. Las manos, enguantadas de blanco y con los puños crispados era la única señal del torbellino que sentía en su interior.


Llevaba un vestido de seda color crema, de manga larga y un sombrerito con velo complementaba perfectamente su cabello color de miel… La simplicidad de su atuendo acentuaba su belleza. Parecía más alta con los tacones, y el corte de la falda acentuaba sus contornos.


Sabía que ese día parecía tener menos de los veintiséis años que tenía, demasiado joven como para casarse incluso por primera vez. Pero aunque pareciera increíble, era para eso para lo que estaba allí; para casarse por segunda vez en su vida. Y esta vez con un hombre al que no conocía.


Cuando Patricio Bradly le había explicado al principio esa loca proposición, se había reído en su cara. Era demasiado ridículo siquiera para imaginárselo. Los matrimonios de conveniencia se daban en el siglo diecinueve, no en esta época. Él le había dicho que se lo pensara, y ella lo hizo, largo y tendido. Incluso llamó a Carolina, la hermana de J.C. para pedirle su opinión. ¡Y ella había estado de acuerdo!


—Adelante —le dijo—. ¡Eso puede resolver todos tus problemas!


¿Pero qué pasaba con los problemas que podría crear ese matrimonio? Para ella todavía no tenía sentido. Había piezas del rompecabezas que le faltaban, y nadie parecía poder darle una explicación razonable. ¿Por qué no podían los Alfonso limitarse a mantenerla a ella y a Mateo durante ese año y luego comprarle las acciones? Porque no confiaban en ella, era lo que le había dicho Patricio. Pensaban que podía hacerles una jugada y vender a la competencia por un precio mejor. ¡Maravilloso!, pensó ella. ¡Resultaba que iba a vivir en casa de una gente que pensaba que era poco honrada!


Pero eso no era lo peor. Era Mateo. El chico, por el que hacía todo eso, ahora se había apartado de ella. Casi se puso a llorar cuando lo recordó. Paula había ido a Carlton con Patricio al día después de aceptar los términos del contrato que le proponían los Alfonso. Había necesitado el apoyo moral de Patricio para enfrentarse con Mateo y explicarle lo de su matrimonio.


Después de dedicarle al asunto un montón de horas durante sus noches de insomnio, Paula había decidido que era mejor no decirle a Mateo la verdad acerca del matrimonio o de su nefasta situación económica.


Patricio se había mostrado contrario a eso y le había dicho que el chico ya era lo suficientemente mayor como para tener el derecho de saber lo que estaba pasando. Pero ella supuso que Mateo podría estar muy afectado emocionalmente en ese momento. Había observado los síntomas, los mismos que había experimentado cuando era pequeño y había caído en la depresión. Ya le habían pasado muchas cosas y no creía que pudiera resistir bien el tener que dejar la universidad también. Paula tenía que cumplir la promesa que le había hecho a su padre de cuidarlo. Cuando pasaran algunos meses, todo hubiera pasado ya y tuvieran el dinero, ya le contaría la verdad.


Estaba convencida de hacer lo correcto, pero cuando le habló de la boda, la respuesta de Mateo no fue el enfado que se había esperado. Se limitó a marcharse, herido y confuso. Ella trató de seguirlo, pero el tutor se lo impidió, sugiriéndole que era mejor darle tiempo para que se acostumbrara a la idea.


Patricio y ella se marcharon de mala gana. Ahora estaba llena de dudas de cómo había llevado la situación. Sabía que él se sentía decepcionado porque ella se casara tan pronto, después de la muerte de su padre, y enfadado con ella por haber vendido la casa sin haberle consultado. Ella necesitaba más que nada aclarar esa situación. Trató de llamarlo por la mañana, pero él no quiso ponerse al teléfono. Era algo imperativo que arreglara eso cuanto antes. No podía perder a Mateo. Era todo lo que le quedaba.


Paula se puso a pasear nerviosamente. Eduardo Alfonso la había dejado en esa habitación hacía ya media hora y todavía estaba esperando. Ya debía de ser casi la hora de la ceremonia. Por el ruido que había fuera, debían de haber llegado ya casi todos los invitados. ¡Doscientas personas! Se había quedado atónita cuando Eduardo se lo dijo.


Si Pedro Alfonso se parecía a su hermano, se preguntó cómo iba a poder sobrevivir. No es que Eduardo tuviera mal aspecto o no fuera educado, pero era lo más parecido a un dictador. No había oído de sus labios ni una sola palabra amable en todo el viaje. Se había pasado todo el tiempo diciéndole lo que tenía que hacer y lo que no, dónde iba a vivir, lo a menudo que solía viajar Pedro, cómo iba a recibir el dinero para pagar los gastos de Mateo. Le había parecido un general dándole instrucciones a uno de sus subordinados, y se había reprimido incluso de saludar cuando terminó.


Oyó el ruido de la puerta y se dio la vuelta a tiempo de ver cómo un hombre alto y de cabello oscuro entraba en la habitación. Por un momento, pensó que podría ser el novio, pero se quitó inmediatamente ese pensamiento de la cabeza. Ese hombre no se parecía en nada a Eduardo. Supuso que debía de ser uno de los invitados. Fue directamente a donde se guardaban los licores al otro lado de la habitación sin mirar siquiera en su dirección.


Era muy alto y su cabello y ojos parecían casi negros. Tenía la mandíbula apretada, como si estuviera enfadado. Sacó una botella y un vaso del armarito y se sirvió un trago. Hecho la cabeza hacia atrás e hizo desaparecer muy eficientemente el contenido del vaso a través de su garganta. Era guapo y algo, muy en el interior de ella, respondió a ese hecho.





EL TRATO: CAPITULO 4

 


Así que Eduardo propuso el matrimonio. Incluso había llegado a hacer un contrato estipulando que el matrimonio duraría un año o menos, dependiendo de lo pronto que pudieran comprarle las acciones a la viuda. La mujer podría mantenerse a ella y a su hijastro y ellos estarían seguros de que seguían controlando toda la compañía. Después ya podrían anular el matrimonio.


Cuando Pedro sugirió que fuera Brian el que se ocupara del asunto, Eduardo se había reído. Brian era joven, cabezota e irresponsable. Tenía una gran reputación con las mujeres. Pedro tuvo que admitir que no era la persona adecuada para ese asunto.


¿Pero lo era él? Se apartó de la ventana y siguió vistiéndose. Estaba cansado, agotado, y todavía no era mediodía. Se había pasado más de tres semanas viajando, vendiendo el nuevo proyecto a una media docena de compañías. Normalmente le gustaba viajar, pero esta vez estaba molido. Tenía treinta y seis años y ya estaba con ganas de hacer algo más en la vida que llevar los negocios de la familia. Ya era hora de pasarle las riendas a Brian.


En realidad, había dejado a su hermano en California, terminando las negociaciones de un contrato muy importante. Había pensado volver después de la ceremonia para terminar el contrato, pero eso era imposible ahora. Entre la ceremonia y la celebración, se iba a pasar el día entero. Podría marchar a primera hora de la mañana y esperar que Brian pudiera hacerse cargo de los detalles. Sonrió. No había nada malo en un bautismo de fuego. Al final de ese viaje sabrían ya si Brian se podía hacer cargo de los negocios de la familia.


Volvió a comprobar su imagen y se sintió satisfecho con lo que vio. El traje azul oscuro le sentaba muy bien a su metro noventa. Se peinó el negro cabello, pero se le quedó un mechón rebelde sobre la frente. No se parecía nada a sus hermanos. Ellos eran más bajos y robustos, como su padre. Él había salido a la familia de su madre.


Dejó sus habitaciones y bajó las escaleras. Casi inmediatamente, su cuñada, Eleonora, se encontró con él y, sonriendo, le puso un jazmín en la solapa.


—¡Estás guapísimo!


Él sonrió también.


—Me alegro de que alguno de nosotros se esté divirtiendo.


—Vamos, Pedro, querido. ¿Ésa es una actitud adecuada para el día de tu boda? Compórtate. Te estás portando como un tipo frío.


—Yo diría mejor como un caso de locura temporal.


—¿Qué has dicho, querido?


—Nada, déjalo. ¿Dónde está la ruborizada novia?


—¡Hay que ver lo que dices! No sé dónde está, pero mi instinto me está diciendo que todo esto no es lo que parece ser.


Él le sonrió y se obligó a convencerla.


—No digas tonterías, Eleonora. Todo va como debe de ir, pero ¿está ella aquí ya?


—Bueno, no. Por lo menos no lo creo, Eduardo iba a traerla, pero no lo he visto regresar. No te preocupes, estoy segura de que estará pronto aquí.


Pedro recordaba algunos cotilleos maliciosos que se habían producido cuando la boda de J.C., pero dado que nunca había prestado mucha atención esas cosas, no recordaba de qué se trataba. Ahora le gustaría hacerlo. J.C. apenas salía después de su accidente y habían pasado bastantes años desde la última vez que se habían visto. No sabía nada de la mujer con la que se había casado J.C. pero, teniendo en cuenta que él tenía unos setenta años, era lógico suponer que ella no sería mucho más joven.


No es que tuviera muchos deseos de casarse con nadie y en especial con una mujer que, probablemente, era lo suficientemente mayor como para ser su madre. Se imaginó a sí misma ayudando a la pobre vieja a bajar los escalones mientras los amigos y la familia sonreían como bobos. ¡Estaba completamente seguro de que iba a asesinar a Eduardo en cuanto pudiera ponerle las manos encima!


Necesitaba un trago. El bar del salón estaba abarrotado. Suspiró. Las Hadas estaban conspirando hoy en su contra. Tal vez quedara algo en el estudio. Se abrió camino por el hall.



EL TRATO: CAPITULO 3

 


Pedro Alfonso pasó la mano indeciso por el interior del armario. Sacó una corbata azul marino de seda y se la anudó satisfecho al cuello de su nueva camisa, dirigiéndose luego hacia la ventana.


Su apartamento estaba situado en el ala este de la casa de los Alfonso, en la tercera planta. Las habitaciones eran decididamente masculinas en su decoración y todavía guardaban algunos restos de cuando era niño. Pedro tenía una casa también en Nueva York, pero ésta era su casa y esas habitaciones su santuario.


Compartía la enorme mansión con su hermano mayor, Eduardo, y su familia, que ocupaban toda la segunda planta. Brian, su hermano más joven tenía un apartamento similar en el ala oeste, pero podían pasar semanas sin verse. La casa era llevada con la mayor de las suavidades por la esposa de Eduardo, Eleonora.


Pedro se apretó el nudo de la corbata un poco frustrado al ver los coches que se acercaban. Invitados a la boda. «Boda». Lo que era una farsa. Lo que se suponía que tenía que ser una simple e íntima ceremonia de cara a la ley, se había transformado en todo un acto social gracias a Eleonora. Los hermanos habían estado de acuerdo en no decirle a Eleonora la verdadera naturaleza de esa boda. Era una romántica incurable y ninguno de ellos estaba dispuesto a las regañinas que iba a soltar si se enteraba del asunto.


¡Pero Eduardo debería tener más control sobre su esposa! La supuesta pequeña ceremonia había tomado de repente las proporciones de un circo, con una audiencia de un par de cientos de parientes y amigos, babeantes anticipadamente por verlo en el altar una vez más.


Nadie pensaba que Pedro Alfonso fuera a casarse otra vez, y el que menos, él mismo. Habían pasado diez años desde que lo dejo su primera esposa, pero todavía estaba afectado. No era que todavía le guardara la ausencia, ya que había dejado de amarla aproximadamente a las setenta y dos horas después de la boda, cuando vio la especie de barracuda que era. Finalmente la había perdido, después de dieciocho meses de matrimonio, por otro más viejo, más listo e indudablemente, más rico. Su orgullo masculino se había visto afectado profundamente. Había habido algunas mujeres en su vida después de eso, pero ninguna logró arrastrarlo al altar.


Hasta ese momento. ¡Maldito Eduardo! Su hermano había heredado la autoritaria personalidad de su padre. Sólo era seis años mayor que Pedro, pero parecía que le llevaba toda una generación, ya que Eduardo siempre lo trataba como un niño caprichoso.


Pedro recordaba la noche en que su hermano le había soltado esa absurda proposición. Acababa de regresar de un largo viaje de negocios, cuando Eduardo lo llamó para hablar de un asunto muy serio.


Parecía que Jonathan Chaves había muerto arruinado, dejando el quince por ciento que tenia de la compañía en el aire; o, para ser más precisos, en las manos de su viuda. La familia siempre había logrado que las acciones de la compañía volvieran a ella, pero según pensaba Pedro, eso significaba conseguirlas de nuevo comprándolas, no casándose con ellas.


Pero no podía comprarlas en ese momento, teniendo en cuenta las enormes inversiones en equipo que acababan de hacer. Y la buena mujer necesitaba el dinero inmediatamente para mantener a su hijastro. ¿Por qué casarse? Había preguntado entonces Pedro. ¿Por qué no mejor mantenerla durante un año o dos?


Entonces Eduardo pronunció las palabras mágicas… Carmichael.


Dario Carmichael era el rival de toda la vida de los Alfonso. A veces Pedro se había llegado a preguntar hasta dónde sería capaz de llegar Dario para alcanzar su sueño de sentarse en el consejo de administración de los Alfonso. Por lo que sabía, Darío era un tipo sin conciencia y sin escrúpulos. Pedro se consideraba a sí mismo un hombre tolerante, pero en lo que se refería a Dario Carmichael, no daba cuartel.


Con J.C. muerto, Dario tenía una oportunidad de oro para apuntarse el tanto. Era sólo cuestión de tiempo que descubriera el legado de J.C. y podía perfectamente hacerse con la voluntad de la pobre y anciana viuda con una lucrativa oferta. La compañía Alfonso podría ser presionada fuertemente para superarla, lo que no podía hacer en ese momento y dejaría el campo libre. Pedro recordó el sabor amargo que le vino entonces a la boca.


EL TRATO: CAPITULO 2

 


Durante un momento, se quedaron mirándose el uno al otro, compartiendo la pena por la pérdida que habían sufrido. Paula se puso de pie y se dirigió a la puerta. El sol de los últimos días del verano casi no tocaba las copas de los árboles del bonito jardín. Se imaginó a Mateo jugando allí, como solía hacer cuando estaba de vacaciones. La casa era de estilo colonial y tenía una gran cantidad de terreno alrededor. Estaba situada en Ryo, Nueva York. Era una zona de gente privilegiada y con dinero y Mateo había nacido allí. La última conversación que había tenido con él fue en ese jardín precisamente, después del funeral. Mateo le había preguntado si tendría que dejar la universidad privada en que estaba ahora que había muerto su padre. Abrazándolo fuertemente, ella le había asegurado que nada iba a cambiar, nada…


—¿Qué voy a hacer ahora, Patricio? —le preguntó Paula mirando aún a los árboles—. No me preocupa lo que me pase a mí. Tengo mi trabajo en la universidad. No es que me paguen mucho, pero puedo vivir con eso bien. ¿Pero Mateo? Él no ha sido nunca pobre. No tiene ni idea de lo que puede ser. Le he prometido que no va a tener que dejar la universidad. ¡Pero Carlton es tan cara! Oh, cielos ya ha tenido demasiadas tragedias en su vida. ¿Por qué esto ahora?


Paula se tapó el rostro con las manos y luego respiró profundamente, quedándose pensativa.


—Bueno —continuó—, supongo que lo primero que hay que hacer es deshacerse de la casa y despedir al servicio.


—Tal vez Carolina pueda ayudar.


Paula se rió y agitó la cabeza.


—Carolina es muy buena en los asuntos de caridad, como sabemos. Yo no estaría aquí si ella no me hubiera sacado de ese orfanato. Pero sólo llega hasta ahí. Nunca está demasiado cerca, demasiado involucrada. Tengo que encontrar otra forma.


Se dirigió entonces al mueble bar que había en una esquina y sirvió un par de bebidas.


—Eres una mujer con mucha entereza, Paula. Debo de admitir que te estás tomando esto mucho mejor de lo que pensaba.


—¿Pensabas que me iba a derrumbar? —le preguntó sonriendo—. Pues lo estoy haciendo. Por dentro. Lo que pasa es que soy lo suficientemente estúpida o estoy tan dolida como para no darme cuenta todavía.


—No eres nada de eso. Creo que eres valiente, y muy, muy fuerte.


—Gracias, Patricio. No es cierto, pero gracias.


Paula le pasó un vaso y le dio un largo trago al suyo, luego se volvió a dirigir a la ventana y se quedó mirando la puesta de sol. Habían estado hablando toda la tarde.


—Tiene que haber una solución.


Se volvió y lo miró.


—No te lo he dicho antes porque, francamente, no pensaba que lo fueras a tener en cuenta. Pero te estás tomando esto tan bien que tal vez quieras pensarlo.


—¡Por Dios, Patricio, no seas tan oscuro! ¿De qué me estás hablando?


—¿Has oído hablar de la «Alfonso Corporation»?


—No.


—Bueno, es una familia de pueblo. Tienen una gran compañía…


—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?


—Tú posees el quince por ciento de ella… bueno, era J.C. el que lo tenía. Él y Roberto Alfonso eran amigos y, cuando era joven, J.C. trabajó para él. En esa época, la compañía era pequeña y no hablaron de beneficios. Antes de que él se marcharas de su ciudad ya tenía el quince por ciento. No era mucho entonces, pero ahora es una buena suma.


—¿Por qué no perdió eso también?


—Porque J.C. no podía utilizarlo. El viejo Roberto Alfonso era listo. Hizo socio a J.C., pero con la condición de que, si alguna vez quería utilizar esas acciones, tenía que conseguir primero la aprobación de la familia Alfonso, dándoles un año para ejercer la opción de compra. J.C. no quiso usarlas por una cuestión de orgullo personal, de manera que mantuvo ese porcentaje intacto. Roberto siempre quiso mantener las acciones en la familia y sus hijos han continuado con la tradición.


—¡Eso es maravilloso! Vamos a vendérselas ahora mismo.


—Ya he visto esa posibilidad con Eduardo, es el hijo mayor y el presidente, y sí puedes hacerlo, pero de una manera un poco más complicada.


—¿Por qué?


—Los Alfonso están metidos en un nuevo proyecto y andan mal de capital… está todo invertido en una nueva compañía. Necesitan tiempo…


—Pero yo no puedo esperar. ¿No les podemos decir que necesito ese dinero ahora?


—Yo ya lo he hecho. También le dije que tu principal preocupación era Mateo y él me sugirió una solución.


—Y… —le dijo Paula animándolo a que continuara.


—Y yo le dije que no.


—¿Por qué? ¿Cuál es esa solución? ¡Por Dios, Patricio, ahora no puedo pensar en otra cosa que no sea poder echarle mano a algo de dinero!


—Para serte sincero, le dije que no porque pensé que no te iba a gustar. ¡Demonios, a mí no me gusta!


—Patricio, por Dios. ¿Qué te ha sugerido ese hombre?


—Que te cases con su hermano.




EL TRATO: CAPITULO 1

 


—¿Qué estás tratando de decirme, Patricio?


Era una pregunta inútil. Sabía perfectamente lo que su abogado estaba tratando de decir de la forma más agradable posible. Ella, Paula Chaves, viuda reciente de un magnate llamado Jonathan Chaves, estaba en la ruina.


—No me mimes. Si voy a tener que hacerme cargo de Mateo, es mejor que sepa la verdad.


El abogado suspiró. En ese momento, ella se dio cuenta de que la esperaba un amargo trago. J.C. había sido colega de Patricio, su mentor, su amigo, pero no habían estado muy de acuerdo en algunos negocios. Especialmente desde hacía algunos años. Desde el accidente.


J.C. no solamente había perdido a su primera esposa en un horrible accidente de coche hacía diez años, sino que también él había resultado muy afectado. Se había quedado con las dos piernas inútiles y con un hijo de seis años semisalvaje y temeroso de su amargado padre. La hermana de J.C., Carolina, había llevado entonces a una joven niñera para que cuidara de Mateo.


Paula recordaba que, a los dieciocho años, se sentía tan perdida y falta de afecto como el pequeño y solitario niño. Entre los dos se había formado una fuerte y entrañable relación.


Se levantaron algunas cejas cuando Paula y J.C. se casaron con muy poco tiempo de noviazgo. Paula sabía que todo el mundo se preguntaba la clase de matrimonio que sería. J.C. era incapaz de cualquier tipo de relación física, pero nadie sabía eso con exactitud, por lo que las especulaciones corrieron de boca en boca.


Al cabo de los años, Paula había aprendido mucho bajo la tutela de J.C., además de haberse transformado en toda una belleza como mujer. Él la había mandado a la universidad, transformándola en una experta en su campo y consejera de economía, un trabajo que a ella le encantaba y para el que valía. Había sido su esposa durante ocho años, y ahora era su viuda.


Se daba cuenta del problema que tenía Patricio, pero necesitaba que le dijeran la verdad claramente.


—Por favor, Patricio.


Patricio Brady respiró profundamente antes de sentarse en el sofá.


—De acuerdo, Paula, tú ganas. Para ponerlo claro y sin legalismos superfluos, no te queda dinero o, por lo menos, te queda muy poco. Ciertamente, no lo suficiente como para mantener este tren de vida —le dijo señalándole la elegante habitación.


—¡Eso no es posible, Patricio! ¿Qué pasa con las diversas compañías que J.C. controlaba?


—Me temo que sus socios han debido de quedarse con ellas. Durante muchos años, él ha estado tomando préstamos de su parte en ellas y no los devolvió nunca; entonces, esa parte revertió a sus socios. Cuando J.C. murió no poseía nada de J.C. Enterprises.


—Pero esta casa…


—Hipotecada.


—Nada de esto tiene sentido. J.C. era un hábil hombre de negocios. Se pasó trabajando todo el tiempo que estuvimos casados y su testamento no indicaba que tuviera problemas económicos. ¿Cómo iba a poder dejarme todos sus negocios y esta casa si no tenía nada?


Fue alzando la voz con nerviosismo mientras hablaba.


—Paula, por favor, cálmate. Siéntate, tómate un café y trataré de explicártelo lo mejor que pueda.


Ella se quedó mirándolo antes de hacerle caso.


—Primero, cuando J.C. escribió ese testamento, al principio de vuestro matrimonio, todavía lo poseía todo —le dijo Patricio poniéndose de pie bruscamente y empezando a pasearse por la habitación—. Me gustaría que hubieras conocido antes a J.C. Antes del accidente. ¡Era tremendamente listo! Pero el estar sentado día tras día en una silla de ruedas le hizo cambiar. Todo el mundo decía que seguía siendo el mismo, y lo parecía en la superficie. Pero en el fondo, algo había desaparecido. La vida se transformó en un juego. Los negocios también. Empezó a perder dinero, montones de dinero. Y cuando no lo perdía, se lo gastaba. No le importaba, Paula. Cuando hablábamos de ello, se reía de mí y me decía que me estaba volviendo viejo. Después de algunas discusiones, lo dejé. ¿Qué podía hacer? Después de todo, era su dinero.


—Sigue —le dijo ella con una expresión fría como una piedra.


—Bueno, las cosas se le fueron de las manos. Primero perdió las compañías, luego sus ahorros. Hipotecó la casa. Luego, trató de meterse en lo que había puesto a nombre de Mateo a ver si le salía bien…


—¡No! ¡El dinero de Mateo también!


—No todo. Casi al final, J.C. pudo probar ante el juzgado que necesitaba ese dinero para la educación de Mateo. El chico todavía tiene una buena cantidad —continuó Patricio y se detuvo delante suyo—. Siento decírtelo, pero la herencia de J.C. casi ha desaparecido.


—Esto es increíble.


—Ya sé que es un duro golpe, Paula. Le dije muchas veces que tenía que confiar en ti, pero él siempre pensó que podía volver a ganar ese dinero. No suponía que iba a morir.




EL TRATO: SINOPSIS

 


Paula Chaves sabía por experiencia que no todos los matrimonios eran como las que aparecían en las novelas rosa, pero aceptar un matrimonio que era como un trato comercial era demasiado.


El trato parecía simple: Paula poseía unas acciones en la Alfonso Corporation. Los Alfonso necesitaban un año para comprárselas. Para mantenerlo todo en la familia, Paula tendría que casarse con Pedro Alfonso. Al cabo de un año, ella tendría su dinero, la familia controlaría toda la empresa y la pareja anularía el matrimonio.


Paula no tuvo más que pensar en el estado de bancarrota en que la había dejado su primer marido y en el bienestar de su hijastro para decidirse por fin. Lo único que no se le había ocurrido era que iba a casarse con un extraño terriblemente atractivo…