viernes, 22 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 9






Paula estaba haciendo la maleta cuando sonó su móvil. Lo encontró bajo un montón de ropa interior y vio que era Chloe, la que había sido su colega desde hacía dos años. 


Sería una de las personas a las que Paula echaría más de menos, además de los niños.


Pero no era el momento para lamentarse.


–¡Hola, Chloe!


–¿Es cierto? ¿De verdad te han despedido? –la chica no le dio tiempo a responder–. ¿Pueden hacer algo así?


–Sí, puesto que mi contrato es temporal y acaba a final de curso –poco antes le habían insinuado que tal vez le ofrecieran un contrato indefinido, pero nada de eso iba a ocurrir–. Me darán una baja remunerada y buenas referencias.


¿Le daría también Pedro buenas referencias cuando acabase su contrato? Sofocó un brote de histeria y escuchó los lamentos de su amiga.


–Me parece increíble, Paula. A mí y a todos... Eres la mejor profesora de la escuela.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


–¿Qué vas a hacer?


–Creo que haré algún viaje... –respondió vagamente, igual que había hecho el día anterior al visitar a Marcos. Su hermano, a diferencia de Chloe, apenas mostró interés en sus planes. Solo sabía hablar de los preparativos para su traslado.


–Sabía que si te tragabas el orgullo todo saldría bien –le había remachado–. No sé lo que le habrás dicho, pero está claro que ha funcionado. Pedro ha hecho lo correcto.


–No le he dicho nada. ¿Cómo sabes que ha sido él?


–¿Quién si no? Y no pongas esa cara... Siempre te las arreglas para estropearlo todo con tu sentimiento de culpa. De esta manera todos salimos ganando... Pedro podrá tener la conciencia tranquila después de rascarse el bolsillo por un pobre lisiado, y tampoco es como si me debiera nada. Al fin y al cabo estoy aquí por su culpa.


La honestidad innata de Paula no pudo seguir soportándolo. 


Se sentía terriblemente culpable por no haber ayudado más a su hermano, y no perdió la ocasión que se le presentaba para descargar la culpa en otra persona.


–Sabía que podía contar contigo, hermanita... Como siempre.


Sin embargo, al evitar mirarla a los ojos, Paula supo que sospechaba algo, pero que no quería saber cómo. Su hermano siempre había tenido el don para ignorar verdades incómodas.


Era una habilidad que Paula le envidiaba.



****


Estaba esperando a que llamaran a la puerta, pero de todos modos dio un respingo al oír los golpes.


Lo que no esperaba era que fuera a buscarla Pedro en persona, y al verlo se quedó boquiabierta y aturdida por la ráfaga de virilidad que la arrolló como un tren de mercancías.


Parpadeó como si saliera de un trance y confió en que sus rodillas la sostuvieran.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó en un tono más acusador del que pretendía.


Él arqueó las cejas y, sin decir nada, entró en el salón y escrutó la estrecha estancia con su mirada crítica.


–Dije a la una en punta. ¿No estás lista?


Paula intentó ignorar sus bruscos modales y asintió fríamente, señalando la maleta que estaba en el sofá.


–Claro que lo estoy. ¿Tengo que ponerme la diadema? –le preguntó con sarcasmo para intentar ocultar una repentina oleada de inseguridad.


–¿De qué estás hablando?


–No sé, quizá debería llevar algo más... –se miró los vaqueros, la chaqueta corta y la camiseta amarilla sin mangas que dejaba a la vista el ombligo.


Él la miró inexpresivamente de arriba abajo.


–Estás muy bien así. Solo es una visita a la oficina del registro.


Verdaderamente sabía cómo hacer que una chica se sintiera bien, pensó ella, furiosa consigo misma por haberle dado a entender que buscaba su aprobación.


–No te esperaba a ti. Pensé que enviarías a alguien a recogerme.


Su compostura era solo superficial, y no podía permitir que él se diera cuenta de lo nerviosa, confusa y asustada que estaba por dentro.


–¿Cuánto tiempo durará?


Pedro alzó la vista de la franja de vientre liso y carraspeó, recordándose que aquello solo eran negocios.


–¿El vuelo o...?


–Las dos cosas.


–El avión de la empresa estaba disponible, así que no mucho. Lo he organizado todo para que podamos casarnos de camino al aeropuerto.


–Eso suena ideal –hablaba en voz clara y despreocupada, pero Pedro advirtió el temblor de sus manos mientras evitaba mirarlo a los ojos. Le recordó a un animal enjaulado.


Y ella lo acusaba de ser orgulloso... Sin duda preferiría caminar sobre ascuas antes que admitir que estaba nerviosa. Era un rasgo desconcertante, tanto como la exagerada lealtad que mostraba hacia su hermano.


–No pasa nada por estar nerviosa.


–No estoy nerviosa. Simplemente quiero acabar con esto cuanto antes.


–¿Ese es todo tu equipaje? –señaló la bolsa de viaje que había en el sofá.


–No sabía muy bien qué llevar –se apresuró a agarrar la bolsa antes que él–. Puedo yo sola –dijo en tono desafiante.


Él sonrió al ver cómo se la colgaba al hombro con tanto ímpetu que casi perdió el equilibrio.


–Por mí, estupendo.


Paula vivía en el cuarto piso de un pequeño edificio sin ascensor, y cuando iba por la tercera planta empezó a arrepentirse. No tuvo más remedio que tragarse su orgullo y detenerse para recuperar el aliento.


Él también se detuvo, pero sin jadear. Parecía una estrella de Hollywood en un plató equivocado. La pintura descascarillada y la alfombra roída no se correspondían precisamente con su entorno natural.


–¿Puedes? –le preguntó.


Ella apretó los dientes, se enderezó y sonrió. El peso la estaba matando, pero por nada del mundo admitiría su derrota ni aceptaría su ayuda.


–Estoy bien, gracias.


–¿Seguro que no necesitas ayuda?


–Sí –respondió escuetamente, pues necesitaba todo el aliento posible para bajar el último tramo de escalones. Se encontraron con una de sus vecinas, quien miró sorprendida a Pedro.


–¿De mudanza?


–Vacaciones.


–Creo que no te ha creído –murmuró Pedro.


–¡Calla! Va a oírte –lo reprendió Paula, luchando contra el creciente dolor en el hombro. Volvió a detenerse y posó la bolsa en el escalón, dándole a Pedro el tiempo suficiente para que le ofreciera ayuda de nuevo. No la aceptaría, naturalmente, pero sería agradable poder elegir.


Él no dijo nada y ella reanudó el descenso, lamentándose por haber metido en la bolsa los libros y las botas.


–Los periodistas han llamado a todas las puertas del edificio. Creo que ofrecieron dinero por...


–Cotilleos –concluyó él. Estaba dos escalones por detrás de ella–. La verdad es que sorprendió –bajó un escalón y se detuvo justo encima de ella.


Demasiado cerca... Paula intentó dominar el pánico y dio un paso atrás.


–¿En serio? Creía que eran gajes del oficio.


–Y lo son, por eso me sorprendió no encontrar detalles escabrosos de tu vida amorosa en la prensa, fueran o no ciertos. Cualquiera diría que tienes un pasado sin mancha alguna –dejó de sonreír al pasar discretamente la mirada sobre sus atléticas curvas. La sensualidad que emanaba su cuerpo haría perder la cabeza a cualquier hombre, incluido él.


La diferencia era que él no cedería a sus bajos instintos, por muy fuerte que fuese la atracción. Iban a ser unos dieciocho meses muy largos...


Por mucho que escarbaran en su pasado no encontrarían nada, pensó Paula. Nunca había tenido un amante, pero no iba a admitirlo. De Adrian había estado, o había creído estar, enamorada. Por eso había sido una desilusión tan dolorosa. 


Había confiado en él y a cambio solo había recibido traición y rechazo. Desde entonces había preferido estar sola en vez de volver a arriesgarse con un hombre.


–A algunos nos gusta ser discretos...


–Sí, ya vi tu discreción en la iglesia –le recordó él.


Paula apretó los labios. Estaba harta de que se lo restregaran en la cara.


–¿Vas a seguir sacando el tema?


–Tienes razón –el enfado era una pérdida inútil de energía–. No estoy de muy buen humor.


Sorprendida por la confesión, Paula guardó silencio.


–Después de una larga ausencia, mis padres vuelven a ser noticia.


Un periodista de tres al cuarto había sacado a la luz una vieja historia de otra novia abandonada en el altar. Su padre había sido el novio, su madre la otra mujer, y su padre había dejado plantada a su nueva novia igual que había hecho Pedro.


El único inconveniente de esa historia desde un punto de vista periodístico era que la mujer abandonada no se había sumido en una depresión, sino que había sido inoportunamente feliz combinando su carrera de médico con un marido y cuatro hijos.


–Harías bien en recordar que un matrimonio de conveniencia es muchísimo mejor que uno normal, de los que abundan ahí fuera –murmuró él, resistiendo el impulso de agarrar la maldita bolsa. Lo único que ella tenía que hacer era pedirle ayuda–. No había periodistas cuando he llegado –la tranquilizó al verla dudar en la puerta.


–¿Estás seguro? –se puso de puntillas para mirar por el polvoriento cristal de la puerta. No quería que la vieran salir con una bolsa de viaje y en compañía de Pedro. Irónicamente, ninguna explicación podría ser tan disparatada como la verdad.


Él soltó un gruñido de irritación, le quitó la bolsa y salió por la puerta. Paula no tuvo más remedio que seguirlo, y se alivió al comprobar que nadie surgía de las sombras con una cámara. Junto a la acera había aparcado un enorme todoterreno con las ventanas tintadas.


–¿Vas a conducir tú?


–Me gusta conducir, a menos que quieras hacerlo tú... –ella negó con la cabeza–. ¿Qué dijo tu hermano de nuestro acuerdo? –él también era hermano, y no le inspiraba mucha confianza un hombre que dependía de su hermana para todo.


–No pido ni necesito la aprobación de mi hermano para nada.


Se le daba bien eludir las respuestas, pensó Pedro mientras ella se subía al asiento trasero.


–¿No vas a preguntarme adónde vamos?


–Las oficinas del registro son todas iguales. Lo mismo da una que otra.


–Tu vida sería mucho más fácil si dejaras de comportarte como una víctima –comentó él.


Ella no respondió y giró la cabeza hacia la ventanilla.


–Si quieres estar en silencio por mí estupendo, aunque nunca he conocido a una mujer que pueda mantener la boca cerrada más de cinco minutos.


Paula se tragó una réplica y se contentó con lanzarle una mirada asesina a través del espejo retrovisor.


Un cuarto de hora después se detuvieron frente a un edificio de ladrillo rojo.


–Quince minutos... Estoy impresionado –admitió Pedro.


Ella lo ignoró y miró el edificio.


–¿Es aquí?


–Aún faltan unos minutos. ¿Quieres que dé una vuelta más a la manzana? –sugirió él, reprimiendo el impulso de disculparse.


Si hubiera sabido que la oficina estaba situada en una calle donde la mayor parte de los escaparates estaban sellados o hechos añicos, habría buscado un lugar más alejado.


Paula negó con la cabeza, respiró hondo y salió del coche sin esperar a que él le abriera la puerta.


–No, estoy bien.


Nunca había estado peor en su vida...


–Seguramente se esté mejor dentro.


En realidad fue mucho peor, pero Paula apenas se dio cuenta. No era el lugar lo que le oprimía el corazón, sino intercambiar palabras vacías intentando que sonaran reales. 


Se sentía como una impostora y una hipócrita, corrompiendo algo que para ella era sagrado.


Al atravesar las puertas giratorias se encontraron con un grupo bullicioso y alegre. En el centro marchaban una novia con un minúsculo vestido blanco que no ocultaba su barriga de embarazada y un novio sin afeitar.


Paula giró la cabeza para echarles un último vistazo mientras abandonaban el edificio.


–Parecen muy felices.


Pedro no supo si fue la expresión melancólica de su rostro o que no hubiera hecho un comentario sarcástico sobre la mujer que se casaba en avanzado estado de gestación, pero mientras se dirigían hacia la sala se sorprendió lamentándose por no haberle comprado unas flores.




UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 8





EL BROTE de esperanza fue rápidamente engullido por una deprimente ola de realismo. Él no era un hada madrina. De hecho, no había una analogía menos apropiada.


–Y también pagaré la rehabilitación y el seguimiento.


–¿Por qué? –cuando las cosas parecían demasiado buenas para ser ciertas era por una buena razón.


No pudo evitarlo y lo recorrió con la mirada de arriba abajo. 


Pero mientras bajaba la vista por su chaqueta gris marengo, su camisa blanca y su corbata borgoña supo que la reacción de sus músculos no estaba provocada por el odio ni el resentimiento. Lo cual era absurdo, pues nunca le habían gustado los metrosexuales. Su vanidad le resultaba odiosa. 


La perfección física no resultaba nada atractiva cuando iba acompañada con un aura abrumadora de superioridad.


Por desgracia sus hormonas no pensaban lo mismo...


–Tranquila, no hay ningún compromiso –dijo él con una media sonrisa.


Ella se apartó un mechón que el viento le había pegado a la cara. La misma ráfaga que ponía de punta los cortos cabellos oscuros de Pedro.


–¡No aceptaría tu caridad ni aunque mi vida dependiera de ello!


–No hace falta que lo jures, pero... no es tu vida de la que estamos hablando, ¿verdad?


Ella se puso colorada.


–Tenemos un servicio de salud muy eficiente.


Su cabezonería estaba minando la paciencia de Pedro. Lo cual era absurdo, teniendo en cuenta que todo su plan descansaba en el orgullo de Paula.


–Cierto, pero también está sobrecargado. Sacar a tu hermano de ese hospital permitiría que otro paciente se beneficiara de las instalaciones.


–¿Un paciente que no tenga un benefactor? Gracias, pero no –negó con la cabeza y lo miró fríamente–. Podemos arreglárnoslas solos y no aceptamos la caridad de nadie.


–Pues no lo veas como una muestra de caridad, ¿o vas a anteponer tu orgullo al bienestar de tu hermano?


«¿Y ahora quién está siendo manipulador, Pedro?».


El comentario le hizo daño. Paula tragó saliva y se prohibió llorar delante de aquel hombre.


–Considéralo un préstamo.


Paula perdió toda esperanza. Había visto lo que costaba el tratamiento en el folleto.


–Nunca podríamos devolvértelo... –pero ¿de verdad podría quedarse de brazos cruzados viendo la agonía de su hermano?


Él arqueó una ceja.


–Me da la impresión de que tu hermano tiene una visión de la caridad mucho más pragmática que la tuya. ¿Me equivoco?


No, no se equivocaba, maldito fuera. Si rechazaba aquella oferta, Marcos nunca se lo perdonaría, y si la aceptaba no podría vivir en paz consigo misma.


Hiciera lo que hiciera, estaba perdida.


–¿Por qué no se lo has ofrecido directamente a él, sin meterme a mí en esto?


–Quería ver si eres tan cabezota y orgullosa como creía...


–Entonces, ¿no era más que una prueba retorcida? Y como seguramente no la he superado ahora nos castigarás a los...


–No tengo el menor deseo de vengarme de tu hermano –la cortó él, irritado–. Y a diferencia de ti, no creo que los daños colaterales sean legítimos –dejó que se revolcara un poco en la culpa antes de concluir–. Si quiero castigarte, lo haré.


Su penetrante y oscura mirada no dejaba lugar a dudas.


–De modo que quieres vengarte de mí –dijo con una bravura que estaba lejos de sentir, intentando sofocar el escalofrío que le recorría la espalda. Había que ser muy obtuso para no tomarse en serio las amenazas de un hombre como él.


–Si así fuera, sería un estúpido por prevenirte, ¿no?


O muy listo. La cabeza le daba vueltas al pensar en las enrevesadas posibilidades.


La lluvia había empezado a arreciar, y en pocos segundos el perfecto rostro ovalado que lo miraba estaba empapado. La humedad que relucía en su piel clara realzaba las pecas de la nariz y las manchas azuladas bajo los ojos, confiriéndole un aspecto delicado, vulnerable e irresistiblemente sexy.


Pedro sintió que lo traspasaba una punzada de algo peligrosamente parecido a la ternura, pero que fue rápidamente mitigada por una ola de deseo. Se fijó en su blusa, cuyos botones parecían a punto de saltar por la presión de sus abultados pechos. La lluvia arreciaba y se podía distinguir el borde del sujetador bajo la tela empapada.


Tenía un cuerpo espectacular, atlético y extremadamente sexy, pensó él mientras recorría con la mirada sus curvas. 


No tenía una cintura de avispa, pero sí estrecha, y sus caderas y su trasero eran firmes y bien torneados.


Pero no podía permitirse una distracción así, como si fuera un adolescente con las hormonas desatadas. Había asuntos mucho más importantes en juego. El contrato con la familia real estaba a punto de irse a pique.


–Deberíamos ponernos a cubierto.


–¿Dónde?


Él torció el gesto con irritación.


–Vamos a dar el asunto por zanjado. He hablado con la clínica y está todo listo. Mañana trasladarán a tu hermano, y no tiene por qué saber quién paga las facturas si ese es tu deseo.


Paula sacudió la cabeza con incredulidad, incapaz de decir nada. La tensión palpitaba en el aire húmedo y le costaba trabajo respirar. Qué imagen tan patética estaba dando como hermana, siendo tan vulnerable a la sexualidad que aquel hombre emanaba. Pedro ni siquiera tenía que esforzarse, y una parte de ella se pregunto qué pasaría si se esforzaba...


Ignoró la pregunta. No quería ni podía distraerse con esas cuestiones... ni con las posibles respuestas.


El silencio se prolongó varios segundos. Paula se agarró el pañuelo que llevaba atado al cuello y soltó una exclamación con más vehemencia de la que pretendía:
–¡No te quiero en nuestras vidas!


«Eso sí que le ha salido del alma», pensó él con una sonrisa sarcástica.


–Pues tendrías que haberlo pensado antes de meterte tú en la mía...


Ella se estremeció. Estaba totalmente de acuerdo con el comentario, teniendo que sufrir las consecuencias de lo que había hecho.


–¿Por qué quieres ayudar a mi hermano si no te consideras responsable de su estado? ¿Me vas a decir que eres una especie de santo altruista o algo así?


–No estoy ofreciendo mi ayuda porque me sienta culpable –aclaró él inmediatamente. No sentía remordimientos, pero su hermana empezaba a castigarse a sí misma por lo que le había pasado a su exnovio, y si este acababa en una silla de ruedas la culpa no la dejaría vivir en paz. Pedro haría todo lo que estuviera en su mano para impedirlo.


–¿Y qué tengo que hacer yo a cambio? –preguntó ella con desconfianza–. ¿Dónde está la trampa?


–No hay trampa ni compromiso alguno. Como ya te he dicho, he hablado con la clínica y mañana trasladarán a tu hermano en cuanto se resuelva el papeleo. Mi abogado te enviará los datos de la cuenta que he abierto a tu nombre. Creo que la cantidad será suficiente, pero si no es así no dudes en decírselo. Depende de ti decírselo o no a tu hermano. Si prefieres que no sepa de dónde viene el dinero, por mí no hay ningún problema.


–¡Pero yo sí lo sabré! –Paula siempre pagaba sus deudas, pero ¿cómo iba a pagar aquella? Abatida, levantó la cara hacia el cielo para que la lluvia cayera sobre su rostro.


Pedro se pasó una mano por los mojados cabellos y gruñó con irritación. La lluvia golpeaba con fuerza el techo del coche.


–Esto es absurdo –abrió la puerta del copiloto y rodeó el vehículo para sentarse al volante–. Personalmente no tengo nada contra tu blusa mojada, pero...


Ella se miró y soltó un gemido de espanto.


Segundos después los dos estaban en el interior del coche, ella con la espalda muy recta y con los brazos cruzados sobre el pecho.


–No seas tan recatada... –le dijo él en tono jocoso–. En la playa muestras mucho más.


Ella bajó las manos, desafiante.


–No siento vergüenza –mintió–, sino frío.


–Ya me he dado cuenta –repuso él, bajando la mirada.


Paula apretó los puños, conteniéndose para no arrancarle aquella media sonrisa de su atractivo rostro.


–Típica insinuación de un chaval salido. Me habría esperado algo más...


La sonrisa desapareció y en su lugar apareció algo mucho más peligroso y... Paula no se atrevió a definirlo, pero sintió cómo se le encogía el estómago.


–¿Es una propuesta? –le preguntó él.


Ella abrió los ojos como platos, a punto de sucumbir al calor de su hipnótica mirada. Era hora de cambiar de tema...


–No, no... –por supuesto que no.


–¿No trabajas hoy? –le preguntó él en tono tranquilo.


–No.


–¿Es una de las consecuencias en las que no pensaste? –Paula no dijo nada y apretó los labios–. No creo que en esa escuela tan elitista donde trabajas les guste que salgan a la luz los escándalos sexuales de sus empleados.


–¿Cómo sabes a qué me dedico y dónde trabajo? ¿Has pinchado mi teléfono o qué?


–Eso no sería legal.


–Claro, y me imagino que tú nunca has quebrantado una regla.


–Tengo mis medios –como en ese caso el abogado de la familia, que había presenciado la escena de la boda. Había sido el único con quien Pedro habló por teléfono el sábado por la noche.


–No sabía que conocieras a la señorita Jones, Pedro... –le había dicho el abogado, más disgustado de lo que Pedro nunca lo había oído–. ¿Sabes que es la primera profesora que ha entendido a mi nieta? Gwennie quiere ir a la escuela, y ya sabes cómo es ese sitio... Tienen una reputación impecable y venden su ambiente sano y académico a precio de oro. Son un hatajo de hipócritas, lo sé, pero no pueden permitirse el menor escándalo, y mucho menos de tipo sexual. Esa pobre chica tendrá suerte si únicamente la despiden.


Pedro no calificaría de «pobre chica» a la mujer que había frustrado su matrimonio, arruinado su reputación y puesto en peligro el contrato por el que tanto había trabajado. Verla como víctima le resultaba tan difícil como imaginársela dando clases.


–¿Tus medios? –el enigmático comentario le provocó un escalofrío a Paula, que intentó ocultar con una risita–. Eso sí que suena siniestro...


–No me pareces el tipo de mujer que se deje intimidar fácilmente –dijo él, admirándola a pesar de sí mismo. 


Aquella mujer era cualquier cosa menos cobarde. Se había jugado el pellejo por su hermano, quien no parecía saber lo afortunado que era al contar con ella. Si la situación fuera la contraria, Pedro no creía que Marcos Chaves se hubiera arriesgado por su hermana.


Paula ignoró el comentario.


–He hablado con la directora, y ha sido muy comprensiva –respondió en el tono más animado que pudo.


–¿Pero hoy no trabajas? ¿Quizá no fue... tan comprensiva?


Ella lo miró con profundo desprecio.


–Está bien, tú ganas. Mi vida está patas arriba, gente a la que nunca he conocido está hablando de arriesgadas intervenciones quirúrgicas y todo por mi culpa. No he conseguido nada y ahora voy a perder también mi trabajo.


–La autocompasión no te favorece.


–¡Vete al infierno!


Aún le costaba creerse lo que había hecho. Le parecía algo irreal y absolutamente impropio de ella. Desde muy temprana edad había aprendido la importancia de controlarse, después de que dos familias de acogida rechazaran hacerse cargo de los gemelos por las desproporcionadas reacciones de la niña. Las consecuencias de sus actos le habían enseñado a no actuar nunca sin pensar, hasta el punto de que Marcos se quejaba de su falta de espontaneidad. Pero el sábado no solo había sido espontánea. Había sido... Se estremeció, incapaz de pensarlo. Había hecho algo grave y tenía que sufrir el castigo, fuera cual fuera.


–Sé de una vacante que podría encajar contigo.


–¿Qué pasa, de repente te has convertido en Santa Claus?


–No, de repente me veo en la necesidad de una esposa.


Paula intentó imitar su frivolidad.


–¿Es una propuesta?


–Sí.


Paula se puso pálida mientras daba un respingo en el asiento y agarraba la manija de la puerta.


–¿Qué es esto, una broma? Te daré un consejo... No dejes tu trabajo, porque como comediante no tienes futuro.


–Te estoy proponiendo un acuerdo de negocios –la forma en que tamborileaba con los dedos en el volante sugería que no estaba tan tranquilo como aparentaba.


–No me parece que el odio sea la mejor base para un acuerdo de negocios.


–Ya lo he tenido en cuenta –respondió él, impertérrito–. En público nos mostraríamos como una pareja feliz y enamorada.


A Paula se le escapó un suspiro de los labios.


–¿Se puede saber en qué mundo vives tú? –le preguntó mientras abría la puerta.


–En privado puedes odiarme cuanto quieras y llevar la vida que quieras. Decidimos que dieciocho meses bastarían antes de hacer publicas nuestras diferencias irreconciliables...


–¿Pero qué...? –no podía creer lo que estaba oyendo. Volvió a cerrar la puerta, con tanta fuerza que el vehículo vibró–. ¿Qué es esto... una proposición con plazos? –el sueño romántico de toda chica, desde luego.


–Mis asesores han redactado un contrato para que tu abogado le eche un vistazo.


–No tengo abogado. Te sorprendería cuánta gente en el mundo real no lo tiene.


–Pues te sugiero que te busques uno para firmar el contrato.


Paula respiró profundamente.


–No voy a firmar nada. Estás completamente loco... ¿Por qué ibas a querer casarte? Suponiendo que no hayas decidido que yo soy tu alma gemela...


–Se trata de limitar los daños, no de almas gemelas –replicó él con voz cortante–. Me he pasado el fin de semana intentando reparar los daños que provocaste con tu escena en una operación crucial.


–¿Lo de la familia real?


–Ah, bien, veo que te resulta familiar, así no tendré que explicarte que la familia real está muy preocupada con los escándalos, especialmente con los de índole sexual que protagonizan mujeres embarazadas abandonadas por sus amantes.


–De modo que les has contado que no me conocías...


Él la miró con una expresión inescrutable.


–No, la verdad no habría servido de mucho. Fuiste demasiado convincente, cariño. Hasta yo mismo estuve a punto de creerte... No, una situación como esta requería algo más de creatividad.


–Querrás decir de mentiras. ¡Como la que me has dicho al asegurarme que no habría ningún compromiso a cambio del tratamiento de Marcos!


–No, lo que quería decir es que correré con los gastos del tratamiento aceptes o no mi propuesta. Las dos cosas son independientes.


–¿Por qué iba a aceptar sin chantaje?


–Porque no quieres estar en deuda conmigo... –le escrutó el rostro con ojos entornados–. Esa idea te resulta intolerable, ¿verdad?


–¡Sí! –exclamó. Lo odiaba tanto que hervía por dentro.


–Excelente... En ese caso deberías saber algo sobre nosotros.


–¿Algo?


–Tuvimos una aventura. Una relación corta y apasionada que acabó por una típica discusión entre amantes de cuyo motivo ni siquiera nos acordamos. Hace poco nos volvimos a encontrar por casualidad y compartimos una noche de sexo salvaje, pero los dos habíamos cambiado mucho y seguimos cada uno por nuestro camino. No sabía que estabas embarazada hasta que apareciste de repente en mi vida, y fue entonces cuando supe que eres el amor de mi vida.


Soltó el pequeño discurso en un tono tan seco que hasta la voz de un ordenador sonaría más animada.


–¿Y se lo tragaron?


–Cierto que carezco de tus dotes interpretativas –admitió él con sorna–, pero afortunadamente no me sometieron al tercer grado. La verdad es que han invertido tanto tiempo y dinero como yo en esta operación y lo que les interesa es verme haciendo lo correcto, no que haga lo correcto.


–Parecen tan superficiales como tú.


–Eso significa ser realista. Deberías probarlo alguna vez.


–¿Y qué pasa con el bebé? ¿Esperas que vaya por ahí con un almohadón bajo la ropa?


–No será necesario. Estaremos de viaje de novios cuando pierdas al bebé. La gente respetará que no queramos hablar de una desgracia semejante.


–Veo que lo has pensado todo.


–Y si se me escapa algo se me da muy bien improvisar.


–Tan bien como ser modesto –murmuró ella.


–¿Y bien, Paula Chaves? ¿Cuál es tu respuesta? Dieciocho meses de tu vida y luego borrón y cuenta nueva. La cantidad es negociable, pero te ofrezco...


–¡No!


Pedro vio como se mordía el labio y se hundía en el asiento con un suspiro, antes de asentir con la cabeza y mirarlo fijamente.


–Di cuánto cuesta exactamente el tratamiento de Marcos y aceptaré el trato.


–¿Vas a renunciar a varios millones de libras?


–Me da igual el dinero.


–¿No quieres pensarlo con calma?


Ella soltó una carcajada histérica.


–¡Pensar es lo último que quiero hacer! Pero... Si has dicho que es un trato de negocios, no esperarás que tú y yo...


–Nunca he pagado a cambio de sexo.


Recorrió con la mirada la curva de sus pechos y los pezones, que se adivinaban eróticamente a través de la blusa mojada. Incapaz de resistirse, alargó la mano y le apartó un mechón de la mejilla.


Paula se tensó al sentir el contacto de sus dedos. Giró lentamente la cabeza y lo miró. La piel le ardía como si su mano fuera un hierro candente que le marcaba la piel.


–De acuerdo. Me casaré contigo, pero no me acostaré contigo.


Una lenta sonrisa de satisfacción iluminó sus duras facciones aguileñas.


–La experiencia me ha enseñado que no se deben mezclar los negocios con el placer, pero mejor si no incluimos los votos...


Paula se estremeció. La palabra «votos» en sus labios lo hacía parecer todo más real. Se sentía como si estuviera reviviendo una pesadilla de su niñez... Se había subido a un tiovivo que no se detenía nunca y se ponía a gritar, desesperada por bajarse.


–¿La próxima vez, quizá? –preguntó él.


–¿Cómo?


–¿No sueñan todas las chicas con vestirse de novia?


–¿El novio no?


–Encuentra un hombre que no haya abjurado de las bodas por todo lo alto después de que una revientabodas lo humillara en la suya delante de todo el mundo. Ah, y por cierto, deberías olvidarte de buscar al hombre perfecto o incluso de tener una aventura hasta que hayamos roto.


–¿Eso decía la letra pequeña del contrato?


–No, eso está escrito con letras enormes –repuso él, muy serio–. Si te sirve de consuelo, no serás la única condenada a dieciocho meses de celibato.


¿Qué eran dieciocho meses cuando llevaba veinticuatro años de celibato?, pensó Paula.


–Claro que dieciocho meses de abstinencia son preferibles a una vida de remordimientos.


–Supongo que todo es cuestión de encontrar a la persona adecuada –dijo Paula, sin poder contenerse por más tiempo.


Él soltó un elocuente bufido de desdén.


–Todo es cuestión de pasarlo bien, pero siendo realista.


Su actitud sarcástica y prepotente estaba sacando de quicio a Paula.


–¿Y por qué ibas a casarte si no crees en el amor eterno?


Él esbozó una sonrisa torcida.


–¿Yo he dicho que no crea que dos personas puedan amarse toda la vida? Mis padres están cada día más enamorados –y más egoístas, añadió para sí mismo. La idea de ser como ellos le provocaba escalofríos y lo ayudaba a mantener controladas sus emociones.


–¿Y eso no te parece maravilloso?


–El amor de mis padres nunca les impidió tener aventuras e infidelidades. Siempre acababan reconciliándose, aunque los divorcios nunca fueron amistosos y los matrimonios eran un filón de oro para la prensa.


–¿Cuántas veces...?


–Se casaron tres veces y hasta el momento se han divorciado en dos ocasiones.


–Debió de ser muy duro para ti...


Él la miró con dureza.


–Ahórrate la compasión, Paula. No la necesito. Mi abuelo me trajo a Inglaterra desde Argentina cuando tenía ocho años. Fue él quien me crió, y luego adoptó a Fernando.


–¿Vas mucho a Argentina?


–Ahora no. Al quedarse viuda mi abuela volvió a su país natal, España, y yo pasé algún tiempo allí –le tendió una tarjeta–. Este es mi número. Llámame si tienes alguna pregunta. ¿Adónde quieres que te lleve?


–He venido en mi coche –respondió ella débilmente–. ¿Qué pasará ahora?


–Nos casaremos. Será sencillo y rápido.


Paula tragó saliva.


–¿Cuándo?


–Estaremos en contacto.