lunes, 21 de septiembre de 2020

EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 29

 


Sin decir una sola palabra, se volvió a Pedro, que, rodeándole la cintura con la mano, la condujo hacia el coche.


Cuando la joven se instaló en el asiento de pasajeros, le preguntó: —¿Qué es lo que te ha regalado?


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


—Un soldadito —se lo mostró y volvió bruscamente la cabeza—. Uno de sus preferidos —sollozó.


Y entonces Pedro se enamoró de ella. O quizá fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba enamorado. Quería llevarla a su casa y hacer el amor con ella durante el resto de su vida... Quería vivir con aquella mujer de ojos llorosos y tierna sonrisa.


Y comprendía perfectamente lo que Teo sentía.


Porque el también quería que se quedara a su lado.


Era una locura, por supuesto. Una locura similar a la obsesión de su padre por la naturaleza. Una locura como la fe ciega de su madre en el yin y el yang, el zodiaco o los poderes curativos de la música.


Enamorarse era la mayor de las locuras. Especialmente de Paula Flowers. Lo único que sabía de ella era que había mentido al rellenar un formulario médico, que había huido de él cada vez que había estado en su mano hacerlo, que lo había excitado terriblemente con un solo beso y que mientras dormía había susurrado el nombre de otro hombre.


Tenía un problema. Un serio problema. Había perdido la cabeza y tenía que encontrarla. Pero Paula lo necesitaba en ese momento y él, que el cielo lo ayudara, estaba dispuesto a tenderle una mano


—Vamos a cenar —sugirió—. Son las siete y media. Supongo que estás tan hambrienta como yo.


—Gracias, pero tengo que buscar un hotel. ¿Te importaría llevarme al más cercano?


—¿Un hotel? Yo pensaba que querrías ir a casa de Ana. Es tu prima, ¿no?


El recelo de la mirada de Paula hizo que Pedro se pusiera nuevamente en guardia.


—Ahora está de camping. No volverá hasta dentro de quince días.


Pedro apretó los labios y condujo en silencio.


—El hotel más cercano está en Beck. No tengo ni idea de cuál es tu situación financiera, pero pasar una noche allí podría costarte alrededor de cien dólares.


El pánico asomó a los ojos de Paula, pero no contestó.


—¿Piensas buscar otro trabajo en Sugar Falls? —insistió Pedro, quizá en un tono demasiado malhumorado—. ¿O has decidido marcharte?


—Yo... todavía no puedo decirlo.


—¿No puedes decirlo? —el enfado de Pedro aumentaba. Giró bruscamente el volante y dio media vuelta para dirigirse hacia su casa.


—¿Pedro? —Paula lo agarró del brazo y lo miró mientras él tomaba un desvío, pero Pedro no volvió a decir nada hasta que estuvo en su casa.


—No pienso suplicarte que confíes en mí —quitó las llaves del coche y las arrojó al regazo de Paula—. Toma el coche y vete a un hotel —abrió la guantera, sacó una billetera y le tendió una tarjeta de crédito—. Puedes utilizarla para pagar la habitación. Si decides marcharte, alquila un coche con ella. Llama después al ambulatorio y dime dónde puedo ir a recogerla.


Paula lo miraba sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo.


—¿Me estás confiando tu coche y tu tarjeta de crédito? ¡Pero si ni siquiera me conoces!


Pedro se volvió hacia ella y le dirigió una mirada a la vez íntima y furiosa.


—Te conozco, Paula. Aunque no sé una maldita cosa sobre ti y tú parezcas empeñada en que continúe sin saberla —abrió la puerta del coche y salió.




EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 28

 


Encontraron el maletín de Paula tras una de las columnas del porche de la mansión de Laura, con una nota doblada en el asa. Nada más. Algo que a Pedro le extrañó; al fin y al cabo, Paula había estado viviendo allí.


Y la vista de aquel maletín solitario le hizo sentirse todavía peor. Le había bastado mirar al rostro de Paula para comprender la importancia que aquel trabajo tenía para ella. Aunque no comprendía por qué. Una chica como Paula tenía muchas probabilidades de encontrar algo mejor. Aunque no parecía ser consciente de ello.


Pero no podía estar seguro de lo que la joven pensaba. Desde que habían salido del lago, prácticamente no había dicho una sola palabra.


Pedro la siguió cuando Paula fue a buscar su pequeña maleta y la vio abrir la cremallera de un pequeño compartimento en el que al parecer la joven guardaba su dinero. Tras contar los billetes, Paula tomó las monedas y las guardó en su monedero.


—¿Está todo?


—Por supuesto. En ningún momento he sospechado que pudiera faltarme dinero. Pero no recordaba cuánto había ahorrado.


Por su expresión desolada, Pedro sospechaba que no era mucho. Aunque seguramente, aquellos no eran todos sus ahorros. Por lo menos tendría una cuenta en el banco.


Pero su intuición le decía que la situación era muy diferente.


—¿Tienes coche aquí?


—No.


Paula leyó entonces la nota de Laura, y Pedro observó atentamente las emociones que aparecían en sus ojos. Enfado, aunque no parecía ir dirigido a él. Remordimiento, algo que no podía comprender en absoluto. Y, sobre todo, miedo.


¿Pero por qué el hecho de perder un trabajo como aquel le causaba miedo?


La negativa de Paula a dar rienda suelta a sus sentimientos sólo servía para avivar el enfado que Pedro sentía hacia sí mismo y hacia Laura. Estaba convencido de que ésta había actuado por despecho. Y él, maldito fuera, lo había hecho por puro egoísmo. Debería haber dejado a Paula en casa de Laura tras haberla sacado del club, pero quería estar con ella. Debería haber estado atento al reloj, pero había decidido olvidarse de la hora mientras la tenía entre sus brazos. Se había quedado dormido embriagado por su fragancia, por el calor de su cuerpo... un placer demasiado intenso para arrepentirse ni siquiera después de todo lo ocurrido.


Dedicándose los peores insultos que se le ocurrieron, agarró el maletín y lo llevó al coche. Paula continuaba en el porche, leyendo la nota. Cuando terminó, alzó la barbilla, se acercó a la puerta de la casa y llamó.


Laura no atendió a su llamada. Con los hombros erguidos y la cabeza alta, Paula se alejó de la mansión.


Cuando llegó al coche, Pedro advirtió que había palidecido notablemente.


—¿Qué ponía en esa nota? —le preguntó.


Paula vaciló, dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros, como si le importara muy poco lo que la nota decía.


—Explica las razones por las que me ha despedido.


—¿Y cuáles son?


Aunque Paula intentaba permanecer impasible, estaba blanca como el papel.


—Porque dejé a los niños solos en la piscina del club mientras... —se interrumpió, como si estuviera intentando encontrar las palabras más adecuadas.


Pedro le arrebató la nota y la leyó por sí mismo. Paula había intentado evitar la parte en la que decía que se había «arrojado a los brazos de un hombre, escandalizando a todos los presentes con su conducta».


Pedro arrugó la nota y se quedó mirando con expresión furibunda hacia la casa.


—Sí, puedes estar segura de que voy a escandalizarte —musitó, y comenzó a caminar hacia allí.


Paula se interpuso rápidamente en su camino.


—Aprecio tu apoyo, Pedro, pero no eres tú el que tiene que librar esta batalla. Ha sido un simple malentendido. Y entiendo que haya llegado a esa conclusión. Salimos abrazados del club y al parecer alguien le ha dicho que hemos pasado la tarde en el lago. Si lo que te preocupa es tu relación con ella, te aconsejo que esperes hasta mañana. Para entonces ya se habrá tranquilizado y podrás explicarle que no hay nada entre nosotros.


—Pero eso sería mentir. Quieras o no, Paula, hay algo entre nosotros.


Se hizo entre ellos un incómodo silencio que interrumpió el grito de un niño.


—¡Paula! —entre las sombras de la mansión, asomó un niño descalzo y en pijama que corrió hacia ella.


—¡Teo! ¿No te das cuenta del frío que hace? Deberías haberte calzado.


—¡Paula! —se lamentó el niño. Y para sorpresa de Pedro, el auténtico terror de la liga de béisbol infantil, se aferró a las rodillas de Paula—. Por favor, no te vayas.


—Eh, eh, ¿a qué viene todo esto? —le preguntó Paula con una delicadeza conmovedora, mientras acariciaba su pelo.


Sonrojado y jadeante, el niño la miró con tristeza.


—Mamá ha echado a Tofu y ahora te echa a ti. No es justo. No te vayas, Paula. Julian y yo queremos que te quedes.


Paula se arrodilló a su lado y le sonrió con ternura.


—Oh, Teo, me encantaría quedarme, pero, bueno... Tengo que buscar otro trabajo.


—No, no... entonces no verás con nosotros los dibujos animados ni...


—Es posible que tengamos oportunidad de volver a jugar juntos. Incluso puedo ir a veros jugar al béisbol si me quedo aquí.


—¿Si te quedas aquí? —preguntó Pedro alarmado.


—¿Me lo prometes? —suplicó Teo—. ¿Lo prometes con la mano en el corazón y si no te morirás?


Paula hizo una mueca exageradamente cómica, pero se llevó la mano al corazón.


—Te prometo que, si me quedo en Sugar Falls, intentaré jugar con vosotros todas las veces que pueda. Ahora vuelve a casa. Están a punto de empezar Las Aventuras de un Monstruo en la Ciudad.


—¡Las Aventuras de un Monstruo! —exclamó el niño con vigor—. Voy a buscar el mando antes de que se lo quede Julián —y corrió de nuevo hacia la casa. Pero de pronto se detuvo, se volvió y buscó en el bolsillo de su pijama—. Casi se me olvidaba. Te he traído esto —se acercó a ella y le entregó su regalo—. Por si quieres jugar cuando yo no pueda jugar contigo.


Paula tomó el regalo, musitó las gracias y lo abrazó... Lo abrazó como una madre habría abrazado a su hijo. Teo la abrazó también, pero pronto se separó, despidiéndose con un grito:—¡Hasta luego, caimán!


—¡Hasta luego, cocodrilo! —respondió ella.


Se levantó lentamente y se quedó mirando en la dirección en la que el niño se alejaba.





EL DOCTOR ENAMORADO: CAPÍTULO 27

 


Mientras intentaba encontrar en el fondo de su mente los motivos que le habían hecho llegar a aquella conclusión, Pedro se volvió y sacó por la ventanilla el teléfono móvil. De su expresión había desaparecido todo rasgo de cariño. Tenía una mirada dura, insondable.


Se había convertido nuevamente en un extraño.


Y era ella la que había decidido que lo hiciera.


Pedro —susurró en un impulso, y lo agarró del brazo.


Sintió endurecerse los músculos de Pedro bajo su mano, mientras la observaba con una pregunta implacable en la mirada.


Una extraña ternura manaba en el corazón de Paula. No podía olvidar el beso que habían compartido, ni los cuidados que Pedro le había prodigado. Ni cómo con su beso había vuelto a saborear la esencia de la vida.


Sonrió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Antes de que la situación con Laura empeore y tenga que marcharme de aquí, quiero agradecerte que me hayas ayudado —tragó saliva—. Te agradezco que me hayas sacado del club y te hayas quedado conmigo. Soy consciente de que tienes cosas mucho mejores que hacer.


De la mirada de Pedro desapareció toda prevención. Sus ojos se oscurecieron con una poderosa intensidad.


—No se me ocurre ninguna otra cosa mejor que pasar una tarde contigo. A no ser el poder disfrutar de tu compañía durante toda una noche.


Inmediatamente, Paula se descubrió envuelta en una nueva oleada de deseo. El solemne rostro de Pedro ocupaba todo su campo de visión. La promesa de otro beso le hacía olvidarse del mundo.


Pero una inesperada llamada telefónica se interpuso entre ellos. Paula retrocedió sobresaltada. Pedro soltó un juramento y se llevó el teléfono al oído. Tras una brusca contestación, se volvió de espaldas.


—Laura, estaba a punto de llamarte. Siento haberme retrasado. Si todavía quieres que vaya a buscarte, puedo...


Se interrumpió bruscamente.


—¿Que me has llamado? No, no he oído el teléfono. Lo he tenido toda la tarde en el coche —volvió a interrumpirse y buscó a Paula con la mirada—. Sí, todavía está conmigo.


Paula se mordió el labio, nerviosa. La expresión de Pedro era cada vez más sombría.


—Espera un momento, Laura. Estábamos intentando solucionar un problema relacionado con su salud. Creo que ya te advertí ayer por la noche que corría un serio peligro —permaneció en silencio algunos segundos—. ¡Has sido tú la que le has hecho ir a la piscina a cuidar a los niños...!


Volvió a callarse. Un suave rubor cubrió su rostro.


—¿El lago Juneberry? Sí, claro, estábamos allí, pero... —cerró los ojos e inclinó la cabeza. Al instante siguiente, saltó enfadado—: El caso es que lo que hayamos hecho o dejado de hacer no es asunto tuyo. Ya me he disculpado por llegar tarde y yo... ¿Laura?


Apretando los dientes, desconectó el teléfono y lo arrojó al interior del coche.


Temiéndose lo peor, Paula esperó las noticias que sabía iba a recibir a recibir a continuación. Tras un largo y sombrío silencio, Pedro se volvió hacia ella. Paula sentía su enfado, pero su mirada estaba cargada de arrepentimiento.


—Lo siento Paula, tenías razón. Laura te ha despedido. Te dejará tu maleta en el porche. Podrás ir a buscar el cheque con tu paga el próximo viernes.