lunes, 26 de octubre de 2020

CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 3

 


Pedro nunca había visto nada parecido. Molly siempre se escondía de los extraños. Cuando alguien la sorprendía, como había hecho Paula Chaves, intentaba tirarse un farol gruñendo… y luego se escondía. Lo único que no hacía nunca era dejarse acariciar por un extraño.


Por primera vez en mucho tiempo, Pedro se encontró a sí mismo intentando sonreír. Pero luego recordó los gritos de la señorita Chaves y volvió a enfadarse. No necesitaba una mujer allí, en Eagle's Reach.


Una mujer que no sabía cuidar de sí misma.


Apostaría sus vacas a que Paula Chaves siempre había tenido que depender de alguien. Y él no pensaba hacer el papel de ángel de la guarda.


Era como una ratita, poca cosa. Tenía el pelo castaño, los ojos castaños y un cuerpo tan delgado que seguramente no sería capaz de cargar con un haz de leña. Incluso su sonrisa era tímida y tentativa.


Pero cuando la sonrisa desapareció, Pedro se sintió tontamente culpable.


—¿Tiene más perros?


—No —contestó él.


El recuerdo de la cicatriz de Paula hizo que apretase los puños. Cuando se levantó la camiseta para mostrársela no había sentido ternura o deseo. Pero tenía la impresión de que era algo parecido, algo a lo que no podía poner nombre.


Lo que no sabía era qué quería Paula Chaves. Aquél no era su sitio. Ella era una chica de ciudad. Sólo había que mirar sus uñas, largas y pintadas de rosa. Eran cuadradas y tan iguales que debían de ser postizas. Y aquél no era un sitio para uñas de porcelana.


Aquél era un sitio duro, difícil.


Y no había visto a nadie menos duro y más difícil que Paula Chaves.


—¿Está casado? —preguntó ella entonces.


Cuando Pedro la miró a los ojos, algo parecido al deseo encendió su sangre, recordándole todo aquello a lo que había dado la espalda. Ahora que estaba tan cerca podía ver unos puntitos dorados en sus preciosos ojos de color chocolate.


«Llevas demasiado tiempo en estas montañas», se dijo.


Fuera cual fuera el color de sus ojos, aquélla no era la clase de mujer que a él le gustaba. A él le gustaban las rubias con buenas curvas que sólo querían pasar un buen rato. Y Paula Chaves no parecía la clase de chica que tenía aventuras de una noche.


—No —contestó—. No estoy casado.


Y no tenía intención de estarlo. Y cuanto antes se diera cuenta ella, mejor.


—Qué pena. Habría estado bien tener a una mujer por aquí para charlar. ¿No hay nadie más que usted?


—No —respondió él, bruscamente—. Voy a buscar la llave de su cabaña.


—¿Cuál es la mía?


—Están todas vacías —Pedro Alfonso se dio la vuelta y ella prácticamente tuvo que correr para seguirle el paso—. Puede elegir la que quiera.


—Ésa —dijo Paula, señalando la más próxima.


Pedro tuvo que tragarse una palabrota. ¿Por qué no elegía la que estaba más alejada?


Sacudiendo la cabeza, desapareció dentro de la casa y volvió unos segundos después con una llave en la mano.


—Gracias. ¿La cabaña tiene teléfono?


Él hizo una mueca. Odiaba a la gente de la ciudad. Llegaban allí diciendo que querían olvidarse de todo para estar en contacto con la naturaleza, pero se ponían histéricos cuando descubrían que no tenían las mismas comodidades que en su casa.


Aunque Paula Chaves no parecía muy ilusionada por estar allí.


—Esto es el fin del mundo, ¿recuerda? ¿Usted qué cree?


—Supongo que eso es un no.


—Supone bien.


No aguantaría un mes. A ese paso, ni dos días. ¿Qué la había poseído para alquilar una cabaña en Eagle's Reach? El anuncio que él había puesto en el periódico local no hacía falsas promesas. Desde luego, no era la clase de anuncio que atraía a personas como ella.


—Mire, señorita Chaves, parece que esto no es lo que buscaba. ¿Por qué no va a Gloucester? Sólo está a media hora de aquí. Allí encontrará un sitio más acorde a sus gustos. Incluso le devolveré la fianza.


—Por favor, llámeme Paula.


Luego se quedó callada, como si esperase que él le devolviera el favor diciendo que podía tutearlo, pero Pedro no tenía intención de hacerse su amigo. La quería fuera de allí.


—Tengo que quedarme —siguió, al ver que no decía nada—. Mis hermanos me han pagado estas vacaciones.


—¿Querían gastarle una broma?


—No, qué va. Por eso tengo que quedarme. Se llevarían un disgusto si supieran que me he ido a otro sitio.


Fabuloso.


A pesar de todo, Paula Chaves estaba sonriendo. Pero él quería resistirse. El instinto le advertía contra aquella mujer.


—¿En Gloucester habrá algún teléfono? Aquí no hay cobertura para el móvil y me gustaría saber cómo está mi vecina, la señora Pengilly.


Tímida, sí, pero podía hacer que un hombre se sintiera como un canalla.


—Yo tengo teléfono —suspiró Pedro.


—¿Puedo…?


—Está en la cocina.





CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 2

 


El perro lanzó un gruñido como respuesta. No, no era un perrito y, aunque no parecía tan fiero como un Rottweiler o un Doberman, mostraba los dientes como si lo fuera. Podía imaginar lo fácil que le resultaría clavar esos dientes en su pierna…


Paula dio un paso atrás. El perro dio un paso adelante.


Ella se detuvo. Él se detuvo.


Le latía el corazón con tanta fuerza que le hacía daño. No quería apartar la mirada del perro, que bajó la cabeza y volvió a lanzar un gruñido, mostrándole los dientes.


Ésa no era buena señal. Y sabía que no le daría tiempo de llegar a la verja. El perro llegaría antes y con esos dientes…


Tragando saliva, dio otro paso hacia atrás. El animal no se movió.


Otro paso. El perro seguía inmóvil.


Paula empezó a correr y se subió al tendedero.


—¡Socorro! —gritó.


Algo rozó su cara y, nerviosa, levantó una mano para apartarlo. ¡Una telaraña! Ésa fue la gota que colmó el vaso. Paula se puso a llorar.


El perro se colocó debajo de ella y siguió gruñendo. Y Paula siguió llorando.


—¿Se puede saber…?


Una persona.


—Gracias a Dios.


«Por fin una cara amiga», pensó Paula, volviéndose hacia la voz…


Y su corazón se detuvo durante una décima de segundo.


¿Aquélla era una cara amiga?


¡No!


El perro volvió a gruñir de forma amenazadora.


—Por el amor de…


El hombre se puso las manos en las caderas. Bonitas y delgadas caderas, se fijó Paula.


—¿Se puede saber por qué demonios llora?


El hombre no parecía nada amistoso. Pero nada. El brillo de sus ojos no tenía calor alguno. Y estaba segura de que «demonios» no era la expresión que habría querido usar.


Que Dios la ayudase. No era la clase de hombre que tomaría a un alma solitaria bajo su ala.


—¿Es usted el dueño?


—¿Es usted Paula Chaves?


—La misma.


—Entonces, sí. Soy Pedro Alfonso.


No le ofreció su mano, aunque habría sido difícil estrecharla estando agarrada al tendedero.


—Le he preguntado por qué lloraba.


En otra persona la pregunta podría haber sonado comprensiva, pero no en Pedro Alfonso. En cualquier caso, ella habría hecho otra pregunta, por ejemplo: ¿qué demonios hace colgada de mi tendedero?


—¿Por qué lloro?


Debía de pensar que era una demente.


—Sí.


—¿Por qué lloro? Pues voy a decirle por qué lloro. Lloro porque… mire este sitio —dijo, señalando alrededor—. ¡Esto es el fin del mundo! ¿Cómo han podido Martin y Francisco pensar que me gustaría venir aquí?


—Mire, señorita Chaves, creo que debería calmarse…


—No, de eso nada. Me ha hecho una pregunta y yo se la voy a contestar —lo interrumpió Paula, señalándolo con el dedo como si él fuera el responsable de todo—. No sólo estoy perdida aquí, en el fin del mundo, sino colgando de un tendedero. ¡Se me pinchó una rueda mientras intentaba encontrar este sitio y luego su perro me persiguió hasta que me subí al tendedero y… y hay telarañas por todas partes!


Sabía que debía de parecer una histérica, pero no podía calmarse.


—Oiga…


—Y encima la señora Pengilly se puso mala esta mañana y tuve que llamar a una ambulancia… y enterré a mi padre hace quince días y…


La furia se esfumó. Así, de repente. Paula cerró los ojos y bajó la cabeza.


—Y lo echo de menos —terminó, en un tono casi inaudible.


Cuando abrió los ojos encontró a Pedro Alfonso mirándola como si fuera una loca. Pero ella no era una loca. Y, a pesar de los gritos, no le apetecía pedir disculpas. Aquel hombre no tenía la clase de cara que invitaba a una disculpa.


—¿Tiene miedo de mi perro?


Paula levantó una ceja. ¿Pensaba que lo de subirse a un tendedero era algo que hacía de forma habitual?


—Aunque estemos en el fin del mundo, debería poner un cartel de Cuidado con el perro para advertir a la gente.


Él se quedó mirándola fijamente y Paula se levantó un poco la camiseta. No tenía que mirar para ver la cicatriz que cruzaba su estómago. Podía trazarla con detalle hasta en sus sueños. Pero él apenas parpadeó.


—¿Cuántos años tenía?


—Doce.


—¿Y Molly le da miedo?


¿No era evidente?


Paula miró al perro. ¿Molly? No era nombre para un perro asesino. Y con Pedro Alfonso a su lado, la perra no parecía tan formidable como antes.


—¿Es una chica?


—Sí.


El perro que la había atacado era un Doberman.


—Me ha gruñido.


—Porque usted la asustó.


—¿Yo? —Paula estuvo a punto de caerse del tendedero.


—Si hubiera dado un par de palmaditas, habría salido corriendo.


—Sí, seguro.


—¡Molly! —la llamó. La perra se acercó moviendo la cola y él se inclinó para acariciar su cabeza—. Túmbate, chica.


Su voz era suave, dulce. Nada que ver con el tono que usaba para hablar con ella. Cuando Molly se tumbó sobre la hierba, Paula lo entendió. Si Pedro Alfonso le hablase a ella de esa manera, seguramente también se tumbaría.


«No seas ridícula», pensó, mientras Pedro acariciaba la tripita de la perra. Tenía unas manos grandes, masculinas. Pero incluso desde allí arriba podía ver que eran manos de trabajador, llenas de callos.


—Mire esto.


Ella miró y vio una cicatriz como la suya en la tripita de Molly.


—Qué horror.


—Un canalla se lo hizo con un palo.


Paula hizo una mueca de horror. ¿Cómo podía alguien maltratar a un animal indefenso? Era inhumano.


Por fin, bajó del tendedero y se puso en cuclillas para tocar a la perrita.


—Pobrecita mía —murmuró, abriendo los brazos.


Y Molly se echó en ellos como si la conociera de toda la vida.






CORAZON SOLITARIO: CAPÍTULO 1

 


—¿Hola?


Paula Chaves se inclinó un poco para asomar la cabeza por la ventana entreabierta antes de llamar de nuevo a la puerta.


Ningún movimiento. Ningún sonido. Nada.


Mordiéndose los labios, dio un paso atrás y miró la casita pintada de blanco, con una sencilla cortina de cuadros grises en la ventana.


¿Grises? Paula suspiró. Estaba cansada del gris. Ella quería colores. Quería diversión y alegría.


Casi podía sentir el gris como un peso sobre sus hombros.


Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y miró a su alrededor. El camino estaba barrido, el jardín cuidado, pero no había una sola flor que alegrase la uniformidad del paisaje, ni siquiera había una maceta. En aquel momento mataría por ver una gardenia, una rosa, algo.


Había seis cabañas en la falda de la colina, pero nada se movía. No había signos de vida. Ni coches, ni toallas secándose en el porche, ni bicicletas o balones de fútbol en los porches…


No había nadie.


Sin embargo, los jardines delanteros estaban bien cuidados. Alguien se tomaba la molestia de mantenerlos.


Si pudiera encontrar a esa persona…


O personas. Comenzó a rezar para que fueran personas.


Lo que tenía delante era un glorioso tablero de jardincitos verdes y eucaliptos a la orilla de un río que, al atardecer, parecía de plata. Sin un solo ser humano a la vista. Paula tuvo que contener el absurdo deseo de llorar.


¿Cómo se les había ocurrido a Martin y Francisco enviarla allí?


«Fuiste tú quien dijo que quería paz y tranquilidad», pensó, dejándose caer sobre los escalones del porche.


Sí, pero una cosa era la paz y la tranquilidad y otra cosa era aquello.


Paula se tapó la cara con las manos. Martín y Francisco la conocían lo suficiente como para saber que ella no habría querido ir a un cementerio, ¿no?


Ella no quería la clase de paz y tranquilidad que dejaba a una persona sin cobertura en el móvil.


Ella quería gente. Le gustaría tumbarse, cerrar los ojos y oír risas. Quería ver a gente riendo y viviendo. Quería…


Bueno, ya estaba bien. Aquello era lo único bueno que Martin y Francisco habían hecho por ella en…


Intentó recordar, pero tenía la mente en blanco. Muy bien, no eran precisamente los hermanos más cariñosos del mundo, pero pagarle unas vacaciones había estado muy bien. ¿Iba a estropearlo criticándolos de forma tan ingrata?


Miles de personas matarían por pasar un mes en el precioso valle Upper Hunter, en Nueva Gales del Sur, sin nada que hacer.


Paula miró alrededor, soñadora. Ojalá todas esas personas estuvieran allí en ese momento.


Quitándose el polvo de las manos, se levantó. Tendría que encontrar la forma de pasarlo bien. Aunque no iba a resultar fácil.


Según su mapa, había un pueblo a unos kilómetros. Podría ir allí cuando quisiera. Allí haría amigos, pensó.


Se preguntó entonces qué tipo de personas vivirían en aquel sitio. Con un poco de suerte, la clase de personas que tomaban a un alma solitaria bajo su ala para presentarle a todo el mundo. Y, con un poco más de suerte, les gustaría charlar mientras tomaban un té con pastas.


Paula podría llevar las pastas.


Impaciente, movió los hombros y respiró profundamente el aire fresco. No reconocía los olores que llegaban a sus pulmones, tan diferentes al olor de su casa en Buchanan's Point, en la playa.


Aquél no era su sitio, pensó.


—Tonterías —Paula intentó apartar de su mente aquella idea, pero el anhelo de volver a casa aumentaba por segundos.


Bajó los escalones hacia el camino de grava, esperando que moviéndose sus pensamientos tomaran otra dirección. Podía echar un vistazo a la parte de atrás, pensó. El hombre que le había alquilado la cabaña podría estar… plantando flores o algo así.


Deseando ver una cara amiga, Paula dio la vuelta a la casa. Necesitaba compañía, hablar con alguien. Cuando empujó la verja de madera se encontró con un jardín bien cuidado pero, de nuevo, sin flores o Macetas que rompieran la austeridad del paisaje. Y allí los setos estaban tan bien recortados como si hubieran usado una regla y un compás.


La verja estaba pintada de blanco, a juego con la casa, con el obligatorio tendedero en medio del jardín. Uno antiguo de metal como el que ella tenía en su casa. Su prosaica familiaridad la animó. Paula miró los vaqueros gastados, la camisa de cuadros y los calzoncillos que colgaban de la cuerda y decidió que su propietario debía de ser un hombre joven.


¿Por qué Martin o Francisco no le habían dicho su nombre? Aunque todo había sido tan rápido… Le habían dado la sorpresa la noche anterior, insistiendo en que se fuera al día siguiente. Pero la salud de su vecina, la señora Pengilly, hizo que se marchara con un peso en el corazón. Paula se mordió los labios. Quizá debería haberse quedado…


Un gruñido hizo que se detuviera.


«No, por favor».


No había ningún cartel de Cuidado con el perro. Lo habría visto. Ella prestaba atención a esas cosas. Mucha atención.


De nuevo oyó el gruñido y enseguida vio al animal que lo emitía. Su corazón se encogió tanto bajo sus costillas que pensó que iba a desmayarse del susto.


—Perrito… —murmuró, con la lengua pegada al paladar.




CORAZON SOLITARIO: SINOPSIS

 


Deseaba derribar los muros con los que él protegía su corazón… e iba a hacerlo beso a beso.


Paula estaba emocionada con que sus hermanos le hubieran organizado unas vacaciones… sin duda las necesitaba. El problema era que no se trataba del lugar animado que ella habría esperado, sino de una cabaña aislada en un idílico paraje australiano.


El único vecino que tenía en kilómetros a la redonda era el taciturno, aunque muy atractivo, Pedro Alfonso quien, después de una tragedia familiar, había decidido apartarse del mundo. Paula no podía evitar sentir curiosidad por aquel hombre solitario cuyo corazón deseaba conquistar…