sábado, 16 de mayo de 2015

EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO FINAL




Dos horas más tarde, yacía en los brazos de Pedro. Había agotado todas las emociones en el curso del día. A pesar de lo cansada que se encontraba, la invadía una gran felicidad.


—¿Te importaría mucho que arregláramos esta casa y viviéramos en ella? —le preguntó.


—En absoluto. De hecho, le dije a Pablo que Cathy y él podían quedarse con el dormitorio principal del Rocking C. Me gusta mucho este lugar; aquí fue donde me enamoré de ti —susurró al acariciar la hermosa curva de su cadera—. Pablo y yo podemos restaurar tu casa ahora que ya hemos plantado el trigo. La próxima semana trasladaremos el ganado a otro pastizal, empezaremos a extender la valla y luego tú y yo podremos decidir qué cambios queremos aquí.


Paula se volvió para mirar esos ojos que la hipnotizaban. 


Después de años de luchar sola, había encontrado su nicho. 


Sabía que ese terreno de cuarenta acres y sus animales exóticos no eran todo lo que necesitaba para ser feliz. Por encima de todo necesitaba el amor de Pedro. Él era la otra mitad de su corazón solitario.


—¿Te haces una idea de lo mucho que te amo? —le preguntó.


—¿Incluso más que tirarme por un puente? —sonrió.


—Mucho más.


—Entonces, demuéstramelo, cariño. Luego desterraré cualquier duda que pueda quedarte, porque esto será para siempre. Siempre te amaré, Pau.


Juntos, envueltos en la serenata de ululatos, aullidos y gruñidos, quemaron la noche y volvieron a enamorarse.


—Sacudes mi mundo, Rubita —susurró mucho rato después.


Paula sonrió somnolienta y se acurrucó en sus brazos. La vida era estupenda en Buzzard’s Grove. No necesitaba nada más, salvo quizá un par de bebés que tuvieran la risa de su padre y su ilimitada capacidad de amar.


Fin






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 32




En su habitación, ella había jurado contener las emociones turbulentas que bullían en su interior. No pensaba desmoronarse ni gimotear. Ni iba a vacilar cuando él intentara salir de la tumba que había cavado para sí mismo. 


No iba a poder convencerla de que el beso que le había dado a Cathy no significaba nada, que solo le importaba ella. Ya había oído la misma canción de Raul.


Mientras bajaba, se le ocurrió que su pataleta quizá había sido prematura. ¿Qué derecho tenía a esperar fidelidad cuando Pedro no había establecido ningún compromiso verbal con ella, y viceversa? En ningún momento había sido una relación seria. Fin de la historia. Era ella quien se había enamorado y esperaba cosas que no tenía derecho a esperar de él.


Se dio cuenta de que era una idiota. Desde tiempos inmemoriales los hombres se habían aprovechado sexualmente de las mujeres, sin hacer ninguna promesa. Era ella quien no sabía jugar.


Había cometido otro humillante error al intentar establecer una relación seria. Sí, pero estaba dolida, enfadada, avergonzada y mortificada, pero lo superaría… en unos cien años. No le iba a dar la satisfacción de presenciar otro exabrupto. Se mostraría indiferente, incluso remota. Dejaría que él creyera que no le importaba, aunque el corazón aún le sangrara.



****


Pedro sintió el impacto del deseo en cuanto la vio bajar. 


Probablemente pensaba que lo castigaba con su aspecto espléndido con ese vestido rojo y ceñido que recalcaba cada una de sus voluptuosas curvas. Le daba un diez por esa táctica eficaz.


Inclinó la cabeza con gesto caballeroso cuando terminó de bajar los escalones, luego le indicó que lo precediera por la puerta. Paula alzó la barbilla con arrogancia, lo miró otra vez con desdén y salió contoneándose en su mejor imitación de Mae West.


Cuando Pedro intentó abrirle la puerta del acompañante, ella se le adelantó. La Señorita Independiente quería dejar bien claro que no necesitaba su ayuda.


Pedro se sentó ante el volante, puso marcha atrás y luego se dirigió a la ciudad.


—Me he enterado de que tu secretaria está constipada. Espero que ya se sienta mejor.


Silencio sepulcral.


Le sorprendió que las ventanillas no se helaran. Le brindaría diez minutos de paz y quietud, luego empezaría a explorar, para cerciorarse del sitio que ocupaba con ella.


—Me gustaría romper el silencio un momento —comentó diez minutos después—. He de formularte una pregunta hipotética —ella le lanzó una mirada que habría podido cortar cristal, luego clavó la vista en el camino de grava. Iba a mostrarse poco cooperativa—. Muy bien, Rubita, supongamos que tú y yo hemos establecido un compromiso. Digamos una fecha de boda. Algo por el estilo. Luego
digamos que descubrías que te engañaba, después de afirmar que estaba enamorado de ti y de que quería que estuviéramos juntos para siempre. ¿Qué harías?


Paula pensó en mantener el silencio, pero decidió que no podía dejar pasar esa magnífica oportunidad.


—¿Tú y yo?


—Tú y yo —convino Pedro—. No tú y Raul.


—¿Acabas de declarar que me amas y luego me has dado un anillo de compromiso como prueba de tu eterna lealtad y entrega?


—Exacto. Lo hemos hecho oficial y todo el mundo en Buzzard’s Grove lo sabe. El anuncio ya ha salido en el periódico. Hemos encargado las invitaciones para la boda.


—Bueno, entonces te llevaría hasta un puente, luego te empujaría al vacío y te maldeciría toda la caída.


Pedro contuvo una carcajada. No se andaba con chiquitas en cuanto a la venganza.


—Segunda pregunta.


—Dijiste que solo tenías una. Ya la he respondido —espetó y cruzó los brazos bajo su pecho bien exhibido.


—Vamos, Rubita —instó—. Técnicamente, es la parte B de la misma pregunta.


—De acuerdo, porque soy una persona generosa, te daré un margen, pero solo porque vas a pagar la cena más cara del Good Grub Diner. Es una pena que no me lleves a Cathy’s Place. Ella podría descubrir lo que yo sé, que eres un canalla mentiroso y traidor.


—Lo que quiero saber es si podrías amarme lo suficiente para arrojarme por un puente.


Paula se puso rígida y no lo miró. Bajo ningún concepto iba a confesar que ya lo amaba de esa manera, que quería que sufriera todos los tormentos de los condenados por haberla herido. No le daría la satisfacción de saber cómo se sentía.


—¿Y bien? —insistió Pedro.


—De acuerdo, Alfonso, invirtamos la pregunta. Digamos que soy yo, y sigue siendo una cuestión hipotética, quien te ha dicho que te ama y ha aceptado casarse. Entonces tú descubres que te he engañado a tus espaldas. ¿Qué harías?


Pedro no se molestó en ocultar la sonrisa.


—Lo mismo. Te tiraría por un puente.


—¿Por qué?


—Porque tampoco me gustaría que me engañaran y me mintieran —respondió.


Paula soltó un bufido y guardó silencio. Cuando Pedro entró en el aparcamiento de Cathy’s Place, enarcó las cejas sorprendida.


—Mi hermano y su novia van a reunirse aquí con nosotros para cenar —explicó.


—O eres un glotón del castigo o un idiota —afirmó ella con una mueca.


—Sí, debe gustarme vivir peligrosamente si salgo con una mujer que me tiraría por un puente si me descarriara.


—Algo que ya hiciste —señaló con brusquedad—. Y esta no es una cita —añadió—. Cuando salgo con alguien a quien desprecio, es solo por la comida gratis. De hecho, preferiría que te sentaras a otra mesa.


Pedro bajó y Paula se le volvió a adelantar para abrir la puerta. Muy erguida, se dirigió al restaurante, dando la impresión de que no iba con él, solo que habían llegado al mismo tiempo.


A pesar de su rígida resistencia, Pedro la tomó por el brazo y la guio hacia la mesa del rincón. Supo el instante exacto en que vio a Pablo y a Cathy sonriéndose con adoración, porque se detuvo en seco con la boca abierta. Giró para mirar con incredulidad a Pedro, luego observó a Pablo, que los llamó con la mano.


—Es mi hermano gemelo —explicó—. Se declaró a Cathy esta tarde, aunque hace tres semanas hicimos el viaje a Tulsa para comprar el anillo. Pablo no quería que se lo contara a nadie hasta que tuviera valor para pedirle a Cathy que se casara con él. Irónicamente, la tarta que me llevaste logró convencerlo de que era hora de que lo hiciera. Pensó que se la había preparado Cathy, que era la señal que había estado esperando. Aunque no la necesitaba, porque ella está igual de enamorada que él.


Paula se esforzó por asimilar la explicación. Al final, cuando recobró el habla, inquirió:
—¿Por qué no me dijiste que tenías un hermano gemelo?


—Es algo complicado —repuso, incómodo.


—Simplifícalo —exigió.


—Como tú no tienes hermanos, quizá te resulte difícil entender que es duro compartir tu identidad, tu profesión y tu hogar con alguien que es exacto a ti. Ni Pablo ni yo poseemos nuestra propia individualidad. Verás, respetamos una política estricta. Cuando uno u otro sale con una mujer, no nos dedicamos a anunciar que somos gemelos antes de estar seguros de que la relación va más allá de lo físico. Tenemos cuidado de asegurarnos de no interesarnos en la misma mujer —se rascó la cabeza y la miró—. Te dije que era algo complicado.


—En otras palabras, os afanáis en evitar la rivalidad y la competición con las mujeres, para saber que se os desea por quienes sois, aun cuando tenéis un clon que comparte los mismos rasgos y características.


Pedro asintió.


—Durante los años en que luchábamos por la pérdida de nuestros padres, solo nos teníamos el uno al otro. No queríamos que nadie nos separara. ¿Es tan difícil de
comprender? ¿Querrías tú perder a alguien que quisieras por tu gemelo y sentir que no diste la talla, que eras intercambiable?


Toda la ira y el resentimiento de Paula se evaporaron al ver su mirada. Se dio cuenta de que la situación era un tema delicado, tanto para Pedro como para Pablo.


—Si te sirve de consuelo, Pablo no me presentó a Cathy hasta que llevaban saliendo seis semanas. Me pidió que me mantuviera alejado de la cafetería nueva hasta… Bueno, como ya he dicho, hasta que se sintiera seguro. En el instituto tratamos con chicas que intentaban pasar de un gemelo al otro, y luego volver al primero, pero nos negamos a dejar que pasara, para que nada pudiera interferir entre nosotros. Además, no podíamos permitírnoslo, porque prácticamente vivimos en el bolsillo del otro.


El amor que Paula había intentado enterrar bajo el dolor y la furia brotó como un manantial.


—La respuesta a la Parte B de tu pregunta es sí —manifestó con todo el corazón—. Te amo lo suficiente como para tirarte por un puente si me engañaras —ya lo había dicho. Observó una amplia sonrisa en los labios de él. Quiso tirarse a sus brazos y hacerle perder el sentido con sus besos, pero no en medio de un restaurante lleno.


—Yo también te amo así —susurró él, acariciándole la mejilla—. Pero nadie va a caer de un puente, porque me importas mucho para que traicione tu confianza y tu amor. Quiero lo que Pablo ha encontrado. Quiero un compromiso oficial, pero no deseo meterte prisa si aún no estás preparada. También quiero tener hijos, siempre y cuando no hayas quedado quemada por tu ordalía infantil. Juró que cumpliré con mi parte en su educación. No le temo al compromiso ni a la responsabilidad de ser padre, porque crecí en un entorno de amor, con unos padres que daban máxima prioridad a sus hijos. Estaré allí para ti y para nuestros hijos durante cada paso del camino, Pau. Pero he de saber una cosa.


—¿Qué? —murmuró, incapaz de quitar la vista del hombre al que amaba con todo su ser.


—¿Me amas lo suficiente para trasladar tu zoo si te lo pidiera? No quiero ser el segundo plato por detrás del dinero o un grupo de animales exóticos.


Paula titubeó solo medio segundo. Entendía que los ingresos de Pedro dependían de su ganado. A pesar de lo mucho que quería a esos animales lisiados, les encontraría buenos hogares en otro refugio, si era necesario.


—No tienes por qué ser el segundo plato —aseguró—. Si hay que trasladar a mis animales, lo haré.


—Me alegra oírlo —irradió satisfacción—. Desde luego, ni se me pasaría por la cabeza fletarlos, porque sé lo que significan para ti. Construiré una valla de acero junto al camino para asegurarme de que mi ganado no escape.


—Yo la pagaré —ofreció.


—Será cara —repuso.


—Tengo unos ahorros que no mencioné, por si buscabas mi dinero —confesó.


—Lo que busco es tu cuerpo sensacional… que, a propósito, me está volviendo loco con ese vestido rojo. Y busco tu amor. Me enloquece todo el paquete, Rubita.


Paula decidió que aunque ese no fuera el lugar, si era el momento. A pesar del local abarrotado, rodeó el cuello de Pedro con los brazos y lo besó delante de Dios y de todos. Amaba a ese hombre y no le importaba quién lo supiera. Se pertenecían mutuamente y eso era lo único que importaba.


Pedro no prestó atención a los aplausos ni a las risas y le devolvió el beso que expresaba todo lo que necesitaba saber. Paula lo amaba. Confiaba en que la respetaría y le sería fiel, igual que ella lo respetaría y le sería fiel.


—Una ceremonia doble con mi doble suena bien —murmuró—. ¿Quieres ver lo que es compartir la fama con otra persona? ¿Como con tu futura y atractiva cuñada, por ejemplo?


—Me parece bien —sonrió con travesura—, pero vosotros no tendréis que hacer todo juntos, ¿verdad?


—Trazo la línea en eso de compartir la luna de miel —aseguró Pedro—. Hablando de lo cual… —metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un justificante—. Mientras Pablo y yo estábamos en Tulsa eligiendo un anillo y comprando el colgante de esmeralda, busqué a Raul Cranfill y te recuperé esto.


Paula se quedó boquiabierta al ver una reserva para un crucero por el Caribe para dos que Raul había cargado en su tarjeta de crédito.


—¿Se dejó convencer? —preguntó sorprendida.


—En realidad —rio entre dientes—, primero tuve que hacerle probar mi derecha. Supuse que se lo merecía después de lo que te hizo.


—Me sorprende que no te denunciara por agresión.


—No podía. Tenía un testigo conmigo que hubiera afirmado que Raul había tropezado en la acera al salir de su apartamento, golpeándose la mandíbula en el suelo —le tomó la barbilla—. Sé que no soy nadie especial —miró a su doble, sentado en el rincón, luego volvió a concentrarse en Paula—. Pero te amo, Pau, y te seré fiel hasta el día que me muera. ¿Te casarás conmigo?


—Pon el día —asintió con ansiedad—, pero evita la época de la declaración de la renta.


—No había planeado esperar tanto. Tampoco Pablo. 
Pensaba que una luna de miel en el Caribe sería un modo estupendo de pasar la Navidad —entre otra ronda de aplausos, la llevó hasta la mesa—. Ven a conocer a mi hermano. Pero te advierto de que ni se te ocurra enamorarte de él, Rubita, o volverás al puente y seré yo quien te empuje.


Como en una nube, Paula fue a conocer a Pablo y a maravillarse por el anillo que le había regalado a Cathy.






EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 31




Pedro comprobó por última vez su aspecto en el espejo. Si Pau había ido al salón de belleza a arreglarse, algo que no necesitaba, entonces él tenía toda la intención de aparecer impecable esa noche. Se había planchado los vaqueros y la camisa vaquera de color crema, y lustrado las botas de los domingos. Se apartó del espejo y salió por la puerta.


Se recordó que esa era su gran noche. Iba a decirle a Paula lo que sentía por ella y luego la llevaría a presentarle al hombre que era igual que él. Pablo estaba prometido a otra mujer y Paula podría adaptarse al hecho de que él no era especial, ya que no poseía una identidad única, tenía que compartir su cuerpo, su cara y varios rasgos de personalidad con su hermano gemelo.


Quizá la creencia que Pablo y Pedro compartían podía parecer una tontería para los demás, pero se trataba de algo serio para unos gemelos idénticos que no querían que las mujeres a las que adoraban los consideraran intercambiables.


De camino a la furgoneta, experimentó un momento incómodo de vacilación. Ya había pasado por la situación de que la persona a la que amaba no compartiera sus sentimientos.


—Pepe, como sigas con este juego, vas a terminar pareciéndote a tu hermano —musitó para sí mismo—. Anímate, amigo, las cosas salieron estupendamente para Pablo, ¿no? ¿Por qué no contigo también?


Con ese pensamiento optimista, se subió a la furgoneta. 


Tenía la certeza de que a Paula le importaba. Se había abierto a él, había compartido su desagradable pasado y su vulnerabilidad. Sabía que no lo hacía con todo el mundo. 


Para él había significado algo importante hablarle de su propio pasado.


—Muy bien, socio, ve para allí y dile lo que sientes —se ordenó—. Todo saldrá bien.


Al detenerse ante la casa de Paula, vio su coche. Subió los escalones del porche y llamó a la puerta. Esperó. 


Impaciente, volvió a llamar.


—Pau! Abre —gritó.


La puerta se abrió de golpe y observó desconcertado su cara con los ojos enrojecidos e hinchados y la ropa sucia que llevaba puesta.


—¡Vete al infierno! —le espetó, mirándolo con una furia indecible.


Pedro se quedó paralizado, atónito por el recibimiento inesperado. La expresión hostil de ella encajaba a la perfección con sus palabras.


—¿Qué he hecho? —imploró.


—Como si no lo supieras —siseó—. Pero, por supuesto, tú no esperabas que lo averiguara, ¿verdad, Casanova Alfonso?


—¿De qué diablos estás hablando?


—Y pensar que estuve a punto de caer en tus mentiras taimadas. ¿Potencia tu ego masculino hacerle a los demás lo que te hicieron a ti? ¿Eso ha sido para ti nuestra relación secreta?


—¿Relación secreta? —repitió atontado.


—Al menos tienes las agallas para reconocerlo. Raul no las tuvo —lo miró furiosa—. Él mintió hasta el amargo final —los ojos se le humedecieron, pero continuó, deseosa de soltárselo todo antes de cerrarle la puerta en las narices—. Confié en ti, maldita sea. Incluso te hice esa tarta y la decoré con las palabras «Te Echo de Menos».


—¿Era tuya? —preguntó boquiabierto.


—¿De quién creías que era? ¿De Papá Noel? —repuso con sarcasmo—. Bueno, deja que te diga una cosa, donjuán, no vas a poder tener tu tarta y comértela. Si alguna vez vuelves a poner el pie en mi propiedad, llamaré al sheriff para que te expulse. ¡Y ahora lárgate de aquí y no vuelvas más!


Cuando intentó cerrarle la puerta, Pedro metió la bota para impedírselo.


—Aguarda un momento, gata salvaje. Tengo algo que decir.


—Qué pena. Ya me he cansado de escuchar tus manipuladoras mentiras. ¡Esta tarde te vi con Cathy!


De pronto su enfado y su ausencia de la oficina tuvo sentido para él. Paula había preparado la tarta que le había dado valor a Pablo para ir a declararse a Cathy. Debió de verlos juntos y dado por hecho que era Pedro.


Algo más aconteció que hizo que él sonriera, lo cual provocó otra maldición de ella. Paula estaba celosa, indignada y dolida, lo cual era un signo excepcionalmente bueno, ya que indicaba que él le importaba lo suficiente como para desear que se fuera al infierno por lo que creía que era una traición imperdonable. Eso lo alivió. Le facilitaba expresarle sus sentimientos.


—Te amo, Pau —dijo.


—¡No, no me amas, miserable traidor! —gritó.


—Pau, quiero llevarte a cenar —insistió.


—Solo si me sirves tu corazón en bandeja, Alfonso —rugió al empujar la puerta con el hombro—. Y otra cosa, será mejor que tengas en orden tus gastos e ingresos, porque mañana voy a denunciarte a Hacienda. ¡Saca el pie de mi puerta, maldita sea!


—No hasta que escuches lo que tengo que decirte.


—¡Jamás! ¡Vete al infierno!


Pedro decidió que ya era suficiente. Empujó la puerta y entró para verla jadear de indignación. Los ojos le ardían como dos llamas verdes. El colgante que le había regalado no estaba en su cuello. En toda su vida jamás se había sentido tan complacido por la furia de una mujer. Menos mal que estaba loca por él. Lo único que tenía que hacer era encontrar un modo de recordárselo.


—Pienso llevarte a cenar fuera esta noche, y se acabó —declaró con rotundidad—. Puedes ir tal como estás o arreglarte. A mí no me importa, pero vas a ir, aunque deba arrastrarte.


—¿Adónde vamos a ir? ¿Al Salón de la Traición para bailar el Vals del Mentiroso? No, gracias —se burló—. El único sitio al que aceptaría acompañarte sería al infierno, para asegurarme de que llegabas allí, antes de dar media vuelta y volver a casa. Te odio, Alfonso. ¿Lo entiendes? ¿O necesito deletreártelo? ¡O-D-I-O!


—Perfecto, odias mis agallas. Entendido. Y ahora ve a cambiarte, Rubita. Como mínimo, vas a recibir una cena gratis.


Paula no pudo creer la audacia que mostraba. Le sonreía mientras ella le escupía fuego y azufre. El hombre estaba loco. ¿Es que creía que iba a convencerla para volver a sus brazos?


—¿No quieres cooperar? —la tomó por el brazo y la sacó al porche—. Muy bien. Ven como estás.


Paula plantó los pies con firmeza, pero la fuerza de él la obligó a avanzar. Cuando opuso resistencia, la arrastró. Era evidente que no podría superar sus músculos.


—De acuerdo, canalla, me cambiaré —musitó, reconociendo la derrota… momentánea—. Tienes razón. Lo menos que merezco de ti es una comida, pero no esperes que te ofrezca conversación.


—Muy bien, dame el tratamiento silencioso —repuso, tratando de contener una sonrisa, sin conseguirlo.


Ella quiso golpearlo, pero supuso que el muy bruto bloquearía su ataque. Dejaría que Hacienda hiciera el trabajo sucio. Se soltó, dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.


—Diez minutos —dijo él—. Si no has bajado entonces, iré a buscarte.


Pedro rio entre dientes. De modo que había visto a Pablo y a Cathy. Cualquier otra mujer habría puesto una expresión herida y traicionada para crearle un sentimiento de culpabilidad. Pero no esa tigresa. Ella lo había amenazado de muerte y con Hacienda porque estaba convencida de que había traicionado su confianza y afecto. Bueno, si eso no era amor verdadero, Pedro no sabía qué era… a menos que fuera orgullo herido.


Frunció el ceño, algo inseguro. Considerado el temperamento volátil de Paula, quizá solo estuviera furiosa y se sintiera utilizada.


Miró la hora, luego esperó otros cinco minutos.


Treinta segundos antes de cumplir su amenaza, Paula apareció en lo alto de la escalera. Con la cabeza erguida, lo miró con desdén.


Pedro contuvo otra sonrisa divertida.







EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 30






Paula condujo a casa y apenas recordó cómo llegó. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar en el parque. 


Había pasado de la primera fase de airada humillación y traición y se sentía vengativa.


Se dirigió al porche y decidió que se pondría la ropa de trabajo y descargaría su frustración e ira ocupándose de algunas tareas olvidadas. Luego elegiría una pala, iría al rancho de Pedro y le aplastaría la cabeza.


—¡Maldito sea! —musitó al subir a su habitación. Qué idiota había sido al confiar en ese donjuán. ¿Y Cathy Dixon? No sabía si debería contarle que Pedro era un traidor.


Lo meditó mientras se cambiaba. Diez minutos después, mientras arrancaba la maleza del perímetro de una valla, aún no había decidido si informar a Cathy del error desastroso que había cometido. Quizá fuera a verla en un par de días. En cuanto hubiera controlado sus emociones, en cuanto odiara con firmeza a Pedro, demostraría que era un canalla.


Quizá en dos días superara el dolor de amarlo, de creer que era el hombre al que había estado esperando.


«¿Dos días? ¡Más dos décadas!»


Cuando las lágrimas le nublaron los ojos, se dedicó a trabajar con más ahínco. Fingió que cada mala hierba que arrancaba era la cabeza de él. Aniquilaría todos los recuerdos asociados con Pedro. Olvidaría lo mucho que había admirado su enfoque directo, su honestidad, que no eran más que modos de manipularla con sus mentiras para lograr derribar sus defensas. Lo que más le dolía era que había confiado en él para contarle la historia de su vida, reconocer sus sentimientos de no ser querida, de ser rechazada.


Pedro había exhibido tal acto de simpatía y compasión que la había engañado por completo. Y ella, imbécil ingenua, lo había creído cuando le dijo que le hacía el regalo porque no había tenido a nadie en la Navidad ni en su cumpleaños, conmovida por su sensibilidad, enamorándose aún más de él.


«¿Qué sensibilidad?», se preguntó con desdén y arrancó más maleza. Pedro Alfonso tenía la sensibilidad de un mondadientes. Lo más probable era que estuviera castigándolas, a Cathy y a ella, por su romance fallido con Sandi Saxon. Además, seguro que en el fondo lo único que buscaba era que ella trasladara a sus animales.


Con el cuerpo tenso por la frustración y la indignación, se subió al cortacéspedes. Con cada vuelta que daba, renovaba su maldición sobre Pedro Alfonso y su imagen. Ni siquiera podía caminar por su propia casa sin recordar que había estado en cada habitación, llenándolas con su presencia.


Cambiaría la distribución de todos los muebles para darle un aspecto diferente. Quizá con eso lograra exorcizar los pensamientos de ese diablo. Fumigaría el interior con ambientador para eliminar cualquier rastro de su fragancia.


Luego se iría de vacaciones. Quizá en un crucero. Llenaría cada hora con actividades como el submarinismo, el senderismo, el montañismo… lo que fuera. Superaría el dolor y la furia. Se acostumbraría a no verlo, a no desearlo, a no amarlo…


El pensamiento quebró sus emociones a flor de piel, haciendo que apoyara la cabeza en el volante del cortacéspedes y prorrumpiera en sollozos. Había amado a Pedro. Le había entregado su corazón y su alma, y él la había traicionado con otra mujer. ¡Qué crueldad!


No podía odiar a Cathy por caer bajo las redes de su encanto, ya que a ella le había sucedido lo mismo. Peor aún, podía entender por qué Pedro se había interesado en Cathy. Era vivaz y abierta. Era todo lo que Pau aspiraba a ser.


—Maldito seas, Pedro —susurró entre llantos—. ¡Maldito seas por hacer que me enamorara de ti!







EXOTICA COMPAÑIA: CAPITULO 29




Pedro esperó con impaciencia mientras el teléfono sonaba una docena de veces en la oficina de Paula. Se preguntó dónde diablos estaría. La noche anterior, cuando la llamó, no la encontró en casa, y esa tarde tampoco estaba en su despacho. No era típico de ella. ¿Y dónde diablos estaba su secretaria? Alguien tendría que haber contestado.


Preocupado, colgó y marcó el número de su casa. Después de tres llamadas, saltó el contestador automático.


—¿Pau? ¿Qué sucede? Llamé a tu oficina y no contestó nadie. Pasaré a buscarte esta noche. Tengo una sorpresa para ti. He pensado que podíamos salir.


Observó pensativo a través de la ventana del salón, preguntándose si le habría pasado algo. Con todos los animales salvajes que tenía, quizá hubiera resultado herida.


¿Por qué demonios no había pensado antes en eso? Podría estar tumbada junto a una jaula, sangrando, incapaz de pedir ayuda.


Ese pensamiento hizo que se moviera. Recogió la cartera y las llaves y corrió hacia su furgoneta. Salió a toda velocidad.


Suspiró aliviado al ver que el coche de ella no estaba. 


Convencido de que los tigres y leones no la habían devorado, pero sin poder explicar todavía su ausencia, se preguntó dónde podría estar un día de entre semana por la tarde.


Para asegurarse, aparcó y rodeó la casa para comprobar las jaulas. El ganso salió a saludarlo antes de seguirlo pegado a sus talones. No vio ni rastro de ella, pero decidió alimentar a los animales ya que estaba allí. Eso le ahorraría tiempo a Pau esa noche cuando salieran.


Una hora más tarde, después de haber alimentado y dado de beber a los animales, y limpiado las jaulas, regresó a la furgoneta y marcó otra vez el teléfono de la oficina de Paula. No obtuvo ninguna respuesta.


Sonrió y la tensión que dominaba sus hombros se evaporó.


Quizá se estaba preocupando por nada. Tal vez en ese momento se encontrara en el salón de belleza. Se recordó que a las mujeres les gustaba eso. Pero en seguida frunció el ceño. Aunque estuviera en el salón de belleza, eso no explicaba la ausencia de su secretaria. Marcó el número del móvil de su hermano. Como Pablo estaba en la ciudad, quizá pudiera darle algunas respuestas.


—¿Hola?


—Soy yo. ¿Cómo ha ido con Cathy?


—¡Estupendo! ¡Ha dicho que sí!


Pedro apartó el teléfono de la oreja antes de que su hermano le perforara el tímpano.


—Bueno, ya lo ves. Te volviste loco durante tres semanas por nada.


—Gracias por llamar para recordármelo, hermano. Pero como me encuentro en la cima del mundo, te perdonaré. Eh, ¿por qué Paula y tú no os reunís con Cathy y conmigo esta noche en la cafetería? Podríamos celebrar el compromiso y conocernos todos.


—Perfecto. Lo haremos —afirmó—. Mientras tanto, me gustaría que me hicieras un favor. Si consigues apartarte de Cathy unos minutos, por supuesto. No consigo hablar con Paula ni con su secretaria. ¿Podrías pasarte por su oficina?


—Pasaré a ver si su coche está allí, pero Cathy me ha dicho que Teresa Harper está constipada y que el sheriff pasó a comprar algo de comida para llevarle.


Eso explicaba por qué Teresa no contestaba al teléfono de la oficina, pero Paula seguía desaparecida.


—¿Quieres que te llame si el coche de Paula está en su oficina? Quizá esté comiendo con un cliente.


—¿En el Good Grub Diner? Lo dudo. Y es evidente que no está en Cathy’s Place, o me lo habrías dicho.


—Demonios, Pepe, ni siquiera sé qué aspecto tiene —le recordó Pablo—. Pasaré por su despacho y te llamaré si veo un coche.


Colgó y regresó al rancho, pero su hermano no volvió a llamarlo, lo que significaba que Paula no se hallaba en ninguna parte.


De camino a su casa, vio una alambrada floja, lo que significaba que algunas reses habían decidido escapar. Con un gruñido, ensilló un caballo nada más llegar. Daba la impresión de que iba a pasar unas horas jugando al escondite con el ganado.