miércoles, 30 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 40

 


Después de haberse aseado, regresó lentamente al dormitorio. Pedro se reunió con ella a medio camino y con suma delicadeza le quitó la camiseta y los pantalones. Ya había abierto la cama y corrido las cortinas. Las sábanas estaban frescas y la habitación a oscuras. Temblando, Paula enterró el lado afectado de la cabeza en la almohada. Notó que el colchón se hundía un poco más y emitió un suspiro al sentirle ocupar un espacio a su lado. Sin embargo, Pedro no dijo nada ni se movió más que para apoyar delicadamente un brazo sobre su cadera y acunarla contra él. Poco a poco, el calor de su cuerpo la inundó y sintió cómo el sueño se apoderaba de ella. El alivio era inmenso.


Cuando despertó, experimentó un inmenso alivio al comprobar que el dolor de cabeza había desaparecido. Mejor aún, él yacía enroscado a su lado, abrazándola para mantenerla caliente. Estaba desnudo y no ocultaba nada, ni siquiera la erección.


–¿Estás mejor? –le susurró con dulzura al oído.


–Sí.


Pedro la hizo girar hasta mirarlo de frente y la contempló con gesto grave.


–No hemos terminado –anunció con calma–. Aún no.


Ella intentó apartarse y levantarse de la cama, pero Pedro se lo impidió con el peso de su cuerpo, y con un beso que la dejó sin aliento.


–Tu migraña de ayer lo demuestra –insistió.


–¿Qué demuestra? –¿ayer? ¿Había dormido hasta el día siguiente?


–Que aún no estás preparada para marcharte. Que todo este asunto te estresa.


Por supuesto que la estresaba. Precisamente por eso tenían que terminar. Pero él no le dio la oportunidad de decirlo. Su boca le atrapó los labios silenciándola largo rato.


–Escúchame –murmuró él–. Mírame –las fuertes manos la atormentaban con sus caricias–. Si me miras, dejaré de hacerlo.


No tenía otra elección y, lentamente, levantó la vista.


–Tienes unas piernas increíbles. Largas, suaves y ahí arriba –deslizó los dedos hasta la parte interna de los muslos–, tan dulces.


¿Qué otra cosa podía hacer salvo separar las piernas?


–Y tus pechos –Pedro sonrió–. ¡Esos pechos! –se inclinó y capturó un pezón con la boca y luego el otro–. Perfectos –se acomodó encima de ella y la besó–. Y ahí –deslizó la mano hasta el centro íntimo– tienes el lugar más caliente con el que podría soñar un hombre.


La sensación era demasiado fuerte para poder soportarla y Paula tuvo que cerrar los ojos.


Sin embargo, fiel a su palabra, Pedro paró y se hizo a un lado.


–¡No! –gimió ella.


–Mírame, Paula –le ordenó él con dulzura.


Ella obedeció y se encontró con una mirada penetrante, aunque tierna.


–Si me deseas, tendrás que quedarte conmigo.


Paula se estremeció y pestañeó repetidamente.


–Conmigo –le advirtió él.


Nerviosa, ella se humedeció los labios aunque no desvió la mirada.


Sus rostros estaban prácticamente pegados y no había ni un milímetro de espacio entre los cuerpos casi fundidos. Paula admiró la masculina belleza y supo que él era capaz de leer cada uno de sus pensamientos. Jamás habían compartido tanta intimidad.


–Pero lo más hermoso de tu cuerpo son tus ojos. No, no los cierres. Déjame verlos.


Y ella le dejó mientras sus cuerpos se entrelazaban lenta y silenciosamente para luego separarse y volver a unirse aún más. Las respiraciones de ambos eran entrecortadas.


Paula quiso suplicarle que no se mostrara tan tierno porque no podría soportarlo, pero fue incapaz de hablar pues el corazón le iba a estallar. Sin embargo, no estalló sino que se expandió, llenándose del calor de la mirada azul. Y ya no pudo soportarlo más.


Pedro no volvió a hablar. Tomó el rostro de Paula con la palma ahuecada de la mano, impidiéndole desviar la mirada, aunque no hubiera hecho falta, pues ella era incapaz de apartar los ojos de los suyos. En su interior veía todo aquello que había soñado y al mismo tiempo no se atrevía a soñar. Vio que las dulces palabras eran sinceras, vio que la deseaba.


Sin embargo no se atrevía a creérselo y el esfuerzo por no hacerlo la destrozaba, hasta que ya no pudo impedir el escozor que le nublaba la vista.


–Pero aún más hermoso que tus ojos es tu alma –Pedro le besó cada una de las lágrimas.


Y con cada prolongada y lenta embestida, derribó hasta la última de sus defensas.


Paula se incorporó y tomó la preciosa boca con sus labios. El beso se prolongó mientras se abrazaban. A pesar de cerrar los ojos no pudo ocultarle nada, no cuando sentía el fuerte cuerpo flexionarse y los gruñidos que resonaban en el musculoso torso mientras aceleraba el ritmo. Lo único que podía hacer era aferrarse a él, dejar que su cuerpo se moviera libre. Tocarlo, acercarlo más a ella. Apremiarlo para que culminara.


Los dedos de Pedro se hundieron en sus cabellos, sujetándole el rostro levantado hacia él mientras interrumpía el beso e, implacablemente, se hundía dentro de ella una vez más.


–¡Por favor! –Paula necesitaba que fuera más rápido. De lo contrario, moriría.


Sin embargo, él se resistió y mantuvo un ritmo lento, lento y profundo, durante una eternidad volviéndola loca de desesperación. Los gritos de Paula eran cada vez más fuertes hasta convertirse en un aullido casi inhumano al alcanzar la cima y ser lanzada al vacío.


El clímax, de una intensidad casi brutal, continuó sin parar. Clavó las uñas en los fuertes músculos y su cuerpo se estremeció.


Pero aún no había acabado pues Pedro continuaba moviéndose, insoportablemente despacio, abrumadoramente intenso. Su rostro se ensombreció por el esfuerzo y su cuerpo se empapó de sudor. Al fin no pudo más y estalló en profundos gruñidos de placer.


Paula se estremeció con los brazos y las piernas enroscadas alrededor de su cuerpo. Sentía como si él estuviera vertiendo en su interior todo lo que ella había deseado en la vida.


Se negaba a abrir los ojos por miedo a romper el hechizo bajo el que se encontraba, la sublime y deseada sensación. Pero la realidad se abrió paso poco a poco.




SIN TU AMOR: CAPITULO 39

 


Al fin llegaron a la playa y caminaron en silencio por la arena durante una eternidad, simplemente estirando las piernas y oyendo a las gaviotas. Normalmente era una actividad que la calmaba, pero estaba demasiado inquieta para que surtiera efecto.


–Tomaremos un helado –exclamó él lleno de vitalidad.


–Demasiado frío.


–El helado suele estarlo.


–No. Me refiero al tiempo.


–Pero estamos en la playa y en la playa…


–Debemos terminar con esto, Pedro –interrumpió ella apresuradamente.


–Anoche… –Pedro dejó de hablar y de caminar y sus miradas se fundieron.


–Fue un error –volvió a interrumpir ella–. Debemos terminar con esto.


No había nada más que decir y Paula se dirigió de vuelta al coche. La cabeza le iba a estallar. Necesitaba cerrar los ojos y tumbarse. ¿Por qué estaba tan lejos el coche?


–¿Paula? –Pedro la agarró del brazo en el preciso instante en que se tambaleaba.


–Estoy bien.


–No, estás… –los juramentos de Pedro no hicieron más que aumentar el dolor de cabeza.


–Sólo es una migraña –en segundos el dolor alcanzó proporciones intolerables–. Vámonos.


Entornó los ojos para bloquear la hiriente luz. Pedro le rodeó la cintura con un brazo y ella se dejó conducir hasta el coche, y dejó que la sentara y le abrochara el cinturón.


–Lo siento.


–No digas tonterías –él cerró la puerta y en escasos segundos estuvo sentado al volante.


El horrible dolor no hizo más que empeorar y apenas conseguía respirar. Cada vez respiraba más deprisa y, presa del pánico, sintió cómo la boca se le llenaba de babas.


–¡Pedro! –consiguió advertirle justo a tiempo.


Pedro paró a un lado de la carretera mientras ella abría la puerta y se inclinaba junto a la cuneta. El vómito fue violento y hediondo.


El sentimiento de vergüenza se sumó a su estado general mientras él le frotaba la espalda delicadamente. Pero el dolor de cabeza era tan fuerte que ya no le importaba nada.


–En mi bolso tengo toallitas –murmuró–. Un paquete pequeño.


–Toallitas húmedas –el tono de voz evidenciaba que Pedro sonreía.


Un estallido de granadas resonó en sus oídos antes de sentir la refrescante caricia.


–Ya puedo yo –Paula se movió demasiado deprisa e hizo un gesto de dolor.


Pedro le apartó la mano.


Pedro –susurró ella sintiéndose mortificada.


Con suma ternura, él le pasó la toallita húmeda por la frente. Paula abrió los ojos, pero la expresión de ese hombre era demasiado dulce para poderla soportar y los cerró de nuevo.


Pedro le abrochó de nuevo el cinturón mientras ella apoyaba la cabeza contra el respaldo del asiento, incapaz de moverse. Cualquier intento provocaba un intenso dolor.


Tras lo que pareció una eternidad, al fin oyó que se apagaba el motor del coche. Abrió los ojos y miró al frente… Estaban en casa de Pedro, no en la de Felipe.


–Vamos, cariño –él abrió la puerta y la levantó en vilo.


Pedro, vas a romperte la espalda.


–Cállate.


Y eso fue exactamente lo que hizo, apoyando la cabeza en el amplio torso, demasiado dolorida para disfrutar del hecho de que la llevara en brazos como si fuera una princesa, femenina y ligera. Entraron en un enorme dormitorio con cuarto de baño. Pedro la sentó en una silla y ella le oyó caminar por un suelo de baldosa y abrir y cerrar un cajón.


–Paula –Pedro le entregó un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta antes de dejarla sola.


Por lo visto ese hombre estaba siempre preparado para un huésped nocturno. Sin embargo, el dolor de cabeza era demasiado fuerte para sentirse molesta por ello.



SIN TU AMOR: CAPITULO 38

 


Pedro aporreó la puerta del apartamento de Felipe hasta que, al fin, oyó las pisadas de Paula. Al verla, enarcó las cejas. El bronceado parecía haberse vuelto más cetrino durante la noche.


–¿Tan mala es la resaca? –él entró sin más.


Había pasado toda la noche despierto reviviendo los maravillosos momentos en el coche. El corazón aún le martilleaba al recordarlo. Por primera vez en varios días, se sentía vivo. Sin embargo, ella parecía intranquila, y eso le puso nervioso.


–¿Qué haces aquí?


–¿Has comido algo? –Pedro ignoró la pregunta. Ya hablarían después.


Paula sacudió la cabeza con aspecto horrorizado ante la perspectiva de comer.


–Deberías…


–No, gracias, Pedro.


Al menos se tomaría una taza de café, decidió él mientras se dirigía a la cocina.


–¿Qué haces aquí? –Paula se dejó caer en el sofá y miró las botas negras que tenía enfrente.


Pedro se sentó a su lado y tamborileó sobre una rodilla. Mejor acabar cuanto antes.


–No sé si habrás caído en la cuenta, Ana, pero anoche no utilizamos preservativo.


–No te preocupes –ella soltó una carcajada.


¿No te preocupes? ¿Después de todo lo que había sufrido?


–Tomo la píldora, Pedro –ella sacudió la cabeza–. Soy inflexible al respecto. Además, sólo me queda una trompa… no hay muchas posibilidades de embarazo.


Estupendo. La píldora. Eso era bueno.


Había pocas posibilidades de embarazo.


El silencio se hizo denso y él la vio hundirse más en el sofá. De repente supo que tenían que salir de allí. Aire fresco y agua salada para que ambos pudieran aclarar sus ideas.


–¿Nos vamos a dar una vuelta en coche?


–No quiero dar una vuelta en coche.


La intranquilidad de Paula no se debía al alcohol de la noche anterior. Sólo había bebido un par de copas, pero había dejado que Pedro creyera que tenía resaca para poder echarle la culpa al alcohol por el momento de lujuria.


Se había arrojado en sus brazos. Literalmente, para cabalgar sobre él. Y no le había bastado, lo cual la ponía enferma. Seguía deseando más. Un vistazo a ese hombre vestido con vaqueros y un jersey gris había reavivado el fuego en su interior y despertado unos deseos que ninguno de los dos quería tener. Por eso tenía que hacerlo sin perder tiempo.


Tenía que dejar de ver a Pedro.


Y había llegado el día.


Pero lo acompañó, sonrojándose al sentarse en el coche. Pedro aligeró el momento con un alegre y constante parloteo. Era increíble cómo podía mantener una conversación él solito.


–¿Aún estás viva?


–Estaba disfrutando de tu monólogo.


Y no era lo único que estaba disfrutando de él, ése era precisamente el problema, ¿no? No era sólo el sexo lo que le gustaba sino también todo lo demás. Aquello era muy peligroso.