domingo, 5 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 14




La mañana siguiente fue un caos tras otro en el juzgado. Y las dos siguientes fueron peores. La señora Plaid seguía sin dar señales de vida y Pau tuvo que pedir a otra de las secretarias que la acompañara a los tribunales para hacerle de asistente.


El viernes, después de comer un bocadillo rápido en un bar cerca de los juzgados, volvió a la sala para hacer frente a dos casos más tras una mañana de duras reuniones y negociaciones que normalmente acababan estresándola más. Le dolía la cabeza y sentía que el cansancio de aquella semana se le venía encima por momentos.


Cuando se quiso dar cuenta había pasado el día de nuevo y ni siquiera había tenido tiempo para ir a la comisaría a poner la denuncia por las llamadas, tal y como le había indicado Simon durante toda la semana y esa misma mañana antes de salir de casa.


Miró el reloj y vio que eran ya las ocho de tarde. Se iría a casa de su hermano, se daría un baño y vería cualquier programa malo que pusieran en la tele. Simon y Carmen tenían una cena de amigos esa noche y la casa sería para ella sola. Al día siguiente no tenía que ir ni a los juzgados ni al despacho, pero se llevaría cosas para trabajar el fin de semana y adelantar trabajo.


Dejó el bolso sobre la silla que había en la entrada. La mujer que limpiaba la casa había pasado por allí esa mañana, se notaba en el olor al entrar y en lo recogido que se veía todo. 


Simon era un desastre con sus cosas y no cuidaba nada. Él decía que no tenía tiempo de andar recogiendo y por eso contrataba a alguien para esa tarea, pero Pau pensaba que su hermano era un poco vago y no movía un dedo por las cosas de la casa. Sonrió al pensar que Carmen tendría que meterlo en cintura cuando vivieran juntos y sería muy capaz de hacerlo, estaba segura.


El apartamento no era gran cosa, la verdad. Dos habitaciones, un baño con una pequeña bañera, una cocina office que daba al salón y un cuarto trastero lleno de toda clase de aparatos y cajas repletas de cosas inservibles. 


Estaba situado en una buena zona, pero no tan buena como la del apartamento de Pedro. Era un edificio, más o menos nuevo, pero no tanto como el de Pedro. Desde luego, pensó, aquel no era el apartamento de Pedro.


Llenó la bañera, encendió algunas velas que había comprado en el centro comercial de Nueva Jersey y se sumergió hasta el cuello. Una toalla le hacía de almohada para la cabeza y absorbía el agua que chorreaba de su pelo. 


Las sales mentoladas que había echado le refrescaban la piel allí donde no estaba sumergida.


Suspiró profundamente y se adormiló por un momento, pero el sonido del móvil la sacó de su momento de relax. Alargó la mano para cogerlo, pues había tenido la previsión de dejarlo cerca por si la llamaba alguien. Era Linda.


—¿Dónde te metes? He estado esperándote en la oficina toda la mañana.


—En los Tribunales, Linda. Todo el santo día. Estoy muerta —dijo Pau cerrando los ojos para disfrutar de las volutas de calor que subían desde el agua.


—Entonces, ¿te apetece que vayamos a tomar algo esta noche? Igual ligamos y todo.


—Uf, nada más lejos de mi intención hoy. Estoy ahora mismo metida hasta el cuello en la bañera y así pienso quedarme hasta que mi piel esté completamente arrugada.


—Bueno, a este paso, hazme un hueco en tu agenda para el cuatro de julio, habrá que salir a ver los fuegos, ¿no?


—Cuatro de julio. No me acordaba. Queda… ¿Cuánto? ¿Un mes y medio? ¿Dos meses? Nos vemos esta semana y hablamos, ¿vale?


—Perfecto. Disfruta del baño.


—Gracias.


Dejó el teléfono en la repisa del lavabo y apoyó la cabeza en la toalla con un suspiro. Se le ocurrió la idea de quitarle el sonido al móvil cuando volvió a sonar de nuevo. Soltó un bufido y una maldición entre dientes pero lo cogió para ver quién era. En la pantalla no aparecía nada, no había nombre ni número, ni siquiera el tan molesto «desconocido» que aparecía algunas veces. En su interior algo se agitó por el miedo que le produjo pensar que podría ser otra llamada de aquel loco, pero si por algo había llegado a su posición no era precisamente por ser una cobarde. Mientras el teléfono sonaba una y otra vez, busco la opción de grabación de llamada que Simon le había dicho que activara cuando sospechara. Esa grabación iría a su contestador y sería un prueba contra quién estuviera haciéndole aquella faena. 


Luego respiró hondo y descolgó.


No se oía nada al otro lado, solo un ruido de interferencias extraño y algún pitido. De repente le pareció oír una especie de maldición ahogada y sus ojos se abrieron de golpe.


—¿Pedro? —preguntó confundida.


—Sí. ¿Pau? ¿Estás ahí? —dijo él, como si hablara desde el más allá, pensó Paula—. Espera un momento, no cuelgues. —Se oyeron una serie de ruidos sordos y más pitidos. Luego creyó haber escuchado un agradecimiento y retorno la voz de Pedro, esta vez con más decisión y potencia en el habla—. ¿Pau?


—Sí, estoy aquí.


—¿Estás bien? Te oigo algo… rara. No estarías dormida, ¿verdad?


—No, estoy en la bañera —dijo con una sonrisa.


—Mmm..., no te preguntaré qué llevas puesto porque ya me imagino que nada, claro.


—Claro —rio ella.


—¿Qué tal ha ido la semana? ¿Se sabe algo del incendio? —Pedro quería parecer serio y necesitaba olvidar que ella estaba desnuda dentro de la bañera.


—No me han dicho nada aún. Simon dice que estas cosas, como son de importancia menor, van más despacio.


—¿Y tú no puedes hacer nada desde la Fiscalía?


—No, Pedro, prefiero, de momento, que nadie sepa nada de todo esto. Por cierto, ¿dónde estás? —Pedro suspiró audiblemente. Había estado esperando esa pregunta desde que marcara su número de teléfono.


—No puedo decirte dónde estoy, entiéndelo. Si pudiera lo haría encantado, pero no puedo. —Se quedó un momento callado y ella pensó que había perdido la conexión—. Por cierto, en el armario de ahí al lado hay un tarro de sales para el baño que quizás te guste.


—No estoy en tu casa, Pedro. Estoy en casa de Simon —dijo ella, alerta a su respuesta. Él se quedó en silencio unos instantes.


—¿Por qué? —fue todo lo que preguntó. No había enfado ni reproche en su voz, solo curiosidad.


—Porque no era justo que me quedara allí si tú no estabas. No tenía sentido aprovecharme de ti. Y me sentiría sola en esa casa tan grande, en esa cama tan grande. No tengo a mi oso para hacerme compañía, ¿recuerdas? —dijo ella tratando de darle un doble sentido a las palabras.


—No creo que te aprovecharas de mí. Más bien, podemos decir que yo me aproveché de ti. Varias veces, además. —Había un tono sensual en su voz que ella no pudo pasar por alto—. ¿Sabes qué te haría si estuviera allí ahora mismo? A riesgo, claro, de que llegara Simon y me pillara infraganti con su hermanita desnuda. —Paula se excitó al instante. Ya empezaba a notar su respiración alterada.


—¿Qué harías? Simon y mi cuñada tienen una cena y no te pillarían, descuida —susurró afectada por un estremecimiento que le llegó hasta su zona más sensible. La piel le escocía por la expectación de sus palabras.


—Primero te besaría con tanta suavidad y dulzura que el vello de la piel se te pondría de punta —empezó sensualmente—. Te lamería el labio inferior con lentitud hasta dejarlo rosado e hinchado de pasión como tu clítoris.
Me encanta chupar esa parte de tu cuerpo. Luego, pasaría mi lengua por cada centímetro de tu pecho y al llegar a esos pezones tan duros que tienes, los lamería fuerte y a conciencia, los chuparía y succionaría y los mordería hasta arrancarte gemidos de placer. ¿Te gusta? —preguntó en un susurro ronco y lleno de pasión. Ella no respondió—. ¿Dime si te gusta, Pau?


—Sí… me gusta. Sigue, por favor.


—Chica traviesa —dijo suavemente—. Cuando la tortura con tus pezones te hubiera llevado a sentir esa necesidad de mí que tanto anhelo descubrir de nuevo, te besaría el abdomen lentamente, te acariciaría los muslos empapados de agua y llegaría hasta el centro de tus deseos con mis dedos para acariciar la humedad provocada por mis besos. Seguro que ya estás tan mojada como creo, ¿verdad? Tócate para mí, Pau. Pásate los dedos por tu sexo y tócate para que pueda escuchar tus jadeos. —Ella hizo lo que él le pedía. Deslizó suavemente su mano entre las piernas e introdujo un dedo en su interior. Otro dedo se movió sobre su clítoris hinchado de pasión y al levantar las rodillas para acceder mejor casi tira el agua de la bañera. Jadeó repetidas veces.


—Sí, mi amor. Sabes que si pudiera estaría allí delante de ti, con mi lengua acariciando el mismo lugar donde están tus dedos ahora. Haciéndote el amor con mi boca y dándote un placer mayor que cualquier cosa en el mundo. Te penetraría con la lengua hasta que sintiera cómo te corres en ella. —Paula se sentía desfallecer cuando introdujo otro
dedo y aceleró las embestidas de su mano. Se iba a correr de inmediato. No podía dejar de gemir mientras lo oía decirle las cosas más eróticas que ella se hubiera imaginado nunca. 


Cuando alcanzó el clímax, Pedro jadeó con ella repetidas veces hasta que ambos se calmaron—. ¿Sigues ahí? —preguntó afectado.


—Sí, sigo aquí. Oh, Dios mío —susurró incrédula ante lo que acababa de suceder.


—Bienvenida al maravilloso mundo del sexo telefónico. Quizás no sea tan placentero como el sexo en directo, pero para largas distancias, al menos, sirve, ¿no crees? —Ella soltó una carcajada ante ese comentario. No era sexo en directo salvaje y sin barreras, pero sí, serviría por el momento. Sus piernas aún temblaban. Sabía que sería incapaz, en ese momento, de ponerse de pie porque resbalaría en la bañera. Se miró las manos que estaban arrugadas y le temblaban ligeramente. Cómo deseaban esas manos tocarlo a él, pensó ella un poco entristecida por la distancia que los separaba. ¿Cómo había llegado en tan poco tiempo a sentirse de esa manera con ese hombre? 


Paula no lograba entenderlo y debía andar con cuidado, no le interesaba colgarse de un tío que hoy está aquí y mañana no se sabe dónde.


Después de un par de comentarios más respecto a lo que acaban de hacer, Pau se puso seria y preguntó:
—¿Cuándo volverás?


—No lo sé, no tengo la menor idea.


—¿Estás en una misión?


—Sí.


Detuvo las lágrimas que asomaban por sus ojos. Pensó que era una tontería llorar por él cuando estaba tan contenta de que siguiera pensando en ella.


—Ten cuidado, ¿vale? Hay algunas cosas que aún no hemos hecho y me gustaría poner en práctica contigo algún día.


—Mmm… eso suena muy bien y, créeme, te haré cumplir tu propuesta al pie de la letra.


—Bien, la cumpliré. —Se quedó callada.


—¿Pau?


—Sí.


—No puedo dejar de pensar en ti. En cuanto regrese, iré a verte, ¿vale?


—Vale.


—Vale —repitió él—. Mantenme al corriente si sabes algo nuevo de la investigación del incendio, ¿de acuerdo? Deja el mensaje en el contestador y…


—Sí —cortó ella—, y me llamarás cuando te sea posible.


—Eso es. Buena chica.


Tras un par de palabras más sin sentido, se despidieron. 


Paula se dio cuenta de que el agua estaba fría, pero no le importaba, le venía bien para rebajar la temperatura de su cuerpo.




LO QUE SOY: CAPITULO 13




Simon había montado en cólera después de que ella le contara lo de las llamadas. Lo había hecho después de ir de compras y arrasar varias tiendas. Se sentaron a tomar un refresco en el centro comercial y ella aprovechó para contarles lo que había sucedido desde por la mañana. 


Paula les relató parte de la llamada omitiendo, concienzudamente, la parte en la que la voz hacía referencia a su relación con Pedro. Si Simon se enteraba de eso se volvería loco.


—¿Y que ha dicho tu querido Pedro, Pau? —preguntó consciente de que eso la haría saltar. Pero ella bajó la cabeza, se miró las manos que jugaban con el papel del sobre de azúcar y no dijo nada. No le salían las palabras cuando se trataba de hablar de aquel hombre.


—No seas tonto, Simon —dijo Carmen—. Esta situación no debe ser agradable para Pau, y tú no ayudas con esos comentarios fuera de lugar.


—Es que prefirió irse a casa de ese hombre en lugar de venir conmigo a la mía. ¿Crees que esa fue una decisión acertada? Pues yo no, no lo creo —dijo mirando furiosamente a su hermana. Carmen puso una mano en el brazo de Simon instándolo a calmarse. Le dirigió una mirada dura y luego hizo que se fijara en la postura de Pau, que se veía abatida y desconsolada. Él hizo una mueca de disgusto y se arrepintió enseguida de haberle hablado con tanta dureza. Al fin y al cabo, ella era su hermana pequeña y debía cuidarla—. Quizás deberías ir a pasar una temporada con papá, Pau. Seguro que allí te relajarías un poco. Estás muy estresada.


—¿Y qué hago con mi trabajo, Simon? No soy una dependienta cualquiera que puede pedirse unas vacaciones cuando le toca. Soy la ayudante del Fiscal del distrito y tengo a mucha gente, mucha, más de la que crees, deseando pegarme una patada en el culo porque piensan que no valgo tres peniques. ¿De verdad crees que voy a dejar mi trabajo para irme a Elizabeth con papá? —Había amargura en sus palabras y lágrimas en sus ojos. Simon la miró fijamente durante unos segundos. Cuándo se había convertido su hermana en aquella mujer, era algo que desconocía pero, de repente, fue consciente de que ella era una persona importante, que no era una simple abogada amenazada, sino un alto cargo víctima de quién sabe qué.


—Está bien —dijo Simon decidido—, tu ganas, Pau. Quédate, pero lo harás en mi casa y no en casa de ese tío ¿entendido?


Paula lo miró detenidamente. Era absurdo discutir con él cuando llevaba razón. No sabía qué pintaba ella en casa de Pedro. No volvería allí.


Cuando ya iban de camino a casa de Simon, Pau pensó en aquella llamada. Había algo extraño que no conseguía identificar en las palabras de la voz. Una sensación muy desagradable de olvido le recorría la mente sin cesar. 


Siempre le pasaba eso cuando preparaba la maleta y salía de viaje. Siempre pensaba que olvidaba algo fundamental, y es que siempre se olvidaba de algo.


—¿Cómo supiste esta tarde que estaba en la oficina si no habíamos hablado? —preguntó al pararse en un semáforo.


—Carmen me lo dijo —contestó Simon. Carmen se volvió desde el asiento de delante y le sonrió.


—Me encontré a Linda cuando salía de mi casa. Me preguntó dónde iba y le dije que a recogerte a casa de Simon porque nos íbamos de compras los tres. Ella dijo que tú estabas en la oficina, no en casa de Simon y cuando tu hermano llegó, efectivamente, me contó que te habías quedado en casa de Pedro. Pero yo le dije que estabas en el trabajo porque Linda me lo había dicho —le explicó la guapa morena de rasgos latinos.


—Ah —susurró Pau—. Qué raro —añadió—, desde esta mañana no he hablado con Linda. Supongo que me conoce mejor que yo misma y sabía que acabaría la tarde haciendo faena en la oficina. —Pero no se convenció de esa explicación.





LO QUE SOY: CAPITULO 12





—Hay algo que no entiendo, inspector —dijo Pau fatigada en exceso. No dejaba de apretarse el puente de la nariz. Su predicción de dolor de cabeza se había hecho realidad—. Si todas las denuncias que ha habido son por el mismo asunto, ¿cómo es posible que no haya un patrón de seguimiento? 
¿Son todos iguales o hay alguno que se caracterice por algo en concreto? ¿Desde cuándo tenemos este tipo de casos aunque sean aislados? Son sumas demasiado importantes para que se pierdan así sin más.


—En respuesta a sus preguntas, señora Chaves, sí existe un patrón de seguimiento, lo que pasa es que hasta ahora no lo habíamos puesto en marcha. La mayoría de los chantajes consisten en lo mismo, es decir, el chantajista posee documentos, fotografías o cualquier dato que las víctimas no desean que salga a la luz. Hemos hablado con varios de ellos y las cantidades suelen ser grandes, bastante grandes, pero cada una es diferente. Los casos se suceden en diferentes fechas desde hace ya tres años, pero nunca hemos reparado en que haya una continuidad entre ellos pues no se parecen en nada y, a la vez, son iguales. —Paula asintió. Se preguntaba cómo de competente sería el cuerpo de policía de Nueva York porque en ese momento le parecían unos inútiles de campeonato. Sonrió al pensar en la reacción de su hermano si oyera sus pensamientos. Fred prosiguió—: Hemos comprobado las cuentas que el chantajista ha utilizado. Todas estaban a nombres de personas que habían muerto o estaban a punto de hacerlo. Nunca se repiten.


Paula abrió los ojos como platos. Se levantó de la silla de cuero en la que estaba sentada, apoyó las manos abiertas sobre la mesa de cristal que la separaba de Federico y se inclinó tanto hacia él que le ofreció una panorámica completa del nacimiento de sus pechos. Estaba tan cabreada que se hubiera comido a ese hombre sin pestañear.


—¿Y no se ha dado cuenta usted, inspector, que el hecho de que todas las cuentas pertenezcan a personas fallecidas o a punto de hacerlo es un móvil para el caso? —gritó a escasos centímetros de la cara de Federico.


El inspector dio un salto en su silla sobresaltado por ese estallido de agresividad proveniente de una mujer de aspecto tan delicado y femenino. Aún no había tenido la oportunidad de trabajar con el Fiscal pues hacía poco tiempo que lo habían ascendido a inspector y ese era, en verdad, su primer caso.


Paula se sentó y respiró hondo. Se acomodó la chaqueta del traje negro que le ceñía la esbelta cintura y le enmarcaba los pechos, y puso en su semblante una expresión de fingida tranquilidad. Anotó un par de cosas en la libreta que llevaba, trabajo que le correspondía a su secretaria ausente, y levantó su verde mirada hacía el hombre que la observaba enfrente.


—Coja esa información y explótela, exprímala, sáquele todo el jugo hasta que haya averiguado algo sustancial —dijo más calmada pero en tono tan serio que no dejaba lugar a discusión alguna—. Investigue quiénes son esas personas fallecidas, dónde vivían, si tenían algo en común, además del hecho de estar muertas o a punto de morir. Hable con sus familiares, vaya a sus casas, pregunte a los directores de los bancos. A ver qué saca de todo eso. Dentro de quince días espero un informe detallado en mi oficina. Eso es todo. —Despidió al inspector con un gesto de la cabeza, pero antes de que él cerrara la puerta de la sala donde se habían reunido, Paula dijo—: ¿Inspector? Para ser su primer caso no lo está haciendo muy bien. Aplíquese al trabajo. —Federico la miró con una especie de rencor en los ojos, asintió y cerró la puerta tras de sí.


—Bruja —masculló él entre dientes cuando iba hacia su coche.



* * * * *


Paula pasó el resto de la tarde preparando documentos y estudiando las pruebas de algunos casos que habían llegado esa mañana y debido a la ausencia de su secretaria, no habían sido archivados en sus respectivos expedientes. El dolor de cabeza ya era una realidad tan dolorosa que en ocasiones se le nublaba la vista y tenía que dejar lo que estuviera leyendo para recuperarse.


A las siete de la tarde llamó a Simon. Necesitaba a alguien que la llevara de compras. Sabía que Linda estaría encantada de acompañarla pero ella no tenía coche ni carnet de conducir y eso significaba que tendría que conducir. No quería coger el metro, ni el tren, no quería estar con gente alrededor, solo quería distraerse y comprar algo de ropa que ponerse.


—¿Me llevas de compras? —preguntó en cuanto Simon contestó al teléfono.


—¿Ahora? —preguntó él—. He quedado con Carmen, Bella.


—Pues que se venga, por favor. Necesito comprarme ropa y no quiero ir en tren. Anda, por favor, llévame a Jersey Gardens, por favor, por fi… —rogó infantilmente como siempre hacía cuando quería conseguir algo de Simon.


—Bueno, bueno, voy a llamar a Carmen y ahora te digo algo, ¿vale? Pero no te prometo nada.


—Está bien, espero tu llamada. —Sonrió complacida pues sabía que a Carmen no le importaría ir de compras.


Simon y Carmen iban a casarse cuando su madre murió. 


Había sido un golpe muy duro que Simon no superó tan bien como todos hubieran querido y aplazaron la boda sin fijar una fecha. Carmen había ayudado mucho a su hermano. No era fácil soportar a Simon cuando se enfadaba, si estaba frustrado o le había ido mal el día, pero Carmen era paciente, agradable y sabía plantarle cara cuando la situación lo merecía. A principios de ese año a Carmen le ofrecieron un puesto de redactora en un periódico de Florida y cuando se lo dijo a Simon, este sintió que su mundo se evaporaba bajo sus pies. Eso fue lo que hizo reaccionar a su hermano y pronto fijaron una fecha para la boda. Paula sabía que, en parte, Carmen no se hubiera ido a Florida. Le gustaba el trabajo que tenía en una revista de cultura y siempre había dicho que no servía para trabajar en un periódico diario. A ella le gustaba ir a espectáculos, visitar museos y sus exposiciones, asistir a la ópera, al teatro y al cine, y luego ofrecer a la gente un punto de vista diferente en sus artículos semanales. Nueva York era una caja de sorpresas y había cosas de las que hablar todos los días del año. Además, algunos periódicos de Nueva York contrataban sus servicios de freelance para artículos culturales cuando había algún acontecimiento de prestigio en la ciudad. Pau sabía que era una trampa para hacer que Simon tomara una decisión con respecto a la boda.


El teléfono sonó y la sacó de sus pensamientos sobre su familia. Respondió sin mirar la pantalla.


—¡Que rápido, Simon!


—SIIIIMMMOOONNNN, no soy SIIIIMMMOOOONNNN —dijo una voz extraña al otro lado de la línea. Sonaba mecánica, parecía la voz de un robot. Era la misma voz que la llamó esa misma mañana.


—¿Quién eres? Ya estoy harta de estas tonterías.


—Oh, no, no puede ser. ¿Ya estas cansadita, perra? ¿No te apetece jugar un ratito más? Anoche no le dijiste lo mismo a tu salvador, ¿verdad? —Paula contuvo la respiración y se quedó mortificada al escuchar sus palabras—. ¿Se la chupaste bien, puta? ¿O te comió el coñito él a ti como quien chupa una fruta madura? Te gustó, ¿verdad? Seguro que te pusiste de rodillas y le suplicaste que te follara como una desesperada…


—¡Basta! ¿Por qué me haces esto? —Se le ahogaba la voz.


—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me haces esto? —dijo imitando su tono lastimero—. ¿Eso es lo que le decías a él mientras te metía la polla una y otra vez, puta? —Se oyeron unos jadeos al otro lado de la línea telefónica—. ¿Crees que ver arder toda tu vida es un castigo? ¿Lo crees, zorra? Un castigo es lo que va a venir a partir de ahora. —Se cortó la llamada.


Pau se quedó sentada en su despacho mirando al vacío. 


Estaba paralizada por el miedo, sus piernas y sus brazos no respondían a las órdenes de su cabeza que gritaba que saliera de allí de inmediato y fuera a la policía.


La tarde estaba gris a pesar de ser finales de junio. Los cristales ahumados del despacho junto con el feo cielo que se preparaba para una tormenta de verano hacían que aquella habitación amplia y espaciosa estuviera en penumbra, con un aspecto tan siniestro que puso los pelos de punta a Pau.


El teléfono la sobresaltó. Desconfiada, miró la pantalla y vio que esta vez sí era Simon.


—Estamos de camino a tu oficina. Llegamos en cinco minutos.


Cuando estaba recogiendo sus cosas para marcharse oyó el timbre de las puertas del ascensor al abrirse. Muy despacio se acercó a su puerta del despacho y asomó la cabeza para ver quién era, pero allí no había nadie. Las puertas se cerraron y ella miró a todas partes desde la poca seguridad de aquel lugar al que se encontraba aferrada con las uñas clavadas en el marco de la puerta. Decidió terminar de recoger sus cosas y salir corriendo de allí.


Fue hacia el ascensor, apretó el botón de llamada y esperó. 


Las oficinas estaban en la planta diecinueve de un edificio de treinta y una altura, por lo que coger uno de los ascensores en hora punta era una locura, pero a esas horas, cuando no quedaba casi nadie en el edificio, no resultaba difícil.


Se impacientaba, pasó por su cabeza la posibilidad de bajar por las escaleras pero tardaría más y llegaría abajo sudada. 


Resolvió tranquilizarse. Allí no había nadie más que ella y era absurdo estar nerviosa en ese momento. Debía, ante todo, mantener la calma. En el coche hablaría con Simon, se lo contaría todo y él la ayudaría.


De repente, una mano grande y fuerte se puso sobre su hombro y la sacudió levemente. Paula dio un grito ensordecedor y se metió dentro del ascensor justo en el momento en el que se abrían las puertas. Se dio media vuelta y vio a Kalvin Merrywether, el empleado de la compañía de limpieza, mirándola como si estuviera loca de atar.


—Pensé que no había nadie en la planta. Al menos cuando llegué no vi ninguna luz. Disculpe, señora Chaves.


Paula respiró varias veces seguidas para poder tranquilizarse. Si seguía así hiperventilaría y se desmayaría ahí mismo.


—No pasa nada, Kalvin. Solo me asustaste. Hasta mañana. 
—Y las puertas del ascensor se cerraron dejando a Kalvin con cara de preocupación.


Mientras esperaba en la calle a que llegara su hermano y su cuñada pensó en Pedro. Había ido a Washington pero no le había dicho a qué exactamente. Sabía, por medio de su padre, que Pedro se había alistado en el ejército y que pertenecía a las Fuerzas Especiales, pero no conocía cuál era su labor allí. Desde luego, pensó, debía ser una labor importante ya que con una sola llamada y sin una sola palabra, le habían hecho ir hasta la capital para… ¿Qué? No sabía lo más mínimo de ese hombre. «Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras», le había dicho él, pero, aunque había estado convencida de que lo haría, al menos hasta que encontrara otro lugar donde quedarse, ahora ya no estaba tan segura de hacerlo.


Simon y Carmen llegaron con el coche, ella subió simulando una sonrisa y se olvidó de Pedro al instante.