jueves, 6 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 15





Pedro se convenció de que al fin Paula estaba en su elemento, al observarla trabajar en la cocina. Exquisitos aromas salían del horno, mientras ella canturreaba. Aunque el apartamento estaba amueblado al azar, la decoración era magnífica. Un florero lleno de rosas se encontraba sobre la mesa del comedor. Al ver que ella había intentado crear un ambiente hogareño con tanta rapidez, Pedro se preguntó si se habría equivocado al presionarla para que volviera a estudiar. Sin embargo, ella parecía feliz con su decisión.


Pedro se acercó sigiloso por detrás de Paula y la abrazó por la cintura.


—Preferiría tenerte a ti que a la cena —murmuró él y le mordisqueó la oreja. Ella olía a perfume. Se movió, con la intención de alejarse, pero su movimiento resultó locamente provocativo.


—¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cena adecuada? —preguntó Paula.


—Hace tanto tiempo como la última vez que te tuve en mis brazos —respondió él.


—La comida primero —indicó Paula, aunque por la manera en que se estremeció, él adivinó que ella estaba tan ansiosa como él por experimentar el placer que habían compartido en Los Ángeles. Cuando la comida estuvo servida, Paula se quedó mirando cómo comía Pedro. Aquella atención tan insistente empezó a molestarlo—. ¿Más ensalada?


—No —contestó Pedro.


—¿Quieres más pollo?


—Si como más pollo, empezaré a cacarear—respondió él y le tomó la mano—. Cariño, no necesitas cuidarme de esa manera, ya soy mayor.


Ella lo miró como si la hubiera abofeteado y él se sintió mal, al advertir su mirada compungida.


Pedro añadió de inmediato.


—Paula, no he querido decir que no aprecio lo que has hecho. La cena ha estado maravillosa.


—¿Qué hay de malo en que haya querido prepararte una buena cena? —quiso saber Paula.


—Nada. Sólo que no estoy acostumbrado a que alguien se preocupe por mí. La verdad es que estoy de mal humor. Todos en el trabajo están dispuestos a renunciar, mientras no vuelva de mejor humor. No me presiones tú también.


—No he querido hacerlo —le aseguró Paula—. Pedro, lo último que deseo es abrumarte.


—No me estás abrumando —respondió él—. En realidad te pido disculpas si te he dado a entender que lo hacías. Ahora, ven aquí. Ya he terminado y me gustaría atacar el postre.


—He preparado una tarta de manzana —anunció Paula.


—Eso puede esperar, pues estoy pensando en algo más saludable —indicó él.


Paula se sentó sobre sus piernas y, aunque colocó los brazos en sus hombros, estaba tan rígida que él adivinó de inmediato que todavía estaba herida por su crítica. Pedro había esperado semanas ese momento, y lo anhelaba. A pesar de que había trabajado más que nunca durante su separación, por primera vez su trabajo no había absorbido todos sus pensamientos. Siempre había estado presente en él el recuerdo de Paula, y en ese momento había estropeado su encuentro por causa de su mal humor.


Pedro le murmuró al oído:
—Perdóname —ella se estremeció y al fin asintió. Lo abrazó con fuerza—. Ahora, demuéstramelo —suplicó—. Te he echado mucho de menos. No he podido concentrarme en nada. Por la noche, después de hablar contigo, me quedaba acostado, despierto durante horas, deseando que estuvieras a mi lado, para poder acariciarte. Aquí... —sus dedos acariciaron los labios de Paula—, y aquí —le acarició un seno y se estremeció al ver que ella respondía a su caricia—. ¿Tú también me has echado de menos?


—Creí que me moriría de soledad —confesó Paula, y empezó a desabrocharle la camisa. Lo besó en el cuello y saboreó su piel con la lengua. La excitación de Pedro fue inmediata. Su respiración se entrecortó cuando las manos de ella empezaron a acariciarle los hombros y la espalda.


—Paula, cariño —empezó a decir Pedro y gimió de placer—. ¡Paula!


—¿Hmmm?


—Qué aburrido... —la pasión se reflejaba en sus ojos azules—, pero si insistes...


El la levantó en brazos.


—Me temo que sí —admitió Pedro—. Si hacemos el amor en el suelo del comedor, es probable que pasemos allí la noche. Mañana me dolerán unos músculos que había olvidado que existían.


—Yo sería feliz dándoles un masaje —indicó Paula, generosa.


—Estoy tentado —admitió él, al advertir el brillo de los ojos de Paula—, pero tomando todo en consideración, opto por la cama. Te prometo que no te va a resultar aburrido...



****


—¿En dónde has aprendido eso? —preguntó Paula, unos minutos después, sin aliento. Pedro sonrió.


—No estoy seguro de que sea una buena idea preguntarle a un hombre dónde ha aprendido a hacer el amor... a menos que desees descubrir su pasada historia sexual. ¿Quieres referencias de eso? —preguntó Pedro, mientras la acariciaba de una manera que la hacía retorcerse bajo su cuerpo.


—No —respondió Paula con voz entrecortada—, no te detengas.


—¿Ni siquiera para esto... o esto?


Paula volvió a gemir y se arqueó para recibir sus caricias.


Murmuró su nombre, con ojos sorprendidos, y tembló debajo de él.


Pedro observó cómo el cuerpo de Paula empezaba a relajarse lentamente. Una lágrima rodó por la mejilla de la joven, cuando le acarició la cara.


—¿Por qué?—preguntó ella.


—Un regalo —respondió Pedro—. Quería que supieras lo mucho que te quiero.


Una segunda lágrima asomó entre sus oscuras pestañas, y después rodó por la mejilla.


—Oh, Pedro—murmuró Paula, mientras sus manos jugueteaban con el vello del pecho de su amante—. Yo también te quiero. Ya me has dado demasiado. Y me has hecho recuperarla confianza en mí misma. Nunca lo olvidaré.


Paula se desplazó, hasta colocarse encima de Pedro. Su pasión se encendía cada vez más. Paula deseaba intensificar la excitación de su pareja. Preguntó con ojos ansiosos, y después se entregó, remontándose a unas alturas que no había conocido con anterioridad, y gritaron juntos al alcanzar el éxtasis. Era un grito de alegría y de amor.





LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 14




Fin de semana del Día del Trabajo.


Paula se sentía asediada. Pedro y su madre, las dos personas menos razonables que conocía, la acosaban desde direcciones opuestas. Su madre insistía en que pasara, junto con el resto de la familia, el fin de semana festivo en Carolina del Norte. Pedro se empeñaba en que fueran a Hilton Head. Parecía más tenso y malhumorado que nunca.


—¿Qué te parecería que cambiáramos nuestros planes para este fin de semana? —preguntó Paula


—¡No puedes hablar en serio! No te veo desde julio. He cambiado citas para conseguirlo, ya he hecho las reservaciones en Hilton Head, y ya tengo el boleto de avión. Salgo de Nueva York dentro de unas horas. No es el momento adecuado para hablar de cambios.


—Tienes razón —admitió Paula—. Yo también esperaba con ansiedad este fin de semana. Dejemos las cosas como estaban planeadas.


Se produjo una pausa, antes de que Pedro dijera al fin:
—¿Estás segura? ¿No estarás huyendo de mí?


—No —aseguró Paula—. No es nada de eso. Estoy tan ansiosa por volver a verte como siempre.


—Entonces, todo está arreglado —indicó Pedro—. Tienes el número de mi vuelo. Asegúrate de confirmar la hora de llegada, para que no tengas que esperar en el aeropuerto de Savannah todo el día.


—Lo confirmaré —prometió Paula.


—De acuerdo, te veré esta noche, cariño. No puedo esperar —confesó Pedro.


—Hasta la vista, Pedro.


Paula colgó el auricular y se quedó inmóvil durante unos minutos, antes de reunir el valor necesario para volver a enfrentarse con su madre. Respiró profundamente y volvió a la sala, donde Lucinda Chaves estaba tomando el café de la mañana.


Paula le dijo a su madre:
—Lo siento; después de todo, no puedo cambiar mis planes.


Los ojos azules, brillaron con indignación maternal.


—Vamos, querida, no seas terca. Nada puede ser tan importante. Estoy segura de que puedes cambiarlos.


—No quiero hacerlo, mamá. Deseo ir a Hilton Head.


Después de haber estado en los brazos de Pedro, apenas podía esperar para volver asentir su abrazo. Las últimas semanas que había pasado sin él le parecieron
increíblemente vacías. ¿Cómo era posible que la ciudad en la que había vivido durante toda su vida, le pareciera de pronto solitaria? Las llamadas de larga distancia, sin importar su frecuencia, no podrán ocupar el lugar de sus caricias.


—¿Qué hay en Hilton Head que sea tan especial? —preguntó su madre.


Lucinda Chaves no estaba acostumbrada a que le llevaran la contraria, en especial, su hija mayor. Paula siempre había sido muy dócil.


—Un hombre —respondió Paula, antes de poder pensar en las consecuencias de sus palabras—. Voy allí a encontrarme con un hombre.


El rostro todavía hermoso de su madre registró la fuere impresión.


—¿Qué hombre? ¿Qué te está sucediendo, Paula?


—Nada, mamá. He conocido a alguien. Llevo un tiempo saliendo con él. Vamos a pasar el fin de semana en Hilton Head, eso es todo —se sintió orgullosa de su tono de desafío, aunque no esperaba que su madre se diera por vencida.


—¿Lo conocemos nosotros? —preguntó su madre.


—No, no es de Atlanta.


Como podría esperarse, su madre se escandalizó ante aquella noticia.


—Entonces, ¿cómo lo conociste?


—Lo conocí cuando fui a Savannah, el año pasado —explicó Paula.


—Entonces vive en Savannah—indicó su madre, aparentemente aliviada—. Conozco a algunas familias encantadoras en Savannah. Tal vez lo conozca, después de todo.


—No, mamá. El estaba allí por asuntos de trabajo. Vive en Nueva York.


—¡Santo cielo! —exclamó su madre. Se apoyó en el sofá y empezó a abanicarse sacudiendo un pañuelo. Al ver que Paula no respondía, añadió—: Entonces, tienes que llevar a ese hombre a Carolina del Norte. Eso es todo. No permitiré que salgas huyendo para tener un encuentro sórdido con un desconocido.


—El no es un desconocido para mí, y además, no existe nada sórdido —aseguró Paula, con una dignidad que denotaba que era hija de su madre—. No me importa lo que pienses, me niego a pasar el poco tiempo que tenemos para estar juntos, exhibiéndolo para que le pases revista.


La mirada de su madre era penetrante. Un mes antes, Paula habría cedido ante aquella mirada, pero las cosas habían cambiado. Desde que conocía a Pedro era más fuerte, estaba más segura de sus decisiones.


—¿Te avergüenzas de él? —preguntó su madre—. ¿No te parece que sea adecuado para una Chaves?


—¡Ese no es el problema! Es una buena persona —indicó Paula.


—Entonces, el problema somos nosotros —comentó su madre. Paula gimió.


—No seas ridícula. No me avergüenzo de nadie —apuntó Paula—. Si mi relación con Pedro se convierte en algo permanente, entonces te aseguro que lo llevaré a casa
para que puedas examinarlo hasta quedar satisfecha. Hasta entonces, llevaré las cosas a mi manera. Que tengas un fin de semana encantador, mamá. Saluda a todos de mi parte.


Paula la besó en la mejilla y salió de la habitación, antes que su sorprendida madre pudiera reaccionar. La joven no estaba segura de haber podido soportar otro ataque. Su madre era excelente para hacer sentir culpable a la gente, y Paula apenas había empezado a ponerle resistencia. 


Sólo la perspectiva de tener a Pedro para ella sola, en una playa apartada, le daba fuerzas. Se preguntó cómo reaccionaría su madre cuando le comunicara que pensaba irse a vivir a Savannah, para asistir a la universidad... y ver a Pedro cada vez que fuera posible que él viajara hasta allí.


Al fin había revisado el folleto del Savannah College of Art & Design, después de volver de Los Ángeles. En los primeros días, después de su vuelta, se sintió como si pudiera conquistar el mundo. Un segundo título universitario, en esa ocasión, en una carrera de su elección, le parecía algo magnífico. Un jueves fue a Savannah, pues tenía planeado encontrarse con Pedro allí por una noche, pero al llegar se enteró de que él había tenido que volar a Chicago. A pesar de su amarga desilusión, aprovechó su estancia allí para ir a la escuela de arte y matricularse.


De inmediato, buscó y encontró un apartamento. Le fascinó lo luminoso que era, y el antiguo mobiliario. Había planeado informar a Pedro de su decisión, cuando hablaran aquella noche, pero decidió guardar el secreto para darle una sorpresa.


Se lo diría cuando llegaran a Hilton Head. Tal vez un día fueran a Savannah, para que él pudiera ver el apartamento. Por si acaso, dejó en la nevera una botella del vino favorito de Pedro, y también algo de comida.


En el aeropuerto de Savannah, Paula paseó de un lado a otro de la sala. Habían anunciado que el vuelo llegaría a tiempo, pero ella estaba demasiado ansiosa por volver a abrazarlo, y los minutos le parecían horas.


Cuando al fin llegó Pedro, ella se quedó impresionada por su apariencia. Parecía muy cansado, y sus ojos no tenían vida, hasta que la miraron; entonces se iluminaron un poco, y sus labios dibujaron una tierna sonrisa.


—Realmente, eres una visión para mis ojos cansados —aseguró Pedro. Dejó su maleta y la abrazó. Paula se apretó contra su pecho y lo abrazó con fuerza.


—En cambio tú no tienes buen aspecto —comentó Paula y lo estudió con preocupación—. ¿Has tenido una mala semana?


—Unas semanas pésimas —respondió él, subrayando el plural. Paula se sorprendió y se sintió un poco herida, porque él no había compartido con ella sus problemas.


—No me comentaste nada cuando hablamos por teléfono —le reprochó Paula.


—Lo último que deseaba era discutir de negocios por teléfono —murmuró él—. Es una sensación adorable volverte a abrazar.


Paula tuvo de pronto una idea. Era tarde y Pedro estaba muy cansado. ¿Por qué ir a Hilton Head, cuando ella tenía ese hermoso apartamento allí?


—Salgamos de aquí y vayamos a algún sitio donde puedas abrazarme de manera apropiada—sugirió ella.


—Había pensado en abrazarte de manera no apropiada —dijo él.


—Yo también —confesó ella con entusiasmo.


En el coche, los ojos de Pedro se cerraron de inmediato. 


Al observarlo, Paula se dio cuenta de cómo luchaba para mantenerlos abiertos. El miró por la ventana y frunció el ceño.


—Este no es el camino —protestó Pedro cuando ella se dirigía hacia el centro de Savannah.


—Lo sé —respondió Paula, con la vista fija al frente.


Se produjo un largo silencio, antes que él respondiera. Pedro tenía los ojos muy abiertos y la observaba con curiosidad.


—¿Qué tienes en la cabeza, Paula Chaves?


—Ya lo verás—respondió ella, satisfecha de estimular su curiosidad. Cuando detuvo el coche frente a la vieja casa, que daba hacia una de las muchas plazas de Savannah, Pedro estaba sorprendido.


—Paula, por favor, estoy demasiado cansado para ir de visita.


—No vamos de visita —aseguró ella.


—Entonces, ¿qué es? ¿Uno de esos lugares para dormir y desayunar? Los odio. No hay suficiente intimidad.


—Confía en mí—sugirió ella—. Agarra tu maleta y sígueme.


Después de una larga pausa, durante la cual Pedro se dedicó a estudiar el extraño comportamiento de Paula, encogió los hombros con resignación y agarró su maleta. 


Paula le indicó el camino.


—¿Quién vive aquí? —preguntó Pedro, mientras observaba el edificio con ojo crítico.


—¿Te gusta? —preguntó Paula.


—Tiene mucho encanto —respondió Pedro—. ¿A quién pertenece?


—A mí —repuso ella y vio que sus ojos se abrieron sorprendidos—. A nosotros. Esto es, si tú estás de acuerdo... para cuando podamos encontramos aquí. ¿Qué opinas, Pedro? Di algo. 


Una sonrisa apareció en sus labios.


—¿Has comprado esto? —preguntó Pedro


Ella negó con la cabeza.


—Lo alquilé. Es barato. Lo arreglaron un poco, pero todavía hay trabajo por hacer —indicó ella—. Estuvieron de acuerdo en bajarme el alquiler a condición de encargarme de parte de la restauración. Me lo recomendaron en la escuela.


Pedro la abrazó de pronto, y la levantó en volandas.


—¡Te has matriculado! —exclamó él.


Paula asintió riendo. Por primera vez, su decisión parecía real, y se permitió demostrar su excitación.


—Comienzo mis clases este otoño. Es probable que sólo viva aquí durante los días laborables. Necesitaré volver a Atlanta los fines de semana, para asegurarme de que la casa de allí está bien, y para cumplir con la familia. Me gustaría haber acabado con todos mis compromisos, pero con algunos me resultaba imposible. Puedo hacer todo eso también durante los fines de semana. ¿Qué opinas?


—Pienso que eres maravillosa. Estoy orgulloso de ti.


La expresión de los ojos de Pedro borró cualquier duda que pudiera quedar. Paula levantó la mano y tocó las arrugas de cansancio que se marcaban en su rostro, que por cierto casi se habían borrado por su entusiasmo ante la decisión que ella había tomado.


—¿Quieres quedarte aquí conmigo este fin de semana? —preguntó Paula—. Hay comida en casa. Así no tendrías que hacer ese largo trayecto. Sería como si en realidad viviéramos juntos, aunque sólo fuera por unos días. Será la primera casa que nos pertenezca a los dos.


—¿No te has establecido todavía? —preguntó Pedro.


—Todavía no. Te esperaba. Quería compartir contigo mi primera noche aquí.


Los ojos de Pedro se oscurecieron por un sentimiento que ella no pudo identificar.


—No tenías planeado ir a Hilton Head, ¿no es así? —preguntó él.


—Por supuesto que sí —insistió Paula con indignación, pero se preguntó si realmente sería sincera—. Había pensado en detenernos aquí a la vuelta. No se me ocurrió la idea de quedarnos aquí, hasta que vi lo cansado que estabas. ¿Qué estás pensando?


—Creo que nunca vamos a pasar este fin de semana en Hilton Head—respondió Pedro y le tomó la mano—. Entremos para que pueda saludarte como es debido.


Paula sacudió la cabeza y le apretó la mano con fuerza.


—Me prometiste abrazarme como es debido, y haré que cumplas.



LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 13





El pulso de Paula se aceleró de lo nerviosa que estaba ante lo que se avecinaba. El viaje hasta la cabaña dé la playa le pareció interminable, y al mismo tiempo, demasiado cortó. 


Cuando entraron por la puerta principal, pensó que se moriría si Pedro no la besaba, pero él se limitó a tomarla de la mano.


—Demos un paseo por la playa —sugirió Pedro—. Ya lo hemos pospuesto demasiado tiempo —la noche los envolvió mientras paseaban tomados de la mano por la arena. Las olas bañaban la playa, y hacían eco a los latidos del corazón de Paula. Ella se estremeció y Pedro se detuvo para abrazarla—. ¿Tienes frío?


—No cuando me abrazas así —respondió ella.


—Entonces no te soltaré —murmuró él con voz ronca. 


Paula levantó los ojos para encontrar su mirada, y lo que vio la hizo sentirse débil de ansiedad, al ver todo el amor que revelaba su expresión.


Pedro empezó a decir:
—Paula...


La besó en la boca con suavidad persuasiva, y la dejó sin aliento llenándola de alegría. Una gran pasión empezó a formarse en el interior de Paula, una necesidad tan intensa que tuvo que aferrarse a él, en busca de su calor. 


Ansiaba sentir su piel desnuda junto a la suya. Era un deseo que la consumía, y la estremecía por su fuerza. Su cuerpo nunca había ardido de esa manera, ni nunca se había sentido tan cautivada por una caricia.


Los dedos de Pedro dibujaron un arco en su espalda, luego en la curva de su cadera y ella gimió en respuesta, llena de vida, como nunca lo había estado antes.


Pedro sugirió:
—Entremos.


—No —murmuró Paula, con los labios oprimidos contra su cuello. Aquí, Pedro—. Hagamos el amor aquí... ahora.


El abrió la boca para objetar, pero ella selló su argumento con un beso urgente que los dejó a ambos temblando. Los dedos de Paula desabrocharon nerviosos los botones de la camisa de Pedro, y luego tiraron de ella sacándola del pantalón. El gimió al sentir que ella le acariciaba el pecho desnudo. Por un instante, Paula se quedó aterrada ante su propio abandono, pero de inmediato se dejó llevar por sus sensaciones.


—Deberíamos tener sábanas de satén y una luz tenue —murmuró Pedro, mientras le soltaba el sostén de encaje.


—La luz de las estrellas es mejor—musitó Paula, pensando que bajo esa luz él no advertiría su temor. Bajo el cielo de la noche, él no descubriría el poder de sus caricias. Con el sonido de las olas, quizá él no escuchara los gemidos de placer que habían empezado a formarse en su interior.


Mateo nunca la había hecho sentirse de esa manera, 
nunca la había hecho olvidar que era una dama. En los brazos de Pedro descubría que era sensual, y que en el fondo, esa sensualidad luchaba, ardía y gritaba para ser calmada. La pasión la aterraba... y la atraía de manera inevitable.


Respondiendo a las caricias atrevidas de Paula, Pedro terminó de quitarle la ropa. La observó por un momento, y en sus ojos se vio reflejada como una mujer completa. Extendió los brazos, y la última delicadeza de Pedro desapareció. Sus caricias fueron más íntimas y sus labios más posesivos. Los músculos de Pedro se estremecieron bajo sus caricias profundas hasta que, al fin, se dejó caer en la arena arrastrándola con él.


Paula vio la pasión reflejada en sus ojos mientras él la poseía de una manera lenta y provocativa, hasta que no existió nada más que el furor del océano, Pedro y las sensaciones urgentes y apasionadas que la consumían y estremecían.


En ese momento, Paula supo que estaba perdida. Supo que durante el tiempo que durara, atesoraría lo que había encontrado en Pedro, pues prometía una gran felicidad.