sábado, 1 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 14




—¿Tus llaves?—Pedro repitió las palabras como si nunca hubiese oído mencionar esos objetos.


—Sí —siseó Paula—, ¡Ya sabes, esas cositas de metal que sacaste de mi automóvil!


Pedro se incorporó y el perro se permitió apartar momentáneamente su atención de la comida para posar sobre Paula sus ojos amarillos cargados de sospecha.


—¿Qué te hace pensar que yo las tomé? —preguntó Pedro por fin.


—¡El hecho de que tú eres la única otra persona que hay en este lugar! 


Una lenta sonrisa se insinuó en la boca de él y tuvo el efecto de hacer que el corazón de Paula diera un vuelco aun en el furioso calor de su cólera.


—¿Estás segura de que no las perdiste? —sugirió él con exasperante calma.


Paula se recobró. ¡Maldición! ¿Por qué este hombre? ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?


—¡Sí! —exclamó.


Pedro apoyó la espalda en la mesada, cruzó los brazos, y con sus ojos color canela la observó atentamente a través de sus largas pestañas oscuras. Se tomó varios segundos antes de hablar.


—Bueno, entonces creo que debo haber sido yo.


—¿Qué? —La oscura respuesta casi fue demasiado para la poca paciencia de Paula.


—Dije —repitió él con suavidad— que supongo que quizá fui yo quien las perdí.


—Perdidas... —dijo Paula, sin poder creer lo que oían sus oídos. 


—Me parece que recuerdo que anoche las tenía...


La cólera de Paula explotó.


—¡Encuéntralas, entonces! ¡Y tienes que encontrarlas ahora mismo!


Pedro no se inmutó.


—¿Cómo quieres que las encuentre si acabo de decirte que se perdieron?


—¡Se perdieron muy convenientemente! Tú las tienes en alguna parte, Pedro Alan Alfonso. ¡Y sabes perfectamente bien dónde están!


Otra lenta sonrisa cruzó los atractivos labios de él.


—No pensé que tú ibas a creer eso.


Paula abrió grandes los ojos.


—¡De modo que lo admites!


El alzó sus hombros musculosos.


—Supongo que tendré que admitirlo —dijo.
Paula no supo que decir a continuación. 


¡Parecía que él se divertía haciéndola correr en círculos! Finalmente, lanzó la única palabra que le vino a la mente:
—¡Pero esto es un secuestro!


El rechazó la palabra sin inmutarse.


—Llámalo como quieras —dijo—. Yo prefiero pensar que estoy protegiendo mis intereses comerciales. Te contraté para un trabajo y ahora tú estás tratando de abandonarme sin haber cumplido tu parte del trato.


—¡Nosotros no tenemos ningún trato! —Paula estaba lívida.


—Acuerdo, entonces.


—¡No tenemos ningún acuerdo!


—Tu agencia lo tiene.


—¡Al demonio con mi agencia! ¡Y contigo también!


Pedro tuvo la osadía de echarse a reír, la cual hizo que Paula se abalanzara contra él, perdido ya todo el control. Quería hacerle algo, cualquier cosa, perturbar esa confianza serena y burlona que él se tenía. Desde el principio él había sido un enemigo... casi una maldición.


Pero por alguna razón su plan no funcionó como ella había querido. En vez de no estar preparado para el ataque, Pedro pareció que la esperaba. 


Dio un paso a un costado en el momento que ella lanzó su cuerpo hacia adelante, y la rodeó con sus brazos de acero, inmovilizándola contra su pecho y deteniendo con su fuerza cualquier movimiento de resistencia que ella pudiera intentar.


Paula tenía el rostro congestionado por el esfuerzo cuando por fin se quedó quieta, pero con sus ojos violetas lanzando puñales de odio. 


El cuerpo de él era cálido, duro, y el almizclado perfume que usaba acentuaba su agresiva forma de masculinidad. Paula notó esas cosas como también notó que ahora el perro estaba erguido y rígido a su lado y que de su garganta salía un profundo y amenazador rugido de advertencia.


Pedro la miró a la cara.


—Tendrás que aceptarlo, Paula. No dejaré que te vayas.


Paula respondió con voz ligeramente temblorosa y jadeante:
—¡Te denunciaré a la policía!


—Eso tendrá que esperar hasta que encuentres un teléfono. Afortunadamente, o lamentablemente, según desde dónde lo mires, por aquí no hay ninguno.


—¡Presentaré cargos! —Su voz todavía seguía estremecida por la profundidad de su cólera.— ¡Estarás tanto tiempo en la cárcel que las autoridades se olvidarán de que estás allí!


Pedro frunció los labios.


—Esa será tu prerrogativa... cuando yo decida dejar que te vayas.


Paula se mordió el labio para contener las palabras airadas que trataban de saltar de su lengua. Era inútil. El parecía convencido de que tenía una respuesta para todo. Pero ella no estaba derrotada. ¡No, aún no!


Pedro aflojó un poco los brazos.


—Todo será mucho más sencillo si te relajas un poco. Como te dije antes, yo sólo quiero que tengamos una oportunidad de conocernos mejor. Y creo que si lo admites, tendrás que llegar a ponerte de acuerdo conmigo en que no sería una cosa tan terrible.


Paula cerró la boca con fuerza y lo fulminó con una mirada.


Pedro miró la cara terca, empecinada de ella, el pequeño mentón lleno de determinación, esos labios normalmente suaves y serenos que ahora estaban tensos, formando una fina línea, y la soltó completamente.



PERSUASIÓN : CAPITULO 13




Paula se retiró furiosa, azuzando su propia ira y sin permitirse mirar hacia el área oscura de su mente que la atormentaba con el hecho de que ella estaba buscando cualquier excusa para marcharse. Porque si lo hacía quizá no le gustaría lo que encontraría. Y eso la inquietaba casi tanto como la posibilidad de lo que podría descubrir. ¡Si por lo menos Alan Alfonso fuera otro hombre!


Paula arrojó las pocas cosas que había usado la noche anterior dentro de una de sus maletas, sin importarle que pudieran arrugarse. Después tomó su bolso y empezó a buscar sus llaves.


Un minuto después vaciaba sobre la alfombra el contenido de su bolso. Libreta de anotaciones, lápiz labial, peine, varios pañuelos de papel —uno de ellos con un trozo de goma de mascar que se había olvidado de arrojar a la basura—, todo menos sus llaves. ¡No estaban allí!


Un poco desesperadamente, Paula buscó otra vez en el contenido, y después de no haber tenido mejor suerte, exploró el forro de su bolso en la esperanza de que hubieran quedado ocultas en alguna parte. Pero fue inútil.


Lentamente, se dejó caer sentada en el borde de la cama, repasando mentalmente la última vez que las había visto. ¡Las había dejado en el automóvil! La tarde anterior había estado tan sorprendida, por no decir disgustada, al encontrar la casa donde tendría que trabajar y descubrir que no era más que una cabaña, que las dejó colgando de la llave de encendido.


Paula volvió a meter apresuradamente sus cosas dentro de su bolso, al que colgó de su hombro con la correa, reunió sus maletas y fue hasta la puerta. Las rodillas le dolían, pero tendría que resignarse. Más tarde, cuando estuviera de regreso en su apartamento, se las curaría debidamente. Pero ahora no.


Después de atravesar la casa y salir al porche, Paula continuó caminando lo más rápidamente que pudo por el sendero, en dirección a su automóvil. Una vez allí, puso su equipaje sobre el asiento trasero y se sentó detrás del volante con el corazón latiéndole aceleradamente y sus ojos buscaron alguna señal de Pedro. Hasta ahora él no había tratado de seguirla, cosa que de algún modo la confundía, especialmente cuando se había mostrado tan contrario a que ella se marchara. Pero supuso que, en eso, podía considerarse afortunada porque, por lo menos, no tendría que llegar a una pelea para poder marcharse.


Con eficiencia surgida de la práctica, Paula llevó la mano hacia el encendido y empezó el movimiento que pondría el automóvil en marcha. 


Sin embargo, sus dedos sólo encontraron el aire.


Por un momento Paula quedó donde estaba, atónita, incapaz de creer lo que ocurría. 


Entonces, lentamente se le hizo clara la realidad de la situación, y empezó a buscar frenéticamente a su alrededor, mirando en todas partes debajo de las alfombrillas del piso, en el compartimiento para guantes, entre la caja de cambios y los dos asientos delanteros que hubieran sido un lugar perfecto para que se refugiaran las llaves. Pero fue inútil. No estaban. 


Habían desaparecido.


Pasaron varios segundos mientras Paula luchaba contra una sensación de impotencia absoluta. ¿Dónde podían estar las llaves? Había llegado hasta aquí conduciendo el automóvil, prueba de que las tenía hasta ayer por la tarde. 


Se obligó a pensar. Al ver la cabaña había cerrado el encendido y había bajado del automóvil. Con crecientes sospechas, los ojos de Paula siguieron el trayecto que había cubierto en dirección a la cabaña.


¡Pedro! ¡Fue Pedro! ¡Él era el único responsable! Ahora sabía por qué no trató de detenerla, porqué se había reído. El tenía las llaves... las había tomado anoche cuando llevó el equipaje de ella a la habitación. Por eso lo había notado tan seguro, tan... tan... ¡Todo era una estratagema de él!


Una cólera negra y profunda empezó a crecer dentro del pecho de Paula a medida que la frustración y la furia alimentaban la hoguera, y ella empezó a temblar. Era un temblor fino que nada tenía que ver con el miedo. ¡Cómo osaba él hacerle esto! ¡Cómo se atrevía a pensar que podía hacerle esa jugarreta! Aparentemente, abrigaba la opinión de que podía obligarla a quedarse. ¡Bueno, no lo lograría! Ella no lo permitiría. Un recuerdo de la risa ronroneante de él inflamó aún más su temperamento.


Con su pelo negro flotando alrededor de su cara por sus movimientos apresurados, violentos, Paula se apeó del automóvil y cerró violentamente la puerta. El acto le hizo bien... ¡ojalá hubiera podido golpearle así la cabeza!


Cuando entró hecha una furia en la cocina vio a Pedro de pie junto al extremo de la mesada, agachado para acariciar al enorme perro cuyo hocico estaba firmemente metido en un gran tazón de plástico lleno de comida. Los ojos relampagueantes de Paula captaron la presencia del perro, pero estaba tan furiosa que no le dio importancia. Caminó resueltamente hasta quedar a diez centímetros de los dos y preguntó, airadamente:
—¡Muy bien! ¿Dónde están?


Pedro alzó la vista y la miró, con su hermoso rostro totalmente sin expresión.


—¿Dónde está qué?


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle.


—¡Mis llaves, maldición!




PERSUASIÓN : CAPITULO 12



Esa era una cosa que Marcia comprendería. 


Nada la enfurecía más que una de sus empleadas fuera molestada sexualmente en algún trabajo.


La boca de él se curvó en una sonrisa divertida.


—¿Sólo un dedo? —dijo.


—¡Un dedo! —respondió Paula hirviendo de furia.


Los firmes labios de Pedro se curvaron en otra sonrisa. 


—Eso será muy fácil —dijo—. Está bien, acepto.


Paula lo observó un momento llena de recelo y después asintió brevemente con la cabeza. El pacto estaba hecho. Probablemente ella estaba exponiéndose a toda clase de problemas, pero era un riesgo que iba a tener que aceptar. Como había dicho Marcia, no todos los días una personalidad del calibre de Alan Alfonso se ponía en contacto con la agencia... y si por casualidad él estaba un poco chiflado, bueno, ella podía manejar la situación... mientras él no tratara de hacerse el gracioso, como tocarla o besarla, o trasponer de alguna manera los límites que separaban la relación profesional entre empleada y empleador.


Su orgullo recibió una sacudida cuando después de preguntarle si le gustaría ver la habitación que le estaba destinada y habiendo recibido un gesto afirmativo de la cabeza de ella, Brian se inclinó y la levantó en brazos antes que ella pudiera articular un solo sonido.


—Todo está incluido en el servicio —dijo él fingiendo naturalidad—. Tú no debes caminar.


Paula empezó a protestar pero pronto se detuvo por la necesidad de colgársele del cuello, pues Pedro cruzó la habitación y traspuso la puerta que estaba abierta indiferente a la carga que llevaba en brazos. Paula, aferrada al cuello de él, se preguntó si eran necesarias tantas sacudidas. La luz perversa de los ojos de él cuando la depositó sobre una cama con cubrecama cuadriculado le indicó que no era así.


—Gracias —dijo ella, lanzándole dagas en la mirada.


—No es nada —respondió él, y las dagas no penetraron su gruesa piel.


Paula empezó resueltamente a enderezarse la blusa color lavanda protestando todo el tiempo entre dientes y esperando que él entendiera la indirecta y se marchara. Alzó la vista cuando terminó sólo para comprobar que él seguía en el mismo lugar.


—¿Y bien? —preguntó Paula.


—Estaba preguntándome si tienes apetito.


Unos dientes pequeños y perfectos se apretaron con furia.


—¿Estás tratando de hacerme enojar?


—No tengo que esforzarme demasiado para lograrlo ¿verdad? —El estaba fracasando en su intento de reprimir una amplia sonrisa.— ¿Crees que estoy tratando de decirte algo?


—¡No tengo la menor idea de lo que estás diciendo! —Paula se volvió para no seguir mirándolo.


—Oh, creo que sí... creo que lo sabes, o lo sabrás si te permites pensar en ello.


Paula continuó con la vista clavada en la pared, donde había una pintura semejante a la que había visto antes en la otra habitación. Se relajó sólo cuando oyó el sonido de las pisadas de él que se alejaba lentamente. Entonces se dejó caer sobre las mullidas almohadas y se preguntó qué había hecho para encontrarse en un enredo como ese.


No pasaron cinco minutos y Pedro volvió a la habitación, haciendo que Paula se sentara de un salto, y que sus mejillas se cubrieran de un leve rubor por haber sido sorprendida en tan vulnerable posición.


—¿Qué ocurre ahora? —preguntó con irritación.


Un relámpago de fastidio apareció en los ojos de él pero se apagó rápidamente.


—Pensé que tenía que traer esto. Pero si no las quieres... —Levantó el equipaje de ella.


—¡Oh! —Paula se sintió un poco avergonzada de su previa rudeza. Normalmente era una persona bastante amable; solamente la presencia de este hombre parecía despertar en ella la peor faceta de su carácter. Sintiéndose incómoda, dijo: — Gra... gracias. Sí, sí, las necesito.


Pedro dejó las maletas sobre la abigarrada alfombra de retazos que cubría la mayor parte del piso de madera de la habitación.


—También quería decirte que el cuarto de baño es la primera puerta a la izquierda después de salir de esta habitación, y que si lo deseas, puedo llevarte allí ahora.


El rubor que en ningún momento había desaparecido del todo de las mejillas de Paula se acentuó.


—No —dijo—. Puedo caminar. Ahora mis rodillas apenas duelen.


—Una cura milagrosa —murmuró él.


Paula alzó tercamente el mentón.


—Podría decirse que sí —dijo.


—Entonces, en ese caso, puedes empezar a trabajar mañana. Dios sabe cuánto necesito tu ayuda.


—Me parece perfecto, señor... —Ladeó la cabeza.— ¿Cómo debo llamarte? ¿Alfonso es tu apellido, o también es falso?


Pedro pareció ofendido.


—¿Por qué tengo la impresión de que piensas que algo más que mi nombre es falso? —Como ella no respondió, continuó: — Mi nombre completo es Pedro Alan Alfonso. Abandoné el Pedro para firmar mis libros por motivos de privacidad... sólo mis amigos me llaman así. ¿Y en cuanto a cómo debes llamarme tú? Recuerdo que te pedí que me llamases Pedro.


—Pero yo no soy una de tus amigas, sólo trabajo para ti —le recordó ella muy remilgada.


La réplica de él fue inmediata:
—Entonces te ordeno que me llames Pedro.


Paula lo miró furiosa y mentalmente lo maldijo.


—Oh, está bien... —dijo—. ¡Pedro! —agregó fríamente.


Una luz traviesa jugueteó en los ojos marrones de él.


—Prueba otra vez, pero trata de poner un poquito de calor. Eso hubiera podido competir con el viento helado del norte.


—Veré lo que pueda hacer —dijo Paula, decidida a que el infierno se helara antes de volver a pronunciar el nombre de él.


Pedro sonrió ácidamente.


—La práctica lo hará más fácil —sugirió.


Cuando Paula permaneció tercamente callada, él suspiró con resignación y salió de la habitación.


Fue repentino, pero esa noche Paula durmió profundamente. En un momento estaba planeando toda clase de maquiavélicas torturas que podría infligir a Pedro y al siguiente estaba arrugando la nariz y aspirando el aroma delicioso de tocino frito que entraba en la habitación desde el otro lado de la puerta cerrada.


Paual apartó el liviano cubrecama y saltó del lecho con los pensamientos centrados en una sola cosa: comida. Todo lo que había comido antes de dejar su apartamento de Houston era un tazón de sopa y una ensalada. Ahora, la vasta región vacía que sentía en su vientre estaba pidiéndole algo más, respondiendo con atormentador entusiasmo al aroma que empezaba a llenar el cuarto.


Sólo dio dos pasos y el dolor de sus rodillas magulladas la hizo detenerse. Había olvidado sus heridas, pero ellas, perversamente, no se habían olvidado de Paula y no habían curado lo suficiente para permitirle libertad de movimientos.


Cuando el dolor se hizo intolerable, se acercó cojeando a su maleta y se puso su bata corta. 


Después, armada con ropa interior limpia, se dirigió a la puerta. La noche anterior le habían dicho que el cuarto de baño estaba ahí cerca...
Paula cerró mejor las solapas de la bata sobre sus pechos pequeños y retiró la silla que había colocado como medida de seguridad contra la puerta, enganchada en el picaporte. A la luz del día, sus precauciones de la noche anterior parecían bastante ridículas; pero ella sabía que cuando otra vez llegara la noche, volvería a colocar cuidadosamente la silla. No era una virgen intocada, por cierto, pero no quería confiar en este hombre y estaba decidida a no ser violada durante el sueño.


Después de una mirada de precaución, Paula se dirigió al cuarto de baño. El agua fresca le produjo una sensación maravillosa cuando se lavó, y le hubiera gustado darse una ducha. 


Pero su desconfianza hacia ese hombre, y los impacientes rugidos de su estómago, no le dejaron alternativa.


Lanzó una mirada de precaución, volvió a su cuarto, sacó de su maleta un liviano vestido de verano y agradeció silenciosamente que la suave tela rosada fuera inarrugable. Anoche no había estado en condiciones de desempacar. Se tomó pocos minutos para aplicarse un poco de lápiz de labios y maquillaje y peinar su oscura cabellera. No quería aparecer como interiormente se sentía, o sea, como una hambrienta criatura gitana capaz de devorar cualquier cosa que le pusieran adelante.


Cuando le pareció que se veía fresca y descansada, abrió nuevamente, la puerta y dejó que su nariz la orientara hacia la cocina. Era la segunda puerta que daba a la habitación principal. Allí encontró a Pedro que tarareaba mientras depositaba en dos platos amarillos montículos de huevo. El la miró sin denotar sorpresa alguna.


—Espero que te gusten los huevos revueltos. ¿Prefieres zumo de naranjas, café o las dos cosas?


Pedro le daba la espalda cuando puso la sartén en el fregadero y dejó correr el agua sobre la misma. Esta mañana vestía otra vez vaqueros, sólo que ahora eran de color castaño y llevaba una tricota de algodón que se adhería fielmente a cada músculo de su fuerte espalda. Paula no pudo evitar que sus ojos recorrieran admirados el cuerpo atlético de él.


Pedro miró hacia atrás con una ceja levantada inquisitivamente y Paula se sobresaltó sintiéndose culpable. Esta era la segunda vez en otros tantos días que él la sorprendía mirándolo fijamente. ¡Tendría que parar antes que a él se le metieran ideas raras en la cabeza!


Como ella no respondió, un asomo de sonrisa curvó los labios de Pedro, que se volvió para apoyarse en la mesada, con las manos sobre el borde del fregadero y mirándola en forma provocativa.


—Bueno, no me digas que todavía no tienes hambre —dijo.


En ese momento, a causa del tono burlón, superior de él, a Paula le habría gustado mucho decirle con frialdad que quería nada más que una taza de café, pero la boca se le hacía agua y no le permitió pronunciar las palabras. En cambio, respondió:
—No, no le diré eso porque sería una mentira... y no miento.


—Yo tampoco —replicó él, extendiendo instantáneamente el ataque de ella.


—Lo cual es la única razón por la que estoy aquí.


Paula se sentó ante la pequeña mesa de madera que tenía solamente dos sillas y diestramente desplegó la servilleta de papel que estaba junto a sus cubiertos y la puso sobre su regazo.


Por el rabillo del ojo, vio que Pedro se apartaba de la mesada y tomaba los dos platos deliciosamente cargados. Puso uno frente a ella y el otro delante de la silla vacía.


—No has respondido. —Permaneció de pie.— ¿Qué te gustaría para beber?


—Café, por favor.


Los ojos de Paula se posaron hambrientos en los huevos y en tres tajadas de tocino frito hasta quedar crocante. Su estómago emitió un gruñido de hambre, y apenas pudo contenerse y no precipitarse a devorar la comida que tenía en el plato.


Un jarro blanco lleno de humeante café negro fue puesto al alcance de su mano.


—Hay leche en el refrigerador, si quieres —murmuró Pedro antes de tomar asiento frente a ella.


—Gracias.


Paula tomó su tenedor pues no podía esperar más. ¡El aroma estaba enloqueciéndola! Pero antes que pudiera llevarse a la boca el cargado utensilio, sonó la ronca voz de Pedro:
—De pronto te muestras muy cortés...


Paula dejó el tenedor. ¡Maldito!


—Siempre soy cortés con mis empleadores —respondió con fingida dulzura.


—Creo que eso es lo que espero ver...


—¿Qué? ¿Mi condición de empleada... o mi cortesía? Te garantizo que en lo que a ti te concierne, las dos van de la mano.


Pedro empezó a sacudir su cabeza oscura.


—Estás fallando —le advirtió.


—¿En qué sentido?—dijo Paula, cuya paciencia estaba acabándose.


—En tus modales.


—Bueno, quizá yo soy una de esas personas a quienes no les gusta hablar antes del desayuno.


Hundió una vez más el tenedor en el montículo de huevos revueltos.


—No fue esa la impresión que tuve hace unos minutos.


—¡No me interesa lo que hice hace un minuto!


—Tus ojos están demasiado brillantes... demasiado vivos.


Los ojos de los que él hablaba chisporroteaban de impaciencia.


—¡Por favor, deje de hablar de mí!


—Pero me gusta hablar de ti... y hablarte a ti. ¿Por qué si no, me habría tomado toda la molestia que tuve que tomarme hasta lograr que vinieras aquí?


Paula abandonó completamente su tenedor.


—Quieres que trabaje para ti, ¿recuerdas? ¿O fue nada más que otra... estratagema? Uso esta palabra porque me parece que odias la palabra "mentira"


—Hay trabajo que hacer... y mucho. Pero también esperaba tener un poco de tiempo para entretenernos... una oportunidad de conocernos mejor.


Paula soltó un gruñido. No fue nada elegante, pero fue lo que hizo.


—¿Alguna vez te detuviste a pensar que quizá yo no quiera conocerte mejor?


—Estás peleándome, Paula —Los ojos marrones la miraron aparentemente muy divertidos.


—Tienes mucha razón. ¡Y también creo que estás loco!


—Solamente por ti.


Paula tomó su tenedor y preparó otro bocado de comida. No le importó que su apetito de lobo hubiera desaparecido repentinamente.


—Voy a comer —anunció.


—Adelante. Todo lo que yo quiero es hacerte feliz.


—¡Entonces déjame tranquila!


El sacudió tristemente la cabeza.


—No puedo hacer eso —dijo.


Los ojos violetas lanzaron chispas.


—Entonces me iré —dijo Paula—. Te dije que si llegabas a tocarme...


—Yo no te he tocado... ¡aún! Pero creo que hay algo importante que estás olvidando.


Ante esas palabras misteriosas, las cejas delicadamente curvadas de Paula se unieron en una expresión de interrogación.


—Yo no... —empezó a decir.


—Come —la interrumpió él.—Tus huevos se están enfriando.


Paula obedeció casi automáticamente mientras sus pensamientos saltaban de una idea a la siguiente, tratando de descifrar lo que él había querido decir.


El resto de la comida transcurrió en silencio. 


Sólo cuando estaban bebiendo el café, la quietud fue interrumpida por un fuerte, rugiente ladrido fuera de la puerta de la cocina, que era la salida trasera de la cabaña.


—Tu amigo te está llamando —comentó cínicamente Pedro.


—Tiene hambre. No comió esta mañana cuando lo dejé salir y los cachorros, cuando están creciendo, necesitan comer mucho.


Paula abrió y cerró los ojos, haciendo aletear seductoramente las pestañas.


—¿Cachorro? —dijo—. Y yo creí que tú nunca mentías.


—No he dicho que nunca miento. No soy un santo. Pero Príncipe es un cachorro y aún le falta un mes para cumplir un año. Todavía es una criatura.


Paula se movió inquieta en su silla.


—Vaya criatura. Y está llamándote otra vez.


—Quieres que lo deje entrar?


—No, gracias. Yo iré a mi habitación a desempacar.


—¿No piensas ayudarme con la vajilla?


Paula miró los platos, los cubiertos y los jarros sucios y después de un momento dejó que sus ojos violetas subieran lentamente hacia los de él, mientras ella decía, en tono solemne:
—Ese es el problema con algunos hombres. Parecen incapaces de entender que una secretaria temporal es exactamente eso... una secretaria. Es increíble los problemas que ha tenido nuestra agencia en el pasado. A los hombres se le meten en la cabeza las ideas más extrañas.


Ya estaba dicho. ¡Que él lo interpretara como quisiera!


Pedro recibió el mensaje con doble sentido y lo asimiló hidalgamente.


—¡Touché! —murmuró con suavidad.


—Pensé que tenía que dejar bien claras las cosas —replicó ella. Empezó a levantarse de la silla pero la siguiente pregunta de Pedro la detuvo.


—¿Sucede a menudo?


—¿Qué? ¿Te refieres a que me pidan que haga tareas domésticas? 


En la frente de él apareció una arruga de fastidio.


—Deja de hacerte la inocente. Sabes lo que quiero decir.


Paula ocultó un resoplido.


—He tenido varios empleadores masculinos que olvidaron el motivo exacto de mi presencia, pero siempre he podido manejarlos...


—Pero no te gusta.


—No. ¿Acaso a ti te gustaría?


Una lenta sonrisa iluminó la cara de él.


—Es posible —dijo en tono cargado de sugerencias.


Paula empezó a arder lentamente de furia. 


¡Reacción típicamente masculina! ¿Pero hubiera podido esperar otra cosa, considerando el origen?


—Un hombre no puede ser culpado de algo que surge naturalmente —siguió diciendo él.


—¿Naturalmente para qué? ¿Un conejo? —preguntó ella. Realmente, este tipo era demasiado.


Pedro soltó una carcajada.


—¿Me quieres decir qué demonios tiene que ver un conejo con lo que estamos hablando?


A Paula no le hacía ninguna gracia.


—¡Todo! —exclamó—. Existe una cosa llamada control.


—¿Un conejo con control?


Como él seguía fingiendo no entender lo que ella trataba de decirle, Paula estalló:
—¡No! ¡Oh, yo sabía que esto no iba a resultar! ¡Lo supe anoche!


—Si por lo menos te explicaras...


—¡Me marcho! Iré a mi habitación, prepararé mis cosas... ¡y me marcharé!


—¿No puedo persuadirte a que te quedes?


—¡No!


Pedro se inclinó hacia adelante, apoyó sus antebrazos sobre la mesa y sacudió tristemente la cabeza.


—Ojalá no lo hicieras —dijo.


—¡Bueno, tanto peor! Tendrías que haber pensado en eso antes de...


—¿Antes de qué?


Paula lo miró con furia.


—No tiene importancia —dijo—. No quiero perder más tiempo hablando contigo.


Se puso de pie, luchando por reprimir la mueca de satisfacción que su acción le producía, dio vuelta y salió, muy erguida, de la habitación.


Fue cuando cruzaba el umbral de la puerta principal que creyó oír el sonido de una suave, profundamente divertida risita que venía del hombre que había quedado atrás. Pero no podía estar segura; el sonido era muy quedo. Y no iba a volverse para averiguarlo. Si Pedro Alfonso pensaba que la situación tenía algo de gracioso, allá él. En cuanto a ella, ¡lo único que quería era escapar! ¡Y cuanto antes, mejor!