viernes, 12 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 26





Recordó las palabras de Naomi al oír la voz de Pedro en el recibidor de la casa de su tía.


Había estado a punto de meterse en la ducha. 


Era martes por la mañana, dos días desde que había hablado con Naomi, y su nueva gerente comercial llegaría a Logan a la una del mediodía. Apenas quedaban tres horas para ello, y no tenía tiempo ni la actitud apropiada para tratar con Pedro.


Además, hacía dos días que no lo veía.


¡Dos días!


No es que esperara que le mandara flores o bombones para declararle su amor eterno, pero algún contacto habría sido agradable.


De modo que se sentía un poco malhumorada e indispuesta hacia él cuando oyó su voz. Siguió hablando con su tía y el sonido de esa voz sexy subió hasta su habitación. Cerró los ojos.


—¿Paula?


La voz tan cercana la sobresaltó. Giró en redondo y lo encontró en la puerta. ¿Por qué tenía que verse tan arrebatadoramente guapo, tan pecaminosamente sexy?


—Escucha, tienes todo el derecho a estar furiosa. Te escondí después de tener sexo y te he ignorado en los últimos dos días. Lo siento.


Boquiabierta, lo miró. Había ido directamente al grano. Nada de rodeos ni de tratar de recuperar con halagos su buena predisposición, esas cosas infantiles que tanto odiaba.


Él agitó la mano al entrar en la habitación y cerrar la puerta.


—No creo en subterfugios, Paula. Sólo entorpecen las cosas —se detuvo delante de ella—. El problema es que estaba trabajando y me vuelvo loco cuando trabajo. A veces pasan un par de días sin que me entere.


Cielos, la estaba matando. Podía sentir el calor de su cuerpo, su fragancia limpia y masculina.


Se acercó más, provocando el caos en sus hormonas y en su sentido común.


—Pero no dejaste de estar en mi cabeza. No podía dejar de pensar en hacer esto.


Bajó la cabeza y en sus ojos ardió una luz de pura necesidad; en cuanto los labios se tocaron, ella se entregó a la sensación exquisita de esa boca que tenía un sabor adictivo, aparte de las promesas de placeres indecibles que proyectaba.


Un gemido desinhibido escapó de la garganta de Paula, le rodeó el cuello con los brazos y se pegó contra él. Sintió su erección dura y gruesa en la unión de los muslos, disfrutó de ese contacto y el deseo hizo que se mojara.


Él le rodeó la cintura con los brazos y la alzó a la cama. Deslizó la mano por sus costados y al llegar a los pechos, los dedos pulgares trazaron círculos lentos sobre los pezones hipersensibilizados.


Ella introdujo los dedos en su pelo y gimió cuando sus labios le marcaron una senda de fuego por la mandíbula, el cuello. 


Pedro.


Durante un momento, se quedaron quietos, sin hacer nada, respirando pesadamente al unísono. Al final, él se apoyó en un codo y la miró a los ojos.


—¿Estás bien? —preguntó, y con gentileza le apartó un mechón de pelo de la mejilla. Ella se mordió el labio.


—¿Qué nos ha pasado, Pedro?


—¿A qué te refieres?


—¿Por qué no seguimos siendo amigos?


—No lo sé. Nos distanciamos. Tú tenías los concursos de belleza y después de aquella fiesta no permitida, tu madre te prohibió visitar a tu tía.


—Tengo la sensación de que mi madre nos quiere mantener separados. ¿Viste cómo reaccionó en la fiesta de cumpleaños de la tía Eva?


—Te dije que no le caía bien.


—Pero ¿por qué?


—Creo que me ve como una amenaza, Paula. Además, no quería que te distrajeras de tu obsesión de ser coronada Miss Nacional. Y ahora, simplemente, no te quiere distraída. Punto.


—Yo también quería esa corona, Pedro. Hablas como si fuera su reina de belleza esclava —la voz le tembló, otra muestra de emoción que atravesaba sus barreras.


—Te han inscrito en concursos de belleza desde que tenías seis años, Paula. ¿Cómo ibas a saber qué querías?


—Sé lo que quiero. No intentes confundirme. Estamos juntos en una empresa y estamos juntos en la cama.


—Lo nuestro es algo más que sexo.


—Lo sé. Ni siquiera me había dado cuenta de lo sola que estaba hasta que volví a verte.


—Me parte el corazón pensar que has estado sola, cariño.


—Eres tan dulce, Pedro


—No tanto. No te hice caso durante dos días.


—Es verdad. Pero entiendo la causa. Tendrás que compensármelo por marcharte tan pronto después de que hiciéramos el amor. Además, he de decirte que la mujer con la que estabas me vio.


—¿Sí? No me lo mencionó.


—¿Quién es?


—Mi esposa.


Paula sufrió una sacudida y subió las manos para empujar a Pedro. Se sintió satisfecha con el ruido sordo que hizo al caer al suelo.


Asomándose por el borde de la cama, lo miró con ojos centelleantes.


—¿Qué diablos acabas de decir?



SUGERENTE: CAPITULO 25




Horas más tarde, se sentía abrumada. Había decidido que ya era hora de averiguar exactamente cómo se iniciaba un negocio, y para ello había consultado en Internet. La cantidad de material que había hizo que la cabeza le diera vueltas. Se preguntó en qué diablos se había metido. ¿Cómo iba a mantener su flujo creativo si tenía que preocuparse de cosas como el marketing, los planes de negocios y la declaración de objetivos? Se reclinó en el sillón cómodo de la casa de su tía y clavó la vista en la pantalla.


Respiró hondo, alzó el auricular y marcó.


—Carlyle Business Services.


—¿Puedo hablar con Naomi Carlyle? —preguntó con un deje de pánico en la voz. «Mantén la calma», se reprendió. Cuando Naomi se puso, le dijo—: Te pagaré una minuta enorme si vienes a Cambridge y me ayudas. También correré con los gastos.


—¿Paula?


—Sí.


—¿Qué sucede?


—Tengo un trabajo y necesito tu ayuda.


—¿En qué te has metido?


Se pasó la mano libre por el pelo, sintiendo el pavor familiar que aparecía en su estómago siempre que tenía que reconocer que había algo que no podía manejar. Había dedicado tanto tiempo en su vida a proteger su imagen, que la aterraba revelarle a alguien cualquier debilidad que pudiera tener.


—Me he metido en una situación que me sobrepasa un poco.


Durante un momento reinó el silencio, como si Naomi estuviera aturdida por la confesión de Paula, un paso atrás en una relación que había funcionado al borde de la amistad completa.


—¿Qué clase de situación? —preguntó Naomi con cautela.


—Soy la presidenta ejecutiva de una empresa que comercializa una tela novedosa y revolucionaria.


—¿De verdad? —preguntó Naomi con admiración—. ¿Cómo lo has conseguido?


—Es demasiado para contártelo ahora. Te lo explicaré más tarde.


—Entonces, ¿cuál es exactamente el problema? —inquirió Naomi, suavizando la voz.


La seguridad que Naomi proyectaba siempre hizo que Paula se sintiera cómoda y le dio esperanzas de que su casi amiga aceptara lo que le estaba ofreciendo.


—La tela —repuso.


—¿Comercializar la tela?


Ansiosa, se levantó y fue a la puerta de atrás. 


Salió al exterior y se puso a caminar por el patio de su tía con un nudo en el pecho.


—Es algo más que eso. Necesito montar la empresa.


—Oh —comentó Naomi, comprendiéndolo—. Has hecho el papeleo.


—¿Papeleo? Ah, no.


—¿Tienes un plan de negocios? 


Paula apretó los dientes.


—No, tampoco.


—¿Plan de marketing?


Suspiró y contempló el agua centelleante de la piscina. Pensó en agacharse y mojarse la cabeza. Pero decidió descalzarse y sentarse en el borde. Metió los pies en el agua fresca y dijo:
—Tres fallos.


—De acuerdo —la voz de Naomi sonó llena de reafirmación—. ¿Qué me dices de la tela? ¿Tienes un fabricante?


—¡Sí! Pedro, mi socio, me dio el nombre de la empresa que había usado. Ya he encargado un pedido grande y firmado un contrato. Hice algo bien.


—Ah. Paula, ¿tienes compradores?


—No, todavía no.


Su entusiasmo fue breve. Una vez más reinó el silencio del otro lado de la línea.


—Odio ser yo quien te dé esta noticia, pero la Feria Internacional de Moda fue hace tres meses.


El tono ominoso en la voz de Naomi le causó un escalofrío. Sacó los pies del agua y otra vez se puso a ir de un lado a otro.


—¿Eso qué significa?


—Bueno, compradores de todo el mundo asisten específicamente para comprar para la temporada de primavera-verano del año próximo. Trabajo para algunos diseñadores y sé que algunos vuelven con telas sensacionales.


Agotada, Paula se dejó caer en una tumbona y echó la cabeza atrás.


—¿O sea que no hay manera de vender sin ir a esa feria?


—Sí, claro que la hay, pero hará falta bastante más trabajo.


—¿De cuánto tiempo hablamos?


—Tendrás que ponerte en contacto con cada comprador, mientras que en una feria los tienes fácilmente disponibles.


—De modo que tengo toneladas de tela y ningún comprador. No pensé que eso fuera a representar un problema. Pedro me va a matar.


—Así que un viaje con gastos pagados a Cambridge. Mi tarifa de consulta es elevada.


—No hay problema.


—¿Cómo rechazar eso? Suena a gran desafío. Siempre he querido empezar un negocio desde los cimientos —comentó con tono jocoso.


Por desgracia, Paula no era capaz de encontrar nada divertido en la situación en la que se hallaba.


—Muchas gracias, Naomi, estoy desesperada.


—Un pequeño consejo, amiga. En el mundo del marketing, no permitas que nadie sepa que estás desesperada.



SUGERENTE: CAPITULO 24




Paula nunca había visto vestirse tan rápidamente a un ser humano. Él recogió las prendas sexys que acababa de quitarle y la arrastró hasta el cuarto de baño de abajo.


Muriéndose de curiosidad, se asomó por la puerta levemente abierta. Pedro y una mujer se hallaban cerca del sofá y había otra persona justo fuera de su campo de visión. Fue en ese momento cuando vio el albornoz. Y maldijo para sus adentros.


Con una expresión astuta en el rostro, la mujer lo recogió.


Pedro, ¿tienes una novia nueva de la que no me has hablado?


Pedro carraspeó.


—Ah, no, es de la mujer de al lado.


Durante un segundo irracional, Paula se sintió aguijoneada por la evasiva y críptica respuesta de Pedro.


—De acuerdo —dijo la mujer astuta—. Tiene muy buen gusto.


De modo que Pedro conocía bien a esa mujer. 


La recorrió una oleada de irritación que terminó por enrojecerle la cara. La furia irracional era extraña e inusual. Sabía que salir del cuarto de baño de Pedro vestida con ese atuendo provocativo sería una locura, por eso siguió mirando y controlando el deseo abrumador de hacerlo.


Se sentía resentida. No quería que conociera a sus amigos. Ni siquiera podía tomarse un momento para besarla. «Ahí tienes a tu hombre», se dijo.


En cuanto se marcharon, fue al sofá y recogió el albornoz. Se lo puso, fue a la ventana y se asomó, consiguiendo una imagen clara de la mujer. Pedro hablaba con ella en la entrada de vehículos mientras bajaban hasta un coche que los esperaba junto a la acera. Iba impecablemente vestida con un traje pantalón de color verde lima de Donna Karan. El cabello oscuro caía con un corte elegante que como mínimo tenía que haberle costado doscientos dólares. Llevaba unos zapatos negros de tacón de Kenneth Cole.


Mientras los miraba, la acompañante de Pedro enlazó el brazo por el de Pedro y Paula entrecerró los ojos. Aunque la mujer tenía un gusto magnífico con la ropa y los hombres, tuvo ganas de cortarla en pedacitos por tocar a Pedro. Él era suyo.


Vaya.


No era suyo. No podía serlo. No iba a quedarse en Cambridge el tiempo suficiente para desarrollar una relación duradera. Sólo era cuestión de tiempo que regresara a su vida en Nueva York. Les dio la espalda, incapaz de seguir mirándolos. Sospechó que debía de ser una compañera de trabajo.


Estaba segura de que tendrían mucho de qué hablar. La complejidad de la química o lo que hacía falta para fabricar una tela eran temas mucho más interesantes que el atuendo sexy de Paula. Estaba segura de que la señorita Donna Karan era intelectualmente mucho más estimulante que lo que alguna vez podía esperar ser ella.


Fue a la puerta de entrada con la intención de escabullirse y cerrar a su espalda, pero se dio cuenta tarde de que Pedro y sus amigos seguían en la acera. La mujer giró la cabeza justo cuando Paula salía. Ésta se quedó paralizada. La mujer pudo estudiarla bien antes de que recobrara el movimiento y volviera a entrar.


Con suerte, Pedro se equivocaba y su amiga no la reconocería del artículo en el periódico o de la revista On. Se preguntó si las intelectuales leían esas revistas.


Pero algo hizo que lo dudara. La mujer era elegante y sabía bien lo que se ponía y cómo lo combinaba. Quizá lo tuviera todo… cerebro, belleza y buen gusto.


Se asomó por la ventana, lo bastante alejada del cristal como para cerciorarse de que el coche había arrancado. Sintiéndose como una idiota, regresó a la puerta y abandonó la casa de Pedro.


Era hora de dejar de tontear. Tenía que levantar un negocio. Esperaba que cuando él terminara de comer, ella aún tuviera un trabajo.