domingo, 20 de diciembre de 2020

SIN TU AMOR: CAPITULO 11

 


Al fin llegaron al campamento junto a la boca del cráter. El Jeep se paró y se bajaron. Al día siguiente visitarían la naturaleza salvaje y Paula se moría de ganas. Además, llevaba consigo un cebo vivo para alimentar a los leones…


Pedro estiró los músculos mientras observaba a Paula caminar hacia los servicios. Al verle quitarse la camiseta no pudo reprimir el impulso de seguirla. El sujetador del biquini y el pantalón corto dejaban al descubierto prácticamente todo el cuerpo. ¿Cómo podía pensar que esas piernas eran demasiado largas?


Aceleró el paso y la alcanzó, agarrándola del brazo y obligándola a volverse hacia él. Tenía las mejillas ligeramente sonrosadas y los ojos azules brillaban.


–¿Qué es eso? –Pedro carraspeó. No se había dado cuenta de que tenía la voz ronca.


–¿El qué?


–Eso –él señaló hacia el ombligo.


–Oh…


Con masculino placer, observó cómo se acentuaba el rubor de las mejillas de Paula.


–Un piercing.


Eso ya lo sabía, pero le encantaba ver cómo había reaccionado, consciente de que ella también sentía algo. En cuanto a él, sentía que perdía el control de su cuerpo.


–¿Cuándo?


–Hace unos meses.


–¿Por qué?


–Por algo que leí en un libro de autoayuda –ella puso los ojos en blanco, como una quinceañera descubierta tiñéndose el pelo–. Decía que había que hacer algo impropio de uno, como tatuarse o ponerse un piercing. Yo me decidí por la opción no permanente.


–¿Lo hiciste porque lo ponía en un libro? –Pedro tenía ganas de reír, pero estaba demasiado ocupado mirándola fijamente–. ¿Qué clase de libro?


–Pues uno bastante bueno, por cierto.


–¿Y te sientes más fuerte?


–Osada.


En esa ocasión sí que rió, aunque apenas un segundo. ¿Paula osada? Adoptó un semblante muy serio, incapaz de resistirse a la tentación de tocar. Pegó la mano contra el estómago situando el ombligo entre el pulgar y el dedo índice. Sintió estremecerse los músculos de Paula, y sintió la calidez de su piel.


–¿Te dolió? –el deseo por ella aumentaba.


–No –respondió ella con un tono de desafío en la voz–. He pasado por cosas peores.


Pedro le faltaba muy poco para besarla.


Si era tan osada como admitía ser, seguramente recibiría un bofetón a cambio y se lo tendría merecido, ¿o no? Porque ella se había tomado en serio un matrimonio que él sólo había pretendido que fuera un divertido revolcón.


–Eh… –buscó las palabras, algo coherente para no hacer el ridículo–. ¿Qué dijo tu madre?


–¿Sobre el piercing? –ella parpadeó perpleja antes de soltar una carcajada–. Está muerta.


–Demonios, Paula, lo siento –fue el turno de Pedro de parpadear. ¿Había sucedido recientemente? No tenía ni idea.


–No pasa nada. Fue hace mucho tiempo.


–Entiendo –él sonrió tímidamente e intentó arreglar la situación–. ¿Y tu padre, qué dijo?


La sonrisa se esfumó de los labios de Paula. Debería habérselo imaginado.


–Murieron juntos en un accidente, Pedro. Yo tenía seis años.


–Paula, eso es terrible –él respiró entrecortadamente. Ella dio un paso atrás, dispuesta a alejarse, pero él no iba a permitírselo. Necesitaba saber, preguntar sobre todo aquello que no le había importado hasta entonces. Quizás así lograría entenderla mejor. La mano, apartada de su cuerpo, estaba helada.


–¿Con quién te criaste?


–Con el hermano de mi madre y su mujer.


–¿Gente agradable? –Pedro caminaba lentamente a su lado, temeroso de preguntar lo obvio, pero incapaz de resistirse a ello.


–¿En serio quieres saberlo, Pedro? –Ana se paró en seco.


Él asintió.


–Fui la típica huérfana solitaria –comenzó ella, mientras sacudía la cabeza–. Ellos ya tenían dos hijos, dos perfectas personitas rubias. Yo no encajaba. No estaba a la altura. Y sufría. Supongo que se lo puse difícil desde el principio. Me encerré en mí misma.


–Tenías seis años, era normal que sufrieras –tras la sonrisa y el sarcasmo, Pedro distinguió un profundo dolor–. Estabas perdida, ellos tenían que haberte encontrado.

 

Deberían haberle proporcionado un hogar seguro. Pedro sabía bien lo que era no sentirse deseado. ¿Acaso no había percibido esa sensación de un par de padrastros?


–¿Mejoró con el tiempo? ¿Te llevabas bien con tus primos?


–No mucho.


O sea que había ido a peor.


–Me marché de casa en cuanto pude. 


Decididamente a peor.


–¿Y tú qué? ¿Tienes hermanos?


Pedro dudó sin saber por dónde empezar, consciente de lo difícil que resultaba llevarse bien con unos niños con los que no tenías nada en común, pero con los que tenías que vivir por culpa de los adultos. En su caso fue debido a un matrimonio tras otro de sus padres. Prefirió no destapar aquello y se decidió por el camino más fácil.


–No –la miró y esperó a que ella lo mirara–. Cielos, no sabemos mucho el uno del otro…


–No creo que quisiéramos –ella lo miró durante un instante antes de soltar una carcajada y darse media vuelta–. Creo que éramos demasiado felices en nuestro mundo de fantasía.


–Pero estuvo bien, ¿verdad? –Pedro rió. Aquellos días habían sido una locura.


Ella se encogió de hombros, evitando responder, despertando la curiosidad de Pedro.


–¿Por qué viniste a África? ¿Me enviaste los papeles del divorcio y saliste corriendo? –era una de sus especialidades… huir.


–No salí corriendo. Me apetecía vivir una aventura, una que pudiera controlar.


A diferencia de lo que habían vivido juntos. Una aventura en la que ninguno de los dos había controlado nada.


–¿Ibas a ir a verme a tu regreso?


–No.


Le había enviado los papeles del divorcio junto con una breve nota en la que detallaba sus pretensiones y los papeles que debía enviar a su abogado. No había tenido el menor deseo de verlo y había esperado que se limitara a firmar y enviar los papeles por correo.


–Paula, eres una cobarde.


–Lo fui –Paula guardó silencio antes de asentir–. Durante mucho tiempo, pero ya no lo soy.




SIN TU AMOR: CAPITULO 10

 


Paula abrió los ojos y encontró a Pedro tumbado a su lado ocupando más espacio de lo que era justo y dejándola a ella acurrucada en un extremo del saco. Por el sonido de su respiración, continuaba profundamente dormido. Con cuidado, se acercó a él y estudió el masculino rostro como jamás se atrevería a hacerlo si estuviera despierto.


Aquello fue un error, pues el aroma de Pedro, repentinamente familiar, la envolvió. ¿Cómo había podido olvidarlo? El corazón empezó a latir con fuerza mientras recordaba las sensaciones que deliberadamente había aparcado en el fondo de su mente meses atrás. La mandíbula estaba cubierta por una incipiente barba y recordó la sensación de esa barba bajo las yemas de los dedos, haciéndole cosquillas en el estómago, quemando dulcemente sus muslos…


Pedro tenía unos labios carnosos y recordó la sensación que habían provocado en su cuerpo. El torso descubierto dejaba a la vista unos amplios y musculosos hombros. Cada célula de su cuerpo se tensó ante la visión del hombre más atractivo que hubiera visto jamás.


–Paula –apenas fue un susurró, pero consiguió penetrar hasta lo más hondo de su ser.


Lentamente, alzó la vista y sus miradas se fundieron. Los azules ojos reflejaban adormecimiento, pero también algo más. Sabía que lo había estado mirando… con deseo.


Durante un instante ninguno se movió.


–Me toca preparar el desayuno.


Paula agarró apresuradamente los pantalones cortos y el sujetador del biquini. Ya se los pondría detrás de un arbusto. Pedro la llamó de nuevo, pero ella escapó, ignorándolo.


Los sentimientos que había creído haber ahogado: vista, olfato, oído, tacto, regresaron poderosos dejándola temblorosa de pies a cabeza.


Y sabor. Se moría por saborearlo.


¿Cómo era posible? ¿Cómo podía pensar en ello si meses atrás no había significado nada para él y todo para ella? ¿Cómo, si él le había hecho vivir algo tan horrible?


Sin embargo el cuerpo hacía caso omiso de su cerebro. No le interesaban esos recuerdos. Los músculos tenían sus propios recuerdos del peso, la sensación y el placer que el cuerpo de Pedro le había proporcionado. Lo deseaba sin importarle las consecuencias.


Se dirigió al centro del campamento, donde Bundy ya había encendido el fuego y puesto a hervir el agua. Se sirvió una taza de té amargo y caliente y lo bebió con un estremecimiento al quemarse los labios y el velo del paladar. El dolor fue un buen recordatorio de que no deseaba experimentar nada parecido.


El desayuno terminó enseguida y durante el mismo no miró a Pedro ni una sola vez. Al ver que había recogido la tienda y sus efectos, murmuró un agradecimiento casi inaudible.


Los Jeep llegaron para conducirles hasta el cráter Ngorohgoro y Paula caminó hacia ellos. Sin embargo, antes de poder dar dos pasos, Pedro estaba pegado a ella. Sus ojos brillaban divertidos mientras arrojaba las pertenencias de ambos a la parte trasera del coche.


Paula se movió inquieta, sintiendo el impulso de salir corriendo. Pero no había escapatoria, sobre todo cuando él le sujetó la puerta y luego se sentó a su lado.


La carretera era deplorable. En lugar de camino había cráteres, hoyos y barro reseco, más duro que el asfalto, que les hizo saltar en todas direcciones, manteniéndoles suspendidos en el aire en numerosas ocasiones. Pedro se agarró al techo del Jeep mientras sujetaba a Paula con el otro brazo. Casi hubiera preferido golpearse contra el coche.




SIN TU AMOR: CAPITULO 9

 


Unas horas más tarde, cuando aún seguía despierta, oyó el característico sonido de la lluvia. No llovía a menudo, pero cuando lo hacía, llovía a conciencia. Cerró los ojos y maldijo. No podía permitir que durmiera sobre un frío barrizal.


Pedro, métete aquí –encendió la linterna y bajó la cremallera de la tienda.


Estaba sentado a unos pocos metros, mascullando entre dientes. En cuestión de segundos el enorme corpachón entró en la tienda arrastrando el saco.


–Maldita sea –con un ágil movimiento se quitó la camiseta.


–¿Qué haces?


–¿A ti qué te parece? –Pedro la arrojó en una esquina de la tienda.


–Estás… –cielo santo, ese cuerpo era increíble. Lo encontró más delgado, más atlético. Pura roca que hacía que sus dedos ardiesen en deseo de tocarlo.


–Exacto, me estoy quitando la ropa mojada.


Las enormes manos desabrochaban con calma el pantalón. Ella recordó esas manos sobre su cuerpo. Recordó el calor de la noche y la música. La locura que se había apoderado de ella haciéndole suspirar sí, sí, sí.


–Aquí hay escorpiones –espetó–. Podrían picarte.


–Podría picarme algo mucho más grande –con gesto divertido, él dejó al descubierto los calzoncillos.


Paula apagó la linterna.


–¡Eh! –Pedro alargó una mano y volvió a encenderla–. Me gustaría encontrar mi saco –rió–. No creo que te gustara que me equivocase y me metiera en el que no es, ¿verdad?


Ella desvió la mirada ante el viejo Pedro que la provocaba con tanta facilidad.


Encogió las piernas y se hundió en el ardiente saco de dormir.


Con la mirada fija en el techo de la tienda, el silencio le resultó agónico.


¿Cómo demonios iba a poder dormir con tanta tensión? Pedro era como una central eléctrica que la encendía cada vez que se acercaba a menos de tres metros. Y apenas separados por treinta centímetros estaba a punto de saltar del suelo.


Cerró los ojos y contó las respiraciones, intentando pensar en algo, en cualquier cosa que no fuera él. Pero a medida que la lluvia arreciaba, comprendió la ridiculez de aquello y empezó a reírse sin poder parar.


Y él también rió con esa risa profunda y fuerte que aliviaba la tensión. Adoraba esa risa.


Pero de repente la tensión volvió a invadirla con ese estúpido deseo que sentía al recordar las horas de risas y revolcones en lo que había pensado sería una aventura eterna.


–¿Tuviste que venir hasta África, Pedro? –preguntó completamente seria.


–Sí –suspiró él en un tono que evidenciaba que lo lamentaba tanto como ella–. Tuve que hacerlo.