jueves, 7 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 6





El beso había sido una mala idea. Aun así, Pedro había querido dárselo. 


Afortunadamente llamaron a la puerta, porque si no, él no sabía qué podría haber pasado. No se dejaba llevar por la pasión, pero había sido incapaz de pensar algo coherente cuando abrió la puerta y se la encontró tan guapa y tan radiante, tan sexy…


Para su alivio, cuando abrió la puerta esa vez se encontró con unas personas achicharradas e impacientes. Los hizo pasar y los acompañó al salón del hogar. De la casa, se corrigió inmediatamente. Aquellas habitaciones inmensas que todavía estaban casi vacías no tenían nada de hogareñas. Sólo la cocina y el salón resultaban un poco acogedores.


—¿Quieren algo? Puedo ofrecerles té helado, agua con gas o algún refresco.


Raul y el equipo de filmación se dejaron caer en dos sofás de cuero que se miraban delante de la chimenea.


Pedro se fijó en que Paula se había parado a mirar un cuadro. Aunque quizá estuviera intentando mantener toda la distancia posible entre ellos. Toda la teoría se esfumó cuando ella lo siguió a la cocina para ayudarlo con las bebidas.


—Aclaremos una cosa, señor Alfonso —le espetó cuando estuvieron solos.


—Creo que dadas las circunstancias —la interrumpió él—, puede llamarme Pedro.


Pedro —farfulló ella entre dientes—. No sé qué te proponías, pero esto es más serio. Si hubiera sido un hombre, no me habrías besado.


—No. Naturalmente, un hombre no estaría como tú con falda y tacones…


Paula cerró los ojos y Pedro tuvo la sensación de que estaba contando hasta diez.


—Mira, es posible que sólo sea un juego, pero yo estoy tomándomelo en serio. Tengo que mantener a dos hijas. Necesito el dinero si… cuando gane —le señaló con un dedo—. Regla número uno: no me pongas las manos encima.


—Creo que, técnicamente, sólo se tocaron nuestros labios. En realidad, creo que mis manos estuvieron todo el rato apoyadas en la pared.


—¿Eres realmente tan tonto o te lo estás haciendo? A lo mejor ganar no me cuesta tanto. En cualquier caso, tampoco me toques con tus labios. Creo que no tengo que explicárselo a alguien que trabaja como ejecutivo en una empresa estadounidense hoy en día.


Pedro le costó asimilar el sutil recordatorio de que estaba metiéndose en un terreno legal resbaladizo. Ella, naturalmente, tenía razón y demostraba mucho más sentido común que él.


—Lo siento —Pedro se aclaró la garganta—. Me he comportado de una forma impropia y no volverá a pasar.


Paula hizo un gesto con la cabeza para aceptar sus disculpas al decidir que era sincero. Él, que también era un caballero, no dijo nada sobre la respuesta de ella, que había sido de todo menos fría y profesional.


El recorrido por la casa de Pedro duró más de dos horas. El equipo discutió cuáles eran los mejores rincones para poner las cámaras y Pedro les explicó que todavía estaba decorando la casa con la ayuda de una decoradora profesional, pero Paula estaba deseando dar sus opiniones. Los techos altos, las ventanas, los paneles de madera… había mucho trabajo que hacer.


—La decoradora vendrá el miércoles por la tarde —le dijo Pedro a Paula—. Va a traer algunos cuadros y muestras de tapicería para los muebles y las cortinas. Lo dejo en tus manos.


—¿Confías en mí para que decore tu casa?


—¿Por qué no?


—Casi soy una desconocida.


Pedro se encogió de hombros.


—La decoradora también. Mira, es mi cuarta casa en seis años y siempre he contratado a algún decorador con buenos resultados. Además, con mis horarios de trabajo, prácticamente sólo vengo a dormir.


—¿Por qué compraste una casa tan grande si, evidentemente, no necesitas tanto espacio?


—Es una buena inversión. Desgrava muchos impuestos.


Eran unos motivos bastante tristes para comprar una casa tan grande.


—¿Y la familia? —se encontró preguntando Paula, aunque no era de su incumbencia—. ¿No piensas tener hijos alguna vez? Tienes cuatro dormitorios aparte del principal…


Pedro se le nubló la expresión.


—No pienso tener familia —contestó lacónicamente.


—Lo siento.


Ella no sentía haber sacado a colación un asunto tan personal, sino que hubiera decidido no ser padre. La mirada que él le lanzó indicaba que los dos lo sabían.


Esa tarde, cuando estaba solo, Pedro descolgó el teléfono.


Un momento después, oyó la voz de Esteban Danbury, presidente y heredero de la cadena de grandes almacenes que llevaba su apellido.


—Me imagino que todo va como la seda.


—En los negocios, ir como la seda es un término relativo —contestó Pedro—. Vamos a publicar un recordatorio de un juguete que sólo se vende en nuestros grandes almacenes y Trabajo va a multarnos por una irregularidad que los inspectores encontraron en el almacén.


—Veo que todo sigue igual.


Pedro se rió suavemente.


—Sí. ¿Qué tal la familia? —le pareció educado preguntárselo.


—Muy bien —el tono expresaba claramente que Esteban estaba sonriendo—. Galena ha engordado medio kilo más.


Esteban y su mujer, Catherine, habían tenido una hija hacía un par de meses. Pedro conocía a Esteban desde hacía algunos años, aunque no muy bien hasta que fue a Chicago para hacerse cargo del puesto que había tenido el primo de Esteban. Aun así, le costaba identificar a ese padre babeante con el impasible consejero delegado que había conocido. Pedro nunca sentía envidia, pero la sintió en aquel momento. Él podría haber sido así de feliz si las cosas hubieran salido de otra manera.


En una época había deseado ser padre; había deseado envejecer con Laura, su amor del instituto. Habían salido juntos durante la Universidad, aunque fueron a Facultades distintas. Habían hablado de compartir el futuro incluso mucho antes de formalizar las cosas con un anillo de compromiso. Hasta que todo se acabó. La novia recorrió el pasillo de la iglesia una tarde de junio, pero el novio era el hermano de Pedro.


Volvió a pensar en el trabajo para olvidarse de todo aquello.


—Todo está preparado para el lunes. Sigo sin estar seguro de que sea una buena idea, pero pienso ganar.


—Me alegro de saberlo, pero la empresa sale ganando en cualquier caso.


Oyó los balbuceos de un bebé y Pedro habría jurado que también había oído las carantoñas del implacable Esteban Danbury. En otras circunstancias, quizá hubiera sonreído, pero esa vez se sintió irritado.


—Bueno, lo que sea por la empresa…


—Estás bien, ¿verdad? —le preguntó Esteban—. Cuando lo comentamos parecías convencido de que los beneficios para la empresa compensaban las enormes molestias personales.


Molestias… Participar en aquel concurso iba a ser una competición sucia y rastrera y sólo podía culparse a sí mismo. Pasar todas las noches de un mes en el apartamento de Paula no habría tenido nada de particular si ella no hubiera estado allí también. La tendría a unos metros con lo que usara para dormir. ¿En qué estaría pensando cuando la besó de esa manera?


—Tu silencio está poniéndome nervioso —dijo Esteban entre risas.


—Estoy bien, pero me alegraré cuando haya pasado todo.


—Ya te he dicho cuánto agradezco tu sacrificio, pero quiero repetírtelo. Me pongo en su lugar puede ser una maravillosa publicidad gratis para Danbury's. El departamento de marketing no tiene los recursos necesarios para una campaña a escala nacional. Sabes tan bien como yo que, financieramente, Danbury's sigue en la cuerda floja.


—Bueno, gracias a esto podré entrar en contacto no sólo con nuestros viejos clientes, sino con los más jóvenes y prósperos.


—Te lo debo —le aseguró Esteban en tono serio.


Pedro se agitó en el asiento. Sabía que cuando se comprometió a hacer el programa, no pensaba sólo en que fuera lo mejor para la empresa, como tampoco había pensado en eso cuando besó a Paula. Primera regla para los negocios: no bajar la guardia. Él la había roto con mucha facilidad.



THE GAME SHOW: CAPITULO 5




Paula, algo arrepentida, dejó a las niñas con la niñera el sábado por la mañana y se apresuró para no llegar tarde a la peluquería. Por lo menos, se dijo a sí misma, le cortarían el pelo, que falta le hacía, y aprendería de la experiencia, por no decir nada de la ropa.


En el programa habían intentado convencerla de que fuera a las tiendas y salones de belleza más afamados de Chicago, pero ella se había mantenido firme en que, como vicepresidenta de los grandes almacenes Danbury's, aprovecharía la gente, los productos y la ropa que encontrara allí.


Era su primera decisión como consejera delegada y vicepresidenta y quería que marcara la pauta de su breve paso por ese cargo. Quería que los consumidores que no compraban en Danbury's se lo pensaran dos veces después de ver el programa.


Una cámara grabó toda la transformación, desde que le cortaron el primer mechón de pelo hasta que se calzó unos zapatos que costaban el equivalente a dos semanas de comida. Casi no reconoció la figura que la miraba desde el espejo de cuerpo entero.


Tenía el pelo cortado a la altura de la barbilla; el maquillaje le resaltaba los pómulos y le daba cierto aire exótico; eligió una ropa algo más moderna que clásica porque pensó que si iba demasiado conservadora, los espectadores jóvenes podían llevarse la impresión de que Danbury's seguían siendo los grandes almacenes de sus abuelos.


Un asesor del programa la ayudó a elegir un par de docenas de modelos para trabajar y para diario así como tres trajes de noche y un par de trajes de cóctel. Al principio se resistió a comprar tanta ropa, pero después de que insistieran un poco, acabó por ceder en su papel de Cenicienta.


Una hora después de que le empaquetaran la última compra, se encontró en una limusina camino de la urbanización con campo de golf propio donde vivía Pedro.


La casa era tan grande como se la había imaginado y estaba recién construida, a juzgar por los arbustos y los arbolitos que había por el jardín. La casa tenía una planta y media, un tejado alto e inclinado y unos ventanales que tenían que consumir una barbaridad de energía.


Pedro abrió la puerta en persona y Paula tuvo el placer de ver cómo se quedaba boquiabierto al verla.


—¿Pasa algo? —preguntó ella sin poder contener una sonrisa.


—Todavía no lo sé.


—¿Indeciso? Creía que lo tenía todo previsto…


Estaba coqueteando con él y los dos lo sabían, pero no podía evitarlo. Hacía mucho tiempo que no se sentía joven y atractiva.


—Yo también… —susurró Pedro con un hilo de voz.


—¿Va a dejarme entrar o voy a tener que quedarme a pleno sol?


—Pase, pero dentro no hace mucho más frío —Pedro se apartó para dejarla pasar.


Él también estaba coqueteando y ella se había dado cuenta.


No parecía un ejecutivo. Llevaba unos vaqueros desteñidos y un polo de manga corta. Iba descalzo. Tenía unos brazos más musculosos de lo que se había imaginado y unos hombros muy anchos. Un hombre de ciudad, en forma y de mente ágil.


—Se ha arreglado impresionantemente bien —la halagó él.


Estaban en el vestíbulo, muy cerca el uno del otro, pero Paula no iba a retroceder. Si aquello era una estrategia de él para ganar, ella quería demostrarle que también podía jugar a ese juego.


—Y usted se viste muy bien —Paula lo miró de pies a cabeza—. No me habría imaginado que usted tuviera unos vaqueros.


—Estamos empatados en eso. Yo tampoco me habría imaginado que usted tuviera zapatos de tacón.


—Soy una caja de sorpresas.


—Empiezo a creérmelo.


Él alargó la mano y Paula pensó que iba a acariciarle la mejilla, pero agarró un rizo del pelo entre el dedo índice y el pulgar.


—Se ha cortado el pelo.


Ella recuperó el aliento.


—Sí, entre otras cosas. ¿Qué le parece mi maquillaje?


—Me parece que no puedo pensar…


Si era un mero coqueteo, había llegado a un punto peligroso. 


Aun así, Paula no retrocedió. Al revés, se acercó ligeramente para poner a prueba el poder recién adquirido.


—Venga ya. ¿Un hombre con su dominio de sí mismo y fortaleza mental? No me lo creo.


Paula sonrió levemente.


—¿Está segura de que quiere saber lo que pienso?


Él se acercó un poco más y casi la acorraló contra la pared.


—Sí —a Paula le pareció que aquel susurro lo había emitido otra persona.


Ya no se reconocía a sí misma ni podía comprender por qué provocaba a un hombre tan poderoso y no siempre agradable.


Sin embargo, no podía apartar la mirada de aquella boca sexy y tentadora.


—Entonces, se lo enseñaré.


Pedro apoyó las manos en la pared a ambos lados de la cabeza de Paula. Sólo se tocaron los labios, pero fue más que suficiente. El beso fue tan implacable como ella sabía que podía ser, pero se le aceleró el pulso, se le nubló la mente y sólo pudo asimilar el sabor, la textura y el placer innegable.


Llamaron a la puerta, pero él no se separó inmediatamente de su boca. Luego, le pasó un dedo por la mejilla y le levantó la barbilla.


—Regla número uno de los negocios, señorita Chaves: nunca baje la guardia. Es demasiada ventaja para la competencia.


Paula no sabía si sentirse aliviada, decepcionada o furiosa. 


Pedro fue a abrir la puerta con expresión de satisfacción y ella se dio cuenta de que se sentía las tres cosas.



THE GAME SHOW: CAPITULO 4





—¿Por qué estamos limpiando la casa el jueves? El día de limpieza es el domingo —se quejó Macarena mientras quitaba el polvo de la mesa.


—Ya te he dicho que el señor Alfonso vendrá dentro de una hora con la gente de la televisión.


En la reunión iban a participar el presentador del programa y el equipo de rodaje que seguiría a Pedro. El sábado, Paula tendría la misma reunión en casa de Pedro. Podía imaginarse todos los lujos de la casa del vicepresidente de los grandes almacenes Danbury's.


Paula echó otra ojeada a su apartamento e intentó imaginarse cómo lo vería su jefe. El sofá azul con cojines de colores y la butaca con tapicería de flores eran demasiado grandes para una sala tan diminuta. Estaban pensados para la preciosa casa donde había vivido con Kevin, pero no podía pagar la hipoteca cuando él se fue. En realidad, descubrió que tampoco podían pagarla los dos juntos. Su ex marido había estado pagándola con tarjetas de crédito. Ella tuvo que venderla con casi todos los muebles.


El apartamento no tenía mal aspecto. Ella siempre había tenido cierta gracia para la decoración. Había hecho unos estores blancos que ocultaban la vista de la escalera de incendios y había comprado un par de acuarelas de paisajes en una feria de arte. En la pared de enfrente había puesto unas estanterías blancas que había encontrado en un mercadillo benéfico. 


En una de las estanterías había fotos de sus hijas con marcos azules o blancos y en otra estaba su colección de tazas de té. La única extravagancia, si podía llamarse así, era la rosa roja que había puesto en un florero en medio de la mesa que había delante del sofá. Había empezado a comprar rosas cuando Kevin se fue. 


Representaban la esperanza y le recordaban que podía encontrar la belleza hasta en los sitios más insospechados.


Faltaban quince minutos para que llegaran los visitantes y ella seguía intentando que Chloe se terminara su plato de macarrones con tomate. Si tenía suerte, durante la reunión podría mantener distraída a Chloe con algún vídeo de dibujos animados. Maca podía entretenerse sola y ocupare un poco de su hermana pequeña. A veces le abrumaba que Maca tuviera tantas responsabilidades. Limpiar la casa y ocuparse de una niña pequeña no eran las tareas habituales de una niña de siete años. Sin embargo, Maca casi nunca se quejaba. Como su madre, parecía saber que era inútil quejarse.


Llamaron al timbre en el preciso momento en que Chloe había tirado al suelo el plato de macarrones.


—¡Terminado! —exclamó mientras la pasta caía sobre el suelo recién fregado.


—¡Chloe! No se tira la comida.


La niña sonrió.


—No, no, no —corroboró Chloe mientras agitaba un dedo.


—Mamá, han llamado —le gritó Maca desde la puerta.


Sintió que los nervios le atenazaban el estómago.


—Será el señor Alfonso y la gente del programa. Abre la puerta. Voy a limpiar esto.


Pedro no había esperado que una niña abriera la puerta. Era la niña que lo había mirado fijamente en el almacén. Era una versión reducida de su madre y tenía la misma barbilla firme y desafiante. Efectivamente, iba a ser un mes muy largo.


—Hola, soy el señor Alfonso, creo que tu madre está esperándome.


—Sí. Yo soy Macarena. Mamá me ha dicho que pase. Tengo que ser amable con usted, aunque ella piensa que es un idiota —Maca abrió los ojos como platos y Pedro esperó que se disculpara—. No le diga que he dicho eso, no me deja decir idiota.


Pedro carraspeó. Aquella niña era, evidentemente, hija de su madre.


—Entonces, será un secreto de los dos.


Macarena se apartó para que él entrara. El apartamento era pequeño pero ordenado y se parecía mucho a un horno. No tenía aire acondicionado. Era mediados de agosto y faltaba más de un mes hasta que refrescara un poco.


Paula Chaves entró en la habitación y Pedro habría jurado que la temperatura había subido otros doce grados. Pedro creía que había olvidado aquella atracción absurda e improcedente, pero estaba claro que no era así.


¿Qué tenía ella de especial?


Tenía el pelo recogido en una cola de caballo y la piel brillante por la humedad. Llevaba una camiseta sin mangas amarilla y una falda marrón de algodón que le llegaba hasta unos ocho centímetros de las rodillas. No era una vestimenta especialmente sexy y sí bastante adecuada para la temperatura, pero Pedro habría preferido que llevara pantalones. Tenía unas piernas preciosas, esbeltas como las de una modelo y armoniosas como las de una atleta. Él se aflojó la corbata y se soltó el primer botón de la camisa.


—A lo mejor quiere quitarse la chaqueta antes de que se achicharre —le propuso ella con ironía—. Hace un poco de calor.


Él apartó la mirada de sus piernas.


—¿Un poco? Un mucho, diría yo…


—No hay aire acondicionado, lo siento.


Paula se apartó un mechón de pelo de la pegajosa frente sin que pareciera que lo sintiese lo más mínimo.


—¿Puedo ofrecerle algo? Tengo té helado.


—Cualquier cosa fría, gracias.


Mientras lo decía, Pedro notó un tirón en la pierna del pantalón. Bajó la mirada y se encontró con la cara manchada de rojo de una niña pequeña y sonriente.



—Ya me acuerdo de ti —susurró Pedro.


Había tenido que mandar la chaqueta a la tintorería y si aquella mocosa tenía las manos como la cara, ya podía ir pensando en hacer lo mismo con los pantalones.


Paula también la miró.


—¡Chloe! Lo siento, señor Alfonso. Estaba tan ocupada recogiendo lo que había tirado que no he tenido tiempo de limpiarle las manos y la cara. Además, consigue escaparse por mucho que la ate a la silla.


—Lo tendré presente.


Pedro sacó un pañuelo del bolsillo y se frotó la rodilla derecha, pero sólo consiguió extender más la mancha.


Paula acababa de limpiar a su hija cuando volvieron a llamar a la puerta. Metió a todos los invitados en la rebosante sala y, después de encerrar a sus hijas en su dormitorio con el vídeo puesto, volvió con una bandeja con vasos y una jarra de té helado.


El único sitio libre estaba en el sofá, junto a Pedro. Se chocaron las rodillas cuando se sentó.


—Perdón —dijeron los dos al unísono.


Paula cruzó las piernas para intentar ocupar lo menos posible, pero sólo consiguió que la falda se le subiera hasta la mitad de los muslos. Intentó bajársela discretamente cuando Pedro se hizo con un vaso de té helado y lo vació de un solo trago.


—¿Quiere algo más?


—No —contestó él con una concisión extraña.


Durante media hora, Joel Whaley, el cámara principal que habían asignado a Pedro, explicó lo que iban a grabar y lo que no. Después de un rápido recorrido por el apartamento de Paula y de una breve presentación de sus hijas, decidió dónde iba a colocar las cámaras por control remoto.


Era un hombre alto y corpulento con cejas muy oscuras y un dragón tatuado en un bíceps. Aun así, había puesto una rodilla en el suelo para saludar a Macarena y había arrancado una carcajada de Chloe con su imitación del Pato Donald.


—¿Qué te parece, Nicky? —le preguntó a su joven ayudante—. ¿Cuántas cámaras crees que vamos a necesitar?


—Cuatro… No, cinco, papá.


Le dio un cariñoso tirón de la cola de caballo y guiñó un ojo a Paula y a Pedro.


—Es una buena astilla de un viejo palo —dijo con un orgullo evidente.


A Paula se le disiparon todas las preocupaciones de dejar a sus hijas con Pedro. Joel era padre y su instinto le decía que, con tatuajes o no, era un buen padre.


—Fuera del apartamento, cuando vaya a trabajar, le seguirán un par de cámaras, pero yo soy el que manda —le explicó Joel a Pedro.


—Me alegro —farfulló Pedro.


Raul, el presentador, apareció en ese momento.


—Sylvia le ha pedido a la señorita Chaves que escriba una especie de horario con las tareas. Naturalmente, no tiene que seguirlo al pie de la letra. También se trata de mejorar la rating del otro. Eso puede significar que se utiliza el dinero o el tiempo mejor que la otra persona.


—La eficiencia es una de mis especialidades —Pedro miró a Paula con aire de superioridad.


Ella tuvo el placer de ver que la sonrisa se le borraba de los labios cuando le dio una docena de hojas mecanografiadas con instrucciones, casi todas relacionadas con sus hijas.


—Las tres primeras páginas tratan de cosas generales; menús, horarios, libros… Sabe cambiar unos pañales, ¿no?


—Creo que puedo adivinarlo.


—Hago la compra el lunes por la noche, después de la clase, porque hay menos colas y el carnicero tiene carne más barata que está a punto de llegar a la fecha de caducidad —Pedro levantó una ceja—. Mi cuenta es más exigua que la suya y es lo que va a tener durante el próximo mes…


—Perfecto. Compra los lunes porque la carne está más barata y a punto de pudrirse…


—Efectivamente —replicó Paula con orgullo—. Esa noche también intento cocinar para toda la semana. Si se esmera, puede sacar hasta tres comidas de un pollo. Naturalmente, usted come más que nosotras y no le quedará mucha carne para la sopa.


—La hay enlatada, por si no lo sabía.


—Me gusta hecha en casa. Además, es más barata y nutritiva.


—¿Algo más? —preguntó Pedro.


—Macarena es alérgica a los cacahuetes. Es una alergia grave y tiene que leer cuidadosamente los ingredientes de las comidas. Algunas las hacen con aceite de cacahuete. Si van a comer fuera, cosa que dudo con mi presupuesto, insístale a la camarera sobre este punto.


—¿Qué pasa si lo toma? ¿Le da urticaria?


—Podría morir, señor Alfonso. Se le contraería la garganta e impediría que pasara el aire. Tengo una jeringuilla y medicina en el botiquín de casa y siempre llevo otra en el bolso.


Pedro se puso tenso.


—¿Tendría que ponerle una inyección?


—Sí. Enseguida. No puede llamar a urgencias y esperar a que le hagan una traqueotomía. Yo le enseñaré y usted puede practicar con una naranja —Paula hizo una pausa y se puso muy seria—. ¿Podrá hacerlo?


Pedro se sentía abrumado por lo que estaba pidiéndole que hiciera. Paula estaba confiándole la vida de su hija.


No tenía que ser médico para hacer la comida o leerle cuentos en la cama, pero una alergia tan grave era un asunto muy distinto.


Durante los últimos seis años, Pedro había evitado pensar qué tal padre sería. Su propio padre había sido firme y algo distante. Su madre, una niñera y los profesores del internado se ocupaban de los detalles. Sin embargo, cuando se pusiera en la piel de Paula Chaves, no podría dejar los detalles en manos de otros.


—¿Sí o no? —insistió Paula.


Estaba sentado junto a ella en el sofá y no se dio cuenta de que la había tomado de la mano hasta que notó que ella se la apretaba.


—Sí —él también le apretó la mano y dijo las palabras que no había dicho a ninguna mujer desde hacía seis años—. Lo prometo.