lunes, 6 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 2





Pedro miró a su secretaria con expresión divertida. Paula era casi más competitiva que él, lo que pasaba era que ella no lo sabía.


Tampoco muchas más personas lo descubrirían a primera vista. Llevaba puestas unas gafas que siempre se le resbalaban por el puente de la nariz. Los cristales gruesos le daban a sus ojos gris azulados una expresión de leve sorpresa... como un topo pequeño y ansioso que parpadeaba a la luz del sol. Tenía una boca corriente, y el rostro delgado y las mejillas pálidas estaban enmarcados por un pelo castaño y liso.


Era de movimientos precisos y actitud estricta. Hablaba poco de sí misma, pero Pedro sabía que su padre había muerto cuando ella tenía unos cinco años. Como resultado de eso, no estaba acostumbrada al estilo de hablar de los hombres, menos aún a comprender la manera en que pensaban. 


Tampoco tenía idea del objetivo, las reglas o incluso quiénes eran las estrellas de los juegos que les encantaban a los hombres. Ni de fútbol, hockey, béisbol... en definitiva, de ningún juego. Pedro había descubierto ese hecho asombroso a la semana de que empezara a trabajar para él. Le había mencionado a Michael Jordan y había quedado completamente aturdido cuando con absoluta sinceridad ella le había preguntado si Jordan trabajaba en el departamento de correo de la empresa.


En ese mismo instante había sabido que su nueva secretaria necesitaba ayuda. Necesitaba salir más, dejar de ser tan seria y tan correcta en todo momento. Relajarse un poco, potenciar su seguridad y aprender a sobrevivir en la gran ciudad. Y por encima de todo, como integrante de su equipo de adquisiciones, necesitaba desarrollar un poco de espíritu combativo. Y no había nada mejor para lograr esos objetivos que un poco de competencia sana.


¿Acaso la práctica del fútbol y del béisbol no lo había mantenido lejos de los problemas en el instituto? El boxeo, las prácticas de combate cuerpo a cuerpo, las partidas de póquer toda la noche, ¿no le habían mantenido la mente aguda y una actitud agresiva, por no mencionar la solvencia económica, durante su servicio con los marines? Por supuesto. Y en cuanto se licenció del ejército, su capacidad para jugar bien en el mundo corporativo, para no abandonar un trato hasta no haber conseguido los términos que buscaba, ¿no habían concluido por ayudarlo a conseguir el trabajo con Kane Haley, S.A.? Desde luego.


Y al ser el gran tipo que era, había tomado a Paula bajo su protección. Más o menos cada dos meses la había introducido en un juego nuevo, para ampliarle la experiencia y ayudarla a adoptar una actitud más relajada. Habían visto las reglas del hockey, del tenis, del fútbol y del béisbol, pero su juego favorito, de lejos, era el baloncesto con la papelera. 


Ese sí que requería destreza.


No es que Paula tuviera alguna. Su percepción de la profundidad era nula y su coordinación dejaba mucho que desear. No obstante, al ir a recoger la pelota de gomaespuma que guardaba en la maceta de un helecho próximo a la ventana, supo que no podía evitar pensar que debía tener potencial para algo. Era esbelta para su altura de un metro sesenta y cinco aproximadamente y tenía piernas bonitas. Era de complexión bastante atlética... hasta que se la ponía a prueba.


Le arrojó la pelota y movió la cabeza cuando ella alargó los brazos con gesto torpe y falló en recogerla. «Patético... simplemente, patético».


Pero Pedro sabía que su falta de talento no le impedía entregarse al máximo. Paula siempre era reacia a participar al principio... tenía unas ideas anticuadas acerca del comportamiento correcto en el trabajo; pero después de que Pedro la hubiera instigado, tentado o forzado a participar, su naturaleza competitiva surgía con toda intensidad. Odiaba perder, y entraba en cada una de las ridículas competiciones con la fiera determinación de ganar.


Pedro ocultó una leve sonrisa al ver que ya fruncía el ceño por la distancia a la que había puesto el cubo.


—¿No está más lejos que la última vez? —preguntó dubitativa, subiéndose las gafas.


—No.


—Pero... ¡Pedro! —frunció más el ceño al verlo quitarse la chaqueta—. ¿Qué haces? El señor Haley...


—Le importa un bledo cómo me vista mientras cumpla con mi trabajo... y lo hago. Siempre —enarcó las cejas ante la expresión reprobatoria cuando comenzó a remangarse la camisa—. ¿No esperarás que juegue un partido serio con el traje?


—¿Por qué no? Sabes que me ganarás con o sin chaqueta.


Ese último comentario fue un susurro, pero Pedro lo oyó de todos modos. Igual que la coordinación, tenía un oído excelente. La miró con expresión de reproche.


—Eh, ¿no te doy siempre una oportunidad deportiva? —ella fue a responder, pero antes de que pudiera hacerlo, añadió—: Claro que sí. Yo tiraré desde el doble de distancia.


—Como si eso fuera a importar —gruñó Paula, pero sabía que estaba enganchada. Hizo un movimiento de práctica con la pelota hacia la canasta antes de continuar—: Creo que te gusta hacerme jugar porque de esa manera siempre puedes ganar.


Pedro contuvo otra sonrisa. No era típico de Paula quejarse tanto. Por lo general participaba en resignado silencio.


Con prudencia mantuvo la boca cerrada, aunque podría haberle dicho que no era ganarle lo que lo hacía disfrutar tanto, sino observar la fiera determinación que ella proyectaba en el juego. Como en ese momento, olvidada por completo la inminente llegada de Kane Haley y abandonada la expresión grave y distante que últimamente parecía considerar como la apropiada. Le dio unos minutos para que estudiara la distancia que había hasta la canasta, luego preguntó:
—¿Lista?


—Lista —asintió.


Alzó la pelota. Justo cuando iba a soltarla, él dijo:
—¡Espera!


Paula estuvo a punto de salir disparada del sillón. Jadeó, los ojos muy abiertos por la alarma, las gafas torcidas sobre su pequeña nariz.


—¿Qué? ¿Qué sucede? —se enderezó las gafas y miró nerviosa hacia la puerta—. ¿Viene el señor Haley?


—No. Hemos olvidado hacer una apuesta.


—No quiero apostar —lo miró con ojos entrecerrados—. No paro de recordarte que las apuestas son ilegales.


—¿Crees que sería capaz de sugerir algo ilegal? —la expresión de ella dijo que sí, pero Pedro respondió por Paula—. Claro que no. Solo pensaba en una apuesta sencilla, amistosa... quizá de un pequeño intercambio de servicios.


—¿Qué servicios? —aún se mostraba suspicaz.


—Oh, no sé... —fingió meditarlo unos instantes—. Si ganas tú, ¿qué te parece que realice un donativo navideño al refugio de mujeres para el que recaudas fondos? Un donativo «generoso» —no hacía falta decirle que el cheque ya estaba hecho y listo para ser entregado, con o sin partida. 


Eso la incentivaría.


Se le encendieron los ojos, pero al instante volvió a mostrarse cauta.


—Y si pierdo...


—Si pierdes, entonces solo tendrás que hacer unas pequeñas compras navideñas por mí. Elegir algo para algunas de mis amigas.


—¿Qué amigas?


—Oh, no sé. Quizá Emma. Y Malena. Y decididamente Nancy.


En ese momento sí que mostró su desaprobación... e indecisión. Pedro necesitó un esfuerzo para mantener la seriedad. La semana anterior le había pedido que eligiera unos regalos para las mujeres con las que salía en ese momento, y ella le había respondido con una indignada charla sobre lo personal que era hacer regalos y que no le parecía adecuado hacerlos por él. Él había escuchado su argumentación y le había dado la razón, pero no tenía ni idea de qué regalarle a una mujer y además odiaba salir de compras.


Sería mucho mejor que Paula los hiciera por él. Y sabía que en realidad no le planteaba mucha elección; el refugio de mujeres significaba mucho para ella. Se metía a fondo en cosas de ese estilo. Beneficencia, la iglesia. El nuevo servicio de cuidados infantiles que Maggie Steward, la asistente administrativa de Kane, estaba añadiendo a la corporación. Cualquier cosa que considerara que mejoraría la vida de alguien captaba siempre la atención de Paula. 


Bajo ningún concepto sería capaz de rechazar un posible donativo.


—¿Qué dices? —se obligó a preguntarle—. Solo tendrás que comprar algo que le guste a una mujer. Todo cargado en mi tarjeta de crédito.


—Bien —respondió con los pequeños dientes blancos apretados.


Pedro supo que la había provocado de verdad. Paula tomó un bolígrafo y escribió una línea en su bloc de notas, e incluso se tomó el tiempo de garabatear algo en el margen.


Cuando al fin terminó, soltó el bolígrafo. Lo miró con ojos centelleantes, luego clavó la mirada furiosa en el cubo. Se acomodó las gafas, apretó la mandíbula delicada y se subió las mangas del jersey marrón. Incluso se adelantó hasta situarse en el mismo borde del sillón, mientras se ajustaba el bajo de la falda marrón a cuadros que se le había subido unos centímetros por encima de las rodillas.


Volvió a levantar el brazo. Con un movimiento de la muñeca, soltó la pelota.


El misil anaranjado salió disparado hacia el cubo y cayó... a un metro de distancia.


Pedro tuvo ganas de aullar ante la frustración que vio en su cara. Estaba rígida como un bate de béisbol, con los puños cerrados a los costados. Pero en vez de reírse movió la cabeza en falsa conmiseración.


—Ah, diablos. Es una pena —comentó con simpatía. Recogió la pelota de la moqueta—. Veamos si yo consigo mejorarlo.


Duplicó la distancia desde la que había tirado Paula. Luego, con un movimiento casual, arrojó el balón. Cuando se hundió justo por el centro de la canasta asintió satisfecho. Tuvo que reconocer que era bueno. Al mirarla para ver si apreciaba en su justa medida la proeza que acababa de realizar, la sonrisa le desapareció de la cara.


Paula parecía enferma. La piel pálida se le había puesto macilenta, y mientras la observaba, la vio hacer una mueca y cruzar los brazos sobre el estómago.


—¿Te encuentras bien? —le preguntó.


—Claro —repuso, pero la palabra terminó con un pequeño jadeo—. Me duele un poco el estómago.


Él frunció el ceño al verla juntar más los brazos.


—¿Qué quieres decir con dolor? —quiso saber—. ¿Como una apendicitis?


—No. En serio... estoy bien.


—Hay un virus muy fuerte de la gripe...


—No es nada —insistió, desterrando su preocupación con un movimiento de la mano.


Sin embargo, un segundo más tarde se llevó la misma mano a la boca, con los ojos muy abiertos por la alarma. Se levantó de un salto, miró en la dirección del cubo, que aún seguía recubierto por la estúpida red, y salió corriendo por la puerta.









UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 1





VAMOS, Paula.


—No.


—¿Por qué no? Nos sobra tiempo...


—No, no nos sobra —erguida en el sillón, Paula Chaves evitó los ojos de su jefe del otro lado de la amplia mesa de roble. Con la vista clavada en el horizonte de Chicago, visible por la ventana más allá de los anchos hombros de él, añadió—: El señor Haley podría venir en cualquier momento, y lo último que quiero es que el presidente de la compañía nos sorprenda tonteando.


—No llegará hasta dentro de treinta minutos...


—Veinte.


—Veinte. Es tiempo suficiente —Pedro Alfonso estudió la expresión inflexible de su secretaria—. Vamos, Paula, me ayudará a relajarme. La operación Bartlett me está estresando mucho.


Incapaz de evitarlo, Paula lo miró a la cara. Los ojos oscuros de él se encontraron con los suyos, y el estómago le dio un vuelco que no tenía nada que ver con los nervios que habían estado dominándola toda la mañana. Apartó la vista de esa mirada intensa, se subió las gafas sobre el puente de la nariz y lo observó, tratando de evaluar la verdad de la afirmación que acababa de hacer.


La verdad es que no parecía estrenado. Como de costumbre, estaba reclinado en su sillón con las piernas extendidas y las manos metidas en los bolsillos de su traje gris a medida. Aunque quizá sí sintiera la presión. Nadie mejor que ella sabía lo tenso que podía ser trabajar en la empresa contable Kane Haley, S.A., y a Pedro, como vicepresidente de Fusiones y Adquisiciones, se le planteaban suficientes retos.


Por otro lado, nadie mejor que ella sabía lo bueno que era Pedro para salirse con la suya. Ni siquiera la expresión absurdamente esperanzada que había puesto podía ocultar la obstinada determinación marcada en las líneas de su rostro. Pedro Alfonso era duro, y lo parecía... desde la complexión musculosa y compacta de su cuerpo de un metro ochenta hasta la inteligencia astuta y cínica que brillaba en sus ojos castaños.


Al captar un destello divertido en sus profundidades, Paula se puso aún más rígida.


—Pues a mí no me relaja —intentó que su voz suave sonara firme e implacable—. Yo solo termino con un montón de frustración.


—No pasará esta vez... lo prometo —afirmó él con celeridad.


Ella miró el bloc de notas y volvió a subirse las gafas que se habían deslizado por su nariz. Se concentró en el papel, fingiendo que añadía más cosas a la lista que había confeccionado.


—Incluso te dejaré salir.


Le tembló el bolígrafo. Para su propio disgusto, sintió que se ablandaba. Se mordió el labio mientras trataba de no ceder.


—Por favor, Pau... —la voz profunda de él se tornó persuasivamente ronca.


Los últimos vestigios de resistencia se desmoronaron. En los tres años que llevaba trabajando para Pedro, jamás había sido capaz de resistir ese tono entre exigente y suplicante. 


No supo por qué creía que ese día iba a ser diferente.


Plantó el bloc de notas sobre el escritorio.


—De acuerdo... tú ganas. Jugaré una partida... ¡pero solo una! Y por el amor del cielo, que sea rápida.


Pedro se puso de pie de un salto con expresión de triunfo en la cara.


—¡Estupendo! Siéntate a mi escritorio. Prepararé las cosas.


Paula fue a ocupar el sillón de él. La piel magnífica aún retenía la calidez del cuerpo de Pedro; suspiró cuando el calor la ayudó a desterrar los pequeños escalofríos de sus extremidades. Ni siquiera el grueso jersey marrón ni la larga falda de lana que llevaba ese día la ayudaban mucho a estar templada.


Cruzó los brazos sobre el estómago cuando otro aguijonazo de dolor le tensó los músculos. No podía ser la gripe... no en ese momento. Desterró el inquietante pensamiento de que pudiera tratarse de otra cosa, algo más serio. No tenía tiempo para encarar ningún problema personal. Había demasiado trabajo. La reunión con el señor Haley esa mañana, las futuras reuniones que debía arreglar para preparar la adquisición Bartlett. Los contratos, la decoración para la fiesta de Navidad... la lista era interminable. Y por encima de todo tratar de manejar a un jefe que insistía en perder un tiempo precioso.


Observó a Pedro mientras se alejaba unos dos metros sobre la mullida moqueta para depositar la papelera metálica vacía en ese punto. Luego volvió hacia ella y de un cajón del escritorio sacó una pequeña canasta anaranjada con red.


Paula movió la cabeza al ver la satisfacción en su rostro mientras se ponía en cuclillas para acoplarlo al borde de la papelera.


—¿No te cansas nunca de estos juegos tontos?


—No —respondió sin molestarse en alzar la vista de lo que hacía—. Me gusta ganar.


—Lo más probable es que termines con una úlcera —le informó, y el pensamiento le provocó otra oleada de náuseas—. Eres demasiado competitivo.








UNA MUJER DIFERENTE: PROLOGO





Paula no podía creer que su jefe creyera que estaba embarazada, pero lo que realmente le había molestado era que Pedro parecía aliviado al enterarse de que no era así; era como si pensara que nadie podría quererla lo suficiente como para desear querer tener un hijo con ella.


Así que, para superar la ofensa, Paula decidió hacer todo lo posible para dejar con la boca abierta a su irresistible jefe. 


En cuanto viera a la nueva PaulaPedro no dudaría que cualquier hombre se moriría por estar con ella.