sábado, 24 de octubre de 2015

EL DESAFIO: CAPITULO 23





Le has dado órdenes a tu secretaria de que llamara a mi padre si venía?


–No.


Pedro no tiene absolutamente nada que ver con el hecho de que esté aquí, Paula –dijo Damian con tono suave después de haberles indicado a los guardaespaldas que esperaran en el pasillo y cerraran la puerta al salir–. He tenido vigilado el piso de Pedro y la galería desde ayer por si venías a verlo.


–¡Es increíble! –exclamó Pedro molesto.


Lo cual no quitaba que no se alegrara por el hecho de que Paula hubiera acudido a él, fuera por la razón que fuera.


–Mis disculpas, Pedro, pero era necesario –respondió el anciano.


–En tu opinión –apuntó Paula, aliviada de que Pedro no hubiera tenido nada que ver porque no estaba segura de que hubiera podido soportar otra traición de uno de los dos hombres que más significaban para ella.


–¿Dónde has estado estos dos últimos días? –le preguntó su padre con calma.


–Aquí, en un hotel.


–¡Pero si comprobamos todos los hoteles!


–Me registré bajo el nombre de «Paula Fraser» –dijo sin sentir ni un ápice de satisfacción al ver a su padre estremecerse al oír que se había registrado con el apellido de soltera de su madre.


Estaba dolida y furiosa por las cosas que le había ocultado, pero Pedro tenía razón; ella no podía ser deliberadamente cruel con nadie, y menos con su padre.


–Deberías haberme contado la verdad sobre mamá desde el principio, papá.


–Solo tenías cinco años y eras demasiado pequeña para entenderlo y, mucho menos, para aceptar la verdad.


–Pero después deberías haber intentado explicármelo cuando fui mayor.


–Lo pensé, por supuesto que sí, pero no era agradable, maya doch. Decidí que era mejor que guardaras los buenos recuerdos de tu madre, no los malos.


Pedro no tenía ni idea de a qué se referían, pero eso no evitó que se sintiera como si estuviera entrometiéndose en algo muy personal.


–¿Tal vez preferiríais que me marchara para poder hablar en privado?


–No.


–¡No!


Asintió cuando los Chaves hablaron al unísono, Damian con resignación y Paula con desesperación. Y si Paula necesitaba que estuviera allí, allí era donde estaría.


–¿Nos sentamos, Paula? –dijo con delicadeza.


Ella se sentó en el borde del sofá y él a su lado. Lo miró agradecida cuando agarró una de sus temblorosas manos y entrelazó sus dedos con los suyos. Un abrumador amor por él creció en su interior, por la delicadeza y ternura que le estaba mostrando. Porque ahora sabía, sin ninguna duda, que amaba a Pedro, que estaba enamorada de él. Y esa era la razón por la que había querido que se quedara.


–Soy consciente de que este es tu despacho, Pedro, y siento el modo en que he entrado, pero no tienes por qué quedarte a escuchar esto si no quieres –dijo mirando a su
padre.


–Puede que prefieras no quedarte, Pedro –añadió el anciano.


–Quiero lo que quiera Paula. Quiero estar aquí a tu lado, si eso es lo que tú quieres.


–Sí, por favor.


Él asintió antes de girarse hacia Damian y decir con rotundidad:
–Pues entonces me quedo.


Paula le agarró la mano con fuerza como gesto de gratitud antes de mirar a su padre con los ojos llenos de lágrimas.


–Has sido muy cruel al ocultarme la verdad de mamá todos estos años, papá. Tenía derecho a saberlo, a elegir por mí misma.


–Hice lo que me pareció mejor en aquel momento. Y, por cierto, esta conversación debe de estar resultándole muy confusa a Pedro y no me parece justo teniendo en cuenta que estamos en su despacho.


A Paula se le caían las lágrimas cuando miró a Pedro.


–No es demasiado tarde, puedes marcharte.


–Me quedo –dijo necesitando saber qué era eso que la había reducido a ese estado emocional.


Ella respiró hondo.


–Pues entonces deberías saber que hace diecinueve años raptaron a mi madre. Los secuestradores contactaron con mi padre y le dijeron que no avisara a la policía y que, si pagaba el rescate, en una semana mi madre volvería con nosotros.


Pedro entendía cómo debía de haberse sentido Damian, todo lo que habría sufrido, el dolor y la agonía de que le arrebataran a su mujer seguido por días preguntándose si volvería a verla. ¡No tenía más que imaginarse cómo se sentiría él si eso le hubiera pasado a Paula!


–Mi padre obedeció las instrucciones, pagó el rescate, pero…, pero…


–Aquí es donde nuestras historias empiezan a separarse… –apuntó Damian cuando Paula se detuvo–. En aquel momento no le conté nada a Paula sobre el secuestro, solo que Ana había muerto. Y después, cuando tenía diez años, le dije que la habían raptado para que entendiera por qué era tan protector con ella, pero no… Hasta el sábado por la noche nunca fui del todo sincero sobre el destino de su madre.


Pedro miró al anciano con los ojos abiertos de par en par.


–Ana no murió cuando Paula tenía cinco años.


Ahora entendía por qué no había encontrado ninguna noticia sobre esa muerte en Internet.


–Ana murió cinco años más tarde, en la residencia privada a la que me vi obligado a llevarla días después de que volviera a mí. Está enterrada en el cementerio que hay allí. Había perdido la cabeza hasta el punto de no conocerme. Se había escondido en un lugar al que no podía acceder nadie, ni siquiera yo, para alejarse de lo que esos animales le hicieron durante la semana que la tuvieron presa.


–¡No, papá! –gritó Paula agarrándole la mano.


El sábado le había resultado muy duro asimilar todo eso, comprender lo mucho que había sufrido su padre al guardar ese secreto durante tantos años, y en aquel momento lo único que le había importado había sido descubrir que su madre había vivido cinco años más de los que ella había creído. Sin embargo, ahora que miraba a su padre y veía tanto dolor en su mirada, entendía lo solo que debía de haberse sentido en su duelo por la mujer que nunca había llegado a volver a su lado. Lo mucho que habría sufrido durante los cinco años que había ido a visitarla cada semana a la residencia, donde había vivido perdida en la seguridad del mundo que se había creado para sí misma, un mundo al que ni siquiera había dejado entrar a Damian.


Ahora se daba cuenta de que había sufrido todo eso por ella, para que pudiera crecer únicamente con los recuerdos felices de su madre.


–Me equivoqué.


–No, papá. Fui yo la que se equivocó el sábado por la noche por no haberte entendido –soltó la mano de Pedro para levantarse y abrazar a su padre, que tenía las mejillas llenas de lágrimas–. Lo siento mucho, papá. Siento mucho haberme ido así, haberte hecho sufrir tanto desapareciendo durante dos días.


–Te perdonaría cualquier cosa, maya doch, lo sabes. Lo que sea con tal de que estés a salvo.


Paula comenzó a llorar desconsoladamente, no podía sacarse de la cabeza la imagen de su padre sufriendo durante tantos años, incapaz de compartir su dolor por la esposa que aún vivía, pero que ya no los reconocía ni a él ni a su hija.


–Hay más, ¿verdad?


Paula seguía rodeando a su padre con gesto protector cuando se giró hacia Pedro.


–Y no lo digo porque esto no me parezca ya demasiado –añadió levantándose de pronto; estaba demasiado inquieto como para seguir sentado. Contuvo las ganas de abrazar a Paula porque sabía que era un momento íntimo para padre e hija, un momento en el que sabía que debía contener sus emociones… porque las tenía…


–No sé cómo expresar cuánto siento que os pasara algo así. Es incomprensible. Demasiado como para asumirlo –dijo pasándose una mano por el pelo, nervioso, preguntándose cómo había podido Damian vivir con tanto dolor.


Él había crecido en la seguridad del profundo amor que sus padres se prodigaban, y no tenía la más mínima duda de que su padre habría actuado del mismo modo en esas circunstancias, que habría protegido a sus tres hijos de la verdad. También sabía que Gabriel, con lo enamorado que estaba de Valeria, pondría el mundo patas arriba buscando al que fuera que se atreviera a hacerle daño. Y él mismo lo haría también si algo así le sucediera, se vería invadido por la misma rabia y querría encontrar a los responsables, machacarlos con sus propias manos y asegurarse de que no volvieran a hacerle daño a ninguna mujer ni a destruir ninguna otra familia.


–El accidente de coche no fue un accidente, ¿verdad?


–No –confirmó el anciano sin soltar la mano de su hija–. Tardé un tiempo, pero al final los encontré y me reuní con ellos. Quería matarlos aquella noche, hacerlos sufrir como ellos habían hecho sufrir a mi Ana… –se detuvo cuando Paula dejó escapar un sollozo–. Pero no lo logré, maya doch.


–¿No? Pero todos estos años había pensado… creía que… Nunca hemos hablado de ello abiertamente, pero di por hecho que…


–Al parecer ellos tenían intención de hacer lo mismo conmigo, no querían dejar a nadie vivo que pudiera identificarlos. Embistieron mi coche cuando me dirigía a su encuentro e intentaron echarme de la carretera, pero fue su coche el que se llevó el mayor impacto. Dos de ellos murieron al instante y el tercero un año después, como resultado de las lesiones –dijo sin mostrar ninguna emoción ni ofrecer ninguna disculpa.


Por lo que a Pedro respectaba, las disculpas sobraban. 


Damian había hecho lo que había sentido, lo que habrían hecho la mayoría de los hombres en su lugar.


–Creo –dijo Pedro lentamente– que si te hubiera conocido en aquella época, Damian, habría querido ayudarte a encontrar a los secuestradores, por muy joven que hubiera sido.


Paula se sintió tan agradecida por el hecho de que no juzgara ni condenara a su padre que podría haberlo besado allí mismo.


Aunque habría querido besarlo de cualquier forma porque llevaba deseándolo desde que había entrado en el despacho. Del mismo modo que había deseado ir a su casa el sábado por la noche porque lo había necesitado, porque había necesitado desesperadamente que la abrazara, que le hiciera el amor para poder así olvidarse de todos esos años que había perdido con su madre.


Pero también había sabido que habría estado mal hacerlo porque si Pedro hubiera conocido los detalles de la conversación con su padre, se habría sentido como si lo hubiera estado utilizando esa noche, cuando lo cierto era que ella habría ido solo por estar con él, porque lo amaba.


–Eres un joven admirable, Pedro Alfonso.


–Pues yo creo que la que es admirable es tu hija –dijo mirando a Paula con clara admiración–. Ha estado todos estos años preguntándose si tú habías matado a esos hombres, pero siempre se ha guardado su opinión, nunca ha hablado de ello con nadie.


–Sí –respondió Damian con un brillo de orgullo en la mirada.


–A lo mejor si lo hubiera hablado con mi padre antes no me lo habría estado preguntando durante tanto tiempo. Ahora me avergüenzo por haber pensado eso, papá. Lo siento. De verdad creía… pensaba…


–El destino fue lo único que me impidió hacerlo, maya doch. Me marché de casa aquella noche con la intención de acabar con los tres.


–Pero no lo hiciste –apretó con fuerza las manos de su padre sintiendo cómo se le había quitado un gran peso de encima–. ¡No lo hiciste, papá!


–No, no lo hice, porque de camino al punto de encuentro me di cuenta de que no podía hacerlo. Por ti, Paula. Por mucho que deseaba librar al mundo de esas alimañas, tendría que haber pagado por el crimen y haberte dejado completamente sola, y eso sí que no podía hacerlo. No podía dejarte sola sin tu madre y también sin tu padre.


Paula lloraba en silencio. Lloraba por el profundo amor que su padre sentía por ella, y con el que ella le correspondía.


Lloraba de alegría porque ahora sabía que todas sus sospechas con respecto al accidente y esas muertes habían sido infundadas. Lloraba por la libertad que saber eso le daba a su nueva vida, permitiéndole entregarle su corazón y su amor al hombre del que ya estaba profundamente enamorada. Y no le importaba que Pedro nunca le devolviera ese amor porque a ella le bastaba con poder ser libre de sentirlo y de estar a su lado siempre que él quisiera.







EL DESAFIO: CAPITULO 22





–Bridget, creía que te había dicho que no me molestaran… ¡Paula! –gritó al verla en la puerta.


Se levantó y se acercó corriendo, le agarró las manos y la miró a la cara, ¡con mucho deseo! Al instante pudo ver la palidez de sus mejillas y la distancia en esos fríos ojos verdes que lo miraban tan fijamente.


–¿He venido en mal momento? –preguntó ella con una voz también fría y distante.


Él seguía mirándola, deseándola, necesitando ver a «su Paula» en las profundidades de esos atribulados ojos.


–¿Estás bien? –qué pregunta tan estúpida. ¡Por supuesto que no estaba bien! Si lo estuviera, no habría desaparecido sin más y ahora no estaría mirándolo como si fuera una extraña, en lugar de su amante.


–¿Por qué no iba a estar bien?


Pedro desconocía la respuesta, ya que lo único que Damian le había dicho el día antes era que se había disgustado por algo que le había dicho y que no sabía nada de ella desde la noche del sábado.


–Pasa –sin soltarle la mano, la metió en el despacho y cerró la puerta–. No puedes imaginarte cuánto me alegro de que hayas venido, Paula.


–¿Por qué?


Porque al menos ahora sabía que estaba viva. Porque ahora sabía que estaba a salvo. Porque la necesitaba allí, a su lado, ¡maldita sea!


–Paula, tu padre vino a verme ayer.


Un brillo de emoción se encendió en las frías profundidades de esos ojos verdes para disiparse al instante.


–¿Ah, sí? Pues debió de ser muy agradable para los dos –añadió lacónicamente.


Pedro seguía mirándola, viendo la fragilidad escondida bajo esa fría fachada. Una fragilidad que temía pudiera romper a Paula, destruirla, si decía o hacía algo incorrecto. Y esa era la razón por la que no la había tomado en sus brazos y la había besado en cuanto había cerrado la puerta.


Paula parecía tan quebradiza en ese momento que, si hubiera intentado abrazarla, o se habría rebelado y lo habría arañado con todas sus fuerzas, o se habría hecho añicos y desintegrado ante sus ojos. Lo primero lo habría soportado encantado, pero lo segundo lo habría destruido.


Tanto como habría destruido a Paula.


Y no quería que eso pasara porque su espíritu tímido pero rebelde era una de las muchas cosas que había admirado de ella desde el primer momento. Esa admiración inicial había ido en aumento y ahora incluía su impactante belleza, su delicado sentido del humor, su pasión, y la calidez de su corazón, tan patente cuando hablaba de su padre. Una calidez que hoy había brillado por su ausencia ante la mención a su padre.


–Paula…


–Soy consciente de que habría sido más profesional haber concertado una cita, pero he traído algunos bocetos para enseñártelos –le dijo con tono animado.


–¿Bocetos?


–Este fin de semana he tenido mucho tiempo libre.


Pedro se estremeció. Sabía que después de no acudir a su cita con él y de marcharse del piso de su padre el sábado por la noche, había bajado a su casa, había hecho las maletas y se había marchado del edificio. Y eso lo había hecho por algo que Damian le había contado después de la gala de inauguración durante una conversación que a Paula le había resultado tan dolorosa como para irse jurando que jamás perdonaría a su padre por lo que había hecho.


Qué era eso que había hecho era algo que Pedro desconocía, porque Damian no le había dado los detalles de aquella conversación por mucho que había insistido en que le diera respuestas.


Es más, Miguel había tenido que intervenir en la discusión que comenzó cuando Pedro y Damian habían comenzado a lanzarse acusaciones y, tras haber calmado la situación, se había ofrecido a cancelar su vuelo a París para ayudarlos a buscar a Paula. Una oferta que Pedro le había agradecido, pero que había rechazado, porque sabía que los que tenían que buscarla eran su padre y él. Los que tenían que encontrarla. Los que tenían que asegurarse de que estuviera a salvo.


Así, tras el enfrentamiento inicial, los dos habían pasado la mayor parte del domingo llamando a todos los amigos y conocidos de Paula, pero ninguno la había visto.


Después habían ido llamando hotel por hotel, y cuando esas llamadas no habían dado ningún fruto, habían ampliado la búsqueda a los barrios residenciales. Sin embargo, no había servido para nada. Paula estaba fuera en alguna parte, pero obviamente no quería que la encontraran.


Pedro había esperado que eso no lo incluyera a él, pero el reciente comentario de Paula había insinuado que ni siquiera se había planteado que él hubiera podido molestarse en buscarla después de que hubiera faltado a su cita del sábado. Y tal vez se merecía ese gesto de rechazo; de todos modos, no podía saber que desde el primer momento que la había visto no había podido dejar de pensar en ella.


Pero ahora, que estaba sufriendo tanto por las cosas que le había contado su padre, no era momento de decirle lo que sentía.


–Paula, ya sabes… que… no importa lo que haya hecho tu padre o te haya dicho… nada es totalmente blanco o negro… y esas tonalidades grises pueden ser…


–¡Oh, por favor! –lo interrumpió con desdén–. Ya te ha convencido, ¿verdad? Y seguro que te ha contado lo justo para justificar su comportamiento.


–No me contó nada, ni se justificó por lo que sea que ha hecho –le aseguró Pedro.


–¡Porque no tiene justificación! –sus ojos brillaron y pareció como si su caparazón protector fuera a resquebrajarse, pero al instante se recompuso y adoptó una postura de determinación–. No hay excusas para lo que hizo, Pedro.


–Te quiere mucho. Solo intentaba protegerte.


–¡Lleva toda la vida protegiéndome de la propia vida! –un rubor de rabia tiñó sus mejillas.


–Sí –admitió Pedro con delicadeza–. Y tal vez se haya equivocado en eso.


–¿Tal vez? ¡Nada de tal vez! Tiene que haberte contado algo para que estés compadeciéndote de él.


–No se trata de compadecerme de nadie.


–¿Ah, no? Bueno, pues créeme si te digo que a mí no me da ninguna pena después de haber oído las cosas que me ha estado ocultando todos estos años.


Pedro la miró y, a juzgar por el brillo de su mirada, vio que no era tan inmune al dolor de su padre como quería aparentar.


–Tú no eres así, Paula. Tú quieres a tu padre y no va contigo ser deliberadamente cruel.


Ella soltó una carcajada.


–¿Y tú qué sabes de mí, Pedro? ¿Que me gustan tus caricias? ¿Que me gustan tanto que el sábado dejé que me metieras en un maldito armario lleno de escobas para que pudieras darme placer? –sacudió la cabeza con gesto de disgusto–. Eso no es conocerme, Pedro, eso es pasarlo bien con el sexo.


–No –la advirtió adelantándose a lo que sabía que diría a continuación, y negándose a permitirle que redujera lo que habían tenido a algo tan primario–. Hoy has venido a mí. Me da igual qué excusas te hayas puesto para hacerlo, pero lo cierto es que has venido, ¡maldita sea!


Sí, así era, admitió Paula con pesar. Esa mañana mientras se había duchado y vestido en el hotel se había convencido de que iba a ir a ver a Pedro porque quería aceptar el trabajo, porque asegurarse ese encargo era más importante que su orgullo si de verdad quería lanzar su negocio.


Pero ahora que estaba ahí, ya no estaba tan segura de que eso fuera del todo verdad.


Se sentía reconfortada estando en su compañía, y, de hecho, Pedro ya estaba empezando a funcionar como un bálsamo para sus destrozadas emociones. Estar con él alimentaba su necesidad de estar con alguien que la deseaba y que podía darle algo de calidez porque en ese momento su corazón era como un enorme bloque de hielo.


Así que sí, había ido a verlo porque lo había necesitado, había querido estar con él. Había querido estar con el hombre del que ahora sabía que se había enamorado.


Porque en las últimas treinta y seis horas no solo había estado pensando en la conversación con su padre, sino también en Pedro. ¡Y mucho! En lo que su relación significaba para ella, en el hecho de que no solo lo deseara, sino también lo apreciaba. En el hecho de que se había enamorado de él.


No podía negar el deseo que sentía por su físico y le gustaba lo divertido que podía ser a veces, pero también sabía que Pedro era mucho más que ese personaje con encanto que se empeñaba en mostrarle al mundo. Pedro se preocupaba por las galerías, se preocupaba por ella…


Y amaba a su familia profundamente. Y, tras la conversación que había tenido con Miguel el sábado por la noche, sabía que ese era un amor correspondido por su familia. Miguel había insistido en hablar con ella a solas sobre su hermano y le había contado la seriedad con la que trabajaba para las galerías y cuánto le debían por el continuado éxito de todas sus ideas e innovaciones.


Pero todo ello era algo que Paula había podido ver antes con claridad, por mucho que él se hubiera empeñado en ocultarlo.


Y tanto lo había visto que se había enamorado de él.


Por desgracia, era un amor que Pedro jamás le devolvería.


–La única razón por la que estoy aquí es para mostrarte mis diseños –le aseguró con frialdad–, si es que sigues interesado en verlos, claro.


–Paula, no podemos sentarnos a hablar de tus diseños como si la conversación que tuviste con tu padre no hubiera sucedido nunca.


–No veo por qué no –contestó con tono gélido.


–Paula…


–¿Qué te dijo exactamente sobre la conversación, Pedro? ¿Cuánta verdad ha decidido confiarte después de conocerte desde hace solo una semana?


–Tienes que calmarte.


–No, Pedro. No tengo que hacer nada, ya no. Voy a hacer exactamente lo que me plazca. Y ahora, ¿quieres ver mis diseños o no?


Él se estremeció ante la agresividad de su tono.


–Por supuesto que quiero ver tus diseños.


–¿Entonces podríamos hacerlo ahora, por favor? –le pasó la carpeta–. Tengo cosas que hacer esta tarde, encontrar un local y un piso.


–¿Es que no vas a volver al tuyo?


–No.


Pedro no tenía la más mínima idea de cómo tratar con esa implacable y distante Paula. Apenas la reconocía como la mujer que había ocupado la mayor parte de sus pensamientos durante la última semana, la mujer a la que solo tenía que mirar para sentirse excitado. La mujer que lo hacía reír. Una mujer bondadosa y cálida, una mujer en la que había confiado. Una mujer tan distinta a las demás con las que había estado. La mujer con la que sabía que quería estar.


La misma mujer que ahora estaba sufriendo tanto y desmoronándose por dentro porque lo que fuera que Damian le había contado el sábado la había herido profundamente.


–Paula…


–Por favor, Pedro –su voz se quebró con emoción–. Si te importo aunque sea un poco, ayúdame a hacer esto.


¿Si le importaba? Durante esos últimos dos días se había dado cuenta de que Paula le importaba más que cualquier mujer que hubiera conocido nunca y que pudiera llegar a conocer.


–Paula…


Los dos se giraron cuando la puerta del despacho se abrió de pronto sin previo aviso, y Pedro gruñó por dentro al ver a los dos guardaespaldas entrar detrás de la silla de ruedas de Damian.


Nada más ver el rostro acusatorio de Paula, supo que creía que había tenido algo que ver con la inesperada llegada de su padre.






EL DESAFIO: CAPITULO 21





El lunes por la mañana Paula entró en la galería con la cabeza bien alta y segura de sí misma, sonriendo a la recepcionista de camino a las escaleras que la llevarían al despacho de Pedro en la tercera planta.


Pedro


No tenía duda de que estaría enfadado por el hecho de que ni se hubiera presentado en su casa, ni se hubiera puesto en contacto con él para darle una explicación.


Sí, tal vez había estado de broma al hacer aquel comentario sobre la posibilidad de que su padre fuera un gánster, pero Paula siempre había tenido sus propias sospechas que, al final, tras la conversación del sábado con su padre, no habían resultado alejarse tanto de la realidad.


Por todo ello sabía que no podía contarle a Pedro esas nuevas e impactantes verdades que su padre le había revelado. Le estaba costando aceptar esa verdad, así que, ¿cómo podía esperar que otros lo entendieran? Y precisamente por eso había decidido… ¡una vez más!… que Pedro y ella solo podrían tener una relación laboral. Así de simple. O al menos le había parecido muy simple cuando había tomado la decisión el día anterior en su habitación de hotel, donde se había pasado la mayor parte de la noche junto a la ventana contemplando la ciudad y preguntándose cómo iba a poder reponerse después de todo lo que su padre le había contado sobre su madre.


Ahí, a solo un tramo de escalera de Pedro, la decisión le parecía sencilla.


Avanzaba despacio según se acercaba al despacho, pero era algo que tenía que hacer si de verdad quería ser dueña de su propia vida. Quería levantar su propio negocio bien alejada de la influencia de su padre, y ese trabajo para Arcángel le abriría las puertas.


Lo único que tenía que hacer antes de que eso se hiciera realidad era ignorar a Pedro cuando le exigiera que le diera unas respuestas que no podría darle. ¡Lo único que tenía que hacer!


Si solo con estar en la puerta de su despacho ya se le salía el corazón y tenía las manos empapadas, ¿cómo iba a reaccionar cuando estuviera cara a cara con Pedro?








EL DESAFIO: CAPITULO 20





–Ya estás otra vez moviéndote de un lado para otro.


Pedro miró con furia a su hermano, que estaba en la cocina tomándose su té matutino y leyendo la sección de economía en el periódico del domingo.


Y sí, por supuesto que no dejaba de moverse, ¡maldita sea!, porque Paula no se había presentado en casa tal como había dicho que haría.


Miguel y él habían llegado poco antes de la medianoche y, después de que su hermano se hubiera ido a dormir de inmediato, él se había quedado esperándola hasta las dos de la madrugada, cuando por fin había asumido que Paula no iría a verlo.


Pero en ese momento, y tras recordar la seriedad con que le había mencionado que tenía una conversación pendiente con su padre, más que enfadado se había sentido preocupado. Por otro lado, tampoco habría estado mal que lo hubiera llamado para decirle que había habido un cambio de planes.


Aun así, y devorado por la preocupación ante la idea de que pudiera estar sola en su casa y angustiada, había llamado a su edificio y había pedido al vigilante de seguridad que le pasaran la llamada a su casa. Sin embargo, ni había respondido a la llamada, ni el vigilante le había revelado si estaba o no en casa. Y, claro, bajo ningún concepto iba a llamar a Damian para preguntarle dónde estaba su hija.


Así que había terminado por irse a la cama. Solo. Pero no a dormir, porque el sueño lo había eludido. Se había quedado tumbado, con los ojos abiertos de par en par, y la cabeza trabajando a destajo y repasando los sucesos de la noche, intentando averiguar la razón, algo que hubiera dicho o hecho, por la que Paula podía haber cambiado de idea.


Lo único que se le ocurrió que podía haberle molestado era el comentario sobre su padre, pero no tenía sentido porque, incluso después de eso, Paula le había confirmado que iría a su casa.


Por eso ahora, a las diez en punto del domingo, estaba caminando de un lado a otro de la cocina, aún en pijama y descalzo, con el pelo alborotado de tantas veces que se había pasado la mano por él durante las últimas diez horas.


–Me esperaba encontrarme a Paula contigo cuando me levantara –le dijo de pronto Miguel.


–Bueno, ¡pues está claro que te equivocabas!


–Está claro. Pedro… –comenzó a decir justo cuando sonó el teléfono.


Pedro cruzó la cocina rápidamente para responder rezando por que fuera Paula.


–¿Sí? –preguntó con impaciencia.


–Tiene visita esperando en recepción, señor Alfonso –le informó el portero algo nervioso.


–Mándala arriba –contestó Pedro con brusquedad.


–Pero…


–Ahora, Jeffrey –colgó y esperó impaciente a que Paula llamara al timbre.


–Creo que iré a darme una ducha para marcharme pronto al aeropuerto… –Miguel se levantó–. Así os dejaré a solas para que podáis hablar y hacer lo que necesitéis.


–Gracias –respondió Pedro distraídamente.


Fuera cual fuera la razón por la que no había ido la noche anterior, ahora Paula estaba allí y eso era lo único que importaba.


Pero cuando abrió la puerta después de que sonara el timbre, su sonrisa se quedó petrificada al ver a dos guardaespaldas en el pasillo ocultando sus ojos tras unas gafas de sol. Eso explicaba el nerviosismo de Jeffrey por teléfono; él tampoco podía decir que se alegrara de verlos.


–¿Qué…?


–Siento la intromisión, Pedro –los dos guardaespaldas se habían apartado y tras ellos había aparecido Damian en su silla de ruedas–. Quería saber si mi hija está aquí y si podía hablar con ella –añadió con expresión más esperanzada que reprobatoria.


Y eso le indicó que Damian Chaves sabía tan poco como él sobre el paradero Paula.