jueves, 23 de julio de 2020

CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 12




Pedro salió del cuarto de baño mientras terminaba de secarse el pelo. Una vez que se aseguró de que el niño seguía durmiendo plácidamente, encendió el televisor. Como todos los camarotes del Sueño de Alexandra, aquél tenía acceso a los servicios del barco a través del monitor y servicio de Internet por satélite, con lo que podía contratar desde allí las excursiones y actividades anunciadas. Buscó una en el puerto de Dubrovnik que fuera a la vez interesante y no demasiado larga para no cansar a Sebastian.


El abanico de opciones era muy variado, desde una simple excursión en autocar por la ciudad hasta recorridos en yate privado por las islas cercanas. Pedro echó un vistazo a los precios de uno de esos recorridos y desechó la idea de inmediato. Aunque quería asegurarse de que Sebastian disfrutara al máximo de aquel viaje, no podía permitirse derrochar todo su sueldo de profesor. Tenía suerte de que su hermana pequeña, Aurora, trabajara en una agencia de viajes de Burlington: gracias a ella, había conseguido un buen descuento para los pasajes.


Por supuesto, aquellos precios no significarían nada para alguien tan rico como Paula. De hecho, según el último correo electrónico que le había enviado Horacio, Paula era mucho más que una diseñadora. Había empezado así, pero actualmente poseía una tienda de ropa en Moscú que estaba abriendo sucursales por toda Europa. Desde Budapest hasta París, las prendas ultrafemeninas y llenas de color de la marca Chaves se habían puesto de moda. Tal vez fuera una mujer temperamental e impulsiva, pero también era una ejecutiva extremadamente hábil. Definitivamente podía ofrecer a cualquier niño una educación exquisita. Selecta.


Y si Pedro no conseguía convencerla de que llegaran a un acuerdo sobre su custodia al margen de los tribunales, también podría permitirse los mejores abogados. Tenía que hacerla cambiar de idea. Se frotó la mandíbula mientras recordaba el resto del mensaje de Horacio. El abogado de Paula ya había impugnado la adopción de Sebastian. Lo había hecho en San Petersburgo, porque de allí era el orfanato que había tramitado todo el proceso, con lo cual era seguro que habría un conflicto de jurisdicciones. Y todo eso llevaba tiempo.


No era un gran consuelo, pero confirmaba lo que Pedro ya sabía: legalmente, Sebastian seguía siendo hijo suyo.


Pedro todavía no le había contado a su familia la complicación surgida con Paula. Ellos también le habían enviado correos electrónicos. El de Bianca, su hermana mayor, había estado trufado de felicitaciones. Como su madre, Bianca era una madre hogareña,  apasionadamente dedicada a la educación de sus hijos, que eran cinco. Uno de ellos era de la misma edad de Sebastián y, según Bianca, estaba esperando ansioso la llegada de su nuevo primo ruso.


Al igual que el resto de sus primos, de sus tías y tíos y, sobre todo, sus nuevos abuelos. Los Alfonso eran una gran familia, la más acogedora del mundo. Una vez que Sebastian se encontrara en casa, no le faltarían compañeros con quienes jugar. Ni potenciales canguros. 


Cuando sus alumnos descubrieron la razón por la que se había tomado aquel permiso, la mitad se ofrecieron voluntarios para cuidar de él.


Experimentó una punzada de culpa al recordar la manera en que había intentado utilizar el trabajo de Paula en contra suya. Él tampoco estaba dispuesto a renunciar a su trabajo, así que tampoco podría ser un padre a tiempo completo. Aun así, cuando inició los trámites de su adopción, sí que había esperado contar con una madre a tiempo completo para Sebastián: Elena.




CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 11






Mauricio O'Connor exhibió la más benevolente expresión de su repertorio cuando terminó su discurso y dio paso a las preguntas. Hasta el momento, la farsa estaba saliendo bien. La cifra de asistentes a su primera conferencia no había sido pequeña. Aunque habría preferido no tener a tanta señora mayor entre la audiencia. ¿Por qué las antigüedades interesaban tanto a las antigüedades?


—Padre Connelly, todas las piezas que nos ha enseñado son maravillosas. ¿Puede usted explicarnos la diferencia entre una reproducción y una auténtica?


Mauricio mantuvo impasible su expresión, aunque la pregunta le había incomodado un poco.


—Er… una de las diferencias está en el precio, por supuesto. Si pueden permitirse pagarla, es que es falsa —levantó una copia de una urna funeraria etrusca—. Ésta, por ejemplo. Ningún humilde sacerdote podría cultivar esta pequeña afición mía si para ello tuviera que comprarse la original.


Se oyeron algunas risas comedidas. Mauricio creyó haber salido del mal paso hasta que un hombre de barba blanca alzó la mano desde la última fila.


—¿Cuánto valdría la auténtica, padre Connelly?


—Ah, eso depende de múltiples factores —intentó ganar tiempo volviendo a colocar la urna sobre la mesa. No quería ponerse a hablar de dinero por miedo a que la gente pudiera interesarse demasiado por su «pequeña afición»—. Los factores principales a la hora de determinar su valor son su edad, su estado de conservación y su excepcionalidad.


—¿Y si alguien encuentra una de esas vasijas en el patio de su casa? —inquirió el mismo hombre—. ¿Estaría obligado a llevarla a un museo o tendría derecho a quedarse con ella?


Mauricio se rascó la barbilla con gesto pensativo. Tenía un buen olfato para los policías, algo absolutamente necesario en su negocio, y podía detectar uno a kilómetros de distancia. Pero ninguno de los asistentes, incluido el hombre de la barba, había despertado sus sospechas, de modo que la pregunta tenía que ser inocente.


—Ah, usted me está haciendo una pregunta que haría tentar a un santo… —cuando cesó la nueva ronda de carcajadas, levantó la imitación de un ánfora romana—. Piezas de uso cotidiano como ésta han sido descubiertos infinidad de veces en solares de construcción de la Roma actual. Es responsabilidad del departamento arqueológico de la ciudad documentar y valorar esos hallazgos, pero… ¿quién puede poner precio a la historia? —volvió a colocar la pieza en su lugar y le dio una palmadita cariñosa—. Creo que el verdadero valor de cualquier pieza arqueológica reside en su capacidad para vincularnos con el pasado. Para sentir el pasado.


Varios de los asistentes asintieron con la cabeza y sonrieron satisfechos. Incluida la bibliotecaria.


Ariana Bennett era una anomalía en aquel público de antigüedades. Era una morena atractiva, de unos treinta y pocos años, aunque con un estilo demasiado intelectual para el gusto de Mauricio. Peor aún: había exhibido un conocimiento exhaustivo de la cultura clásica mientras lo ayudaba a exponer su colección. Lo cual podía representar un peligro: no quería que ningún ratón de biblioteca acabara desenmascarándolo.


A su manera, Mauricio también era todo un experto en el campo de las antigüedades. Después de todo, llevaba quince años traficando con ellas.



CRUCERO DE AMOR: CAPÍTULO 10





Sebastián salió contento de la biblioteca, entre los dos adultos. En el otro extremo de la habitación, varias personas se disponían a escuchar a un conferenciante. Paula reconoció al hombre fornido y de pelo gris que aparentemente iba a intervenir: era el sacerdote con quien se había tropezado cuando abordó el barco. Estaba hablando con la señorita Bennett, la bibliotecaria, mientras colocaba sobre la mesa varias piezas de cerámica antigua.


En la hoja volante del crucero había leído que el padre Connelly impartiría una serie de conferencias sobre antigüedades, un tema apropiado ya que la mayor parte de los puertos de escala tenían importantes yacimientos arqueológicos cerca. Ese día el barco fondearía en Katakolon, un puerto cercano a Olimpia. Un paseo por la primera sede de los Juegos Olímpicos era precisamente la actividad número cuatro del programa de Pedro.


Cuando compró el pasaje, Paula ni siquiera se había fijado en los puertos en los que recalarían. 


Aunque se hubiera tratado de un crucero por el Ártico, le habría dado igual. Solamente el hecho de caminar al lado de Sebastián, de sentir su manita dentro de la suya, valía para ella más que todos los tesoros del mundo antiguo.


Para su consternación, se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Parpadeó varias veces y miró a su alrededor: habían caminado por un espacioso pasillo y se dirigían hacia uno de los ascensores. Todavía tenía que acostumbrarse a las dimensiones de aquel buque.


—Señor Alfonso… —empezó.


—Mis alumnos me llaman «señor Alfonso». Preferiría que me llamases Pedro.


—¿Por qué? No somos amigos.


Pedro se detuvo cuando llegaron al ascensor. Sin soltar a Sebastian, se acercó para susurrarle al oído:
—Puede que estemos enfrentados, Paula. Pero tenemos el mismo objetivo. Ambos queremos que Sebastian sea feliz.


—Eso es verdad.


—Ahora mismo, Sebastian es muy sensible hacia todo lo que le rodea —añadió, bajando aún más la voz—. Si no puedes sonreír y emplear un tono agradable cuando hables conmigo con él delante, se pondrá nervioso. Creerá que ha hecho algo malo.


Le estaba acariciando el pelo con su aliento. Eso, añadido a su voz susurrada, estaba dando un matiz singularmente íntimo a su voz. ¿O lo estaba haciendo de manera deliberada para distraerla?


—No somos amigos —insistió—. Somos oponentes.


—Sí, eso está claro. Pero, por el bien de Sebastian, tendremos que fingir que nos llevamos bien.


—No me gusta fingir. A mí me gusta exteriorizar lo que siento.


—¿De veras? Nunca lo habría adivinado.


Paula vaciló. ¿Era humor lo que veía brillar en sus ojos? Tenían un impresionante color ambarino. Con un color así, quizá no fuera tan grave que fuera vestido en tonos caquis…


—Señor Alfonso…


Pedro —la interrumpió.


—Está bien. Pedro, yo…


—Sonríe.


Más que sonreír, Paula enseñó los dientes.


—Mucho mejor —apartándose, pulsó el botón de llamada del ascensor—. Por cierto, ahora que estamos hablando de nombres… ¿puedo hacerte una pregunta?


—Adelante… Pedro.


—¿Por qué llamas a Sebastian con tantos nombres diferentes?


—¿Yo?


—Has usado varios. Sebasochka. Sebasvovo… no sé qué.


Esa vez su sonrisa sí que fue sincera.


—El ruso es un idioma muy flexible. Me permite jugar con el nombre de Sebastian. Son diminutivos.


—¿Cómo Pau?


—Eso es distinto. Cuando Sebastián era muy pequeño, le costaba pronunciar «tíotya Paula», así que él mismo lo acortó. ¿Verdad, Sebavovochikdya?


Sebastian sonrió al oír aquel diminutivo tan sofisticado. Animada por aquella sonrisa, Paula le apretó la mano. Mirando a su alrededor, descubrió una pastelería al otro lado del vestíbulo. En el mostrador, una camarera estaba llenando una bandeja de sofisticados bombones. 


El local ostentaba el apropiado nombre de Tentaciones.


—Huelo a chocolate. ¿Por qué no entramos?


—Quizá después —dijo Pedro, mirando su reloj—. Hace apenas una hora que terminamos de desayunar.


—¡Bah! Los niños necesitan algo más que programas. Necesitan diversión. A Sebastian le encanta el chocolate. Yo siempre le llevaba montones de bombones cuando lo visitaba —cerró los ojos y olisqueó con gesto teatral antes de hacerle un guiño a su sobrino—. ¿Shokolat?
Sebastian dio un bote de alegría, sonriente.


—Shokolat.


—En inglés es casi igual —añadió Paula, señalando la bandeja llena de pequeños bombones con forma de estrellas de mar que había en el escaparate—. Shokolat. Chocolate.


—Cho-co-la-te —repitió Sebastian y miró anhelante a Pedro, como esperando su aprobación.


El ascensor llegó en aquel momento, pero Pedro lo ignoró. De repente, su boca se relajó en una de sus sorprendentemente tiernas sonrisas.


—Bueno, venga. Vamos a comernos un bombón…


Paula sabía que ésa era otra imagen que permanecería grabada en su recuerdo. Los hombres rara vez exteriorizaban sus emociones. De ahí que, cuando lo hacían, el efecto fuera más impactante. Como en ese caso.


—¿Uno solo? —exclamó—. ¿Cómo puede alguien comerse solamente un bombón? Es como comerse una sola fresa: una contradicción en los términos. O como conformarse con un solo beso.


Pedro seguía sonriendo cuando bajó la mirada hasta sus labios. Fue una mirada fugaz, tan accidental como el anterior contacto de su mano en su seno. Y esa vez ni siquiera la había tocado. Aunque, por el cosquilleo que sentía en los labios, era casi como si lo hubiera hecho…