jueves, 10 de diciembre de 2020

EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 12

 


Pedro, parado junto a la ventana de su habitación, estaba pensando algo parecido. Miraba hacia la casa de Paula, tal y como había hecho tantas y tantas veces cuando era un crío, deseando ir a jugar con ella, como hacían los otros chicos.


Una sonrisa seca le tiró de las comisuras. Allí estaba de nuevo, años después, deseándola todavía, pero de una forma muy distinta…


Su ofrecimiento había empezado siendo un gesto de generosidad, pero pronto se había convertido en un sentimiento guiado por las hormonas masculinas. La deseaba, desnuda, dispuesta, en sus brazos… Una fantasía…


Solo tenía que recordar cómo había respondido cuando la había agarrado del brazo esa noche… Era evidente que no despertaba pasiones en ella. A lo mejor era por eso que había rechazado la oferta. Además, que el padre de su hijo fuera un egoísta egocéntrico, con una fobia al compromiso, no debía de ser una idea muy apetecible. Era mucho mejor decantarse por un completo extraño. «Muy buena, Pedro…»


De repente se encendió una luz en la casa de los Chaves. Pedro no sabía si era la habitación de Paula o no, pero sospechaba que sí. Estaba en vela, igual que él.


Se vio asaltado por otro recuerdo; el momento en que la había agarrado del brazo, cuando se habían marchado de la fiesta. Entonces ella no había huido de él… Y esa mirada que le había lanzado al verle en la estación… A lo mejor estaba sacando una conclusión errónea. A lo mejor había otra cosa que le preocupaba. A lo mejor estaba dando vueltas en la cama en ese preciso momento, deseando no haberle rechazado.


Quizá quisiera pensárselo de nuevo más adelante, pero no era de esperar que llegara a tomar una decisión al respecto rápidamente. Quedarse en casa, esperando a que ella cambiara de idea, no era un buen plan. Aunque acabara de darse cuenta de que todavía quería a su padre, tampoco tenía ganas de quedarse en casa tanto tiempo. Todavía lo encontraba difícil de soportar. Y ni siquiera se podía escapar a hacer surf. Los médicos le habían dicho que no podía practicar su deporte favorito hasta que tuviera mejor la pierna. Ya le había dicho a su madre que tenía un vuelo reservado para el día siguiente por la tarde… La había dejado que pensara que volvía a Brasil, pero en realidad se iba a Darwin.


¿Se llevaría Paula una decepción al ver que se marchaba tan repentinamente?


A lo mejor solo se llevaba un gran alivio. Pero tampoco podía preguntárselo ya.


¿Y si terminaba cambiando de idea respecto a la oferta? Tendría que saber cómo contactar con él, sin tener que preguntárselo a su madre.


Paula no haría algo así… La conocía muy bien. En realidad se parecían en unas cuantas cosas. Los dos eran muy orgullosos, y demasiado independientes para su propio bien.


Dándole la espalda a la ventana, se dirigió hacia la puerta y bajó las escaleras. La casa estaba silenciosa. Sus padres se habían ido a dormir un rato antes. Encendió la luz de la cocina y fue a mirar en el cajón donde su madre guardaba muchos bolígrafos, cuadernillos de notas y sobres de distintos tamaños. Tomó papel y bolígrafo y regresó a su habitación. Encendió la lámpara de la mesita de noche y se sentó a escribir. Tuvo que hacer varias pruebas antes de encontrar las palabras adecuadas, pero finalmente quedó satisfecho.


Querida Paula, cuando leas esto me habré ido ya. No a Australia, como cree mi familia. Tengo un apartamento en Darwin, donde siempre paso unas semanas en invierno. Esta vez, no obstante, tengo pensado quedarme más tiempo, pero, por favor, no se lo digas a nadie. Supongo que tienes intención de volver a probar con tu donante anónimo. Y tienes todo el derecho. Pero si no sale bien, quiero que sepas que mi oferta sigue en pie. No puedo prometerte un romance, pero sí te prometo que tendrás lo que creo que necesitas desesperadamente. Aquí tienes mi teléfono móvil para que puedas contactar conmigo esté donde esté. Un abrazo de tu amigo, Pedro.


Añadió el número, metió la nota en un sobre y escribió el nombre de Paula en el dorso. Iba a echarle la carta en el buzón al día siguiente, cuando ya se hubiera ido al trabajo.


Para cuando llegara a casa, él ya se habría marchado.


Y entonces todo dependería de ella.




EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 11

 


LA MADRE de Paula seguía despierta, viendo la televisión, cuando su hija llegó a casa. Y a lo mejor fue mejor así. Por lo menos pudo aguantar las ganas de echarse a llorar de nuevo.


Su madre levantó la cabeza desde el sofá.


–Has llegado antes de lo que esperaba.


Paula miró el reloj que estaba en la pared. No eran más de las nueve.


–Sí, bueno, no hay mucho que hacer por aquí un domingo por la noche –le dijo, rodeando la encimera de la cocina y agarrando el hervidor–. No nos apetecía comer ni beber nada, así que nos fuimos al cine.


–¿Fue buena?


–Más o menos –dijo ella, mientras le echaba agua al hervidor–. ¿Qué película estás viendo?


Su madre siempre veía una película a las ocho y media los domingos por la tarde.


–Una muy aburrida basada en hechos reales. Estoy a punto de apagar la tele –lo hizo enseguida–. Si estás haciendo té, hazme una taza a mí, por favor.


–Muy bien –dijo Paula, pensando que tenía que irse a la cama antes de que empezara el interrogatorio.


Julia se volvió hacia su hija desde el sofá para poder verle la cara.


–Me ha sorprendido ver que te llevabas tan bien con Pedro.


–Y yo –dijo Paula.


–No se ha separado de ti en toda la tarde… No creerás que…


–No, mamá. Eso nunca va a pasar, así que no vayas por ahí.


Pero Paula no estaba dispuesta a rendirse tan fácilmente.


–Si tú lo dices, cariño. ¿Pero qué dice Pedro? ¿Quiere verte de nuevo mientras se quede en casa?


–Mmm, solo me invitó a salir hoy porque no soporta estar cerca su padre durante mucho tiempo. Seguro que regresa enseguida adondequiera que tenga que volver. Me atrevo a decir que se irá mañana mismo.


–Seguro que se queda un poco más después de haber venido desde tan lejos.


Paula se encogió de hombros.


–Lo dudo mucho. Aquí tienes el té, mamá. Yo me llevo el mío a mi habitación. Estoy cansada.


Julia frunció el ceño al ver que su hija se iba directamente a la habitación al salir de la cocina. Conocía a Paula mejor que cualquier otra persona y sabía que le pasaba algo.


Algo había ocurrido entre Pedro y ella esa noche, algo de lo que no quería hablar, algo que la había puesto muy tensa. ¿Acaso él se había propasado con ella?


De haber sido así, no le hubiera extrañado nada. Paula era muy guapa, pero tenía el listón demasiado alto en lo que a hombres se refería. Si cometían un solo error, ya podían salir por la puerta y no volver. De no haber buscado la perfección en una pareja con tanto ahínco, seguramente ya hubiera estado casada a esas alturas.


Pero nada de eso importaba ya. Julia apretó los labios, resignada. Era evidente que Paula había abandonado la idea de casarse. Si Pedro estaba interesado en ella, entonces acabaría librando una batalla perdida. Lo único que ella quería era un bebé.


Julia se levantó del sofá y fue a recoger su taza. Solo podía esperar que su hija se quedara embarazada al mes siguiente.


Ese mismo pensamiento mantuvo a Paula en vela durante toda la noche. Dio mil vueltas. La mente la torturaba con ideas nocivas… ¿Y si no se quedaba embarazada? ¿Qué haría entonces? ¿Seguiría intentándolo o recurriría a métodos más complicados y caros como la fecundación in vitro? ¿Cuánto tiempo aguantaría antes de volverse loca?


Ya empezaba a sentir que algo no funcionaba bien en su cabeza.


A lo mejor debería haber aceptado el ofrecimiento de Pedro. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Era solo porque la idea de acostarse con él la aterrorizaba? ¿Acaso le daba tanto miedo no estar a la altura de sus expectativas? ¿Por qué tenía tanto miedo cuando se trataba de Pedro Alfonso?


Su mente atormentada finalmente volvió a esa película que habían visto, con esa conclusión tan absurda y cursi. Sin duda no tenía por qué tener miedo de que le ocurriera algo similar. Era ridículo pensar que pudiera llegar a enamorarse solo por irse a la cama con él.


Por enésima vez, se incorporó y le dio un puñetazo a la almohada antes de volver a tirarse sobre ella.


–Estoy cansada de todo esto –murmuró, mirando al techo–. Tengo que ir a trabajar por la mañana. Todo es culpa tuya, Pedro Alfonso. Deberías haberte metido en tus asuntos. En realidad no quieres ser el padre de mi hijo. No quieres ser el padre de ningún hijo. ¿Por qué demonios hiciste una propuesta tan absurda? ¡No tiene sentido!



EL PRECIO DEL DESEO: CAPITULO 10

 


Pedro sonrió con sequedad.


–No te escandalices tanto, Paula. Llevo queriendo hacerlo desde que te vi por primera vez esta mañana, por no hablar de esa época cuando estábamos en el instituto.


Paula se sonrojó hasta la médula. Sin embargo, en el fondo estaba encantada de descubrir que los sentimientos que la habían cegado por completo esa mañana llevaban tanto tiempo siendo recíprocos.


–Pero no empieces a pensar que hago esto por eso solamente, porque no es así, aunque estoy seguro de que voy a disfrutar mucho acostándome contigo –admitió–. Sin embargo, no es esa la razón por la que te he sugerido esta solución. En realidad creo que tienes muchas más posibilidades de quedarte embarazada de esta forma que con la inseminación. Y eso es lo que quieres, ¿no? Tener un bebé, ¿verdad?


Al oírle pronunciar la palabra «bebé», Paula volvió al presente. Estaba en la Luna desde el momento en que él le había confesado que había querido acostarse con ella desde el instituto.


–¿Qué? Oh, sí. Sí. Eso es lo que quiero. Un bebé.


–Bueno, ¿entonces qué me dices, Paula?


–No lo sé…


Él suspiró.


–¿Qué es lo que no sabes?


–¡No sé lo que no sé!


–Mira, entiendo que esta propuesta te ha sorprendido mucho, así que… ¿Por qué no vamos a tomarnos un café a algún sitio y hablamos de ello tranquilamente?


–No creo que sea capaz de hablar de esto tranquilamente. Me has dejado de piedra. Tengo que pensar en esto sola.


Pedro asintió. Deseaba que dijera que sí, casi con desesperación, y eso lo asustaba mucho… Pero también era cierto que ella necesitaba pensarlo bien.


–Te llevo a casa.


Paula suspiró. La idea de irse a casa y enfrentarse a su madre mientras trataba de decidir algo tan importante tampoco sonaba muy estimulante.


–¿Y si vamos a Erina Fair y vemos una película? Puedes escoger cualquier peli que te guste, una de esas de acción para machotes que os gustan a los chicos, cargada de persecuciones en coche y asesinos. Tú ves la película y yo me dedico a pensar un poco.


Él se rio.


–Eres toda una sexista, Paula. Resulta que me gustan muchos tipos de películas, no solo las pelis de acción para machotes, como dices tú.


–Oh, claro que sí. Seguro –dijo ella en un tono de escepticismo.


–Te lo demostraré.


La sorprendió escogiendo una comedia romántica con uno de esos argumentos de amigos que terminan enamorándose, un tema muy de moda en la industria del cine. Paula habría podido disfrutarla mucho si no hubiera tenido tantas escenas de sexo; todas eran de lo más explícitas. Se quitaban la ropa cada cierto tiempo y los dos amigos tenían sexo salvaje en todos los lugares y de todas las formas posibles. En el sofá, en el ascensor… Incluso en una pradera.


Los dos protagonistas, como no podía ser de otra manera, tenían cuerpos perfectos, ideales para la pantalla, y sin duda debían de estar fingiendo esos orgasmos tan estruendosos… ¿La gente hacía esos ruidos de verdad mientras hacían el amor? Ella nunca había tenido ganas de hacerlos.


No tardó en empezar a preocuparse… Quizá Pedro esperara que fuera una amante explosiva, como esa chica de la película. Pero ella no se parecía en nada. Tenía los pechos muchísimo más pequeños, su cuerpo no parecía recién sacado de un gimnasio y, desde luego, no llegaba al clímax siempre. En realidad, casi nunca llegaba. El final también fue una estupidez: pura ficción de Hollywood en la que los personajes se enamoraron y vivieron felices para siempre. Como si eso pasara en la realidad…


–¿Es eso lo que te da miedo? –le preguntó él cuando salieron del cine–.¿Tienes miedo de enamorarte de mí si te acuestas conmigo?


Paula se echó a reír. No lo pudo evitar.


–Ya. Bueno, es evidente que no es eso lo que te da miedo.


–No –dijo ella. Los miedos que sentía no tenían nada que ver con el amor. Dejó de andar, se volvió y lo miró a la cara con ojos pensativos–. Tienes que reconocer que no conozco al adulto que hay en ti, Pedro. Parece que te has vuelto todo un hombre misterioso últimamente.


–Bueno, no seré tan misterioso como ese estudiante universitario.


–Cierto. Pero me gustaría saber algo más sobre tu vida en América del Sur antes de aceptar que seas el padre de mi hijo. Después de todo, tu propuesta no es la misma clase de trato que hubiera tenido con mi estudiante universitario. Él no quiere ser parte de la vida de mi hijo. Pero tú sí, aunque solo sea de forma limitada.


–Muy bien. Vamos a buscar un sitio donde tomar un café, y te cuento cosas de mí.


No tenía pensado contarle gran cosa, no obstante. Le hablaría del trabajo, le aseguraría que podía mantener a su hijo económicamente… Pero de ninguna manera le hablaría de Bianca. Apenas soportaba pensar en ella.


Sin embargo, tendría que decirle algo sobre su vida privada, así que le hablaría de esa lista de novias que había tenido a lo largo de los años, esas chicas de las que no se había enamorado, y que habían roto con él por su incapacidad para el compromiso. Con eso tendría que bastar.


–Parece que esa pizzería está abierta –le dijo, agarrándola del brazo.


Paula se puso tensa al sentir el tacto de su mano. Si llegaba a hacerle el amor, entonces tendría que tocar muchas otras partes de su cuerpo… Con solo imaginarse desnuda frente a él, sentía un revoloteo de mariposas en el estómago.


De repente sintió que no podía hacerlo.


–No, Pedro –le dijo, apartándose bruscamente.


–¿No qué?


–No. He decidido no aceptar tu oferta. Gracias por decírmelo. Es muy generoso de tu parte. Pero no va a funcionar para mí. Por favor, no discutas conmigo sobre esto ni me digas que estoy siendo irracional, porque si lo haces, sé que voy a echarme a llorar de nuevo.


No podía saber qué pasaba por la mente de él en ese momento. Su rostro siempre había sido totalmente hermético.


–Entiendo. Bueno, es tu vida, Paula. Tienes que hacer lo que crees que es mejor para ti.


–Gracias –dijo ella, intentando contener las lágrimas.


–Entonces no vamos a tomarnos el café, ¿no? –le dijo él con una prisa repentina–. Te llevo a casa.