viernes, 1 de febrero de 2019

FINJAMOS: CAPITULO 26




Paula no podía dormir. Incapaz de creer lo ocurrido la noche anterior, peleó con la almohada toda la noche. Miró el despertador; eran las seis de la mañana. Se sentó de golpe y escuchó. La casa estaba en silencio.


Incorporándose, levantó el estor y miró por la ventana. La hierba estaba cubierta de escarcha y un escalofrío recorrió su cuerpo. Pero el frío se derritió con un cálido recuerdo. Como nunca antes, Pedro había demostrado su devoción y apoyo. Había retado al enemigo, conmoviéndola.


Por fin, Paula lo creía. Había arriesgado su carrera y su ascenso por defenderla. Se había convertido en su héroe.


Se puso un chándal y bajó las escaleras. Tenía hambre. Aunque había pasado todo el día anterior preparando comida, no había tenido un momento para tomar un tentempié, y después del fiasco, el disgusto le impidió comer.


Bajó las escaleras de puntillas y pasó junto al dormitorio de Pedro. La puerta estaba entreabierta y lo vio, con las manos detrás de la cabeza, mirando el techo. Tenía el rostro tenso y Paula comprendió que lo preocupaba su trabajo.


Ella compartía su preocupación. Dio un golpe en el marco de la puerta, la abrió más y esperó.


—Paula. ¿Por qué estás levantada tan pronto?


—Supongo que por lo mismo que tú. Pensando.


Él le indicó que entrara con un gesto. Ella cruzó la habitación y se sentó en la cama.


—¿Estás preocupado?


—Supongo —dijo él acariciando su brazo por encima de la camiseta—. Le he entregado a Holmes varios años de trabajo leal, y esperaba...


—Un ascenso. Un futuro. Cualquiera esperaría lo mismo —metió los pies helados bajo la manta que había en el piecero de la cama, se tumbó de lado y se apoyó en el codo—. Pero aún no sabes si la situación ha cambiado.


—No con certeza, pero puedo adivinarlo. Patricia no permitirá que mi comportamiento le pase desapercibido a su padre.


—No esperes problemas —dijo ella, desolada por la tristeza de sus ojos.


—Lo sabré muy pronto. Supongo que en cuanto entre en la oficina, Holmes me entregará mis papeles de despido.


—No te preocupes —pasó la mano por su brazo desnudo—. A veces las cosas ocurren para bien.


—Es verdad. Como tenerte aquí tumbada en la cama —sonrió con picardía—. Ven aquí —dijo, pidiéndole que se acercara. La rodeó con el brazo y la atrajo aún más. Siguieron tumbados cara a cara, solo separados por la colcha.


—No podemos olvidar que lo de ayer tuvo algo bueno —apuntó Paula.


—¿Qué fue? —preguntó él. La miró con ternura y ella, sin aliento, le pasó un dedo por los labios.


—Ayer te convertiste en mi héroe —dijo—. Nunca un hombre me había defendido como tú.


—¿Has necesitado que te defendieran? —su tristeza se desvaneció y soltó una risita.


—Eso no viene al caso —dijo ella, aprovechando el momento para incorporarse y poner los pies en el suelo. La tentación era demasiado grande. Si seguía tumbada junto a él, se metería en problemas.


Pedro la miró con ojos seductores, animándola a que volviera, pero Paula se mantuvo firme.


—Necesito comer —explicó ella—. Estoy muerta de hambre.


—Yo también —con una mirada traviesa, estiró los brazos y la sujetó contra sí.


—Pero yo tengo hambre de comida —juguetona, lo apartó y se puso en pie. Cruzó la habitación y se detuvo en la puerta—. Si me necesitas, estaré en la cocina.


—Sí te necesito, Paula —su gruñido la siguió al pasillo.


—Y yo necesito comida —replicó ella, obligándose a seguir hacia la cocina.


Alegrándose de que Marina siguiera durmiendo, Paula fue hacia la cafetera. Demasiadas opiniones y comentarios solo la pondrían más nerviosa.


Mientras Paula se bebía el café y tomaba tostadas con mantequilla, oyó puertas abrirse y cerrarse, el ruido de la ducha y, finalmente, los pasos de Pedro en el pasillo. Cuando se servía el segundo café, entró a la cocina. Con aspecto preocupado, fue hacia la cafetera, agarró una taza y se sirvió café. Paula, para distraerlo de sus preocupaciones, decidió hablar de algo distinto.


—El tiempo ha volado. El viernes se celebran el desfile y el partido. El baile del centenario es el sábado. ¿Te lo puedes creer? Llevo aquí casi tres semanas.


—¿Tres semanas? Parece toda una vida.


—¿Eso es bueno o malo?


—No hace falta que conteste a eso, ¿verdad? —Pedro le ofreció una media sonrisa. Ella negó con la cabeza


—¿Te acuerdas de que esta noche decoramos la carroza?


—¿El qué?


—Marina nos pidió que la ayudáramos a decorar una de las carrozas del desfile


—Eso es lo último que tengo en la cabeza —dejó la taza en la mesa y alzó los ojos contrito.


—No importa, lo entiendo —aceptó ella, pensando que si tuviera algo de cerebro no lo habría preguntado. ¿Por qué iba a interesarle una carroza cuando su vida profesional pendía de un hilo?


—¿Dónde estaréis?


—Están trabajando en el garaje de Delaney, en Catalpa. Cuando esté acabada van a aparcarla en algún sitio hasta el viernes —replicó ella, preguntándose por qué se interesaba.


—Iré por allí, antes o después —dijo él—. Asegúrate de esperar a...


El teléfono sonó y Pedro se puso pálido. Miró a Paula con cara de resignación, cruzó la habitación y agarró el auricular. Preguntándose si debía quedarse o irse, Paula dejó que venciera la curiosidad y, un segundo después, supo quién llamaba. Patricia.


—Estoy de acuerdo —dijo Pedro—. Los dos respetamos a tu padre y queremos lo mejor para la cadena.


Se apartó el teléfono del oído y Paula oyó la voz estridente al otro lado. Acercándose de nuevo el auricular, Pedro respondió.


—Tenemos que hablar, Patricia. Sin juegos. Yo no te intereso de verdad. De hecho, ni siquiera estoy seguro de caerte bien. Lo que quieres es el control —escuchó en silencio durante un momento—. ¿No puedes esperar? Estaré en la oficina en una hora.


Miró a Paula y movió la cabeza. De repente, cambió de expresión y Paula se quedó paralizada, temiendo lo peor.


—¿Qué quieres que haga qué? —dejó caer los hombros y, con aspecto derrotado, se apoyó en la pared, aunque su voz se mantuvo firme—. Recogeré mi escritorio, Patricia, pero lo haré cuando tu padre me despida. Según mis últimas noticias, el dueño de la cadena es él, no tú.
Colgó el teléfono y miró a Paula a los ojos. —Confiaba en que al menos esperaría a que llegase a la oficina —dijo con un suspiro.



FINJAMOS: CAPITULO 25



Paula, frustrada, permitió que la abrazara y apoyó la cabeza en su pecho. Él le quito la bandeja y la condujo a la despensa. Una vez dentro, encendió la luz y la abrazó de nuevo.


Paula parpadeó, comprendiendo que estaban en la despensa para evitar miradas curiosas. Pero le dio igual, cansada y frustrada, necesitaba el consuelo que le ofrecían los brazos de Pedro.


—Paula, no sé cómo permití que te metieras en este lío. Debería haber utilizado el sentido común, pero no tengo bastante —alzó su rostro hacia él—. Me he comportado como un tonto.


Bajó la boca hacia la suya y Paula, incapaz de resistirse, se puso de puntillas. Pedro acarició sus labios con suaves caricias, y ella disfrutó de la placentera sensación. Allí era donde debía estar.


La puerta de la despensa se abrió de golpe, alarmando a Paula. Patricia estaba en el umbral.


—¿Buscáis algo en particular? —preguntó, con ira no disimulada.


—Buscamos algo de intimidad, Patricia. Paula acaba de tener una mala experiencia con uno de los invitados.


—¿Contigo, quizá? —escupió ella con sarcasmo. Abrió la puerta más aún—. Me gustaría que los dos salierais de mi despensa.


Pedro, a cámara lenta, se agachó y recogió la cofia de sirvienta del suelo.


—Te diré lo que vamos a hacer, Patricia. Paula y yo saldremos de tu despensa y de tu casa.


—Pero papá está buscándote —exclamó Patricia con ojos muy abiertos y rostro ceniciento.


—Dile a tu padre que tuve una emergencia —Pedro empujó a Paula hacia la encimera e hizo que recogiera su bolso.


—Pero, Pedro... —su voz adquirió un tono autoritario—. ¿No te gusta trabajar para papá?


—He disfrutado trabajando para tu padre, Patricia. Pero no para ti.


Le colocó la cofia de sirvienta en la cabeza, se volvió hacia Paula y la condujo hacia la puerta.




FINJAMOS: CAPITULO 24




Pedro no era un ningún estúpido. 


Aunque Pedro lo negara, sabía que él le importaba. Le había perdonado años de provocaciones y burlas. Había renunciado a parte de sus vacaciones para ayudarlo. Lo besaba y suspiraba entre sus brazos como una mujer enamorada.


Pedro, tumbado en la cama, pensó en su futuro. 


Tener un puesto de presentador en la cadena era un sueño a punto de convertirse en realidad.


Había trabajado duro, tenía talento y se preocupaba por la gente. Alcanzaría el éxito sin la ayuda de la hija del jefe.


Aunque se consideraba un hombre de acción, que corría de una historia a otra, aporreando puertas para llevar a los espectadores un emotivo reportaje especial, desde que Paula había vuelto a su vida iba más lento. Pero había llegado el momento de volver a la acción.


Los días siguientes eran muy importantes. Si el cóctel y las negociaciones tenían éxito, Pedro sentiría un gran alivio. Habría alcanzado su meta. Si su energía y su trabajo no satisfacían a Holmes, buscaría un nuevo sueño.


Era lunes y, con un hervidero en la mente, Pedro se levantó, se vistió y fue al trabajo. A primera hora de la tarde, cuando se enteró de que las visitas habían llegado a su hotel, Pedro dejó la cadena y pasó por la tienda de alquiler a recoger la cristalería y la vajilla. 


Metió las cajas en el coche y fue hacia el exclusivo piso que Patricia tenía frente al río, donde había quedado en encontrarse con Paula, mientras Patricia iba a la peluquería.


Había veinticuatro invitados, y Pedro miró las cuatro «enormes cajas llenas de copas, bandejas, manteles y demás, preguntándose cómo meterlas en el ascensor.


Gracias a la ayuda de un vecino de Patricia, poco después abrió la puerta con la llave que le había dejado y metió las cajas en la cocina. El timbre sonó minutos después y Paula llegó. 


Cuando ella organizó los suministros, Pedro abrió una Caja y se puso un delantal blanco.


—Solo tengo que cambiarme de camisa y corbata, así que puedo ayudarte un poco hasta que lleguen los invitados.


—¿Ayudarme un poco? Creía que estábamos en esto juntos —Paula frunció el ceño. Pedro se sorprendió. Suponía que ella imaginaba que estaría ocupado durante el cóctel.


—Lo siento, Paula. ¿No imaginarías que podría pasar toda la tarde aquí? Holmes me pidió que hablara con todos y creara una buena impresión.


Ella lo miraba transfigurada, con una gran bandeja de plata en la mano.


—No pensarías de verdad que podría trabajar en la cocina, ¿no? —le puso la mano en el brazo.


—Tenía esa esperanza. ¿Cómo voy a hacer todo esto sola? —puso la bandeja en la encimera y comenzó a llenarla can los hojaldres de queso—. ¿Quién se ocupará de rellenar las bandejas? —miró a su alrededor, consciente de los contenedores llenos de canapés que había que colocar y de los que aún tenía que preparar. Puso expresión de pánico—. Espero que haya alguien para encargarse del bar.


—Llegará enseguida. No te preocupes —Pedro le quitó la bandeja—. Dime qué puedo hacer.


Paula soltó un profundo suspiro. Tenía muy claro lo que le apetecía que hiciera, pero no era momento para insultarlo. Señaló las gambas.


—Ponías en una bandeja, sobre un lecho de lechuga —indicó el recipiente con hojas limpias y secas—. Después pon ese cuenco de cristal en el centro y llénalo con esto —le entregó el bote de salsa rosa que había preparado el día anterior.


Mientras él empezaba a seguir sus instrucciones, se oyó la puerta y Paula comprendió que Patricia había llegado. Se oyó el taconeo de sus zapatos en las baldosas hasta que llegó a la alfombra. Su perfume anunció su presencia.


—Vaya, que acogedor —murmuró Patricia, deteniéndose en el umbral—. La cocinera y su asistente en delantal —echó una ojeada a las atractivas bandejas de aperitivos—. Tienen buena pinta —se acercó y tomó un hojaldre de queso.


Paula miró el hueco vacío en su elegante diseño, sacó otro hojaldre de un contenedor y lo puso en la bandeja.


—No esta mal. No esta nada mal —dijo Patricia, chupándose los dedos.


Paula agarró una bandeja vacía con fuerza. 


Controló el deseo de pegarle con ella en la cabeza.


—Es hora de vestirse —Patricia echó una ojeada a su reloj. Cuando llegó a la puerta, giró en redondo y miró a Paula—. Hablando de vestirse, ¿dónde está tu uniforme?


—¿Uniforme? —Paula miró sus cómodos zapatos y el sencillo vestido color crema, protegido por un delantal blanco. En su opinión, Paula tenía un aspecto más que apropiado para servir a los invitados. Miró a Patricia— No uso uniforme.


—Para esta fiesta, desde luego que sí —afirmó Patricia. Abrió una puerta lateral, entró y volvió con un vestido negro, con delantal blanco y cofia de sirvienta—. Este te valdrá.


A Paula se le cayó la bandeja, que golpeó el suelo con estrépito.


—Yo la recogeré —dijo Pedro. Se la dio a Paula y cruzó la habitación. Mirando a Patricia a los ojos, Pedro le quitó el uniforme—. Paula no lleva uniforme —guardó el uniforme en la despensa, cerró la puerta de golpe y se enfrentó a Patricia—. Paula está haciéndonos un favor inmenso. El uniforme no entra en el trato. Más vale que te vistas, los invitados están a punto de llegar.


Patricia lo miró boquiabierta, pero Pedro no se dejó amilanar.


—Yo ayudaré a Paula hasta que oiga el timbre. Tiene mucho que hacer.


Patricia arqueó una ceja y salió de la cocina. 


Paula se apoyó en la larga y elegante encimera, preguntándose cómo había accedido a ponerse a sí misma en esa situación.


—Vete, Pedro. Me apañaré.


—Manos a la obra —replicó él, ignorándola y concentrándose en las gambas. Ella lo miró y se puso a trabajar.


Cuando sonó el timbre, Paula colocó las primeras bandejas de canapés en la larga mesa del lujoso comedor. El barman le lanzó una sonrisa desde la barra y Paula saludó con la cabeza. Pero su atención se centró en Pedro, situado en la puerta con Patricia, recibiendo a los invitados. Deseaba tirar la bandeja de exquisitos aperitivos al suelo o, mejor aún, a la cabeza de Patricia, y huir.


Volvió a la cocina, limpió una bandeja vacía y empezó a rellenarla. Había una bandeja de champiñones en el horno, y el aroma inundó la cocina. Mientras los sacaba del horno, Patricia entró y se apoyó en la encimera.


—Los canapés están fantásticos —exclamó—. Me gustaría ser más doméstica —dijo, dedicándole una sonrisa acaramelada a Paula.


—Gracias —replicó Paula—. Me encantará darte algunas recetas—. Se dio la vuelta, intentando ignorar a Patricia y controlar la irritación.


—¿A mí? —rió Patricia— No, pero tú sí pareces la perfecta Amita del Hogar.


—Es bueno para el alma, y aumenta la humildad —dijo Paula mirándola con frialdad.


—Es una pena que no te pusieras el uniforme. Va muy bien con esos diminutos canapés para los que tanto talento pareces tener. No impresionan tanto sin uniforme, ¿no crees?


—No, no lo creo. Acabas de decirme lo deliciosos que están —sonrió Paula.


—Será mejor que vuelva antes de que mis invitados me echen de menos. Por cierto, no te olvides de limpiar. La fregona está en la despensa —se dio la vuelta y salió.


Paula se quedó echando chispas. Una palabra más y sería la última que dijera esa mujer. Paula podía marcharse sin más... si no fuera por el ascenso de Pedro. Se tragó la irritación y volvió al trabajo.


Cuando oyó pasos otra vez, se volvió hacia la puerta, esperando que fuera Patricia. Apoyado en la jamba había un hombre de pelo gris que la saludó con la mano.


—Buscaba el aseo pero, ya que estoy aquí, aprovecharé para felicitar a la cocinera. La comida está fantástica.


—Gracias —aceptó Paula, con la vista en la bandeja. Cuando miró por encima del hombro, se había ido, pero apareció unos segundo después, y está vez entró a la cocina.


—¿Qué hace una joven tan atractiva cuando acaba de servir estos deliciosos bocaditos? —se acercó a ella, eligió una tartaleta de queso de la bandeja y se la metió en la boca.


—Recoge todo esto y se va a casa —replicó ella, percibiendo el olor a ginebra de su aliento.


—¿Y si un caballero le ofreciera una noche de diversión... y quizá el número de su habitación en el Carlton? —llevó una mano a su hombro y la deslizó por su brazo. Paula se apartó, y agarró una bandeja vacía como escudo, pero antes de que ocurriera nada más, Pedro entró rápidamente.


—¿Cómo te va, Paula? —preguntó, mirando con odio la espalda del hombre—. Señor Fletcher, me gustaría presentarle a una querida amiga, Paula Chaves. Está ayudándonos como favor personal.


—Encantado de conocerla... señorita Chaves —obviamente incómodo, Fletcher dio un paso atrás y se volvió hacia Pedro—. Estaba felicitándola por los canapés.


—Es una cocinera experta —dijo Pedro, poniéndole una mano en el brazo. Fletcher huyó de la cocina como un conejo asustado. Paula suspiró.


—No sé si puedo soportar esto mucho más. Entre las pullas de Patricia y los tipos como Fletcher, estoy a punto de... —aunque intentó contenerlas, sus ojos se llenaron de lágrimas. 


Pedro alzó un dedo y acarició sus pestañas.


—Paula, por favor. Ya me siento suficientemente mal. Ven aquí —dijo, abriendo los brazos.