sábado, 19 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 5




El ferrari negro rugía por la carretera y Paula se alegraba de estar sentada porque no le sostenían las piernas.


—No puedo creer que me hayas besado delante de todo el colegio. Nunca podré volver a mirar a nadie a los ojos.


—Pensé que tus inhibiciones se habían terminado hace cuatro años.


¡No soy inhibida! Lo que pasa es que hacías cosas que me daban vergüenza y…


—Cosas que no habías hecho antes, ya lo sé —Pedro cambió de marcha con un suave movimiento—. Fui demasiado rápido, pero es que nunca había estado con alguien tan inexperto como tú.


—Ah, pues no sabes cómo lo siento.


—No lo sientas. Enseñarte fue una de las experiencias más eróticas de mi vida.


Paula hizo una mueca.


Y luego estaba el asunto de las luces…


—¿Las luces?


—¡Siempre querías dejarlas encendidas!


—Porque quería verte.


Paula se encogió en el asiento, recordando cómo había intentado esconderse… aunque no sirvió de nada.


—¿No has oído hablar del calentamiento global? Se supone que deberíamos apagar luces, no encenderlas. Además, no soy vergonzosa, pero eso no significa que me haya convertido en una exhibicionista. Y no quiero besarte, la idea de hacerlo me revuelve el estómago.


Pedro sonrió, sin apartar los ojos de la carretera.


—Ya.


—¿Cómo te atreves a aparecer de repente después de cuatro años, sin darme una explicación? Ni siquiera lo sientes, ¿verdad? No tienes conciencia. Yo no podría haberle hecho a nadie lo que tú me hiciste a mí, pero a ti te da lo mismo.


Por un momento pensó que no iba a contestar, pero Pedro apretó el volante con fuerza.


Sí tengo conciencia, por eso no me casé contigo.


¿Qué clase de lógica es ésa? Mira, déjalo —Paula cerró los ojos, furiosa—. ¿Por qué me has besado?


Él volvió a cambiar de marcha, su mano fuerte y segura.


—Porque no dejabas de hablar.


Su ego se hundió un poco más. No la había besado porque la encontrase irresistible, la había besado para que cerrase la boca.


—No vayas tan deprisa, me estoy mareando.


Por nada del mundo admitiría que era el beso lo que la había mareado. Desde luego, Paula sabía besar a una mujer. Mala suerte para ella, pensó.


Pero mientras miraba por la ventanilla se preguntó qué habría querido decir. ¿Por qué su conciencia había evitado que se casase con ella? ¿Porque habría sido injusto privar al resto de las mujeres de un hombre como él?


Ójala no le hubiese dado la dirección de su casa. Pero se había sentido tan avergonzada en el colegio que quería salir de allí lo antes posible.


Con el corazón acelerado y la boca seca, intentó serenarse, pero era imposible hacerlo estando tan cerca de él.


Cada vez que cambiaba de marcha rozaba su pierna con la mano y cada vez que lo miraba se veía asaltada por los recuerdos: sus firmes labios demostrando que nunca antes la habían besado bien; sus fuertes manos borrando sus inhibiciones… todo había sido tan increíblemente intenso, tan perfecto que se sentía la mujer más afortunada del mundo.


Pero su relación había sido mucho más que sexo. Había sido divertida, llena de risas, con una química increíble.


La relación más estimulante que había tenido en toda su vida.


Y la más dolorosa.


Hubo momentos en los que pensó que si perdía a Pedro se moriría. Pero no había muerto; ni siquiera cuando, ramo de novia en mano, esperaba a un hombre que no llegó, intentando fingir que no importaba.


Transportada a la infancia, Paula cerró los ojos y se recordó a sí misma que aquello era diferente. El problema era que el rechazo siempre dolía igual, fuera quien fuera el responsable.


—Gira en la siguiente calle a la izquierda —le dijo—. Vivo en la casita de color rosa, la de la verja oxidada. Puedes dejar el coche en la puerta, enseguida te traeré el anillo.


La única manera de lidiar con Pedro era no teniéndolo cerca. 


¿Cómo podía seguir siendo tan vulneble?


Ya no lo amaba. Aparte de algún turbador sueño sobre un griego increíblemente viril, ya no quería estar él. Sí, llevaba su anillo al cuello, pero cuando se hubiera devuelto haría algo radical, como unirse a alguna organización no gubernamental para construir un colegio en África o algo
parecido. Y besar a un montón de hombres hasta que encontrase a otro que pudiera hacerlo bien. No podía haber una sola persona el mundo que besara bien.


Al notar que la cortina de su vecina se movía, hizo una mueca. No le gustaba nada dar que hablar en el vecindario.


—No te atrevas a besarme. La señora Hill tiene noventa y seis años y está mirando por la ventana. Le dará un infarto.


Cuando salió del coche y miró a Pedro se preguntó cómo era capaz de parecer cómodo en cualquier sitio. En el consejo de administración o en la playa, un pueblo o en una gran ciudad, siempre parecía seguro de sí mismo. Estaba en la puerta de su casa, el de la tarde haciendo brillar su pelo negro, con un rostro tan extraordinariamente apuesto que la dejaba sin aliento…


En esos cuatro años no había perdido un ápice de atractivo, al contrario, sus hombros parecían más anchos y había una dureza en su expresión que no tenía antes.


—¿Vives aquí? —preguntó él, haciendo un gesto de sorpresa.


—No todos somos millonarios —contestó ella—. Y es de mala educación mirar por encima del hombro a los demás.


—No te miro por encima del hombro. No seas tan sensible y deja de imaginar lo que estoy pensando porque no tienes ni idea. Es que me ha sorprendido.


—¿Por qué?


—Este sitio es muy tranquilo y tú eres una persona muy sociable. Pensé que vivirías en el centro de Londres y saldrías de fiesta todas las noches.


Como no tenía intención de contarle lo mal que lo había pasado desde que la dejó, Paula se dedicó a buscar las llaves en el bolso.


—Salgo todas las noches. Te quedarías sorprendido del ambiente que hay aquí.


Él miró alrededor, levantando una ceja.


—¿Estás diciendo que este sitio se llena de vida cuando se hace de noche?


Paula pensó en los tejones, zorros y marmotas que invadían su jardín.


Es un sitio muy animado. Hay una gran vida nocturna.


Y los tejones tenían una vida sexual más activa que la de Paula. Pero eso era culpa suya, ¿no?


Cuando la prensa se lanzó sobre ella había decidido esconderse y aún no había salido de su escondite.


Espera aquí. Voy a traerte el anillo.


—Iré contigo. No quiero que a tu vecina le dé un infarto y estamos llamando la atención.


—No quiero que entres en mi casa, Pedro.


Su respuesta fue quitarle las llaves de la mano.


—¿Es que no me has oído? ¡No te atrevas a entrar en mi casa sin invitación!


—Hay una solución muy sencilla: invítame a entrar.


—No, lo siento.Sólo invito a la gente que me gusta y tú… Paula clavó un dedo en su pecho— no me gustas nada.


—¿Por qué has vendido el anillo?


—¿Por qué me dejaste plantada el día de la boda?


Pedro respiró profundamente.


Ya te lo he dicho.


—Sí, claro, estabas haciéndome un favor. ¡Menudo favor! Tienes un sentido del humor muy retorcido.


No fue fácil para mí, te lo aseguro.


Dímelo a mí. No, no me lo digas, no quiero saberlo —Paula decidió que no podría soportar una lista de razones por las que ella no era la persona adecuada. No quería que la comparase con la flaca y sofisticada rubia con la que lo había visto en una revista—. Bueno, si insistes, entra. Iré a buscar el anillo y así podrás marcharte de una vez.


—Mira, sé que te hice daño…


—Ah, vaya, qué inteligente —lo interrumpió ella, quitándole las llaves de la mano.


Le gustaría que se fuera, pero Pedro era de los que no se rendían nunca. Había sido su tenacidad lo que lo convirtió en el hombre rico y poderoso que era. El no veía obstáculos, tenía un objetivo y lo perseguía hasta conseguirlo, apartando todo lo que se pusiera en su camino si era necesario. Y, sin
embargo, recibía continuos halagos por ser un empresario innovador con gran habilidad para inspirar a los demás. Y en cuanto a su habilidad como amante…


Paula abrió la puerta de golpe e hizo una mueca cuando chocó con un montón de revistas colocadas en el suelo.


Había pensado tirarlas…


—¿Habías pensado?


—No me gusta tirar cosas. Me da miedo tirar algo que pueda necesitar más adelante —Paula tomó las revistas y, después de mirar la cesta de reciclaje, volvió a dejarlas en el suelo—. En estas revistas hay artículos muy interesantes que a lo mejor tengo tiempo de leer algún día.


Pedro la miraba como si fuera una criatura fascinante de otro planeta.


—Solías dejar las cosas por todas partes.


Sí, bueno, no todos somos perfectos y al menos yo no intento hacerle daño a la gente…


Cuando iba a entrar, Pedro se golpeó en la frente con el quicio de la puerta.


—Ay, pobre. ¿Te has hecho daño? —exclamó, preocupada—. Voy a buscar un poco de hielo.


No debería sentir la menor compasión por él, pero no podía evitarlo.


—¿Por qué son tan bajos los quicios de las puertas?


—Estas casas son viejas, hay que inclinarse un poco para entrar.


Deberías advertirlo a tus invitados antes de dejarlos inconscientes.


—No es ningún problema para alguien que mida menos de metro ochenta.


Yo mido metro noventa.


No tenía que recordárselo, pensó Paula.


—Deberías mirar por dónde vas.


—Estaba mirándote a ti —su tono irritado dejaba claro que no le hacía gracia, pero esa confesión la animó un poco.


Que aún pudiera hacer que aquel hombre tropezase le hacía una ridícula ilusión. Aunque ella no era delgada y rubia, Pedro seguía mirándola quisiera o no.


Pero la satisfacción duró poco cuando se dio cuenta de que sus hombros casi ocupaban todo el pasillo. Un calor peligroso pareció extenderse por su casa. Atrapar a un hombre como Pedro en una casa tan pequeña era como poner a un tigre en una jaula diminuta; bien si tú estabas al otro lado.


Paula dejó las llaves al lado de un montón de cartas sin abrir, preguntándose por qué estar con él la hacía pensar en sexo inmediatamente si su relación no había consistido sólo en eso. ¿Por qué no podía dejar de pensar en ello?


Probablemente porque su vida sexual había sido nula desde que se separaron. Y, de repente, deseó no haber sido tan exigente en los últimos años. Si hubiera tenido una vida sexual activa, tal vez no se sentiría así.


olvidándose de esa otra faceta de la vida, fingiendo que no existía.


Pero existía.


Y era como si sólo con verlo alguien hubiera encendido un interruptor, recordándole lo que se estaba perdiendo.


Paula entró en la cocina y Pedro la siguió, esta vez bajando la cabeza para evitar la viga.


Esta casa es una trampa mortal.


Para algunos tal vez. A lo mejor la casa sabe quién es bienvenido y quién no. Para mí no es ninguna amenaza.


Pero él sí. Estar tan cerca de él era una amenaza.


Siempre había sido así; esa atracción, esa reacción primitiva que ninguno de los dos podía controlar. Cuatro años antes le había dado un poco de miedo saber que existía tal pasión, pero incluso ahora estaba allí, entre los dos, como anunciando una tormenta. Daba igual lo que hubiera pasado, Paula estaba descubriendo que la atracción sexual no respetaba el sentido común ni la lógica.


Espera aquí.


Pedro miró alrededor.


—¿No vas a ofrecerme un café?


¿Por qué?


—Es una cuestión de hospitalidad.


—Y la hospitalidad es importante para los griegos, claro —replicó Paula, irónica—. Dejas plantada a una chica en el altar, pero si apareces en su casa cuatro años después, sin que nadie te haya invitado, esperas que te ofrezca una taza de café.


—Nunca te había visto tan enfadada.


Quédate por aquí y lo verás a menudo —Paula llenó la cafetera de agua con tal violencia que se mojó la blusa—. No, mejor no te quedes.


—Café griego, por favor.


Yo odio el café. Puedes tomar un té.


Pedro miró la taza que había en el fregadero.


Si odias el café, ¿por qué lo tomas?


Ella miró la taza y se puso colorada. No podía decirle que había empezado a tomarlo porque le recordaba sus tiempos felices en Corfú y que ahora le gustaba.


Pues…


Me alegra saber que no le has dado la espalda a todo lo griego.


Paula le dio la espalda entonces. Tal vez era un gesto infantil, pero le daba igual. Abrió un armario y sacó un bote de café instantáneo.


Esto es lo que suelo tomar —mintió. Llevaba al menos seis meses sin abrir el bote y tuvo que hacer un esfuerzo porque se había quedado pegado.


Pedro, tras ella, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla.


—Siempre has mentido fatal.


—Mientras tú eres un maestro del engaño, ya lo sé. Puedes hacerle el amor a una mujer como si fuera la única en el mundo para ti y luego dejarla plantada el día de la boda sin decirle adiós siquiera.


¿Por qué vendiste el anillo?


Paula, perdida en el pasado, tardó un momento en entender a qué se refería. Y cuando lo miró a los ojos tuvo que tragar saliva. Porque en ellos veía la misma pasión de antes. Era como un volcán a punto de explotar.


Porque ya no lo quería para nada. Sólo era el recordatorio de una mala decisión. Te lo devolveré para que puedas marcharte… a ser posible golpeándote contra la puerta otra vez.


Con manos temblorosas, Paula sirvió un café y dejó la taza frente a él dando un golpe. No estaba en su naturaleza ser tan poco hospitalaria con un invitado, pero Pedro no era un invitado, era un intruso. Y ella se conocía lo suficiente como para saber que no debía bajar la guardia. No se atrevía a hacerlo, ni siquiera un momento.


Le asombraba saber que seguía encontrando increíblemente atractivo a Pedro, a pesar de lo que le había hecho. No debería fijarse en esas pestañas tan largas o en la sombra de barba que le resultaba tan atractiva. Y, desde luego, no debería notar cómo la camisa destacaba la anchura de sus
hombros.


En lugar de eso, debería recordar lo que había ocurrido cuando todo ese poder se concentró en destruir su relación.


Pedro empezó a pasear por la cocina… es decir, la recorrió en dos zancadas. Pero eso no parecía suficiente para aliviar la tensión porque se volvió, impaciente, pasándose una mano por el pelo en un gesto de frustración que ella conocía bien.


Ese anillo era un regalo y, sin embargo, estabas dispuesta a vendérselo a un extraño.


¿Por qué iba a conservarlo? ¿Crees que significa algo para mí?


—Yo te lo regalé.


—Era un pago por haberme acostado contigo —replicó Paula, porque no quería pensar que fuera otra cosa—. Eso era todo lo que querías de mí, ¿verdad? Sólo piensas en sexo, cada minuto del día. Eso es lo único que hubo entre nosotros.


La referencia a su apasionada relación hizo que los ojos de Pedro se oscureciesen y Paula deseó no haberlo dicho.


Era un error, pensó, asustada. Un gran error.


—Cada minuto no. Cada seis segundos, en opinión de los expertos —moviéndose por la cocina, Pedro tenía un aspecto viril, turbadoramente masculino—. Los hombres piensan en sexo cada seis segundos. El resto del tiempo pensamos en otras cosas.


—Tú piensas en dinero, claro.


—¿Tienes problemas económicos? —le preguntó él, acercándose un poco más—. ¿Por eso vendiste el anillo?


Había algo en su cruda y elemental masculinidad que la excitaba de una manera aterradora. Estar con él la hacía sentir algo que no había sentido nunca con otro hombre y no sabía si eso era bueno o malo.


Malo, pensó, intentando llevar aire a sus pulmones. 


Definitivamente, malo.


Pedro estaba delante de ella, con las piernas separadas, su fuerte virilidad aumentando la temperatura de la habitación.


Pero Paula puso las manos sobre su pecho para empujarlo.


—Estás invadiendo mi espacio personal. Aléjate de mí.


—Llevo unos segundos pensando en el café y eso significa que ahora tengo que pensar en sexo.


¿Cómo se le había ocurrido mencionar el sexo delante de aquel hombre?


Ella no quería pensar en sexo cuando estaba con Pedro. Era precisamente el tema que debía evitar. El más peligroso.


Pero ya era demasiado tarde.


El calor se extendía por su pelvis, lento e insidioso, como un incendio. Y el fuego era voraz, dispuesto a quemar todo lo que se pusiera en su camino.


Intentando controlar tan inoportuna reacción, Paula pasó a su lado, pero él tiró de su brazo para apretarla contra su pecho. Y, en ese instante, Pedro se dio cuenta.


Supo como si la hubiera desnudado lo que estaba sintiendo. 


Siempre lo había sabido, incluso antes de que lo supiera ella.


Cuando se apoderó de su boca, Paula sintió que volvía atrás cuatro años, a un tiempo en el que la pasión superaba al sentido común, cuando el mundo era un sitio perfecto y cuando lo único que importaba era estar con aquel hombre.


Por un momento, se derritió. No podía respirar, no podía pensar. Pero, de repente…


¡No! —exclamó, dando un paso atrás.


Lo oyó respirar agitadamente, sus ojos ardiendo.


—Tienes razón —murmuró él, su acento más pronunciado que nunca—. Es una locura.


Yo no… —empezó a decir Paula.


Yo tampoco.


Si alguno de los dos hubiera dado un paso atrás podrían haberlo evitado.


Pero en lugar de eso sus bocas chocaron de nuevo con una fuerza casi brutal. La química entre ellos era tan intensa que, por un momento, Paula no quiso evitarlo siquiera.


Lo echaba de menos y le devolvió el beso con ansiedad, su boca tan hambrienta como la de Pedro, su lengua tan atrevida. Pero también había furia en ese beso, como diciendo: «mira lo que te has perdido, mira lo que dejaste atrás».


El murmuró algo en griego, tan trémulo que Paula sitió una punzada de satisfacción.


«Sí», pensó, «era maravilloso y tú lo rechazaste».


Sin pensar, pasó la punta de la lengua por la comisura de sus labios, la caricia peligrosamente provocativa. No sabía por qué lo hacía. ¿Deseo? ¿Orgullo? ¿Venganza? Lo único que sabía era que quería estar con él otra vez. Sólo una vez más.


Pedro la empujó contra la encimera y enterró los dedos en su pelo, los de Paula tirando de su camisa, atrayéndolo hacia ella. Se besaban como si fuera su último minuto en el planeta, como si el futuro de la civilización dependiera del deseo que sentían el uno por el otro, como si no se hubieran
separado nunca.


Paula estaba tan excitada que no quiso escuchar la campanita de alarma que sonaba en su cerebro.


Sí, estaba furiosa con él, pero esa furia parecía intensificar sus emociones. El sexo nunca había sido un problema para ellos, al contrario. Tal vez por eso había dejado de buscar pareja, porque sabía que nunca podría encontrar a nadie como Pedro. Estar sola había sido preferible a llevarse
una desilusión.


—Theé mou, no deberíamos hacer esto —dijo él. Y Paula enredó las piernas entre las suyas para no dejarlo escapar.


Tienes razón. No deberíamos.


—Estás enfadada.


—Estoy más que enfadada.


—Y yo estoy furioso porque has vendido el anillo.


—Yo estoy furiosa porque vas a dárselo a otra mujer.


¡No voy a dárselo a nadie! —Pedro echó la cabeza hacia atrás, su mirada oscura más intensa que nunca.


—La odio y te odio a ti.


Seguramente me lo merezco.


—Desde luego que sí —asintió Paula. Pero había bajado las manos hasta su cinturón y lo oyó contener el aliento cuando rozó su rígido miembro.


—Si hacemos esto, me odiarás más de lo que ya me odias.


—Te aseguro que eso es imposible.


Pedro tiró de su pierna para colocarla en su cintura.


—En ese caso, no hay incentivo para que paremos… ¿llevas medias?


—Siempre me pongo medias para ir a trabajar. «¿Ella lleva medias, Pedro?». «¿La rubia te hace esto?». «¿Te hace sentir así?».


—Medias bajo esa seria falda negra… —la seria falda negra cayó al suelo—. El uniforme de profesora me excita —Pedro intentó quitarle el prendedor, pero al hacerlo se enganchó en su pelo—. Lo siento, lo siento, no quería hacerte daño.


—Tú siempre me haces daño.


—Lo sé, fui un canalla.


—Sí, lo fuiste… sigues siéndolo. ¿Y ahora, te importaría…? 
—Pedro mordió sus labios y Pedro aplastó su boca, hambriento.


—Ninguna otra mujer me ha hecho sentir lo que tú me haces sentir.


Esas palabras despertaron una punzada de satisfacción.


Pero seguro que has seguido buscando.


Hace cuatro años no eras tan atrevida…


—No digas nada.


La respuesta de Pedro fue besarla hasta que no podía respirar o permanecer de pie. Paula puso las manos sobre sus hombros pero; aunque lo había hecho para sujetarse, el gesto se convirtió en una caricia.


—Paula…


—Cállate —no quería hablar de lo que estaban haciendo. Ni siquiera quería pensar en ello. Con los dientes apretados, abrió la camisa de un tirón para acariciar su torso, el vello oscuro quemando sus dedos. La corbata seguía colgando en el centro, pero Paula Chaves no le prestó atención, absorta en sus
pectorales.


Acostarse con Pedro Alfonso era entender para qué había sido creado su cuerpo.


Él la miraba con los ojos entrecerrados, una mirada tan cruda, tan sexual, que sintió un escalofrío.


Más tarde iba a lamentarlo, pensó.


Pero en aquel momento no le importaba.


Seguramente estaba mintiendo sobre el anillo. Iba a dárselo a otra mujer, pero ella se encargaría de que no la olvidase. 


Otras mujeres se acostaban con hombres a los que no conocían de nada, pero ella nunca había hecho eso porque el sexo había empezado y terminado con Pedro Alfonso.


Y cuando la sentó sobre la mesa, dejó escapar un suspiro de asentimiento, acariciándolo por encima del pantalón.


Pedro…


Necesito tenerte. Necesito… —murmurando algo en griego, Pedro se quitó la camisa y apartó el sujetador de un tirón para acariciar sus pechos con la lengua.


Paula echó la cabeza hacia atrás, el calor de su boca como un hierro candente. Sentía que su cuerpo se convertía en un río de lava y, cuando él levantó la cabeza para devorar su boca de nuevo, los dos habían perdido el control.


—Ahora… —Paula tiró de su corbata y él la tumbó sobre la mesa. Apartando a un lado las braguitas, entró en ella con una embestida que la hizo gritar su nombre.


Había pasado tanto tiempo que le costó un poco acostumbrarse a la invasión.


Pero entonces Pedro buscó su boca de nuevo y, a partir de ese momento, todo se convirtió en un borrón; cada embestida haciéndola olvidar que lo odiaba y que aquello era un tremendo error.


Envolvió las piernas en su cintura y clavó las uñas en su espalda mientras levantaba las caderas.


Era tan increíble que cuando sonó el teléfono a ninguno de los dos se le ocurrió contestar.


Ninguno de los dos era capaz de concentrarse en nada más que en el otro. Pedro tenía una mano en su pelo, la otra bajo su trasero, levantándola hacia él. Empujaba con fuerza, sus movimientos rítmicos tan enérgicos, tan masculinos, que Paula perdió la cabeza.


Después de cuatro años era lógico que no aguantasen mucho y, al sentir los primeros espasmos, murmuró su nombre, sintiendo un placer exquisito mientras Pedro los llevaba a los dos al paraíso.


Atrapados en una telaraña de sensaciones, se besaron, sin aliento, agotados los dos.


Su torso estaba cubierto de sudor, los dedos aún clavados en su trasero mientras intentaba llevar aire a sus pulmones.


Paula se quedó donde estaba, sintiendo el peso de su cuerpo. Si fuera joven e ingenua podría pensar que algo tan increíble sólo podía ocurrir cuando había amor, pero ya no era joven e ingenua.


Entonces se dio cuenta de que llevaba el anillo colgado al cuello y, asustada, se abrochó la blusa con manos temblorosas.


¿Lo habría visto?


No, los dos estaban demasiado excitados como para eso. 


Aunque el anillo lo hubiese golpeado en la cara, dudaba que Pedro se hubiera dado cuenta.


—Voy a buscar el anillo —murmuró, saliendo de la cocina. 


Le temblaban las piernas, pero no quería pensar en lo que acababa de ocurrir. Aún no. Más tarde, cuando estuviera sola.


Una vez en su dormitorio, en el piso de arriba, abrió la cadenita de oro que llevaba al cuello y sacó el anillo. Cuando la luz del sol que entraba por la ventana lo hizo brillar se le hizo un nudo en la garganta. Lo había llevado con ella durante cuatro años. Había sido testigo de su dolor y de su lenta recuperación… pero devolvérselo debería ser como una catarsis. Ésa era la teoría.


La práctica era completamente diferente.


Al escuchar un ruido en el piso de abajo salió de la habitación.


La puerta de entrada estaba abierta.


—¿Pedro? —lo llamó. Estaba mirando en la cocina cuando oyó el rugido de un poderoso motor.


Con el anillo en la mano corrió hacia la puerta y comprobó, incrédula, que el Ferrari se alejaba calle abajo.