jueves, 4 de junio de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 20




Paula apenas durmió aquella noche y, cuando lo hizo, un hombre alto invadía sus sueños. Despertó sobresaltada y se encontró con Benjamin junto a la cama. Eran las seis y media de la mañana. Benja se subió a la cama y le dijo que se levantara. Ella se rió y le dio un abrazo, pero en el fondo estaba muy preocupada por cómo cambiaría la vida de su pequeño con la llegada de Pedro Alfonso.


Y en cuanto a ella, la idea de ver a Pedro cuando fuera a visitar a su hijo no le gustaba demasiado, pero después de una larga noche era consciente de que tarde o temprano tendría que darle a Pedro la oportunidad de que ejerciera su derecho como padre. Someter a Benjamin a una batalla legal por su custodia no tenía sentido. Como madre, no tenía dudas de que ganaría la custodia, pero sabía que el juez también otorgaría a Pedro un régimen de visitas. La única alternativa que Pedro le había ofrecido, la de casarse con él, quedaba fuera de cuestión. Paula ya le había entregado a Pedro su corazón y su alma en una ocasión, y él había destrozado su confianza. Un matrimonio podía funcionar sin amor si había respeto y amistad entre la pareja, pero sin confianza no había esperanzas.


Paula nunca volvería a confiar en Pedro, y no podía pensar en nada peor que en casarse con un hombre al que no podía resistirse. Eso era algo más que había aprendido la noche anterior al despertar de un sueño con el cuerpo tenso por la frustración.


Durante años, no se había preocupado por las relaciones sexuales, sin embargo, Pedro la había convertido en muy poco tiempo en una mujer sensual y necesitada, y eso la asustaba. De ninguna manera iba a volver a pasar por eso.


En ese momento, Paula tomó una decisión. Le diría a Pedro que estaba dispuesta a acordar las condiciones de sus visitas a Benjamin. Al principio, lo vería en su presencia, pero, más tarde, cuando Benja se sintiera cómodo con él, vería al niño a solas. Era una gran concesión por su parte, ya que tarde o temprano confiaría parcialmente en Pedro, pero no iba a decírselo ese día...


Ese día iba a llevar a Benjamin a la caravana que tenían en un camping al borde de Weymouth Bay. Siempre pasaban las vacaciones allí y a Benja le encantaba aquel lugar. 


Podían ir a comprar el papel pintado de la pared en la tienda de Weymouth y buscar fósiles durante el fin de semana antes de cerrar la caravana para el invierno. Normalmente, durante las vacaciones de otoño era cuando utilizaban la caravana por última vez hasta el siguiente año. No era que estuviera huyendo...


Quizá era un gesto cobarde, pero no le apetecía enfrentarse a Pedro otra vez tan pronto, y menos después de haberse derretido entre sus brazos la noche anterior. Necesitaba tiempo para recuperar su equilibrio emocional y aquélla era la solución perfecta. Al menos podría evitarlo durante un par de días.


Tenía el coche aparcado enfrente de casa, la maleta estaba en el maletero y ya estaban casi preparados para marcharse.


Paula miró a su alrededor. Hacía una bella mañana de otoño y brillaba el sol. Ella iba vestida con un jersey azul de lana y un pantalón gris. Miró a su hijo y le dijo:
—Bueno, Benja, ¿tienes todo? ¿La mochila y las botas de agua para la playa? —sonrió al ver que su hijo le mostraba la mochila y las botas—. Bien... Ponlas en el coche y así nos vamos —sujetando la puerta trasera del coche observó cómo su hijo metía las cosas.


En ese momento oyó el ruido del motor de un coche y se quedó helada, pero al levantar la vista reconoció el Ferrari de Julian y suspiró aliviada. Julian detuvo el coche y se bajó para acercarse a ella con una sonrisa.


—Hola, Paula. Benja, mi ahijado favorito —chocó la mano con el pequeño—. Veo que vais a buscar fósiles —había Sido Julian el que lo había iniciado en esa actividad y el que le había regalado la mochila con las herramientas.


—Sí —Benja sonrió a Julian y colocó las cosas en el suelo del coche.


—¿Cómo estás, Paula? —preguntó Julian.


—Bien —sonrió ella mientras él la rodeaba por los hombros.


—No lo parece. Tienes ojeras... ¿qué has hecho? —bromeó.


—Nada... —el ruido de otro coche interrumpió su respuesta. 


«Increíble», pensó ella al ver un Bentley negro deteniéndose junto al Ferrari.











EL HIJO OCULTO: CAPITULO 19




Paula apenas se enteró de cuando él le desabrochó el pantalón. Sólo estaba pendiente de su aroma masculino y del sabor de su boca. De pronto, estaban desnudos en el sofá.


Estiró la mano y le acarició el torso desnudo, redescubriendo el placer de recorrer cada músculo, la sensación de su vello suave, sus pezones erectos.


Pedro le agarró la mano.


—Deja que te mire —dijo él, mirándola de arriba abajo y fijándose en sus senos, en su vientre plano con la cicatriz y en el vello rizado de su pubis—. Eres preciosa, Paula —murmuró, y la besó en la palma de la mano antes de soltarla.


Paula se quedó sin respiración durante un instante, se agarró a sus hombros y le clavó los dedos como para que se acercara más. Pero él no tenía prisa.


—Exquisito —murmuró Pedro—. Me encanta tu pelo tan largo —añadió, colocándole algunos mechones alrededor de los pechos.


Después, mientras Pedro continuaba con aquella erótica exploración, acariciando con sus fuertes manos sus pechos, su cintura, sus caderas, sus muslos, sus piernas... Ella se dejó llevar por una oleada de sensualidad tan poderosa que le costaba respirar.


Él la besó en los pezones y en la cicatriz del vientre y deslizó las manos por la entrepierna buscando con los dedos los pliegues húmedos que guardaban el centro de su feminidad.


El deseo, el fuego de su interior, se convirtió en una llama tan potente que ella empezó a temblar y separó las piernas mientras Pedro deslizaba los dedos entre sus aterciopelados labios vaginales, jugueteando con la parte más íntima de su ser hasta que ella se convirtió en esclava del placer que él le proporcionaba.


—Tan caliente, tan dulce y tan preparada —dijo él, y retiró los dedos dejando de acariciarla. La besó en los senos y fue subiendo hasta llegar a su boca, introduciendo su lengua en ella como si la estuviera poseyendo. Después, volvió a mordisquearle los pezones.


Ella le acarició la espalda, ardiente de deseo. Quería sentirlo entre sus piernas, poseyéndola...


Paula gimió cuando él la levantó un poco y se colocó entre sus piernas. Ella podía sentir su erección entre los muslos temblorosos, jugueteando con ella con movimientos cortos y delicados, restregándose contra el pequeño punto de placer hasta desesperarla. Pero él seguía sin tener prisa.


—Por favor —suplicó ella, y entonces él la penetró despacio.


Ella se agarró a él con fuerza, atrapándolo con las piernas mientras él la levantaba para penetrarla con más ímpetu hasta provocarle el éxtasis.


Pedro estaba tenso tratando de mantener el control. Notó que Paula empezaba a convulsionarse y la penetró por última vez, perdiendo el control al sentir la presión de la musculatura húmeda del interior del cuerpo de Paula alrededor de su miembro, y acompañándola durante el clímax.


Paula sintió el peso del cuerpo relajado de Pedro sobre el suyo y cerró los ojos. Despacio, le acarició la espalda, sintiendo el sudor de su piel y su respiración agitada. Todo había sido como la primera vez, y Pedro era suyo...


Nada más pensar en ello, abrió los ojos. Pedro no era suyo, y nunca lo había sido. En su mente aparecían escenas de cuando habían hecho el amor, y ella tuvo que morderse los labios para no quejarse. Ella le había suplicado que le hiciera el amor. Pero no habían hecho el amor, habían tenido una relación sexual, nada más. Volvió la cabeza y fijó la vista en la chimenea apagada. Dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo, como si se le hubiera helado la sangre.


Su corazón estaba tan muerto como el fuego apagado, ¿cómo había sucedido? Odiaba a Pedro y sin embargo, había sucumbido ante el hechizo de su sensualidad igual que había hecho años atrás. En aquel entonces, lo amaba, pero esa vez no tenía excusa, y mientras permanecía tumbada bajo su cuerpo, un sentimiento de vergüenza por no haber sido capaz de resistirse a él se apoderó de ella.


Finalmente, Pedro se incorporó apoyándose sobre un codo.


—Esto es lo que yo llamo comunicarse —dijo él con una sonrisa y le retiró un mechón de pelo de la cara—. Mucho mejor que perder el tiempo con discusiones que no llevan a ningún sitio, ¿no crees, Paula?


Ella evitó mirarlo.


—No, no creo —murmuró. Ése era el problema cuando Pedro estaba a su lado. Sólo hacía falta que la mirara para que ella se derritiera a sus pies.


Al ver sus pantalones vaqueros y su blusa en el suelo, ella colocó la mano en el pecho de Pedro y lo empujó un poco. 


Él perdió el equilibrio y se cayó al suelo, e ignorando su grito de sorpresa, Paula se puso en pie. Agarró la ropa y se dirigió detrás de la butaca para vestirse rápidamente. Él estaba desnudo en el suelo y la miraba asombrado, pero a ella no le importaba. Sólo quería vestirse.


—Bueno, es la primera vez que me tiran al suelo —sonrió Pedro—. Y no era la respuesta que esperaba —continuó mientras se ponía en pie—. Sé que has disfrutado tanto como yo de cada segundo de lo que hemos compartido, Paula. ¿Así que quizá ahora podamos hablar del futuro con sensatez?


—Tú y yo no tenemos futuro. Esto ha sido un error —dijo ella, y lo miró de nuevo. Fue otro error. Se había olvidado de lo atractivo que resultaba desnudo, con sus anchas espaldas, sus caderas estrechas y sus piernas musculosas. Le cortaba la respiración—. Vístete. Mi tía Irma regresará pronto —mintió.


—No solías ser tan recatada, Paula —se rió acercándose a ella—. Ni tan mentirosa.


—Yo no miento —mintió, y lo miró desafiante. Él le dio un golpecito en la nariz con un dedo.


—Te crece como a pinocho. Porque resulta que sé que ha ido a Australia para dos meses —sonrió de nuevo.


Su buen humor y su seguridad irritaron a Paula.


—Deja que adivine... ¿te lo ha dicho la recepcionista del hospital? Ése es el problema de vivir en una comunidad rural. Todo el mundo conoce tu vida —dijo con amargura—. Después de la historia que le contaste, estaré sorteando preguntas sobre ti durante meses cuando te hayas ido.


—No voy a ir a ningún sitio sin Benjamin. He reservado una habitación en el hotel hasta que te convenza. Quiero llevarlo a Grecia para que conozca a mi padre y al resto de la familia.


Paula lo miró y supo que hablaba completamente en serio.


—Eso no va a suceder —dijo ella, temblando por dentro—. Ya te has divertido bastante, Pedro. Vístete antes de que te enfríes —le dijo como si fuera un niño. Agarró su copa de vino de la mesa y se sentó en la butaca.


Paula estaba agotada. Sin embargo, tenía que reconocer que, sexualmente, estaba más excitada de lo que había estado en muchos años.


—Pensándolo bien, igual me libro de ti con una neumonía —murmuró ella tras beber un sorbo de vino.


—No está bien desearle eso al padre de tu hijo y no es propio de la Paula que yo conocía, la que tenía los ojos risueños y un gran corazón.


Sorprendida, ella lo miró. Si pensaba que podría convencerla sólo porque se habían acostado, estaba perdiendo el tiempo.


 Se sintió aliviada al ver que se había puesto los vaqueros, pero no podía dejar de mirar la musculatura de su torso mientras levantaba los brazos para ponerse el jersey.


Paula estaba disgustada consigo misma por haber copulado como un animal sobre el sofá de la tía Irma. Sin embargo, no podía negar el efecto que había tenido sobre ella y que todavía sentía el aroma masculino impregnado en su cuerpo. 


Se estremeció. De pronto, no sólo sentía miedo por Benjamin, sino también por sí misma.


Tenía que deshacerse de Pedro antes de sucumbir otra vez a sus encantos. Tenía que deshacerse de él para siempre, o al menos limitar al máximo el contacto.


—Nunca me conociste, Pedro. No quisiste hacerlo. Excepto como mujer dispuesta a hacer todo lo que quisieras en la cama —se esforzó para mirarlo fijamente—. Si crees que por haberte acostado conmigo ahora cambian las cosas, te equivocas. Ya no soy la chica inocente que creía que el sexo significaba amor. Deberías estar orgulloso de ti mismo. Me enseñaste bien. El sexo es sólo sexo, un pasatiempo agradable, pero no hay que confundirlo con el amor.


Él no parecía contento. La miraba con rabia y cierta emoción que ella no era capaz de definir. Pero no le importaba, así que continuó hablando.


—Adoro a mi hijo. Benjamin es un niño encantador, querido por todos los que lo rodean, y no voy a permitir que un hombre frío y emocionalmente dañado como tú se interponga entre nosotros.


—Te olvidas de que también es mi hijo —replicó Pedro.


—Por desgracia, no puedo olvidarlo... Y admito que tienes razón respecto a lo de que tenemos que hablar.


—Al fin, algo de sentido común —dijo él, y se acercó Paula levantó la mano como para detenerlo.


—Espera... Escúchame —dijo ella—. Le diré a Benjamin que eres su padre cuando considere que está preparado. Estoy dispuesta a permitir que lo visites, pero con mis reglas. El número de visitas lo acordaremos entre tú y yo o mediante un abogado. Pero en cualquier caso, no voy a permitir que te lo lleves a Grecia, simplemente porque no me fío de que me lo devuelvas.


—¿Te atreves a ponerme reglas? —preguntó Pedro enfadado. Agarró a Paula de los brazos y tiró de ella para ponerla en pie—. Ahora te toca escuchar a ti. Para empezar, hace cinco años no sugerí que abortaras. Me enfadé cuando me dijiste que estabas embarazada porque no era algo que esperara y me pillaste desprevenido. Lo que dije después, cuando superé el pánico inicial, era con intención de tranquilizarte. Te dije que no te preocuparas y que el doctor Marcus se ocuparía de todo refiriéndome a que te proporcionaría los mejores cuidados médicos durante el embarazo. Yo iba a pagarlo todo, incluso después de que naciera, así que métetelo en la cabecita de una vez por todas. Para mí, cualquier vida es sagrada. Nunca sugeriría el aborto para un niño engendrado por mí —la miró un instante—. Sé que dije que tener un hijo no entraba en mis planes, pero ¿cómo iba a entrar en mis planes si me habías dicho que estabas embarazada minutos antes? Y si crees que puedes emplear la conversación que tuvimos para evitar que reclame a mi hijo, olvídalo... Has tenido a Benjamin para ti sola durante años, pero ya no... Te lo aseguro. Podemos hacerlo de la manera fácil, es decir, dando prioridad al bienestar de nuestro hijo, casándonos y ofreciéndole un hogar estable. O de la manera difícil y luchar por su custodia en los tribunales. Son las únicas opciones que tienes, Paula, créeme. No voy a formar parte de la vida de mi hijo de manera intermitente.


Paula respiró hondo. Sus explicaciones acerca de haber sugerido que abortara y de que tener un hijo no entraba en sus planes parecían ciertas. ¿Podría haber estado equivocada durante años?


En cualquier caso, no importaba. Aquel hombre la volvía loca y hacía que dudara de todo. Pero no había duda alguna respecto al hecho de que al final la había abandonado. 


Ninguna excusa cambiaría ese hecho.


Paula lo miró fijamente y dijo:
—No podrás evitarlo. Recuerdo que eres adicto al trabajo y que cada pocos días viajas por asuntos de negocios entre los dos continentes. Una vez calculé que durante nuestra relación de un año habíamos pasado menos de seis meses juntos. A menos que hayas cambiado mucho de estilo de vida, tu presencia como padre siempre será intermitente, casado o no, y como ya te he dicho antes, prefiero que sea no.


Él la soltó y cerró los puños a ambos lados del cuerpo.


—No, no he cambiado, Paula. Pero tú sí. Antes apenas discutías conmigo. Recuerdo a una chica bella, brillante y sensual, dispuesta a explorar todo lo que la vida le ofrecía. No una mujer mordaz...


—Te refieres a una idiota enamorada —lo interrumpió ella—. Dispuesta a hacer lo que le pidieras. Bueno, esos días han terminado. Soy madre, tengo un hijo que quiero, una vida que me gusta y no te necesito. Ahora quiero que te vayas —de pronto estaba cansada, confusa y sólo quería que se marchara.


—No te preocupes, lo haré. Pero antes de irme necesito oír un par de verdades más... Algo sobre lo que reflexionar antes de que regrese mañana —le dijo en tono cortante—. Creas lo que creas, Benjamin me necesita. Por mucho que intentes negarlo, ese niño es medio griego. Algún día heredará una importante empresa griega y mucho más. Necesita saber el idioma y a tener responsabilidades, algo que no creo que aprenda metido en un pequeño pueblo británico con su madre y su tía como única familia. Recuerdo que me dijiste que tus padres murieron en un accidente de coche cuando tenías diecisiete años. Pero Benjamin tiene un abuelo, una tía y un tío, primos y una docena de parientes más en Grecia. Por no mencionar que también tiene un padre —declaró arqueando una ceja—. ¿De veras crees que en el futuro te agradecerá que lo hayas privado de una gran parte de su familia? ¿O hay más posibilidades de que te eche en cara que lo hayas privado de lo que es suyo por derecho?


Paula se percató de que lo que Pedro decía podía ser verdad. ¿Tenía derecho a privar a Benjamin de su familia griega? En el fondo sabía que la respuesta era no, y ser consciente de ello le consumió la poca energía que le quedaba. Lo único que quería era irse a la cama y fingir que ese día no había pasado, pero sabía que no era una opción.


—Puede que tengas razón —suspiró ella, demasiado cansada como para seguir discutiendo.


—Sabes que sí, Paula —dijo él, mirándola sin frialdad— puede que creas que lleves una vida ideal con Benja, pero no hay nada de ideal en criar un hijo sin padre. Aunque pase poco tiempo con él, como tú crees que haría yo —le acarició la mejilla—. Pero si me dieses la oportunidad, quizá te sorprendiera.


Y así fue... Pedro deslizó la mano hasta su cintura y, mirándola con ternura, inclinó la cabeza y la besó en los labios con delicadeza. Finalmente se separó de ella con una irónica sonrisa.


—¿A qué se debe esto? —preguntó Paula, conmovida por su ternura.


—Por Benjamin, por lo que compartimos en el pasado, y por lo que acabamos de compartir en tu sofá. No podría dejarte enfadada. Siéntate y termínate la copa. Ya me voy.


Paula se quedó mirando su espalda mientras él salía de la habitación. Cuando oyó que se cerraba la puerta de la casa, se sentó en la butaca, agarró la copa de vino y se la terminó.


«¡Maldita sea!», pensó al darse cuenta de que estaba obedeciendo a Pedro otra vez. Miró a su alrededor y se fijó en el sofá. Nunca volvería a sentarse en él sin recordar lo que había sucedido con Pedro.


Curiosamente, a pesar de la rabia, el temor y la humillación que sentía, sonrió al pensar en Pedro tirado en el suelo mirándola con cara de confusión. Pedro la había sorprendido porque en lugar de enfadarse con ella por haberlo empujado, le había parecido divertido...


También la había sorprendido al negarle que él hubiera sugerido que abortara. Durante años ella había creído que sí lo había hecho y por eso lo odiaba, pero tenía que asumir que probablemente se había equivocado. Él jamás había mencionado la palabra. Lo único que había oído había sido: «el doctor Marcus se ocupará del embarazo», pero en su estado emocional y con la fantasía de que algún día recibiría un anillo de compromiso descartada, quizá había pensado lo peor.


Aunque lo que hubiera pensado en aquellos momentos no cambiaba las cosas. Pedro estaba allí, quería a su hijo y ella tenía que llegar a un acuerdo con él.









EL HIJO OCULTO: CAPITULO 18




De pronto, Pedro apretó a Paula por los hombros y ella se desequilibró. Acabó presionada contra el cuerpo de Pedro
—Suéltame —le espetó ella.


—Calla —dijo él, y antes de que pudiera reaccionar la tomó en brazos. La tumbó sobre el sofá y se colocó junto a ella.


Durante un momento, Paula no fue capaz de moverse, y luego trató de escapar. Pero él la tenía aprisionada con el cuerpo y sólo pudo resistirse con las manos.


—¡Suéltame! —gritó.


Él se rió y la agarró por las muñecas para colocarle los brazos sobre la cabeza. Con la otra mano le sujetó la barbilla para que lo mirara.


—¿Estás loco? ¿Qué diablos crees que estás haciendo? —preguntó ella, tratando de liberarse. Pero con las manos agarradas y las piernas sujetas por la pierna de Pedro lo único que podía hacer era retorcerse, y eso le causó más problemas, ya que notó la presión del miembro erecto de Pedro contra su cuerpo


—Exacto lo que imaginas, Paula, porque no tengo nada que perder —dijo él con una sonrisa seductora—. Según tú no tengo personalidad, ni sensibilidad... ¿quieres continuar? —esperó mientras deslizaba la mano de la barbilla hasta su cintura.


Paula notó que su cuerpo se tensaba al sentir el calor de la mano de Pedro sobre el vientre. Empezó a temblar al sentir que él presionaba su entrepierna con el muslo antes de besarla en los labios.


—Tómate tiempo para contestar —dijo él, y le acarició los labios con la lengua—. Aunque escuchar los aspectos negativos de mi persona puede dañar mi ego seriamente. Sin duda, preferiría explorar los aspectos positivos que hay entre nosotros.


Ella negó con la cabeza, pero no fue capaz de pronunciar palabra. Además, un fuerte deseo se estaba apoderando de ella.


—No tardes demasiado —murmuró contra su cuello antes de susurrarle al oído—: no quiero que hagas nada que no quieras, pero ésta siempre ha sido la mejor forma de comunicación entre nosotros y nada ha cambiado. Sólo tienes que decir «no» para que pare.


Paula tragó saliva. La tensión del ambiente era palpable. Pedro la miró y colocó la mano sobre uno de sus pechos, introduciendo los dedos bajo el sujetador de encaje para acariciarle el pezón erecto. Ella no pudo controlar el gemido de placer que escapó de su boca.


Pedro introdujo la lengua en su boca y la besó con delicadeza. Le acarició los senos y la besó en las mejillas, en la frente y otra vez en la boca.


La besaba con ternura y pasión, y ella no pudo evitar estremecerse de deseo. No se percató de que le había desabrochado la camisa y el sujetador hasta que él agachó la cabeza para mordisquearle los pechos.


Paula gimió. Su cuerpo y su mente estaban atrapados por el deseo y la desesperación por lo que le estaba sucediendo.


—Eres perfecta... —murmuró Pedro, levantando la cabeza un instante para mirarla a los ojos—. No te imaginas cuánto tiempo llevo soñando con esto —agachó la cabeza para mordisquearle los pezones una vez más.



Ganó el deseo. Paula se retorció bajo el cuerpo de Pedro, consumida por un deseo tan intenso que resultaba casi doloroso.


Pedro levantó la cabeza y, de pronto, le soltó las manos.


—Te deseo, Paula —dijo él—. Te deseo muchísimo, pero es tu decisión —la besó en el cuello y pronunció unas palabras en griego contra su piel.


Ella estaba perdida, inmersa en los recuerdos de cuando eran amantes.


—Dime que me deseas... Dilo, Paula.


—Sí, oh, sí —dijo ella mientras sus bocas se encontraban.