miércoles, 14 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 6





Maldito arrogante, odioso», pensó Paula, cada vez más inquieta.


Ni siquiera la exuberante naturaleza que les rodeaba podía aplacar la indignación que había sentido antes de salir de Inglaterra.


La mañana había sido una auténtica locura. Habían subido a bordo de un jet privado que les había llevado a Niza. Allí se habían visto asaltados por un paparazzi solitario que debía de pasar los días al acecho en el aeropuerto, esperando la llegada de pasajeros famosos. El hombre había salido de la nada de repente y se había puesto a hacerles fotos sin parar.


–¿Me firmas un autógrafo,Pedro? –le preguntaban una y otra vez todas las mujeres que se agolpaban a su alrededor mientras caminaba por la terminal.


Todas eran clones preciosos, con sus mechas californianas y sus shorts vaqueros desgastados. No hacían más que ponerle pedazos de papel delante de los ojos.


–¿Quieres venir a una fiesta luego, Pedro? –le preguntó una que intentaba meterle una tarjeta en el bolsillo superior de la camisa.


Pedro no les hizo mucho caso, así que sacaron sus móviles y comenzaron a hacerle fotos.


–¿Esto te pasa muy a menudo? –le preguntó Paula al subir a un potente coche que les esperaba a la entrada del aeropuerto.


–¿Te refieres a caminar por la sala de llegadas al aterrizar?


–No hace falta hacer uso del sarcasmo. Ya sabes a qué me refiero.


Él se encogió de hombros.


–Me pasa en todas partes.


–¿Y no se te hace insoportable?


Pedro le regaló una mirada mordaz.


–¿A ti qué te parece?


Paula titubeó un segundo.


–Creo que tu vida es… extraña. Creo que tienes una vida muy pública y muy solitaria al mismo tiempo.


–Te doy un diez por esa afirmación –dijo Pedro con su ironía de siempre.


Paula se abrochó el cinturón de seguridad al tiempo que el coche arrancaba.


–Pero no has aceptado ninguna de las propuestas de esas chicas. Muchos otros hubieran hecho lo contrario.


Pedro dejó escapar una risotada.


–¿No crees que ya estoy cansado de esas cosas? Esas chicas son iguales a los neumáticos que me cambian durante las carreras.


–Lo que acabas de decir me resulta casi cruel.


–Pero es cierto.


–Bueno, en el pasado no parece que hayas tenido ningún reparo al respecto.


–¿Por qué iba a tenerlo? –Pedro arqueó las cejas–. Si un hombre tiene sed, bebe. ¿Crees que voy a rechazar a una preciosa rubia porque no tengo nada en común con ella más allá de un montón de hormonas en ebullición?


Paula sacudió la cabeza.


–Eres increíble.


Pedro esbozó una sonrisa y sus ojos relampaguearon.


–Pero eso ya lo sabes, Paula. Simplemente trato de contestar a tus preguntas con sinceridad.


–¿Entonces te gusta ser famoso? –le preguntó de repente.


–Lo dices como si tuviera elección al respecto, pero no es así –apoyó las palmas de las manos sobre los muslos y flexionó los dedos–. Yo no buscaba la fama. Lo único que quería era correr y ser el mejor del mundo. La fama fue una consecuencia inevitable de todo eso.


Mientras contemplaba esos ojos color ámbar, Pedro recordó que también había habido otras consecuencias. Le había dado la espalda a la responsabilidad. Había tomado todo lo que había querido de esas mujeres, pero jamás había dado nada a cambio. No le había hecho falta. Había llegado a tener una riqueza extraordinaria y la lluvia de halagos y adulación nunca cesaba. Nada había podido llenar ese gran vacío negro que tenía dentro, no obstante. A lo mejor ese era el precio que se pagaba por la fama.


–A lo mejor no debería haber hecho tanta publicidad, pero era joven y el éxito se me subió a la cabeza. Parecía una locura rechazar tanto dinero. Y mis patrocinadores querían que lo hiciera. Bueno, en realidad es una forma de hablar. Querían a alguien que vendiera deporte y sexo a la vez y yo debí de parecerles perfecto para cumplir con esa función.


–Y una vez te haces famoso, ya no hay vuelta atrás –le dijo ella–. No puedes volver a ser la persona que eras antes.


–No. No puedes. El mundo tiene una imagen de ti y no hay nada que puedas hacer para cambiar eso.


–Bueno, eso no es del todo cierto. Podrías… –las palabras se le escaparon de la boca.


Pedro arqueó las cejas.


–¿Hacer qué?


–Nada.


–Dime. Me interesa.


–Atraes más publicidad saliendo con esas mujeres que están en las portadas de las revistas todos los días cuando las dejas.


–¿Crees que debería obligarlas a firmar un acuerdo de confidencialidad antes de llevarlas a la cama?


–No lo sé, Pedro. Solo soy tu ama de llaves, no tu psicólogo –Paula se volvió y miró por la ventanilla.


El coche estaba ascendiendo por una estrecha carretera que subía por la falda de una montaña.


–Dios. Esto es precioso.


–¿Estás cambiando de tema deliberadamente, Paula?


–A lo mejor.


Él se rio.


–¿Nunca has salido de Inglaterra?


Un flamante deportivo rojo pasó en dirección contraria. Paula arrugó los párpados, preguntándose si no acabarían chocando.


–Una vez. Fui a España con mi madre y mi hermana, pero fueron unas vacaciones muy humildes.


–Bueno, entonces a lo mejor te mereces un capricho –le dijo Pedro.


Justo en ese momento comenzó a sonar su teléfono móvil. 


Se lo sacó del bolsillo y contestó en español. El resto del viaje transcurrió en silencio y Paula se preguntó qué hubiera dicho su hermana si la hubiera visto en ese momento, en un coche con chófer, viajando por una de las fincas más lujosas del mundo. Seguramente no se lo hubiera creído.









EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 5





Pedro masculló una sarta interminable de juramentos en español. El viento soplaba con fuerza y la lluvia sacudía las ventanas. Numerosos arroyuelos corrían sobre la superficie del cristal. El rugido de la tormenta de verano era el ruido de fondo que inundaba el salón dorado y escarlata.


¿Nunca iba a parar de llover?


Su mirada se desvió hacia la mesa situada en el otro extremo de la estancia. En ese momento, Paula se inclinaba sobre una bandeja para servir un café en una taza diminuta.


Sintió otra inesperada punzada de deseo. Estaba aburrido. 


La frustración le corroía por dentro.


Dejó que sus ojos la recorrieran lentamente, para resolver el misterio. Por una vez, el corte ancho de los vaqueros que llevaba realzaba su figura, pero no era algo deliberado. 


Cuando se inclinaba de esa manera, el tejido se estiraba sobre su trasero, dibujando las curvas de sus nalgas.


–Juega a las cartas conmigo, Paula –le dijo de repente.


Ella se volvió hacia él. Su primera expresión fue de sorpresa, pero pronto se transformó en desconfianza.


–No juego a las cartas.


–Yo te enseño.


Ella vaciló de nuevo.


–¿Qué sucede? ¿Tienes miedo de que te corrompa? ¿Tienes miedo de terminar gastándote el sueldo en los casinos por jugar una simple partida de póquer conmigo?


Incapaz de soportar por más tiempo esa mirada tan inquietante, Paula se puso erguida y fue a llevarle la taza de café. La colocó sobre la mesa, delante de él.


–Creo que no tenemos cartas.


–Sí tenemos. Están en mi dormitorio, en el escritorio, en el segundo cajón a la izquierda. Ve a buscarlas.


Ella levantó las cejas.


–Por favor –añadió él, suspirando.


–¿Y si te digo que no quiero jugar a las cartas?


–Entonces a lo mejor me veo obligado a tener que abusar de mi autoridad.


–¿Es una orden entonces?


Él le dedicó una sonrisa arrogante.


–Ya lo creo que sí.


Paula dio media vuelta. Salió de la habitación sin decir ni una palabra más y comenzó a subir las escaleras con pies de plomo. Se sentía atrapada, como una mosca en una telaraña.


Abrió la puerta del dormitorio de par en par y entró. Había estado allí esa mañana. Le había hecho la cama, como siempre, y le había cambiado esas carísimas sábanas egipcias que usaba.


Al ir hacia el escritorio no pudo evitar fijarse en dos fotografías que estaban sobre la mesa. Una era de la madre de Pedro, con sus ojos tristes y su cabello negro azabache. 


La otra era una foto de él mismo, tomada cuando se había convertido en campeón del mundo por primera vez. Tenía el pelo mojado por el champán y sostenía un enorme trofeo plateado con ambas manos.


–¡Paula!


La voz impaciente de Pedro retumbó por toda la casa. Paula tomó lo que buscaba rápidamente y corrió escaleras abajo.


–¿Por qué te entretienes tanto? –le preguntó él, fulminándola con la mirada.


–No sabía que me estaban cronometrando. Solo me quedé un poco ensimismada.


–¿Con qué te ensimismaste tanto?


Paula sintió el calor del rubor en las mejillas.


–Con nada.


Haciendo una mueca de dolor, Pedro se puso en pie y fue hacia ella. Extendió la mano para que le diera las cartas.


–¿A qué vamos a jugar? –le preguntó ella.


Pedro tardó unos momentos en contestar. De repente solo podía pensar en el roce de sus dedos al tomar las cartas de sus manos. No quería jugar a nada que tuviera que ver con corazones, tréboles o diamantes. Quería jugar a un juego adulto. Quería descubrir esas curvas misteriosas y poner las manos sobre ellas hasta haber saciado el hambre que le comía por dentro.


Sacudió la cabeza rápidamente y trató de ahuyentar esas imágenes.


–¿Quieres aprender a jugar al póquer?


–¿Es fácil?


–No mucho.


–En ese caso, me encantaría.


Él arqueó las cejas.


–Luego no me digas que no te lo advertí.


Barajó las cartas, las repartió y le explicó las reglas del juego. Ella fruncía el entrecejo, intentando concentrarse.


Sorprendentemente, no obstante, no tardó mucho en asimilar la esencia del juego. ¿Qué era lo que había esperado? ¿Acaso creía que iba a derrotarla fácilmente y que pronto se cansaría de jugar, tal y como pasaba siempre?


Poco después de comenzar la segunda partida, Pedro se dio cuenta de que era muy buena con las cartas. Se le daba muy bien y era necesario ponerse a pleno rendimiento para competir con ella.


–¿Seguro que no has jugado nunca? –le preguntó con sospecha.


–Si hubiera jugado antes, no tendrías que haberme explicado las reglas.


–Bueno, a lo mejor eso formaba parte de tu estrategia para ganar.


–Ese punto de vista es muy cínico, Pedro –le dijo ella mientras contemplaba las cartas que tenía en la mano.


–A lo mejor la vida me ha hecho cínico.


Ella levantó la vista y frunció los labios de manera exagerada.


–Oh, qué penita.


Pedro no pudo evitar reírse, a pesar de la creciente confusión que sentía. Las mujeres casi nunca le hacían reír. 


Las mujeres tenían su lugar, pero el humor casi nunca formaba parte de su discurso. ¿De dónde había salido la extraña criatura mal vestida e increíblemente astuta que tenía delante?


–¿Te das cuenta de que no sé casi nada de ti?


Ella levantó la vista y la luz de la lámpara le iluminó la cara de repente. Sus ojos se volvieron del color de la miel.


–¿Por qué ibas a saber nada de mí? No es algo importante a efectos del trabajo que desempeño. No tienes por qué saber nada de mí.


–¿Una mujer que esquiva preguntas sobre sí misma? ¿Esto está pasando de verdad o estoy soñando?


–Esa generalización acerca de las mujeres me parece excesiva.


–Pero es cierta. Las generalizaciones suelen serlo –Pedro se recostó contra la silla y arrugó los párpados–. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mí? Debe de andar cerca de un año.


–En realidad son dos y medio.


–¿Tanto?


–El tiempo vuela cuando lo pasas bien.


Pedro reparó en el tono frívolo que acompañaba a sus palabras.


–Ser ama de llaves no es un trabajo normal para mujeres de tu edad, ¿no?


–Supongo que no. Pero es un buen trabajo si no tienes estudios, o si necesitas un sitio donde vivir.


Pedro dejó las cartas sobre la mesa, boca abajo.


–¿No tienes estudios? Eso me sorprende. Eres muy lista, teniendo en cuenta lo que has tardado en entender un juego de cartas bastante complejo.


Paula no contestó de inmediato.


–He intentado recuperar el tiempo perdido, y es por eso que asistía a esas clases de tarde y que he hecho un par de exámenes de ciencias que debería haber hecho en el colegio.


–¿Has estado estudiando ciencia?


Paula oyó la sorpresa que teñía sus palabras.


–Sí. ¿Qué tiene de malo? A algunos nos gustan esas asignaturas.


–Pero normalmente suelen ser hombres.


–Otra vez tengo que decirte que acabas de generalizar injustamente –sacudió la cabeza–. Esa es la segunda cosa más sexista que te he oído decir en dos minutos, Pedro.


–¿Pero cómo va a ser sexista si es cierto? Mira las estadísticas si no me crees. Los hombres dominan el campo de las ciencias y las matemáticas.


–Bueno, puede que eso tenga que ver con los métodos de enseñanza y las expectativas, y no con unos supuestos cerebros superiores y más aptos para las ciencias.


Los ojos de Pedro brillaron.


–Creo que no estoy de acuerdo contigo en eso.


Paula sintió un calor repentino que se extendía por su cuerpo bajo la intensa e insistente mirada de Pedro.


«Peligro, peligro…», decía una vocecilla desde algún rincón.


–Como quieras.


–¿Qué ciencia es la que se te da mejor?


–Todas. Biología, química, matemáticas también. Me encantan todas.


–Entonces ¿por qué…?


–¿Por qué suspendí los exámenes? –Paula dejó las cartas. No quería contestar, pero conocía a Pedro lo suficiente como para saber que no dejaría el tema–. Porque mi padre… Bueno, se puso muy enfermo cuando yo era pequeña y perdí muchas clases.


–Lo siento.


–Oh, esas cosas pasan.


–¿Qué pasó exactamente? ¿Qué es lo que no me estás contando, Paula? La gente tiene padres enfermos, pero aun así aprueban.


–Fue una enfermedad larga, crónica. No podía salir mucho de casa, así que yo llegaba a casa después del colegio y me sentaba con él y le contaba todo lo que había hecho durante el día. A veces le leía cosas. Eso le gustaba mucho. Después de preparar la cena venía la enfermera para acostarle, pero yo ya estaba demasiado cansada como para hacer los deberes. O a lo mejor es que era demasiado vaga –añadió, intentando aligerar la atmósfera.


La expresión de Pedro permaneció igual de seria y sombría, no obstante.


–¿Se recuperó?


–No. Me temo que no. Murió cuando yo tenía diecinueve años.


–¿Y tu madre? ¿Ella no estaba con vosotros?


–No se le daban muy bien… No llevaba muy bien las enfermedades. Algunas personas son así –dijo, imprimiendo ese carácter ligero de siempre a sus palabras.


Había dominado el arte de restarle importancia a las cosas mucho tiempo atrás, en gran parte gracias a su madre. En algún momento había terminado aceptando que su madre viviría sus propios sueños a través de su preciosa hija pequeña. Recordaba muy bien todas aquellas veces cuando le decía que Isabel podía llegar a ser una gran supermodelo. 


Su madre tenía la cabeza llena de ilusiones y fuegos artificiales, pero también le decía que había que invertir para ganar, y por ello había terminado gastándose todos sus ahorros. Había sido una gran apuesta que había salido mal.


–Mi madre estaba demasiado ocupada ayudando a mi hermana con su carrera. Es modelo.


–Oh –Pedro arqueó las cejas–. Esa palabra suele abarcar una gran variedad de pecados. ¿La conozco?


–A lo mejor sí, o no. Trabaja mucho para catálogos. Y el año pasado la contrataron para la inauguración de un centro comercial en Dubai.


–Oh.


Paula oyó un sutil rastro de sarcasmo en su voz.


–En este momento está haciendo muchas fotos de trajes de baño y de lencería. Es muy guapa.


–¿Ah, sí?


Pedro parecía tener dudas al respecto. ¿Acaso creía que alguien como ella no podía tener una hermana guapa?


–Sí –le contestó con brusquedad. Es la mujer más exquisita y hermosa que verás en toda tu vida.


Pedro guardó silencio durante unos segundos. Aunque quisiera aparentar otra cosa, era evidente que intentaba esconder sus emociones a toda costa, y no podía evitar sentir algo de empatía por ella. Esa vez era distinto. No era una de esas chicas que rompían a llorar cuando engordaban un par de kilos o cuando un hombre se negaba a comprarles un anillo de diamantes.


La chica que tenía delante era alguien a quien se le daban bien las ciencias, alguien que había suspendido todos sus exámenes porque tenía que cuidar de su padre, pero… 


¿Quién había cuidado de ella?


De repente recordó aquellos primeros momentos en el hospital, justo después del accidente. ¿Quién le había acariciado la frente aquella noche? Recordaba una suave voz de mujer, un bálsamo que le había calmado en aquellos instantes de delirio. Al día siguiente le había preguntado a la enfermera si había tenido alucinaciones, y ella le había dicho que era la chica de la coleta, la que llevaba el viejo chubasquero.


Pedro había fruncido el ceño, confundido, sin saber a quién se refería.


«Una chica muy amable», había añadido la enfermera.


Y entonces se había dado cuenta de que había sido Paula.


Le había ido a ver unas cuantas veces después de aquello y, por alguna extraña razón, había terminado deseando esas visitas. Ella se sentaba a su lado y le decía que respirara profundamente, que moviera los tobillos. En realidad, se había vuelto bastante dictatorial entonces, pero él había respondido bien a todas sus órdenes. Y de pronto, un buen día, había dejado de ir al hospital, así, sin más.


Pedro agarró su taza de café y bebió un sorbo. Se fijó en sus manos. Eran manos de trabajadora. Llevaba las uñas muy cortas, sin pintar. Su rostro estaba libre de todo maquillaje y su corte de pelo no tenía ninguna forma definida. ¿Cuáles eran sus heridas, esas que no parecían haber cicatrizado?


–Hace muy mal tiempo –le dijo, ahuyentando esos pensamientos que lo perseguían.


–No podía ser de otra manera. Estamos en Inglaterra.


–Pero no tendríamos por qué estar aquí –Pedro dejó la taza sobre la mesa y la miró–. ¿Tienes pasaporte?


–Sí. Claro.


–Bien –Pedro volvió a agarrar las cartas–. Entonces prepárate para salir mañana a primera hora.


–¿Adónde? ¿Adónde vamos?


–St Jean Cap Ferrat. Tengo una casa allí.


–Quieres decir… –Paula le miró, confundida–. ¿Cap Ferrat, en el sur de Francia?


Pedro arqueó las cejas.


–¿Es que hay algún otro?


–¿Por qué quieres ir allí, y por qué así, de repente?


–Porque me aburro.


Paula le miró con inquietud. Había oído muchas historias acerca de su casa del Mediterráneo, y sabía muy bien cómo era. Por allí paraba la jet set. Alguien como ella jamás podría encajar en un sitio así.


–Creo… creo que prefiero quedarme, si no te importa.


–Pues resulta que sí me importa –dijo Pedro en un tono afilado y cargado de arrogancia–. Te pago una jugosa suma para que me hagas la vida más fácil, y eso significa que tienes que hacer lo que yo quiera. Y mi prioridad ahora mismo es huir de esta maldita lluvia y sentir algo de calor en la piel, así que… ¿Por qué no dejas de mirarme con esos ojos de incredulidad y empiezas a hacer la maleta?







EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 4




Paula dio media vuelta sin decir ni una palabra más, pero su tono de voz, burlón y soberbio, no la dejó tranquila. Corrió escaleras arriba para cambiarse de ropa y cerró la puerta con fuerza al entrar en su habitación, situada en lo más alto de la casa. Se inclinó contra ella y respiró profundamente, recuperando el aliento. El ático era un sitio espacioso, con un techo inclinado y una vista formidable de los jardines y de los campos que se extendían más allá. Allí arriba estaba entre las copas de los árboles. Abrió uno de los cajones y comenzó a rebuscar con impaciencia. Lo último que quería era que Pedro Alfonso la viera en traje de baño, pero no tenía más remedio que seguirle la corriente. La lluvia golpeaba la ventana con fuerza y algunas de las plantas que tenía en las macetas se habían quedado mustias.


Se puso el bañador y se miró en el espejo.


«Demasiado pálida. Demasiado gorda. Demasiado… todo», pensó, sin poder evitarlo. La comparación no tenía ningún sentido, pero era imposible no recordar a todas esas mujeres con las que había visto a Pedro Alfonso; supermodelos de piernas interminables con biquinis diminutos, actrices… 


Temblando, se quitó el sujetador y las braguitas y se puso el traje de una pieza. Parecía tan viejo, tan gastado… Además, era como si hubiera encogido.


Se puso un albornoz encima y bajó de nuevo, rumbo a la piscina. Pedro ya estaba allí, esperándola. Un escalofrío recorrió su espalda. Su oscura silueta se recortaba contra la enorme ventana arqueada. Al otro lado estaba el bosque.


Parecía absorto, ensimismado, y contemplaba los árboles como si los viera por primera vez. Sus flores blancas resplandecían más que nunca en un día tan gris.


Al oírla entrar, se volvió hacia ella, y entonces ocurrió algo muy peculiar cuando sus miradas se encontraron. Paula se sintió repentinamente desorientada. Era la misma sensación que había experimentado cuando había entrado en la sala de masajes, pero mucho peor. Le miró desde el otro lado de la piscina. No se oía nada más que el ruido del vaivén del agua y los estruendosos latidos de su corazón. Sentía cómo se le secaba el aliento en la garganta… De repente sintió una presión insoportable en el pecho y notó que no podía respirar. Estaba ocurriendo de nuevo y no quería que ocurriera. No quería mirar a un hombre como Pedro y desearle.


Paula parpadeó para aclararse la visión y para que todo volviera a ser como antes. Lentamente comenzó a desabrocharse el albornoz y se lo quitó con cuidado. Sentía su mirada sobre la piel y la expresión de su rostro era… inaguantable. ¿Era incredulidad lo que veía en ella? Sí. Lo era. Probablemente nunca había visto a una mujer que tuviera una talla mayor que la 38. Seguramente estaba pensando que debía de engullir todos los alfajores sobrantes cada vez que él tomaba un vuelo, rumbo a alguno de sus destinos exóticos favoritos.


Forzando una sonrisa rápida y profesional, caminó hasta él.


–¿Listo?


–Ya llevo un buen rato –le dijo él en un tono ácido–. Pero, como siempre, llegas tarde.


–Me ha costado un poco encontrar el traje de baño.


–Lo siento mucho –dijo él–. A lo mejor debería haberte avisado con más antelación. Podría haberlo escrito por triplicado y haberlo firmado primero.


Paula prefirió ignorar el comentario.


–Bueno, estamos aquí ya –dijo, fingiendo entusiasmo–. Baja la escalera de espaldas.


–Creo que a estas alturas sé muy bien cómo meterme en la maldita piscina.


Paula le quitó las muletas de las manos con cuidado y las apoyó contra una pared.


–Solo trataba de…


–Bueno, deja de intentarlo. Estoy cansado de que la gente intente las cosas. Llevo semanas haciendo esto y creo que ya he conseguido acostumbrarme. ¿Lo próximo que vas a enseñarme será cómo comer con cuchillo y tenedor? O a lo mejor empiezas a darme de comer con cuchara.


Para Paula, aquella fue la gota que colmó el vaso.


–¿Por qué tienes que ser tan desagradable? Solo trato de ayudarte.


Pedro no contestó inmediatamente. Sus miradas se encontraron y se enzarzaron en una batalla silenciosa. Paula se preguntaba cuál sería el próximo insulto que saldría de su boca.


Sin embargo, él suspiró de repente.


–Sé que tratas de ayudarme. Es que no aguanto la frustración. Se me hace insoportable. Las secuelas de este maldito accidente no terminan de desaparecer. Llevo semanas así y a veces pienso que nunca va a acabar.


–Sí –Paula se mordió el labio inferior–. Supongo que esa es una forma de verlo.


Él arqueó las cejas.


–A menos que vayas a decirme que soy bastante insoportable normalmente…


Paula bajó la vista y miró sus pies descalzos un momento.


–Eso no me corresponde a mí decirlo.


–¿Entonces no vas a negarlo directamente, Paula? –le preguntó él en un tono corrosivo–. ¿No me vas a llevar hacia la conclusión de que soy insoportable?


Ella levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada burlona y desafiante.


–No tienes fama de ser dulce y agradable precisamente.


Para sorpresa de Paula, él se echó a reír y se metió en la piscina.


–No. Supongo que no. Vamos,Paula. ¿No vas a entrar? –le preguntó, golpeando la superficie del agua con la palma de la mano–. Mary siempre se metía.


«Seguro que sí», pensó Paula al tiempo que entraba en el agua.


¿No estaba haciendo lo mismo que había hecho Mary antes? ¿Acaso no estaba siguiendo sus pasos, esos pasos que tan culpable habían hecho sentir a la pobre terapeuta?


Avanzó un poco más en el agua. Al sentir el frío en el vientre se estremeció un poco. La piel se le puso de gallina y los pezones se le endurecieron, tal y como había ocurrido antes, en la sala de terapia.


En un intento por esconderlos, se inclinó contra la pared de azulejos y se echó agua sobre los brazos.


–Se supone que tienes que hacer diez largos.


–Lo sé, pero tengo pensado hacer veinte.


–¿Crees que es buena idea?


Él esbozó una de sus sonrisas de tipo duro.


–Veámoslo, ¿no? –dijo y comenzó a nadar con fuerza.


Sus brazos fuertes cortaban el agua como flechas doradas. 


Nadaba con la misma energía y determinación con la que lo hacía todo en la vida, pero después de doce largos, Paula se dio cuenta de que empezaba a aflojar el ritmo. Estaba pálido y apretaba los labios con fuerza.


–Para ya –le dijo al verle salir para tomar el aire–. Por favor, aminora un poco, Pedro. No estás en una carrera.


Pero Pedro Alfonso era demasiado testarudo como para aflojar la marcha. Para él, todo era una carrera en la vida. 


Sacudió la cabeza y siguió adelante. Cuando terminó por fin, no obstante, estaba agotado. Salió del agua y apoyó los codos contra el borde de la piscina.


No volvió a decir nada hasta que hubo recuperado el aliento.


–¿Qué tal he estado? –le preguntó unos segundos más tarde, mirándola a los ojos.


–Eso ya lo sabes. Has hecho veinte largos, el doble de lo que recomendaba la fisioterapeuta. ¿Quieres que te dedique un halago por haber desobedecido sus instrucciones?


–Sí. Quiero un halago. Quiero que me echen todos los halagos posibles. Quiero una montaña de halagos sobre mi cabeza, así que… ¿Por qué no te quitas esa expresión de desaprobación de la cara por una vez y me dices que soy bueno? –esbozó una sonrisa provocativa–. Sabes que quieres hacerlo.


Paula se puso tensa. Un cosquilleo desconocido se extendía por su piel. ¿Estaba flirteando con ella?


Le miró fijamente, parpadeando de vez en cuando. No podía ser eso, a menos que el flirteo fuera un acto reflejo para él.


–Creo que te has excedido un poco, pero, sí. Eres bueno –le dijo finalmente, sin muchas ganas–. Muy bueno, en realidad.


Él arqueó las cejas.


–Vaya, Paula. Que tú me dediques un halago no es cualquier cosa.


Cada vez más inquieta, Paula hizo todo lo posible por que no se le notara. Se sumergió en el agua un momento para distraerse, pero cuando volvió a salir de nuevo se encontró con la mirada de Pedro, más inquisitiva y penetrante que nunca.


Había algo extraño en su expresión. Era como si la observara con… fascinación. Además, no dejaba de mirarle los pechos.


El tejido del bañador, empapado, se había convertido en una segunda piel. Podía sentir la presión de sus pezones contra la tela del traje de baño. Eran como dos pequeñas
balas puntiagudas.


¿Se habría dado cuenta él?


–Creo que deberías salir ahora, antes de que te enfríes.


O antes de que me caliente –dijo él de repente.


Paula pensó que no le había oído bien. Estaba claro que no le había oído bien, porque la alternativa no tenía ningún sentido. Pedro Alfonso jamás le hubiera hecho un comentario provocador.


–Vamos –le dijo ella, sumergiéndose en el agua para escapar de esos ojos negros que la vigilaban.