viernes, 17 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 6




Apareció la isla que era una pequeña extensión de tierra, cubierta con árboles, en el centro del lago. Nerviosa, Paula miró a su derredor en busca de algún tipo de arma.


—Todos los instrumentos están bajo llave —informó Pedro después de ver su mirada—. No necesitarás ninguno.


—Me alegro de que pienses eso —comentó en tono cáustico—. Pero de estar en tu lugar no daría la espalda.


—¿La violencia es una característica tuya?


—No estoy acostumbrada a que me rapten —respondió—. Quiero saber por qué me trajiste aquí.


—Por supuesto —aceptó—. Pronto lo sabrás, pero por el momento, concentrémonos en atracar el barco y bajar a tierra.


La esperanza que tuvo de que él podría dejar algo al azar y darle la oportunidad de regresar sola se desvaneció cuando lo vio cerrar todo con llave y guardarla en un bolsillo.


Tendría que volver a pensar.


—No me gusta esperar —insistió con terquedad cuando él la ayudó a bajar a tierra.


—Aprenderás.


Señaló el rugoso sendero que conducía a una cabaña de madera y ella incrustó los tacones en la tierra.


—No iré a ninguna cabaña contigo —declaró desafiante.


—¿Preferirías que te llevara en brazos?


Se acercó a ella y Paula lo miró furiosa porque era consciente de su estatura y de la anchura de sus hombros.


—¡No te atrevas! —tronó.


La frustración y el resentimiento la dominaron. Era increíble.


¿Cómo podía sucederle eso a ella? Esa debilidad al ser dirigida por los caprichos de otra persona era nueva para ella y la tenía inquieta. Deseó gritar y patear algo, de preferencia a él.


—¿Qué hay allá dentro? —preguntó, contemplando la cabaña de modo hostil y con los párpados entrecerrados.


—Aparejos para pescar principalmente —respondió—. ¿Qué esperabas, una cama matrimonial y espejos?


—Si eso hubiera, créeme que vivirías para arrepentirte —murmuró arrebolada.


—Lo tendré presente —la miró de arriba abajo.


Ella creyó notar un dejo de diversión en los ojos azules y eso aumentó su ira.


—Si no está fuera de tu alcance, quizá puedas decirme por qué verificaremos el equipo para pescar —preguntó cuando llegaron a la cabaña.


—Es lo normal cuando uno planea pescar por la tarde.


—¿Pescar? —repitió y la sorpresa inundó momentáneamente su furia.


—Bueno, si prefieres no hacerlo, no tienes que pescar —murmuró él, mientras examinaba el candado en la puerta de la cabaña.


De nuevo ella tuvo el sobrecogedor deseo de destrozarle la complacencia, pero se dijo que debía esperar el momento oportuno.


Las cejas bien formadas del hombre se juntaron con desaprobación. Paula vio que él abría la cerradura con un alambre delgado que sacó de su bolsillo.


—¿No es eso ilegal? —preguntó Paula.


—Quizás —murmuró él con el ceño fruncido, pero no se molestó en levantar la vista de la tarea que lo ocupaba.


Era evidente que la cerradura no cedía con facilidad.


—Por lo visto no te parece importante acatar la ley —murmuró ella.


Él le dio una fuerte patada a la puerta y se escuchó el ruido de la madera astillada que cedía al metal. La sonrisa de satisfacción de Pedro le proporcionó un aire picaresco a su boca.


—Lo lamento —se volvió hacia Paula—. ¿Qué decías?


—Olvídalo —apretó los dientes.


—¿Por qué no entras?—preguntó desde adentro después de empujar lo que quedaba de la puerta—. Está bastante limpia, no hay arañas ni nada parecido. Pintaron las paredes con una emulsión blanca, eso debió ahuyentarlas.


—No saldrás impune de lo que acabas de hacer —le advirtió y con obstinación continuó afuera—. Primero me raptaste, ahora cometes allanamiento de morada, eso sin mencionar el robo de un yate. Tarde o temprano pagarás por tus acciones.


—Siempre y cuando sea más tarde —comentó con optimismo—. Trataré de que eso no me preocupe —la miró de arriba abajo—. Te vendría bien un poco de terapia relajante. No te hace provecho estar tan tensa. Puedes causarte una úlcera o algo parecido. Es muy malo —movió la cabeza en actitud pesarosa.


Era un hombre enfurecedor. De seguro acostumbraba hacer esa clase de cosas. Debía ser su modo de vida.


—¿Por qué no vas a pescar? —masculló ella entre dientes—. Con suerte caes al agua y te ahogas.


—Pobre Paula —murmuró—. Parece que tienes frío y sin duda se debe a que los árboles ocultan el sol. Tu nariz tiene un delicioso tono rosado.


Se alejó de la puerta y ella oyó que él hacía ruido dentro de la cabaña.


Era cierto, el clima era más fresco en la isla y conforme progresara la tarde, la temperatura descendería más. No tenía la menor idea del tiempo que Pedro la mantendría ahí. 


Por la mañana, si alguien se molestaba en buscarla quizás encontrarían su cuerpo congelado.


Atisbó por la puerta abierta. Vio que él acercaba una cerilla a un tipo de calentador y percibió el olor particular del café proveniente de un pequeño mostrador en el rincón más lejano. Él había armado una estufa portátil y la cafetera estaba encima de ella. Miró los armarios donde había suficientes provisiones: Leche en polvo, agua embotellada, galletas y sopa.


—Ven acá —Pedro tomó dos tazas del armario y abrió una bolsa de azúcar—. No es el Ritz, pero si te molestas en poner uno o dos cojines sobre la banca, al menos estarás cómoda.


Paula frunció la nariz.


Necesitaba algún tipo de arma, algo que lo mantuviera a cierta distancia en caso de que fuera necesario. Observó las cañas de pescar y los aparejos acomodados en orden contra una pared lateral, una barra los mantenía en su lugar. Pensó que un pinchazo bien dirigido quizá le sería útil.


Con cautela se acercó al equipo, se detuvo y se sentó en el borde de una caja de caoba. ¿Cómo se atrevía él a estar tan tranquilo y confiado al servir leche en polvo en las tazas, luego al menear el café con lentitud como si cada paso ameritara el mayor cuidado y atención? Él no tenía por qué estar tan a gusto cuando ella se sentía como una masa ardiente de inseguridad.


—¿Quieres café?


Deslizó una taza hacia ella.


—No me agrada tomar lo que no me pertenece —murmuró—. Además, creo que necesito algo más fuerte —apretó la mandíbula—. Por lo visto, estás cómodo aquí. ¿Cuántas veces has hecho esto? ¿No crees que el dueño tendrá algo que decir en cuanto al uso que le das a sus cosas?


—¿No es un hecho que un placer ilícito es más emocionante? —sonriendo se encogió de hombros y se apoyó en el mostrador—. ¿No has vivido peligrosamente, Paula? ¿No canta tu sangre cuando haces algo alocado?


—Estás despistado —le informó—. No comparto tu deseo de caminar por el borde del aspecto malo de la vida.


—Se me hace difícil creerlo. Esos grandes ojos verdes no pueden ser tan inocentes como parecen. ¿No recuerdas ni un momento osado en que te dejaste llevar por la aventura?


—Prefiero no hacerlo —contestó con mucho sentimiento y él rió con un sonido ronco y extrañamente agradable que la hizo estremecer.


—A pesar de ser tan bella —murmuró mientras admiraba el esbelto cuerpo—. Una joya que tentaría a cualquier hombre… Me pregunto si…


—No flirtees conmigo, Alfonso —lo interrumpió—. No sé qué maquinaciones tienes en la mente, pero te digo que si se te ocurrió algo al respecto, saldrás perdiendo —lo amenazó con la mirada—. Quizá disfrutes esta clase de juego, pero déjame a mí afuera.


—Prefieres jugar con hombres casados, ¿no? —le devolvió la mirada—. ¿O sólo prefieres a uno en particular? Me refiero a Adrian Franklyn. ¿Puedo adivinar cuál es su atractivo principal…? ¿Será su dinero? —preguntó con cinismo.


Paula frunció el ceño. ¿Era eso lo que había desencadenado los sucesos de esa tarde?


—Parece que ya tomaste una decisión —comentó a secas—. ¿Qué te importa si tengo algún tipo de relación con Adrian? ¿Eres juez y jurado también? ¿Por qué te inquieta la situación? ¿No tienes asuntos propios en los cuales pensar?


—Odio ver que un hombre decente arruine su vida. Adrian y su esposa pasan por momentos difíciles lo cual es una lástima porque creo que son afines. No necesitan que alguien como tú les complique la vida.


—¿Es Adrian amigo tuyo? —preguntó pensativa.


—¿Te parece improbable? ¿Un hombre de negocios y un hombre que se gana la vida instalando rampas? ¡Qué lista eres, Paula!


—Te equivocas, simplemente tengo curiosidad, porque a pesar de que él nunca te ha mencionado estás empecinado en interferir en su vida.


—No quiero mantenerme al margen y permitir que una mujer destruya ese matrimonio. Tú causas problemas y quiero que te hagas a un lado.


—¿Piensas hacerlo durante unas horas? —contestó con una petulancia que no sentía—. ¿Días o semanas? ¿A lo mejor quieres alejarme de manera permanente? ¿Debo temer por mi vida?


—Acabas de mencionar varias opciones que debo tomar en consideración. Después de todo, incluso un hombre depravado como yo debe adherirse a ciertas normas. De seguro hay alguna manera de tratar con mujeres como tú, sólo es cuestión de encontrar la más adecuada.


Paula se preguntó si realmente Adrian tenía problemas.


Alfonso no tenía por qué inmiscuirse, pero quizás había algo de verdad en lo que decía. De todos modos, ella no merecía sus comentarios insidiosos. Una mujer como ella… 


Cualquiera que lo escuchara pensaría de ella lo peor.


Dominó su irritación. Discutir con él era tan efectivo como dejar caer un copo de nieve a un estanque. Más le convenía ahorrar sus energías.


—Estás equivocado en cuanto a la relación que tenemos Adrian y yo —respondió tranquila—. No hay nada afectivo entre nosotros.


—¿Por eso os abrazabais?—preguntó Pedro.


—Digo la verdad —insistió—. ¿Por qué no me crees?


—No es a mí a quien debes persuadir —se bebió lo que quedaba de su café y con brusquedad dejó la taza sobre el mostrador—. Su esposa es quien está molesta por la forma en que marchan las cosas.


—¿Estaba ella allí? No la vi con Adrian.


—Por lo visto él estaba demasiado ocupado como para pasar un rato con ella.


Se acercó a las cañas bien acomodadas y eligió una; luego, se inclinó para levantar una caja de mimbre con artículos de pescar.


—¿De veras irás a pescar? —exigió saber con creciente agitación.


—Sí.


—No puedes hacerlo, tienes que llevarme de regreso. Ya te dije que no corro ninguna aventura sentimental con Adrian y no existe motivo para que me detengas aquí más tiempo.


—Eso dices, pero no estoy convencido —Pedro se colgó la correa de la canasta de mimbre al hombro—. De cualquier modo, pasada una hora más o menos, Adrian comprenderá que no te reunirás con él y se irá a casa. Estoy seguro de que Emma estará feliz de ocupar tu lugar.


—Eres el hombre más obstinado, testarudo y cabeza dura que he tenido la desventura de conocer.


Paula rechinó los dientes.


—Entonces no has tenido mucha experiencia y me atrevo a decir que las cosas cambiarán: Habrá otras personas que objeten a que siempre te salgas con la tuya. ¿Por qué no pataleas, Paula? Te sentirás mejor.


Paula estuvo a punto de golpear el suelo con un tacón, pero se contuvo con un esfuerzo sobrehumano y se mantuvo rígida. No le daría esa satisfacción. Enderezó los hombros y habló:


—No veo la necesidad de explicarte mis actos. Un hombre que comete un rapto no merece explicación alguna —se animó con el tema y agregó—: Tampoco la merece quien, con premeditación y sin cargo de conciencia, roba propiedad ajena. No tienes derecho de echarme en cara la falta de moral.


—Tu café se enfría —murmuró él—. Si no quieres acompañarme a pescar, ¿por qué no te acomodas aquí? Vi unas revistas en el armario.


Le dio la espalda y salió de la cabaña.


Paula apretó los puños a sus costados. El hombre era desquiciante, era un monstruo, ególatra y machista. ¿Cómo podía hacerle eso a ella? ¿Cómo pensaba salir impune?


Emitió un sonido de impaciencia. A él no le importaba y ese era el meollo del asunto. Nada de lo que ella dijo cambió la situación porque él había tomado una decisión.


Lo siguió con la vista. ¿Qué era él, una especie de cruzada de un solo hombre? Pedro había dicho una hora. Quizá le convenía seguirle la corriente durante un rato, pero sólo le daría esa hora.



MI UNICO AMOR: CAPITULO 5





Paula lo miró fijo y con una mueca reveló lo molesta que estaba. Le fue imposible hablar. Él estaba loco. No había otra explicación; ella se encontraba varada teniendo a un loco como única compañía. Pues bien, estuviera loco o no, Paula haría que Pedro se arrepintiera de haberla contrariado. El enfado le subió a la garganta como una ola amarga.


—Señor Alfonso… —dijo formando las palabras, con los labios tensos por la rabia apenas reprimida—. Virará este barco en este momento y nos llevará a donde están las balsas.


—¿Desperdiciar una bella y luminosa tarde como esta para arrastrarnos con la muchedumbre? —movió la cabeza—. Temo que no, señorita Chaves, la idea no me atrae.


—No me importa lo que le atraiga o no a ese detestable lodazal que usted considera mente —tronó—. ¡Exijo que me regrese al lado de los demás en este instante!


—Lo lamento, pero no puedo complacerla —se encogió de hombros con una indiferencia negligente.


—¿No puede? ¿No puede?—la palma de la mano le hormigueó por el deseo que tuvo de quitarle la expresión de indiferencia en el rostro con una bofetada—. No quiere, es más exacto. ¿Sabe qué es usted, Alfonso? Es un bandolero, un atavismo de la edad del oscurantismo. Permita que le diga que es usted una especie del pasado en peligro de extinción, y si no gira ese timón para regresar me encargaré de que lo encarcelen sin que pueda objetar —explotó.


—¿Cárcel? —la miró de reojo—. ¿Me encadenarán o algo así? Vaya, vaya, pensé que se le ocurriría algo mejor, señorita Chaves. Esperaba que cuando menos me ahorcarían.


—No tiente a su suerte, Alfonso —con placer ojeó la cuerda enroscada sobre el pasamanos—. Definitivamente disfrutaría de encargarme personalmente de eso.


La sonrisa torcida y el tono burlón del hombre no ayudaron a calmarle la furia candente.


—¿En dónde está su espíritu de aventura? ¿No le agrada viajar a lo desconocido y dejarse llevar por los elementos?


—¿En compañía de usted? —preguntó con franco desprecio—. ¿Un mono maniaco, un soplo generado por el diablo?


Le dio gusto ver que él meditaba acerca de sus palabras.


—¿Sabe que eso nunca se me ocurrió? La próxima vez que esté en Surrey tendré que hablar con mi madre. No tenía la menor idea de que fuera tan ligera de cascos. Siempre me hizo creer que mi padre era un hombre trabajador que desde abajo ascendió al puesto de director general, al menos, eso entendí —calló y entrecerró los párpados porque pareció especular—. ¿Lo sabrá él? Siempre ha dicho que tengo la misma suerte de Lucifer.


—Su sentido del humor es torcido —replicó con frialdad—. A mí, por el contrario, no me parece que haya algo ni siquiera remotamente gracioso en la situación. ¿No se le ocurrió que nos extrañarán y que se preguntarán qué sucedió? Si tiene un poco de sentido común iniciará el regreso antes de que vengan a buscarnos.


—Debe saber que no lo harán —comentó como si le diera poca importancia al asunto—. Estarán muy ocupados participando en la competencia de las balsas, como para que les interese lo que nosotros estemos haciendo.


Muy incitada, Paula absorbió la desagradable verdad en esas palabras. Nadie la buscaría. Tendría que valerse de sus propios recursos.


Dirigió una mirada asesina al duro perfil masculino. De acuerdo, él estaba bien formado, sería un contrincante rudo, pero seguro que le encontraría alguna debilidad de la cual podría aprovecharse. Sólo tenía que descubrirla.


—¿Por qué no se tranquiliza y disfruta del día?


—¿Tranquilizarme? —repitió—. El propósito de todo esto esta tarde, era hacerle publicidad a mi compañía, no era excursionar por el río.


—De esta manera podrá hacer las dos cosas —razonó con una despreocupación molesta—. Y si es franca consigo, recordará que poco antes, usted buscaba un poco de paz y tranquilidad —su bien formada boca se curvó de manera atractiva—. Como ve, tenemos algo en común.


—De ninguna manera. No tenemos nada en común, absolutamente nada.


—¿No crees que eres un poco severa, Paula? —fingió estar lastimado—. ¿Siempre formas tus opiniones tan rápido?


La miró con curiosidad.


—Tratándose de ti, dos segundos sería mucho tiempo. Se me acaba la paciencia, ya te lo dije varias veces. No deseo seguir más lejos. Regrésame a casa.


—A su debido tiempo —murmuró sin detener su camino—. Quiero ir a un laguito, justo detrás del siguiente recodo.


Paula se aferró a la barandilla y trató de dominar su furia. 


Tuvo ganas de darle un golpe en la cabeza con algún objeto puntiagudo. El pensamiento le agradó mucho y lo saboreó un rato, antes de decidir que era mejor esperar. No se le ocurrió nada para librarse de esa situación. No había nadie que pudiera oírla, estaban muy alejados de todo y las posibilidades de librarse de él saltando al río eran nulas. 


Quizá se le presentaría una mejor oportunidad cuando llegaran al lago.


—¿Cómo pudiste apoderarte del timón? —preguntó en tono cortante—. ¿Qué le hiciste al capitán?


Dirigió una mirada recelosa hacia los casilleros, pero descartó sus alocados pensamientos.


—Nada tan drástico como eso —ahogó la risa—. Él aceptó muy bien mi propuesta.


—¿Propuesta? ¡Ah, dinero! —aventuró—. Le pagaste, ¿no? Soborno y corrupción. Espera a que le ponga las manos encima a ese hombre.


—¿Habrá problemas?


Hizo un chasquido con la lengua y Paula lo miró furiosa a los ojos.


—No tienes por qué sentirte tan complacido —le advirtió—. Tienes mucho que explicar, además abandonaste a tus compañeros de trabajo. Supongo que no pensaste en ellos.


—Cumplí con lo programado para el día —se encogió de hombros.


—Has hecho más de la cuenta —repuso—. Quizá mañana comprendas que actuaste sin pensar, sobre todo si te enteras de que ya no puedes regresar a tu empleo.


—Realmente deberías calmarte —sugirió amable—. Gastas mucha energía brincando de arriba abajo.


—No brinco —declaró enfadada y dio una patada en la cubierta.


—Si tú lo dices…


La miró dudoso.


—Mira, Alfonso… —respiró profundo—. No es muy tarde. Si viras y me llevas de regreso te prometo que no diré nada de lo que ocurrió.


—Estamos cerca del lago —respondió—. ¿Lo ves? Amarraremos el yate en la isla y estiraremos las piernas un poco. Te sentirás mejor después.


Ella lo miró iracunda.



MI UNICO AMOR: CAPITULO 4





—¿Está desocupado, Alfonso? —preguntó Paula en tono desdeñoso cuando él la siguió al salir de la tienda.


—Imagino que sabe que él es casado —comentó brusco.


—¿Es eso importante?


—Debería serlo. Cuando los vi abrazados pensé que quizás necesitaba que se lo dijeran.


—Supongo que no tomó en cuenta que eso no es asunto suyo —respondió con igual brusquedad—. ¿Su propia ética es irreprochable?


—Acepte mi consejo y deje las cosas en paz. No quiero ver cómo destruye un matrimonio.


—No se preocupe —masculló entre dientes—. Estoy segura de que si Adrian desea que usted intervenga se lo pedirá.



—En el yate imaginé que algo no marchaba bien, ahora sé qué es —Pedro la observó—. Parecía nerviosa como un gato al acecho. ¿Qué sucedió? ¿Estropeé sus planes al estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado?


—No se entrometa, Alfonso —entrecerró los ojos—. No necesito sus opiniones. Si deseo ver a Adrian Franklyn lo haré, con o sin su aprobación. De hecho… —agregó impulsada por un deseo malvado de ser perversa—. Lo veré después del trayecto en barco. Pasaremos más tiempo juntos.


Con satisfacción se dijo que el hombre llegara a sus propias conclusiones, pero la mirada de Pedro fue extrañamente enigmática.


—¿Esa es su última palabra al respecto? —preguntó tranquilo y ella le sonrió con frialdad.


—Sin la menor duda. Adiós, señor Alfonso. No permita que yo lo aleje de su trabajo. Estoy segura de que tiene muchas cosas en las cuales ocuparse. ¿Quizás una trigueña perdida?


Se volvió y caminó al puesto de exhibición donde el fotógrafo la esperaba con la cámara colgada al hombro.


Le pareció que el tiempo se eternizaba antes de que tomara las fotos y terminara con la entrevista que le hacía la prensa local. Le tomarían más fotos, pero lo harían cuando el yate emprendiera camino y ella no tenía que preocuparse por eso. Cuanto antes terminara el asunto, mejor. Odiaba ser el centro de atención, pero al menos serviría para incitar el interés en su propio negocio. ¿Qué mejor manera de lograrlo que alejarse del terreno firme y preceder a un conjunto de balsas por el río, desfilando frente a la gente que presenciaría el espectáculo?


Para cuando regresó al yate ya habían puesto el estandarte en su lugar y lo único que ella tenía que hacer era colocarse frente a él y formar una T con su cuerpo… Tendencia, sería el nombre de su compañía.


Se aferró a las correas de cuero que le proporcionaron y se acomodó contra el poste de soporte.


—¿Necesita ayuda?


Unos ojos azules observaron su cuerpo esbelto.


—¿Qué hace aquí? —preguntó irritada—. ¡Váyase!


—¡Caray qué nerviosa! Sólo pregunté si necesita ayuda.


—No deseo nada de usted —respondió exasperada—. Sólo quiero verle el dorso de la cabeza.


—Eso es posible —murmuró en voz sedosa sin perturbarse por la muestra del mal humor de ella—. Sonría para la cámara —sugirió y se alejó.


Paula lo miró con hosquedad. ¡Qué hombre tan irritante! Ni en ese momento se iba… Tuvo que detenerse para hablar con los hombres que revisaban las abrazaderas de acero. 


Hacía cualquier cosa para retrasarlo todo e irritarla. ¿Por qué diablos elegía ese momento para, ¡Dios santo!, sacar un fajo de billetes del bolsillo de su pantalón y contarlos con una lentitud enfurecedora?


Bulló en silencio mientras enfocaba la tranquilizadora vista del río y de los campos. Pedro actuaba así con premeditación, sólo para atormentarla. Pues bien, él perdía su tiempo. Ella seguiría mirando el panorama y pensaría en algo tranquilo, y antes de que pasara mucho tiempo, Pedro Alfonso no sería más que un recuerdo borroso, una espina en la piel que se había quitado para pisotearla.


Con gusto aceptó la intromisión del sonido del motor que se ponía en marcha, y el suave deslizamiento del yate que se dirigía al flujo principal, le proporcionó un grato sentimiento.


Paula cerró los párpados, alzó el rostro hacia el sol para disfrutar de su luz y su tibia caricia en las mejillas.


Una repentina brisa le agitó de manera juguetona los rizos castaños que ondearon y tocaron el estandarte. Con movimientos perezosos estiró los brazos y sonrió. Su mirada soñolienta recorría la procesión de juncos y árboles torcidos que remojaban sus ramas en el río. A lo lejos estaba el campo donde se realizaba la fiesta. La flotilla de balsas que había seguido de manera majestuosa el surco del yate había desaparecido.


Abrió enormes los ojos porque comenzó a recelar. 


¿Desaparecieron? ¿Adónde? Volvió la cabeza y vio al hombre que dirigía el timón.


—¿Qué diablos cree que hace, Alfonso? Esta no es la trayectoria. ¿Por qué está al timón?


—Quejas —murmuró sin volverse—. Sólo quejas. Tenía entendido que deseaba verme el dorso de la cabeza. Por lo visto, no hay manera de complacerla.


—¿En dónde estamos? —exigió al soltarse de los soportes para acercarse a él—. ¿Por qué no estamos con el resto de las embarcaciones?


—Hubo un pequeño cambio en los planes —murmuró—. Se me antojó un cambio de escenario, pero no se preocupe.


—No estoy preocupada —tronó—. Estoy furiosa. Debimos seguir el programa. No puede cambiarlo de buenas a primeras.


—¿Por qué no? —preguntó sorprendido.


Paula emitió un sonido que fue algo entre un silbido y un gruñido.


—Porque estamos en el siglo veinte y hace siglos que desapareció la época de la piratería —repuso con fiereza.


—¡Qué pensamiento tan deprimente! —comentó sobrio—. De todos modos, podríamos revivirla, ¿no?