sábado, 8 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 23






—No puedo imaginar qué le ha sucedido a mamá —comentó Paula más tarde, cuando al fin Pedro y ella consiguieron escapar al mirador que se abría por el lado sur de la enorme mansión. Las luces navideñas brillaban en los patios de las distantes casas vecinas. De no haber sido por la actitud de su madre, habría sido una noche mágica para Paula. Le gustó ver cómo Pedro había tratado a la tía Mildred y al tío George—. ¿Por qué supones que ha insistido en una tradición tan anticuada? Nunca lo había hecho. —Quiere proteger a su hijita de los invasores yanquis —indicó Pedro.


—Supongo que tal vez sea eso —aceptó Paula.


—No querrás permitir que te intimide, ¿o sí? —preguntó Pedro.


Paula lo miró a los ojos, y se preguntó si él tendría alguna idea de lo maquiavélica que podía llegar a ser su madre, y de la influencia que intentaba ejercer, no sólo sobre ella, sino sobre toda la familia.


—Yo no soy a quien ella intenta intimidar —señaló Paula.


—Estás equivocada, amor mío. Ella ha descubierto mis intenciones desde la primera vez que me miró a los ojos. Ha estado preparando su plan de batalla desde entonces.


—No te preocupes —dijo Paula—. Ha pasado mucho tiempo desde que mi madre podía dirigir mi vida.


—Pero no desde que lo ha intentado —indicó Pedro.


—Lo lleva en la sangre —le aseguró Paula y rió sin resentimiento. Después de un momento añadió—: habría sido una reina maravillosa, ¿no crees? Le encanta mover la mano y observar que todos se mueven para cumplir sus deseos. Si ella hubiera podido hacer las cosas a su manera, mi padre habría arreglado los matrimonios de todas nosotras. Nos habríamos quedado sentadas en el jardín en espera de nuestro destino.


—¿Si eso hubiera sucedido, lo habrías aceptado?—preguntó Pedro.


Paula meditó durante un momento, y comprendió que de esa manera había escogido a Mateo... a través de las indicaciones de sus padres. Tal vez a su madre no le gustara demasiado Mateo, pero lo consideraba suficientemente anticuado.


—Creo que en su momento lo acepté —admitió al fin Paula.


—¿Y ahora?


—Ahora, tomaré mis propias decisiones.—aseguró ella.


—¿Vas a escogerme a mí, Paula? ¿Aunque no encaje en la idea que tiene tu madre acerca de un marido respetable?


—¿Quién quiere responsabilidad? —bromeó Paula, que no quería dejarse llevar a una conversación seria sobre el tema del matrimonio. Aunque pensaba en ello frecuentemente, le tenía miedo. A su edad, apenas había empezado a comprender que el matrimonio a menudo no necesitaba solamente amor. La obsesión de Pedro por el trabajo no era algo fácil de soportar. Además, esa noche no era la indicada para discutir eso con seriedad—. Voy detrás de tu cuerpo— dijo, con la intención de distraerlo.


Advirtió que Pedro se tensaba. El la tomó de la barbilla suavemente y le levantó la cabeza, obligándola a mirarlo a los ojos. Su mirada parecía condenar el comentario que le había hecho.


—¿Por qué dices eso? Suena como el libreto de una estúpida comedia romántica —le reprochó Pedro. Ella lo besó en la mejilla.


—Era una broma, Pedro. Siempre me dices que sea alegre.


—No cuando el tema es tan serio como el matrimonio —indicó Pedro.


—No estamos hablando de matrimonio —dijo Paula.


—¿No?


Pedro, no podemos hablar de matrimonio mientras no sepamos cómo mantener esta relación. Tu vida está en Nueva York. No puedo imaginarme visitándote allí más de dos veces al año, y mucho menos viviendo en esa ciudad.


—No te gusta.


—Exactamente —admitió Paula—. A no ser que me equivoque, tú piensas igual con respecto a Atlanta.


—No tengo nada contra Atlanta, pero mis negocios están en Nueva York —explicó Pedro.


—Y mi vida está aquí, o lo estará, tan pronto como termine mis estudios en Savannah. Ese es otro motivo por el cual no puedo hacer mis maletas e irme a Nueva York. Tú insististe hasta que me inscribí. Soy más feliz que nunca. ¿Esperas que renuncie, antes de graduarme?


—No —respondió Pedro y suspiró con pesar—. Me gusta que estudies. Resulta evidente que ahora estás más realizada, que te sientes más segura. ¿Qué sucederá cuando te gradúes? ¿Querrás entonces trabajar en Nueva York?


—Esa es una posibilidad demasiado lejana como para tenerla en cuenta —dijo Paula.


—¿Quieres que dejemos en espera nuestra vida hasta entonces? —preguntó Pedro.


—¿No hay lugar para el compromiso? —preguntó Paula.


—Menciona uno —indicó Pedro de manera razonable.


A pesar de intentarlo, Paula no pudo pensar en una solución mejor que la que Pedro proponía.


Pedro, es mucho más complicado que escoger una ciudad para vivir. No me gusta cómo eres en Nueva York... cómo nos comportamos. Desde la primera noche nos atacamos. No tuvimos tiempo para estar a solas. Apenas si tienes tiempo para estar con tus hijos. Planeas toda tu vida alrededor de actividades de negocios con personas que apenas conoces, y que ni siquiera te gustan.


—Esa es la naturaleza del trabajo que desempeño —manifestó Pedro—. ¿Me estás diciendo que quieres que lo deje?


—Por supuesto que no, pero... ¿no podrías separar tu trabajo y tu vida personal un poco más?


Pedro evitó mirarla a los ojos, y se puso a pasear por el mirador.


—No lo sé —respondió él al fin—. Sinceramente, no lo sé, pero sí sé que te quiero y que deseo que esto funcione, como nunca había deseado nada. Vuelve conmigo ahora, Paula. Intentémoslo de nuevo, hasta que las clases empiecen otra vez, a primeros de año. Si podemos hablar acerca de lo que no funciona, podremos manejar la situación. Por favor, cariño... dame otra oportunidad. Los niños se mueren por volver a verte. Nueva York es bonita en esta época del año. Podemos pasar la última noche del año en Times Square.


Esa idea la hizo estremecerse.


—No iría allí por nada del mundo —prometió ella con fervor, en tono de broma. El sonrió.


—De acuerdo, una cena tranquila sólo para dos, en el restaurante más bonito de la ciudad. Podremos bailar hasta el amanecer. No habrá negocios —le dio un rápido beso en la boca, y encendió su pasión—. Por favor —con la lengua le acarició el contorno de la boca. Paula se estremeció. No había otro lugar en el mundo donde deseara empezar el año, que no fuera en los brazos de Pedro.


—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Paula y él la abrazó.


—Podríamos irnos esta noche, pero quiero ganar algunos puntos con tu madre. Sospecho que esa no es la manera de hacerlo —confesó él.


—Sospechas bien.


—Entonces, nos iremos por la mañana, después de rendir homenaje a la reina y de abrir nuestros regalos —sugirió Pedro.


—No permitas que se entere de que la llamas así. No sabe que es así como mis hermanas y yo hablamos de ella.


—Viniendo de mí, ella pensará que es un tributo —señaló Pedro.


—¡Oh, Pedro! Te quiero tanto.


—Yo también te quiero, y haremos que esto funcione, te lo prometo.



LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 22





Navidad


APENAS eran las ocho de la tarde del día de Nochebuena. 


Pedro llevaba menos de una hora en casa de los padres de Paula, y sus hermanos con sus respectivas familias todavía no habían aparecido, pero Paula ya estaba muy nerviosa.


Se dijo que a ese paso, cuando terminara el fin de semana, tendrían que internarla en un hospital psiquiátrico.


Mientras su madre le contaba otra entusiasta anécdota acerca de Mateo, Paula espiró profundamente y la interrumpió:
—Mamá, estoy segura de que Pedro no está interesado en saber con qué habilidad partía el pavo mi ex marido. El es cirujano, ¿qué esperabas?


—Paula, no le hables a tu madre en ese tono —intervino su padre, mientras continuaba encendiendo su pipa. El tono suave de su voz no engañó a Paula; sabía que lo estaba diciendo en serio. Ella miró en su dirección, suplicante, y suspiró resignada. —Sólo estaba intentando dejar algo en claro —señaló su madre—. ¿Más bocadillos, señor Alfonso?


—Gracias—dijo Pedro—. ¿Qué es lo que quería dejar en claro, señora Chaves? —preguntó con aparente interés.


Paula sintió deseos de golpearlo por alentar a su madre. Las cosas no estaban saliendo como ella había esperado. Ella había querido que Pedro experimentara lo que era una verdadera fiesta familiar; en cambio, él parecía estar soportando una típica inspección de su madre.


—Qué vamos a echar de menos a Mateo en estas fiestas —indicó su madre, con un brillo triunfante en los ojos. 


Observaba la reacción de Pedro, y no oyó el gemido de Paula.


—Yo no, desde luego —aseguró Paula entre dientes, y en voz alta añadió—: ¿No quieres dar un paseo, Pedro? Te enseñaré el jardín —no pudo evitar un tono de desesperación en su voz, que su madre ignoró.


—Os moriréis de frío allí afuera —objetó su madre.


—Déjalos ir, Lucinda. ¿No te das cuenta de que quieren estar solos? —dijo su padre con indulgencia.


—Pero el resto de las chicas llegará en cualquier momento —indicó su madre.


—No nos iremos lejos, mamá. Cuando lleguen todos los demás pídele a May que nos llame —dijo Paula. Tomó a Pedro de la mano y lo sacó de la habitación.


—Desearía pensar que estás ansiosa por estar a solas conmigo, como tu padre piensa —comentó Pedro cuando temblaban de frío afuera de la casa.


—Lo estoy —confesó Paula y lo abrazó por la cintura. 
Apoyó la cabeza en su pecho. De inmediato se sintió mejor—. ¿Por qué el hecho de venir aquí me devuelve a la adolescencia de nuevo? Fui una adolescente terrible, y no soy mejor ahora. Gracias por haber aceptado esto. No se me ocurrió ningún pretexto para evitar pasar las Navidades aquí, sin provocar una Tercera Guerra Mundial.


—Sobreviviste a las torturas de Nueva York conmigo —comentó Pedro—. Es lo menos que puedo hacer. Además, esto me da la oportunidad de ver cómo conseguiste convertirte en una mujer tan dinámica y tan sexy —murmuró y le acarició los labios con los suyos.


—Oh, deseo... —empezó a decir ella—. Me temo que no verás evidencia alguna de esas cualidades por aquí, si todo lo que hago durante las siguientes cuarenta y ocho horas es disculparme.


—Entonces, deja de disculparte —sugirió Pedro. Le acarició la mejilla con los dedos—. El comportamiento de tu madre no es responsabilidad tuya. ¿Temes que me desanime porque tu madre no deja de mencionar a Mateo como un ejemplo de las más altas virtudes masculinas?


—¿Qué hombre desea escuchar algo parecido? —preguntó Paula levantando los ojos hacia el cielo.


Pedro le levantó la barbilla, y cuando ella se atrevió a mirarlo a los ojos, advirtió que casi se estaba riendo.


—¿Piensas que Mateo Devlin fue tan ejemplar? —preguntó Pedro.


—No.


—Entonces, en realidad no importa lo que tu madre pueda pensar. Déjala que tenga sus ilusiones —indicó Pedro.


—Créeme, no tiene ilusiones en lo que respecta a Mateo. Era con él exactamente como está siendo contigo. Parece que tú estás tomando todo esto mejor que él. Mateo deseaba mucho impresionarla. Pensó que eso lo ayudaría a escalar la pirámide social de Atlanta.


—Paula... ¿crees que podríamos dejar de hablar de Mateo y de tu madre? —preguntó él y la abrazó con más fuerza.


—¿Qué tienes en la cabeza?


—Pensé que tal vez podríamos hacer algo que generara un poco de calor. Hace mucho frío aquí afuera.


—Una buena idea —señaló Paula.


—No es cosa de pensar, Paula, sino de sentir —dijo Pedro y le besó la boca.


Sus caderas quedaron muy juntas, y Pedro colocó las manos en la parte baja de la espalda. La temperatura subió algunos grados de inmediato, y la perspectiva de enfrentarse de nuevo a su madre le pareció a Paula menos importante que sentir la fuerza del hombre que la abrazaba. El recuerdo de los problemas que habían tenido en Nueva York parecía muy lejano. Tal vez la magia de la Navidad consiguiera arreglarlo todo.



****


La gran mesa del comedor era más grande que muchos apartamentos neoyorquinos que Pedro había visitado. Una gran fuente de frutas en el centro daba un toque festivo de color a los mantelillos individuales y servilletas blancos. Las copas brillaban bajo la luz de las velas de la enorme araña de cristal. Pedro supuso que la porcelana con filo de oro y adornos de plata eran herencias de la familia, tal vez de algún antepasado que había atravesado el océano en el Mayflower.


Paula ya le había advertido a Pedro que su madre era sureña de corazón y que tenía poca tolerancia para "los malditos yanquis". Sin tener en cuenta su insistencia en mencionar a Mateo Devlin cada diez segundos, fue educada con Pedro a pesar de sus raíces norteñas.


No obstante, Pedro no se hacía ilusiones, y sabía que ese trato no se debía a que él le hubiera encantado, sino que Paula, y quizá cierto sentido del deber, tal vez le exigían que lo tratara razonablemente bien, por lo menos delante de la familia.


Sin contar a Pedro y a Paula, catorce adultos se encontraban sentados a la mesa. Los niños fueron desterrados al salón, y disfrutaron de una cena igualmente abundante.


Por lo que notó Pedro, los niños tenían poco en común, además de los lazos familiares, y tuvo la impresión de que la mayoría de ellos no se apreciaban entre sí, más allá de lo requerido por un sentido de la obligación. Considerando todo lo anterior, era la reunión navideña más extraña en la que había tomado parte Pedro, un ritual gótico con corrientes ocultas de hostilidad que estaban de acuerdo con la idea estereotipada que se había formado de la aristocrática familia Chaves.


Todo aquello era tan diferente de su humilde cuna, que no había punto de comparación. Sus padres ni siquiera tenían dinero para comprar pavo el día de Navidad; no obstante conseguían crear una atmósfera de afecto y placer.


En cambio allí, con la familia Chaves, sólo el vino francés impedía que la fiesta resultara sumamente aburrida. Cuando las lenguas empezaron a soltarse, Pedro supuso que habría conflicto.


Empezaba a interesarse en la conversación, cuando la dama que se encontraba sentada a su lado, colocó una mano exquisitamente cuidada sobre la suya y preguntó:
—¿En dónde lo tenía oculto Paula?


—En un armario —murmuró Pedro, y disfrutó de la confusión que se reflejó por un instante en sus ojos.


—¿En un armario? —repitió la dama.


—Por supuesto. ¿Acaso no es ahí donde se ocultan los secretos mejor guardados? —preguntó Pedro.


—Oh, señor Alfonso, está bromeando conmigo, ¿no es así? —preguntó la dama, después de un momento de duda.


Pedro sonrió y decidió que le gustaba aquella coqueta de cierta edad.


—Sí, señora. Creo que sí —respondió él. La risa de la dama era cristalina.


—Pequeño demonio. Me alegro mucho de que Paula lo haya conocido. No se parece en nada a ese petulante marido que tenía.


—¿Mateo era petulante? —preguntó Pedro.


Por lo que antes había dicho la señora Chaves, Mateo era casi un santo. Aunque Pedro sabía por qué la madre de Paula había alabado el recuerdo de su ex yerno, estaba ansioso por escuchar un punto de vista más imparcial.


—Era muy aburrido —aseguró la dama—. Sin embargo, no vaya a decir que yo se lo he dicho. A Paula no le gustaría que yo difundiera rumores acerca de su matrimonio. Una mujer como Paula debería tener una familia, ¿no lo cree usted así?


Pedro nunca había pensado en ese tema, pues ya tenía a Jonathan y a Kevin. Observó a Paula, que se encontraba sentada al otro lado de la mesa, e intentó imaginar una versión en miniatura de esa belleza. La imagen que apareció en su mente lo dejó sin aliento.


—Sí —respondió Pedro con voz suave—. Creo que tiene razón, señora Brandon.


—Puede llamarme tía Mildred, joven. Sospecho que no pasará mucho tiempo antes que usted forme parte de esta familia.


—No mucho —confirmó Pedro siguiendo un impulso, antes que el hombre mayor que estaba sentado a su izquierda reclamara su atención.


—Da lo mismo esconder su dinero debajo del colchón, que meterlo en uno de esos lugares de ahorro y préstamos —declaró George Franklin, agitando un dedo ante Pedro. Al igual que la tía Mildred, parecía haber cumplido ya los setenta años, pero como ella, la edad no había nublado su ingenio lo más mínimo. Lo miró a los ojos al inclinarse hacia él—. ¿Qué tiene que decir respecto a eso?


—Pienso que todo se reduce a escoger el mejor programa de inversión que le convenga a cada uno —respondió Pedro.


—¡Bah! Esa es una respuesta ambigua, jovencito. ¿Qué piensa en realidad?


—Creo que está intentando meterme en problemas, señor—respondió Pedro—. Sé muy bien que usted, entre otras cosas, es presidente de una de las más grandes instituciones de ahorros y préstamos en todo el estado de Georgia.


—Muy bien, joven, eso me gusta —respondió George Franklin. Con el tenedor golpeó su copa para atraer la atención del resto de las personas que se encontraban sentadas a la mesa—. Me gustaría proponer un brindis por Paula y Pedro... que su amor prospere junto con su cuenta bancaria.


En un extremo de la mesa, la señora Chaves parecía pasar por un mal momento. Paula se ruborizó cuando Pedro la miró a los ojos. Su aire sofisticado desapareció, y una vez más se convirtió en una mujer vulnerable y sensual, la misma de la que se había enamorado aquella noche en Savannah. Pedro sonrió con satisfacción, al tiempo que levantaba su copa, en un brindis más privado.


Pedro no contó con la señora Chaves cuando intercambió esas miradas con Paula en la mesa. La dama sabía leer el pensamiento, y al parecer desde hacía tiempo había decidido hacer todo lo que estuviera en su poder para mantener apartados a Paula y a Pedro.


Al terminar la cena, la señora Chaves envió a los hombres al salón para que fumaran y bebieran brandy. La sugerencia claramente sorprendió a algunas jóvenes, que ya se habían levantado.


—Sentaos, Paula, Melanie —ordenó la señora Chaves—. Tomaremos el té aquí.


—Pero mamá —protestó Paula, mas fue acallada con una mirada.


Pedro sonrió ante el plan demasiado evidente de la señora Chaves, y ante la aparente frustración de Paula, y al pasar al lado de esta última, murmuró al oído:
—Intenta soportarlo, querida. Nosotros, los hombres de la familia, pronto te rescataremos.


—¡Vete al diablo!—musitó Paula con dulzura, al advertir la mirada de desaprobación de su madre.


Sin molestarse por ocultar su alegría, Pedro parpadeó con atrevimiento.


—Estas son las reglas del juego, cariño —le aseguró Pedro.


Comprendió que Paula ya no se sentía intimidada por las acciones represivas de su madre. Al mirar hacia atrás, Pedro advirtió el brillo de malicia de los ojos de Lucinda Chaves.



LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 21




Los odió. Llevaba apenas quince minutos con Evan y Shirley Farrell, y sus nervios ya pedían un descanso. En realidad, no había nada malo en ellos, eran muy educados y estaban encantados de conocerla. Adoraban a Pedro, pero Evan reía demasiado fuerte, bebía mucho y tenía la personalidad de un rufián. Por contraste, Shirley era demasiado tímida, estaba opacada por la fuerte personalidad de su marido.


—¿Tienes hijos, Shirley? —preguntó Paula, con la esperanza de encontrar un tema que animara a la mujer.


—Dos, un niño y una niña —respondió Shirley.


—Muy interesante. ¿Cuántos años tienen? —preguntó Paula, con auténtico interés.


—Siete y once. Evan pensó que era mejor que se llevaran entre sí cuatro años. Son amigos, sin ser rivales.


—¿Toman parte en muchas actividades escolares? —preguntó Paula—. Sé que mis amigas pasan la mitad de sus vidas llevando a sus hijos en el coche. Mi vecina Eli dice que no es dueña de su vida desde que los niños tuvieron suficiente edad para hablar.


—En realidad, no tengo que preocuparme por eso —indicó Shirley—. Están en un internado. Por supuesto, vendrán a casa para el día de Acción de Gracias, pero volverán el domingo.


—Seguro que los echas de menos. ¿Es que tienes un trabajo que te mantiene ocupada? —preguntó Paula.


—No. La casa es grande, y a Evan le gusta tener invitados, eso ocupa todo mi tiempo. Hemos intentado contratar un ama de llaves, pero parece que ninguna de ellas ha conseguido hacer el trabajo de una manera satisfactoria para Evan.


Paula recordó todas las veces en que ella había hecho comentarios similares con las amistades de Mateo; siempre se había sentido un poco avergonzada de no hacer nada más con su vida. Sintió lástima por Shirley, y se preguntó si ella sería objeto de una lástima similar por vivir a la sombra de su marido.


Antes que Paula pudiera intentar indicarle algún propósito nuevo a Shirley, Pedro se levantó disculpándose y explicó que tenían una mesa reservada para cenar.


Cinco minutos más tarde, estaban en el coche de Pedro.


—Gracias por mantener ocupada a Shirley —comentó Pedro—. Eres magnífica. Sabría que te llevarías bien con ella.


—Es patética —señaló Paula. Claramente ofendido, Pedro se volvió para mirarla.


—¿Qué se suponerle significa eso? ——preguntó él.


—No tiene vida propia, ni personalidad —explicó Paula—. Ella es exactamente lo que era yo hasta que me divorcié. Me da lástima.


—No lo sientas, pues es feliz —le aseguró Pedro.


—¿Sinceramente crees eso, o es que realmente nunca has hablado con ella?


Pedro se detuvo en un semáforo, y se volvió para estudiarla con curiosidad.


—En realidad estás molesta con esto, ¿no es así? —preguntó Pedro.


Paula se dio cuenta de que él estaba realmente preocupado.


—Lo siento —se disculpó ella—. Me impresionó, porque hablaba como yo solía hacerlo. Eso me ha hecho recordar una mala época de mi vida. No quiero volver a caer en ese antiguo modelo.


—¿Y piensas que eso es lo que está sucediendo esta noche? —quiso saber Pedro.


—Me pareció todo muy familiar —aseguró Paula—. Los hombres sentados, hablando de negocios, mientras las mujeres charlaban acerca de cosas sin importancia.


—Eso es parte de las citas sociales de negocios —indicó Pedro.


—Eso supongo. Sin embargo, por el momento me parece que se asemeja más a una peligrosa trampa.


******


La actividad no disminuyó, para desgracia de Paula. El domingo por la mañana estaba exhausta, y más asustada que nunca. Se daba cuenta de que estaba cayendo en la trampa que se había propuesto evitar, pero Pedro parecía muy contento. Cada reunión tenía un propósito, no hubo ni una sola cena o fiesta a la que asistieran solamente por el placer de estar con los amigos. Nunca estaban solos, excepto las horas que pasaban en la cama. Hasta en la manera de hacer el amor parecían adaptarse al ritmo de Nueva York... más apresurada y menos satisfactoria.


Paula se levantó de la cama, se puso la bata y fue al comedor, donde sabía que encontraría a Pedro, leyendo el periódico de la mañana, a pesar de que todavía no eran las siete.


El levantó la mirada y sonrió.


—Creí que dormirías hasta tarde —comentó Pedro—. Me temo que te dejé exhausta.


—Necesitamos hablar —dijo Paula con determinación. Se sentó enfrente de él y se sirvió una taza de café.


—Pareces muy seria ——indicó él.


—Así es como me siento. Pedro, ¿nunca bajas tu ritmo de actividad?


—Por supuesto. He tomado el fin de semana libre para estar contigo —respondió él.


—¿De verdad? ¿Cuántos contratos has formalizado desde el viernes por la noche?


—Dos, quizá tres —dijo Pedro, sorprendido por su pregunta—. No lo sé, ¿por qué?


—¿Acaso eso no es trabajo? —preguntó Paula.


—Supongo que sí —admitió él—. ¿A dónde quieres llegar?


—Quiero decir que no has hecho ni una sola cosa por diversión desde que estoy aquí —manifestó Paula.


—¿Te has aburrido? ¿Es eso?


——No, no me he aburrido. No exactamente. Lo que pasa es que esperaba que este fin de semana fuera diferente.


—¿Cómo?—preguntó Pedro.


—Primero, pensé que conocería a tu familia —indicó Paula.


—Los niños llegarán aquí a eso de las nueve —explicó Pedro.


—¿Y tus padres? —preguntó ella. El pareció incomodarse.


—Supongo que eso no podrá ser posible durante este viaje, después de todo, pero volverás. Tendrás muchas oportunidades de conocerlos.


Paula suspiró y se dio por vencida. El parecía no comprender. Quizá nunca lo haría, a pesar de haber perdido a Patricia y a los niños. Era feliz llenando sus horas con un trabajo continuo. Aunque la había invitado a ella a tomar parte en eso, tal vez se habría sentido igualmente contento si ella no hubiera ido. ¿Había un lugar en su vida para la clase de relación con la que ella soñaba?


Paula se sentía más deprimida en ese momento que durante las primeras semanas después de su divorcio. De repente la puerta principal se abrió y dos versiones en miniatura de Pedro entraron corriendo. Los niños se detuvieron al verla.


—Hola —saludó Paula y extendió la mano al más alto de los niños—. Soy Paula. Tú debes ser Jonathan.


El niño le estrechó la mano con energía.


—Si, señora. El es Kevin. Tiene cuatro años. Es probable que sus manos estén sucias, por lo que tal vez no quiera estrecharle la mano.


Paula sonrió.


—Oh, no creo que eso me moleste —respondió Paula estrechando con solemnidad la mano de Kevin—. Me alegro de conocerte.


Jonathan dejó su abrigo en el suelo y se dirigió de inmediato hacia el despacho, donde Pedro estaba hablando por teléfono con Evan Farell acerca de un trato que había estado a punto de perderse el día anterior.


—Hey, papá, ¿has conseguido los pasteles que me prometiste? Yo quiero los que tienen mermelada.


Paula rió y siguió a los niños hasta el despacho, deseosa de ver la reacción de Pedro. Kevin se estaba subiendo a las rodillas de su padre, mientas Jonathan esperaba con impaciencia a que Pedro colgara el teléfono.


—Evan, tengo que dejarte —dijo Pedro, abrazando a Kevin—. He sido invadido por dos pequeños marcianos que exigen comida. Sí, sé que los pasteles no son buenos para ellos. Por eso son especiales —en ese momento miró a Paula con fingida expresión culpable.


Cuando Pedro colgó, Paula comentó:
—No me mires. No voy a revelar tu terrible secreto, suponiendo, por supuesto, que reciba mi parte.


—¡Sí! Vamos, papá, nos estamos muriendo de hambre.


—Estoy seguro—respondió Pedro—. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que desayunasteis?


—Horas y horas. Además, lo único que comimos fue una avena repugnante.


—Sí —confirmó Kevin—, repugnante.


—Estoy de acuerdo, chicos, pero es buena para vosotros —aseguró Pedro—. Prometedme que seguiréis comiéndola, o no habrá pasteles —los dos niños intercambiaron serias miradas, y después asintieron.


—Lo prometemos.


—Bien. Ahora, ¿quién los quiere con mermelada y quién rellenos de crema? —preguntó Pedro.


Pedro insistió en que bebieran jugo de naranja o leche para acompañar a los pasteles.


—Hey, Paula—dijo Jonathan. Resultaba evidente que aceptaba su presencia sin hacer preguntas—. ¿Vas a ir a patinar con nosotros?


—Lo intentaré —les aseguró Paula.


La alegría que sintió al conocer a los hijos de Pedro hizo que olvidara sus preocupaciones por el futuro. La expresión que veía en el rostro de Pedro al contemplar a sus hijos la emocionaba. Expresaba un anhelo que ella nunca había sospechado. Tal vez, Pedro sí comprendía todo lo que había sacrificado, después de todo.


—Ella nunca ha patinado, chicos —les informó Pedro—. Tendremos que enseñarle a hacerlo.


—Está bien —le aseguró Jonathan a Paula—. Las chicas pueden aprender con facilidad. Mamá aprendió, ¿no es así, papá? —su expresión se volvió seria—, pero a ella ya no le gusta venir a la ciudad.


—¿A vosotros sí? —preguntó Paula.


—Por supuesto. Paseamos mucho cuando venimos a ver a papá. El nos lleva a visitar museos, al cine y hasta una vez fuimos a ver una obra de teatro. A mí me gustó, pero Kevin se quedó dormido.


—No me dormí —intervino Kevin.


—Sí que lo hiciste, tonto —aseguró Jonathan.


—¿Qué te he dicho acerca de hablarle así a tu hermano? —lo reprendió Pedro.


—Lo siento, papá. ¿Podemos irnos ahora? Hay un lugar muy bonito cerca de la pista de patinaje. Papá siempre nos compra allí chocolate caliente.


—Una cosa sí es segura —bromeó Paula—, estos niños nunca se morirán de hambre.


—Con nada se quedan satisfechos —informó Pedro—. Ahora comprenderás por qué tengo que trabajar tanto. Tengo que alimentarlos siempre con pasteles y chocolate caliente.


—Y pizza —añadió Jonathan.


—Y perritos calientes —recordó Kevin—, ya hemos comido pizza antes.


—Niños, acabamos de desayunar. ¿Qué tal si cada comida la hacemos a su tiempo? —dijo Pedro—. Ahora, id a por vuestros abrigos.


Con obediencia salieron de la cocina, pero no antes de depositar sus platos en el fregadero.


—Son buenos chicos —comentó Paula—. Me gustan mucho.


Pedro la miró sonriente.


—Ellos son lo que me mantienen en forma. Me preocupé un poco después del divorcio, pues Kevin lloraba mucho y Jonathan estaba permanentemente enfadado, pero creo que al fin se están adaptando. Creo que estarán bien.


—Porque saben que todavía los quieres —indicó Paula. El la abrazó y la besó con rapidez.


—Gracias por decir eso —comentó Pedro—. A veces me preocupa ser demasiado torpe.


—No por lo que veo —le aseguró Paula.


—¡Hey, papá! ¿Vosotros no vais a prepararos para salir?—preguntó Jonathan.


—Se estaban besando —observó Kevin, haciendo que Paula se ruborizara.


—No se les escapa nada —observó Pedro, tomando a Paula de la mano—. Vámonos todos. Estoy ansioso de ver a esta dama sobre el hielo.


Después de la primera media hora, Paula decidió que sólo un masoquista iría a patinar sobre hielo. Sus tobillos se inclinaban en todas direcciones, tenía el trasero dolorido y frío. Pedro la levantaba con paciencia una y otra vez, y hasta los niños intentaron ayudarla, haciendo sugerencias.


—Vamos a enseñarle —dijo al fin Jonathan y la tomó de la mano—. Kevin, tú tómala de la otra mano.


Dando pequeños pasos, Paula empezó a recuperar el equilibrio, hasta que al fin intentó deslizarse. Recorrió la mitad de la pista, antes de darse cuenta de que ya la habían soltado.


—¡Estoy patinando!—gritó Paula, mirando a Pedro. El levantó las manos y aplaudió. En el rostro de Jonathan apareció una sonrisa. Casi se había vuelto a reunir con ellos, cuando volvió a perder el equilibrio, pero en esa ocasión, Pedro la sujetó antes que cayera sobre el hielo. Cayó contra el pecho de Pedro—. Suficiente —dijo Paula sin aliento—. Exijo chocolate caliente y calor. Vosotros podéis quedaros aquí y congelaros hasta morir, si queréis, pero yo necesito un descanso.


—Yo también —dijo Jonathan con lealtad.


—No quiero estropear vuestra diversión —aseguró Paula—. Vosotros tres podéis quedaros aquí.


—Todos vamos a entrar —decidió Pedro—. Después daremos algunas vueltas por la pista antes de ir a comer.


Después del chocolate caliente, de patinar más y de comer una gran pizza, incluso aquellos dos pequeños llenos de energía reconocieron estar exhaustos.


Pedro comentó:
—Cuando volvamos a casa, ya será la hora de que mamá venga a buscaros.


—Tal vez podríamos quedarnos a dormir —sugirió Jonathan esperanzado.


—Me temo que no —respondió Pedro—. Tenéis que ir a la escuela mañana, y yo tengo que trabajar.


—Mamá dice que es lo único que haces.


—Es probable que tenga razón, Jonathan —dijo Pedro, y observó a Paula mientras hablaba.


Cuando los niños se fueron, después de despedirse de Paula, Pedro la llevó a la sala, encendió el equipo de música y sirvió dos copas de vino. Ella estaba recostada en el sofá cuando él se acercó y se sentó a su lado.


Pedro preguntó:
—¿Cansada?


—Sí, pero muy contenta. Eres una persona diferente cuando estás con ellos, Pedro. La manera en que te has comportado hoy es la del Pedro que conocí en Savannah. De ese hombre del que me enamoré.


Cuando Paula levantó la mirada, él tenía los ojos cerrados. Le acarició el cabello y le abrió los ojos al fin.


—Quiero ser ese hombre durante todo el tiempo, cariño, de verdad. Lo que pasa es que no estoy seguro de que eso sea posible.


Paula le tomó el rostro entre las manos.


—Cualquier cosa es posible, Pedro. Lo único que tienes que hacer es desearlo lo suficiente.


Cuando sus labios se encontraron con los suyos, el beso empezó como una caricia suave, y Pedro lo convirtió en una tierna promesa. Había tanto deseo y ansiedad en ese beso, que borró los temores de Paula y volvió a llenarla de esperanza