martes, 15 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 9





Al día siguiente, Paula guardó sus textos legales y el libro para aprender español en un cajón y saco Las uvas de la ira y el libro de texto de la case de ciencias. El edificio en el que se encontraba tenía varias ventajas en comparación con la sede del instituto; las taquillas de los alumnos tenían cerraduras de combinación, y por si fuera poco el moderno edificio disponía de una cafetería y de un pequeño restaurante. Pero si no se marchaba con rapidez, tendría que comer en diez minutos para no llegar tarde al resto de las clase.


Paula movió la cabeza en gesto negativo y se puso a la cola, como todos los alumnos. Pensó que Marcos habría encontrado muy divertida la situación. Después de haber disfrutado de los mejores restaurantes de Dallas, y de la comida de los mejores chefs, se encontraba en la cola del comedor de un instituto.


Sabía que a Marcos siempre le había impresionado el trato de preferencia que recibía en los locales públicos. Paula había ganado una merecida reputación en su gremio, y sus contactos con los medios de comunicación podían ser de gran ayuda para un joven político. 


Tal vez por eso, sabía que le iba a pedir que se casara con él. A fin de cuentas tenían muchos intereses en común.


Sin embargo, Paula también sabía que el interés no era una base suficiente para mantener una relación.


En cualquier caso, frunció el ceño y decidió dejar de pensar en aquellos términos, mientras la cola avanzaba. Se dijo que la relación que había mantenido con Marcos había sido la más hermosa de su vida, aunque no estuvieran locamente enamorados.


—¡Sabrina! Espera un momento...


Paula se volvió. Era Jesica, una chica de pelo rubio que también asistía a las clases de Alfonso.


—Llevas un vestido precioso. Pero no he visto nada parecido en las tiendas de la zona. ¿Dónde compras?


—Donde puedo —respondió—. Esto lo compré en San Diego.


—¿Eres de San Diego? Yo estuve allí el verano pasado, para visitar a mi tía. Me gusta mucho esa ciudad.


—Sí, a mí también. Pero volviendo al tema de la ropa... —dijo, para cambiar la conversación— ¿cuál es el mejor sitio para comprar cosas interesantes en esta zona?


Jesica mordió el anzuelo y le dio una larga lista de tiendas de moda. Paula apreciaba mucho los esfuerzos de su amiga Donna, pero aquel día se había sobrepasado un poco con el vestido de terciopelo, especialmente porque contrastaba mucho con su pelo rojo.


—¿Quieres que nos sentemos juntas hoy? —preguntó la joven—. He hablado con Wendy y ha dicho que te reservará una silla en su mesa.


—Gracias, me encantaría. ¿Quién es Wendy?


—Wendy Johnson.


—¿Debería conocerla?


—Pues claro... es la novia de Tony Baldovino, la chica más popular del instituto. Además, quiere conocer a la persona que se ha atrevido a enfrentarse a Alfonso. Wendy también lo odia.


—De todas formas, creo que Alfonso no es tan malo como pensaba.


—Confía en mí, es peor de lo que pensabas. El año pasado fue tutor personal de Wendy, y se excedió con ella.


Paula la miró. No podía creer que Alfonso fuera capaz de hacer algo así.


—Alfonso le ofreció a Wendy un aprobado si se acostaba con él —continuó la joven—. Pero no había testigos, de modo que no lo juzgaron. Oh, vaya... hemos llegado tan tarde que casi no queda comida. ¿Te apetece un poco de pizza?


—No, gracias, prefiero algo más ligero.


—Bueno, cuando termines aquí reúnete conmigo en la parte de atrás y te llevaré a la mesa de Wendy.


Paula asintió, distraída, y pensó que había algo que no encajaba en aquella historia. Alfonso era un profesor rígido, pero sospechaba que completamente incapaz de abusar de una joven. 


Además, sólo un loco o un idiota arriesgaría su futuro profesional por sobrepasarse con una alumna.


—Eh, muévete —protesto un chico, a sus espaldas.


Paula avanzó en la cola. Estaba detrás de una chica de cabello castaño. Era muy bonito, pero con un peinado excesivamente conservador. 


Además, la ropa que llevaba hacía que pareciera más gruesa.


Ella había actuado del mismo modo cuando tenía su edad. Intentaba ocultar su sobrepeso con prendas inadecuadas, sin éxito. Pero dudaba que aquella chica quisiera aceptar un consejo, y mucho menos de una completa desconocida.


Entonces, la joven miró hacia un lado y Paula pudo ver su perfil. Era una compañera de clase.


—¿Eliana? —dijo Paula—. Soy Sabrina Davis. Estamos juntas en la clase de literatura.


—Sí, lo sé.


Paula sonrió.


—Supongo que impresioné a la gente con mi actitud, pero no volveré a llegar tarde a clase.


—¿Has conseguido que te cambien los horarios?


—Sí, claro.


Eliana arqueó una ceja.


—Qué raro. En general no suelen cambiarlos con tanta rapidez.


—Supongo que he tenido suerte —explicó Paula.


No podía decirle que una de sus mejores amigas trabajaba en la dirección del instituto, así que optó por una estrategia de distracción.


—Tienes un pelo precioso.


La joven la miró con desconfianza, como si pensara que le estaba tomando el pelo.


—Lo digo en serio —continuó ella—. Mira cómo brilla a la luz... Tiene un color tan bonito que podrías hacer anuncios de champú.


—Si tú lo dices... preferiría tener tu pelo.


—¿Mi pelo? Bueno, ¿qué te parece si te lo tiñes el miércoles? Ponte algo de color crema y asombrarás a todo el mundo.


En aquel momento, Paula oyó que se había armado un pequeño revuelo en una mesa cercana, llena de chicas. Dos hombres avanzaron hacia la mesa. Uno de ellos era Pedro Alfonso, que avanzó por el comedor con toda la confianza del mundo. Llevaba pantalones marrones, camisa a juego y una corbata, también en tonos marrones. Paula pensó que Alfonso habría roto muchos corazones más si hubiera tenido tanto gusto con la ropa como Marcos. Tenía carisma, un cuerpo excelente y confianza.


Y por si fuera poco, resultaba muy masculino.


—¿Qué está haciendo aquí? Pensaba que los profesores comían en la sala de arriba.


Paula se refería a una sala separada del comedor, y un poco más elevada, donde comían veinte adultos, ajenos al caos del comedor de los jóvenes.


—A Alfonso y al señor Williams les ha tocado ser supervisores del comedor durante unos días. Pero no intervienen nunca a menos que alguien se exceda.


Paula volvió a mirar a Pedro.


El profesor se había acercado a la mesa de las chicas y estaba hablando con ella. Las chicas lo miraban más con admiración que con respeto, como si su atractivo fuera aún más intenso en las distancias cortas.


De todos modos, Paula intentó pensar en otra cosa. Al fin y al cabo, desarrollar un interés personal por Pedro sería algo estúpido y desleal. 


Sabía que le gustaba a Donna. Conocía bien a su amiga, y era consciente de la profundidad de su interés.


—No me gustaría estar en su lugar —dijo Paula, en voz baja.


—No creas. Alfonso será justo con ellas.


—Suena como si te cayera bien ese cretino...


—Bueno... creo que es un buen profesor. Estricto, desde luego, pero muy bueno. Me cae bien porque se preocupa por nosotros y por su trabajo. Quiere que aprendamos.


El sincero comentario de la joven hizo que la estima de Paula creciera.


—¿Puedes sentarte a comer conmigo, o te sientas en algún sitio en concreto?


—¿Quieres que me siente contigo? —preguntó Eliana, asombrada.


—Si quieres, sí. Pero primero tendrías que servirte algo de comer.


Paula rió y la empujó ligeramente para que se sirviera.


Cada comida en el comedor era una verdadera batalla. Paula dejó su bandeja sobre las barras de hierro del autoservicio y observó la comida que había elegido: un poco de ensalada de patata, un filete, un pedazo de tarta de chocolate, una botella de agua mineral y una manzana. Pagó la cuenta y luego hizo un gesto a Eliana para que la siguiera.


Jesica la estaba esperando.


—¿Ya lo tienes todo?


—Sí —respondió Paula—. ¿Sabes si hay más sitio en la mesa?


—¿Por qué lo dices?


—Porque le he pedido a Eliana que se siente con nosotras.


Jesica miró a Eliana como si fuera la primera vez que reparaba en ella. Acto seguido, miró a Paula de nuevo, sin decir nada, y se dirigió a la zona izquierda del comedor.


—Creo que será mejor que me siente en otro sitio —dijo Eliana—. No me importa, en serio.


—No, no, espera... Estoy segura de que cabremos todas en la mesa. Venga, será divertido.


Las mesas eran rectangulares, y en cada una de ellas cabían doce alumnos. Varios estudiantes saludaron a Jesica por el camino; al parecer, era bastante popular. En cambio, nadie saludó a Eliana; la chica avanzaba cabizbaja, como si se dirigiera al patíbulo.


Paula no había recordado, hasta entonces, que la jerarquía que se establecía en los comedores de Estados Unidos era muy rígida. Seguramente iban a sentarse en «la mesa de Wendy», e imaginaba que no les gustaría que Eliana estuviera presente.


En la mesa había ocho chicas, que ni siquiera levantaron la mirada de sus platos cuando apareció Paula. Todas ellas eran atractivas, delgadas y elegantes. Pero una de ellas irradiaba un carisma especial; resultaba evidente que estaba ante la niña mimada del instituto Roosevelt.


La chica más popular del lugar era una joven extremadamente bella, tal y como esperaba. 


Tenía el pelo de color rubio platino, y rasgos de muñeca de porcelana. Por si fuera poco, sus ojos eran de color esmeralda, y sus rasgos, perfectos. En cuanto a su cuerpo, no era el cuerpo de una quinceañera: era el cuerpo de una mujer. De hecho, parecía mayor de lo que realmente era.


—Wendy, te presento a Sabrina Davis. Sabrina, te presento a Wendy Johnson.


Jesica también le presentó al resto de las presentes, pero Paula no se quedó con los nombres.


—Tony me ha contado lo que hiciste en la clase de Alfonso —dijo Wendy—. Estoy impresionada, sinceramente. Me habría gustado ver la cara de ese cretino.


—Creo que me excedí. De hecho se portó bastante bien conmigo, a pesar de lo que hice.


Wendy la miró con sorpresa y disgusto.


—Ese hombre es un cerdo —espetó—. Deberían haberlo expulsado.


—Entonces, ¿por qué no lo han hecho?


Los ojos de Wendy brillaron con irritación.


—Porque yo fui la única chica del instituto que tuvo el valor de denunciarlo ante el director.  Aunque por tu actitud sospecho que no me crees.


No era una pregunta, sino una afirmación. Paula pensó que era una chica perceptiva, pero no le sorprendió. Las personas con poder solían ser perceptivas. Era una cualidad muy útil para manipular a los demás.


—Todas las historias tienen varios puntos de vista —comentó Paula, antes de cambiar de conversación—. En fin, será mejor que me siente. Esta bandeja pesa demasiado.


Varias chicas rieron, pero la sonrisa de Wendy fue bastante falsa.


—Jesica, apártate para que Sabrina pueda sentarse frente a mí.


Jesica obedeció y miró a Eliana con cierto nerviosismo. Paula recordó a la chica con la que había estado hablando e hizo un gesto para que se acercara.


—He invitado a alguien para que se siente con nosotras. Supongo que ya conocéis a Eliana, ¿verdad?


Las jóvenes se miraron entre sí con incredulidad.


—Oh, vamos, será una broma, ¿verdad? —preguntó una de ellas.


—Todos conocemos a Eliana —dijo otra chica—. Eliana la empollona.


—Sí, claro, la niña lista, ¿verdad, Eliana? —se burló otra.


Wendy miró fijamente a Paula y dijo:
—En esta mesa sólo pueden comer las personas que yo invite. Estoy segura de que Eliana lo comprenderá. ¿Verdad, Eliana?


Eliana bajó la mirada, en un gesto tímido que Paula comprendió muy bien, y se alejó de la mesa.


—No te preocupes, Sabrina, estará bien —dijo Wendy—. Vamos, siéntate.


Paula miró a las jóvenes con evidente desaprobación. Su actitud era indignante.


—No os comprendo. ¿De verdad creéis que herir a Eliana os hace más listas, o más populares? ¿Sois tan ingenuas como para creer que eso hace que esta mesa sea más especial?


—Vamos, no exageres —declaró Wendy—. Eliana es una perdedora y tenemos que cuidar de nuestra reputación.


—Sí, claro. Reputación de crueles y de groseras.


—¿Groseras? —preguntó Wendy—. ¿De dónde has sacado esa palabra?


Paula comprendió que había utilizado una palabra demasiado seria para un grupito de adolescentes, de modo que intentó corregir la situación.


—En California todos usamos esa palabra como si fuera de argot. Seguro que el año que viene también se utilizará en Texas.


—Texas es tan aburrido... —se quejó otra de las chicas.


—Cállate, Pamela —espetó Wendy.


—¿Lo ves? Vuelves a ser grosera otra vez —dijo Paula, con ironía—. Oh, lo siento, había olvidado que no te gusta esa palabra. Pero espera un momento, ya lo tengo... ¿prefieres que te llame bruja asquerosa?


Wendy se ruborizó, llena de ira.


—¿Quién te crees que eres para hablarme de ese modo? Eres patética y estúpida. Esta mesa es especial. Podías haberte sentado aquí y ser una privilegiada durante el resto del curso, pero eres una perdedora.


—Te equivocas. Si me siento contigo, la gente pensará que soy como tú. Y sinceramente, prefiero sentarme con Eliana. Ya ves, yo también tengo que cuidar mi reputación.


Paula se volvió y se alejó con absoluta tranquilidad. Acababa de enemistarse con la chica más popular del instituto, un hecho que la habría destrozado nueve años antes. Pero ahora una mujer madura, y tenía una perspectiva de las cosas mucho más adecuada.


Su sonrisa creció a medida que avanzaba. 


Empezaba a pensar que su segundo paso por el instituto iba a resultar muy divertido.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 8




Paula estaba contemplando el ventilador del techo, tumbada en el sofá de su nueva casa. 


Había llegado a la conclusión de que cualquier persona que le siguiera el rastro podría dar con la casa de Donna, así que habían decidido que se escondiera en la casa de su abuela, justo detrás de la propiedad de los Kaiser.


De ese modo, Donna podía ir a verla con la excusa de visitar a su abuela, sin despertar sospechas. Además, la casa estaba muy cerca del instituto y podía ir y volver andando.


Se frotó uno de los pies y miró a su amiga.


—Te aseguro que he armado un lío tremendo. Entre las opiniones políticas que he dado en la clase de sociología y mi enfrentamiento con Alfonso, Sabrina Davis debe de ser la comidilla de todo el instituto.


—Bah, los alumnos tienen mala memoria —dijo Donna—. Seguro que no ha sido tan malo.


—Lo ha sido, en serio. He adquirido la sana costumbre de decir lo que pienso, y de lograr que los adultos me escuchen. Hacer de alumna de un instituto va a resultar mucho más difícil de lo que había pensado. ¿No podrías cambiar mi horario? No quiero llegar tarde a las clases de Alfonso. Seguro que tiene una lista con los nombres de los alumnos más conflictivos en la sala de profesores; y si es así, habrá subrayado mi nombre con un rotulador rojo. No puedo creer que alguien tan... tan...


—¿Atractivo?


Paula no respondió. Sencillamente, no podía quitarse aquel rostro de la cabeza.


—¿Trabajador? —siguió preguntando su amiga—. ¿Honrado? ¿Inteligente? Vamos, Paula, tienes que admitir que es una joya.


Paula entrecerró los ojos.


—Sí, pero es demasiado conservador.


—Te equivocas. Es un gran tipo.


Algo en el tono de voz de su amiga hizo que Paula la mirara con interés. Donna era una mujer preciosa, de cabello rojizo; a pesar de que acababa de llegar del trabajo, parecía tan fresca como si se acabara de levantar. Era algo asombroso. Y su traje azul estaba tan impecable como si acabara de llevarlo a la tintorería.


—¿Estáis saliendo? —preguntó Paula

.
—Bueno... hemos salido a tomar algo un par de veces —respondió Donna, con ojos brillantes.


—Es un obseso del control. Te aseguro que cuando me meta en la cama esta noche aún estaré oyendo esa ridícula campanilla. En lugar de un profesor parece un recepcionista llamando a un botones.


Donna rió y se echó el pelo hacia atrás.


—Sí, puede que Pedro sea un poco estricto, pero admiro su sentido de la responsabilidad. Ha sido como un padre para su hermana Carolina, y por lo que sé, se ha desvivido por ayudar a su madre durante los últimos años. Su situación familiar es algo complicada.


—¿Su madre está enferma?


—Físicamente no. He tenido ocasión de hablar con ella varias veces, siempre por cuestiones relacionadas con su hija. Carolina es una chica muy problemática, pero Valeria no quiere enfrentarse a ello. La última vez que insinué que hablara con ella, para que variara su actitud, se lavó las manos y puso toda la responsabilidad en Pedro.


—¿Cuántos años tiene Pedro? ¿Treinta y tantos?


—Treinta y dos.


—Mmm...


Paula pensó que Pedro tenía demasiados problemas familiares y que no podía ser un buen partido para Donna, así que decidió interesarse por su último novio conocido.


—Por cierto, ¿qué ha pasado con David, el banquero?


Donna rió.


—Se casó hace dos años con una cliente importante y dejó el trabajo para convertirse en su «asesor financiero». Espero que le vaya bien —añadió con ironía.


Paula sintió cierta vergüenza. Se había concentrado tanto en su trabajo, durante los últimos años, que no se había interesado demasiado por los problemas de sus amigos. Ni siquiera por los problemas de Donna, su mejor amiga.


—Siento haberte involucrado en este lío, Donna. Pero no sabía qué hacer, no sabía a quién acudir. Te agradezco todo lo que estás haciendo por mí. Arriesgas tu trabajo, dejas que viva aquí e incluso me compras ropa... no merezco tantas atenciones.


Paula no podía acudir a sus padres, aunque había sido su primera intención. Sabía lo que podía esperar de Denise y de Roberto Chaves: unos cuantos abrazos y varios besos, seguidos de una permanente irritación por haber introducido un elemento de inestabilidad en sus vidas y por interminables peleas entre sus padres, a cuento de lo que Paula debía hacer. 


Llegados a tal punto, Paula se marcharía y ellos ni se darían cuenta. Lo sabía de sobra. A fin de cuentas, había vivido escenas muy similares durante años y años.


En aquel instante, Donna la tocó en el brazo, sacándola de sus pensamientos.


—Mira, cuando murieron mis padres caí en una profunda depresión. Y tú me ayudaste, de algún modo, a salir. Conseguiste que riera y que siguiera viviendo a pesar de todo el dolor que sentía. Me habría hundido si no me hubieras devuelto las ganas de vivir —declaró, con solemnidad—. Me ayudaste a superar la peor crisis de mi existencia, Paula, y te estoy muy agradecida por darme la oportunidad de devolverte el favor.


Paula miró a la preciosa mujer con la que había compartido habitación en la facultad de la universidad de Saint Edward.


—¿El favor? La única que debe algo soy yo. Convertiste a una mujer aburrida y llena de temores en una persona capaz de enfrentarse a cualquier problema.


—No seas tonta. El problema no eras tú, sino tu timidez.


Tras años de vivir con Donna, Paula había asimilado las habilidades sociales de su amiga y su estilo, desde la forma de vestir a los gustos culinarios. Ahora sabía que Donna tenía razón, pero en su juventud no había sido así; Paula había sido una joven tímida, convencida de que los hombres no se acercaban a ella porque estaba gorda. Ahora comprendía que perder peso no cambiaba a una persona; era una cuestión de actitud, de confianza.


No obstante, el problema de su juventud había servido para algo positivo. Había asumido el poder de la imagen, y la manera en que ésta podía cambiar las reacciones y actitudes de los demás, así que había centrado su carrera en profundizar ese ámbito del conocimiento.


De repente, Donna se levantó y dijo:
—Si algo ha cambiado en tu vida, para bien, la única responsable eres tú misma, Paula Chaves. No me debes nada.


Paula miró a su amiga, que caminó hacia la cocina, y pensó que no era cierto. Se dijo que encontraría algún modo de demostrarle su gratitud cuando pasara el juicio. Si es que seguía viva para entonces.


Donna había dejado varias bolsas con comida en la encimera de la cocina, media hora antes. 


De modo que tomó la más grande y empezó a meter las cosas en el frigorífico, de espaldas a Paula.


—Creo que mi abuela se alegra de que hayas venido. Es obvio que le preocupa tu situación, pero ahora la veo más a menudo.


—Es un encanto. Le agradezco que me permita vivir en su casa. Y la señora Anderson también ha sido encantadora. Me ha traído dulces caseros dos veces.


—Sabía que se convertiría en tu bienhechora en cuanto conociera tu historia. Al fin y al cabo ama a los niños.


La señora Anderson, el ama de llaves, pensaba que Paula era algo así como una bisnieta que necesitaba estar en un lugar tranquilo para acabar sus estudios. Le habían dicho que los padres de Paula no podían tenerla en casa porque acababan de divorciarse.


—Estoy segura de que la llamada que hiciste a la policía habrá revuelto unos cuantos asientos —dijo Donna, con seriedad—. Nadie ha venido todavía a hacer preguntas, pero no podemos relajarnos. Tenemos que mantenernos en guardia.


Habían decidido que se pusiera en contacto con Tomas Castle, el fiscal, para que supiera que Paula estaba viva y dispuesta a declarar en el juicio. Tomas se había empeñado en que Paula se pusiera bajo la protección de la policía, otra vez, hasta que llegara la fecha del juicio, pero Paula no había aceptado. De hecho habían calculado la duración de la llamada para que no pudieran rastrearla.


—Intentaré traer comida todos los fines de semana —dijo Donna, cambiando de conversación—. Pero si te quedas sin ella o si quieres algo especial, llámame por teléfono. Ah, por cierto, espero que sigas siendo adicta a los productos bajos en calorías, porque casi todo lo que he comprado entra en esa categoría. ¿Te parece bien?


Paula no podía creer que le preguntara algo así. Iba a alimentarla, a vestirla y a proporcionarle un hogar durante cuatro meses, y a pesar de todo le preocupaba que no le pareciera adecuado. 


Sabía que Donna era rica; había heredado una enorme fortuna cuando sus padres se mataron, en un accidente de tráfico. Pero ésa no era la cuestión. Aunque le sobrara el dinero, lo hacía porque era una mujer generosa y solidaria, una amiga en el sentido más profundo de la palabra.


Donna se volvió y la miró como si le hubiera leído el pensamiento.


—Ah, y no te sientas culpable. Te aseguro que estoy guardando todas las facturas, para que lo pagues todo cuando salgas de este lío —bromeó—. Te prohíbo que salgas a comprar cosas por tu cuenta.


—De acuerdo, de acuerdo.


—Me alegro de que lo entiendas. Ayudarte no es un acto de caridad. Me has dado una ocasión perfecta para tomarle el pelo a esa sabelotodo de Linda, la que trabaja en secretaría. Sólo necesité tres intentos para acceder a los archivos del instituto. Linda habría tardado todo un día, aunque dudo que hubiera sido capaz de encontrar la contraseña. Cree que es una especie de hacker, pero yo sé mucho más de informática que ella.


—Tienes razón.


—Y tanto. Además, es tan vaga que no se toma ninguna molestia. Ni siquiera se molestó en comprobar la carta en la que envíe los documentos. Me esforcé para conseguir un sobre con el matasellos de San Diego, y una dirección de respuesta, y ni siquiera lo miró.


Paula sonrió, se levantó y se dirigió a la cocina.


—Eres genial. No sé cómo has conseguido registrarme en el instituto con una nueva identidad, y no sé si quiero saberlo, pero admiro tu talento. Gracias.


—De nada. Yo también admiro tu talento. Lo estás haciendo muy bien. Acertaste al decidir que sería mejor que aparecieras en clase con tu estética habitual; no habrías quedado muy bien disfrazada de jovencita de buena familia.


—¿Estás diciendo que no soy de buena familia, sólo por mi aspecto? —sonrió—. Pues te recuerdo que fuiste tú quien me enseñaste a vestir bien. Por cierto, ¿has comprado el tinte que te pedí?


—Sí, está en una de las bolsas. A todo esto, has acertado en la elección del color de tu pelo.


—No sé... tal vez debería haberme teñido de rubio.


—No, en absoluto. A primera vista, ni siquiera yo podría reconocerte. Aunque debo admitir que tienes un aspecto diferente. Yo diría que Sabrina Davis parece... una estrella del rock. En todo caso, das una imagen muy distinta a la habitual, opuesta a la imagen clásica de una ejecutiva.


Mientras sacaba las cosas de las bolsas, Paula pensó que todo aquello era bastante curioso. En la caracterización del personaje de Sabrina estaba rompiendo muchas más normas que en su trabajo como relaciones públicas en Worldwide Public Relations. Le habría gustado saber lo que habría pensado Marcos de haberla visto.


—¿Quién es Marcos? —preguntó su amiga.


Paula miró a su amiga con asombro. Al parecer, había pronunciado su nombre en voz alta mientras pensaba. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando comprendió que era la primera vez, desde que contempló la muerte de Luis, que pensaba en Marcos.


—Has palidecido... —continuó Donna—. ¿Es que Marcos es el hombre que intentó matarte?


—No, en absoluto —respondió ella, con una débil sonrisa—. Marcos es el hombre que intentó casarse conmigo.