martes, 15 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 9






Un grito de Marcos despertó a Paula. Se dio la vuelta en la cama de inmediato, pero, todavía medio dormida, se encontró totalmente desorientada en aquel lugar poco familiar. Le llevó unos segundos recordar dónde estaba.


Entonces vio una luz tenue a través de la puerta entreabierta que comunicaba con la habitación de Marcos.


Se bajó de la cama para ir hacia allí, pero se detuvo un instante al ver que se había vuelto a quedar todo en silencio.


Marcos debía haber gritado en sueños y haberse vuelto a dormir. Probablemente una pesadilla. Sin embargo, ya que estaba levantada, prefería ir a comprobar que estaba bien.


De pronto le llegó un suave murmullo. ¿Había alguien ocupándose de Marcos? ¿Llevaría rato gritando antes de que ella se hubiera despertado? Tal vez Rosita, la amable ama de llaves, lo había oído y había ido a tranquilizarlo. Era ella quien tenía que estar pendiente de su hijo, no aquella pobre mujer mayor, cansada sin duda de la jornada.


Paula tomó la bata de los pies de la cama y se metió las mangas, escuchando incómoda el frufrú de la seda y el encaje del camisón sobre su piel desnuda al moverse. No había vuelto a ponerse aquel camisón dorado de su ajuar de novia en siglos. Siempre le había parecido demasiado ostentoso para dormir con él, pero se lo había llevado por si se veía obligada a aceptar la invitación de Isabella, le había parecido que resultaría apropiado allí. En aquel momento le pareció que había sido una estupidez.


Claro que también había fantaseado un poco con la idea de dormir bajo el mismo techo que Pedro Alfonso, pero… Oh, aquella noche la había hecho sentirse de nuevo una mujer, no solo una madre. Y cuando la había besado… No, ojalá no lo hubiera hecho, lo único que había conseguido era que albergase ilusiones que nunca iban a convertirse en realidad. 


Reprendiéndose por ser tan fantasiosa, Paula se anudó el cinturón de la bata. «Pon los pies en la tierra, Paula», se dijo, «Pedro Alfonso no es para ti».


¿Cómo iba a serlo?, ella era una mujer normal y corriente con un hijo, y él estaba comprometido con una sofisticada diseñadora de ropa. ¡Cómo si la situación fuera a cambiar porque ella se pusiera ese ridículo camisón de seda y encaje!


Paula trató de dejar a un lado la pesadumbre que le habían provocado aquellos pensamientos, y entró en la habitación de Marcos. Y cuál no sería su sorpresa al encontrar a su hijo acunado no en los brazos de Rosita, sino en los del hombre que era la causa de su desazón.


La joven se quedó unos instantes agarrada al picaporte para mantener el equilibrio mientras pasaba el shock. Pedro Alfonso estaba de espaldas a ella, pero no cabía duda de que era él. 


¿Qué hacía allí? ¿Cómo es que no estaba con su prometida? ¿Qué hora sería?


Paula vio un reloj con forma de caballito de mar en la pared. 


Marcaba casi la una y media de la madrugada. Se suponía que la fiesta acababa a las doce. Tal vez él había ido a llevar a Marcela a su casa y había regresado en aquel momento, pero aquello no explicaba qué hacía en el cuarto de Marcos. 


¿Tal vez lo había oído gritar cuando subía las escaleras?


Totalmente perpleja, observó cómo volvía a acostar al pequeño en la cama y lo tapaba. Pedro Alfonso se quedó de pie junto a la cama un instante y entonces se inclinó y besó al niño en la frente. Era un gesto tan paternal, que Paula sintió que se le derretía el corazón.


Ojalá no lo hubiera hecho, aquello le recordó a Angelo, reavivando el dolor que el tiempo estaba empezando a silenciar. Era como si hubiera alcanzado sin querer una conexión íntima con ella, dolorosamente íntima, ya que nunca se materializaría.


En ese momento él se alejó de la cama con una expresión seria y reflexiva en el rostro, y echó a andar hacia la puerta que daba al pasillo, pero debió verla por el rabillo del ojo porque de pronto giró la cabeza hacia ella y se detuvo.


Paula se sintió temblar de pies a cabeza. Era una suerte que aún estuviera agarrada al picaporte, porque era como si se hubiese declarado un terremoto y no hubiera manera de huir. 


No debería haberse quedado allí observando, había sido muy estúpido, podía meterse en problemas.


Él seguía mirándola fijamente y, aún desde el otro extremo de la habitación, la intensidad de su mirada era tal que parecía que la quemara. Daba la impresión de que hasta el aire estuviera cargado de electricidad, formando un campo de fuerza del que no pudieran salir.


Paula no sabría decir cuánto tiempo pasaron así, mirándose el uno al otro. Mientras ella observaba la corbata desanudada, y los primeros botones de la camisa desabrochados, él parecía estar recreándose en la escasez de ropa que la joven llevaba encima.


Pedro dio un paso hacia ella. pero se detuvo al instante, girando la cabeza para comprobar que Marcos seguía dormido. Al ver que así era, volvió la cabeza hacia delante. 


Paula no se había movido de donde estaba.


–Siento haberte despertado –se disculpó él en voz baja–. Creo que Marcos ya está bien así que me…


–¿Qué le ocurría? –le cortó Paula. Su natural preocupación de madre anuló por un momento la agitación que sentía por su presencia allí.


–Cuando entré estaba acurrucado a los pies de la cama con las mantas cubriéndolo y…


–Oh, no es nada, lo hace a menudo, le gusta hacerse un ovillo, no sé por qué.


Él se encogió de hombros por su ignorancia.


–Me preocupó que pudiera asfixiarse y lo destapé para subirlo a la cabecera, pero debió asustarse y gritó. Lo siento mucho.


–No pasa nada –respondió ella sonriendo con una ligera ironía–, pero me sorprende que hayas conseguido que vuelva a dormirse tan rápidamente, por lo general no es fácil.


–Por suerte me reconoció al abrir los ojos –contestó él–, si no, creo que habría seguido gritando.


–Aún no me has dicho por qué entraste –le recordó ella molesta en un tono más alto de lo que había pretendido.


–Shhh… –le advirtió él volviéndose una vez más a mirar al pequeño.


Confusa, Paula no se resistió cuando él la empujó suavemente dentro de la habitación de la niñera y entró tras ella, entornando la puerta hasta que solo quedó una rendija, lo justo para no despertar al niño con su charla pero también para poder oírlo si se despertaba. Paula se quedó apoyada en la pared junto al quicio y él la tomó por los hombros, quemándole la piel con su contacto a través de la fina tela de la bata.


Paula no se atrevía a mirarlo a la cara, temerosa de quedarse de nuevo transpuesta por su atractivo rostro o de que él pudiera advertir en sus ojos la vulnerabilidad y el deseo lascivo que la sacudía en aquel momento.


–Probablemente te parecerá que lo que voy a decirte no tiene ningún sentido, pero solo quería volver a ver a Marcos –le explicó con voz ronca, como si buscara su comprensión.


–¿Por qué?, ¿para qué? –preguntó ella sacudiendo la cabeza.


Pedro inspiró con fuerza.


–Estaba preguntándome… cómo sería… tener un hijo.


¿Era solo curiosidad?, ¿un anhelo quizás? Paula alzó la vista hacia él esperando encontrar la respuesta en su rostro. 


Pedro puso una mano en su mejilla y sus ojos se encontraron.


–Es un niño precioso…, igual que su madre.


En realidad Marcos se parecía más a Angelo, pero en aquel momento para la joven lo único que contaba era que él la encontraba hermosa. Sin embargo, aun con la garganta seca, sintió que no debía dejarse engatusar por su galantería.


–No deberías decirme esas cosas.


–¿Por qué no? Es la verdad.


–¿Y qué pasa con Marcela?


–Olvídate de Marcela, es a ti a quien quiero.


«A ti a quien quiero… a ti a quien quiero…» Aquellas palabras resonaron como un eco dentro de su cabeza y los latidos del corazón se tornaron en una especie de redoble de tambor ante lo que parecía la inminente materialización de aquel deseo que no podía reprimir. No podía apartar sus ojos de los de él, refulgentes de anhelo, ni podía negar que ella misma ansiaba aquello más que ninguna otra cosa. Su necesidad le recorría las venas como un verdadero torrente. 


No podía pensar en otra cosa. Marcela se desvaneció de su mente y en su lugar comenzó a entonar de forma inconsciente para sí un cántico enloquecido: «Hazlo realidad, Dios mío, hazlo realidad, hazlo realidad…».


Pedro desanudó el cinturón de la bata, echó la parte de los hombros hacia atrás, le sacó las mangas, tirando, apartando esa barrera… Sus manos recorrieron las sinuosas curvas de Paula reclamándolas para sí… Los carnosos labios imprimieron besos por toda la garganta, ascendieron por las cumbres de sus senos deteniéndose en cada delicado pezón, mordisqueándolos y lamiéndolos a través de la fina tela del camisón. Pedro engulló una aureola, después la otra, succionando despacio y envolviendo a la joven en una tremenda ola de calor… Era tan excitante… Ella lo ayudó a deshacerse del abrigo, de la camisa… Las suaves manos de Paula se regocijaron en los fuertes hombros desnudos, en los tensos músculos de la espalda, en la mata de vello negro del tórax… Lo acarició dejando a un lado toda inhibición, porque lo deseaba, porque lo necesitaba… El placer que le producía aquella intimidad entre los dos era tan intenso que estaba sintiéndose casi mareada. Y siguieron más besos, besos maravillosos, embriagadores… Las sienes le palpitaban, y el pulso se le disparó al descubrir que él estaba quitándose los pantalones y el resto de la ropa. Quería descubrir todas las sensaciones físicas que pudiera llegar a experimentar junto a él.


Mientras acariciaba el resto de su cuerpo, Paula sintió que estaba perdiendo el control, desintegrándose en la promesa de plenitud que él le ofrecía. Pedro levantó su camisón impaciente, frotándose contra ella para que la joven sintiera que estaba dispuesto para hacerse uno con ella, y sintiendo entonces que ella también lo estaba. Era más que una necesidad, era un anhelo que parecía empujarlos a dar y tomar todo lo que un hombre y una mujer pueden compartir.


Era algo tan fuerte, tan imperioso, que cuando él la tomó en volandas y la llevó hacia la cama, fue como planear hacia el clímax, y nada más tocar el colchón, abrió las piernas para él.


No tuvo que esperar, él la penetró con la misma urgencia que ella sentía, y Paula lo rodeó automáticamente con las piernas, atrayéndolo más hacia sí, balanceándose hacia atrás y hacia delante, hacia detrás y hacia delante…, cada vez con más fuerza, como queriendo grabar en su mente cada sensación, la esencia más profunda de aquella gloriosa fusión. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, hundió los dedos en la espalda de Pedro y arqueó las caderas hacia él para intensificar la conexión entre ellos. 


Él se introdujo más, incrementando el ritmo, llenándola con un gozo salvaje, inyectando en ella un placer que no parecía tener fin, llevándola a las cumbres una y otra vez hasta saciarla.


Se desmoronaron juntos sobre el colchón, exhaustos, sin aliento, deslizándose hacia unos momentos de total quietud y silencio, todavía pegados el uno junto al otro.


Paula estaba aturdida. Nunca había experimentado nada semejante…, y había sido con Pedro Alfonso, ¡con Pedro Alfonso! Estaba tumbado a su lado, desnudo como ella, y probablemente tan perplejo como ella por las cotas de comunión que habían alcanzado en aquel inesperado encuentro. Sí, el deseo había sido palpable, y había sido mutuo, pero ninguno de los dos lo había planeado, ni había imaginado que pudiera resultar tan increíble.


Lo hecho, hecho estaba, no podían volver atrás en el tiempo, y Paula, siendo sincera consigo misma, se dijo que hubiera vuelto a hacerlo. Si aquello iba a ser solo una vez en la vida, desde luego había merecido la pena, no se arrepentiría ni un ápice de ello. Era todo tan extraño…, ni siquiera con Angelo había sentido un placer tan intenso, ni una pasión tan frenética.


Pedro Alfonso… Pedro… Su mente se deleitó con su nombre, repitiéndolo en silencio como si contuviera algún mágico secreto. Sintió deseos de decirlo en voz alta, para saborear aquel dulce sonido en su boca como lo había saboreado a él. ¿Estaría él también maravillado por lo electrizante que había resultado aquel encuentro entre los dos? ¿O estaría tal vez pensando en Marcela…? No, probablemente no. «Olvídate de Marcela»… ¡Con qué fiereza había pronunciado aquellas palabras.


Y, lo cierto era, que Paula se había llegado a olvidar de ella. 


En el calor del momento no había podido pensar en nada ni en nadie, pero tampoco se sentía culpable por lo que había ocurrido. Al fin y al cabo Pedro aún no estaba casado con ella. Claro que, de todos modos, estaba engañándola, se recordó con severidad.


¿Lo lamentaría él? ¿Se sentiría culpable por ello? ¿Significaba algo para él lo que habían compartido aquella noche? ¿O habría sido solo una oleada de lujuria que se extinguiría como la llama de una vela? ¿Volvería con Marcela ahora que había satisfecho su deseo?


El corazón de Paula latió apresurado con creciente ansiedad.


Allí echada en la oscuridad junto a él, recordando lo que acababan de hacer, sintiendo su cuerpo vibrar aún por haber alcanzado alturas que nunca hubiera imaginado, no le pareció justo que aquello pudiera acabar como una locura de una sola noche.


–Paula…


Al pronunciar él su nombre, con su voz tan profunda, fue como escuchar el ronroneo de un gato, tan suave y sensual que hizo que todo su cuerpo se estremeciera. La mano de Pedro se deslizó sobre la suya, entrelazando sus dedos, atrapándola posesivamente, y el pulso volvió a disparársele a Paula por una creciente ansiedad. ¿Iba a dejarla ya?


–No puedo decir que me arrepienta de lo que ha ocurrido, porque no me arrepiento en absoluto –continuó él. Llevó la mano de Paula a sus labios y la besó como si estuviera saboreando la feminidad de su forma y textura, o rindiendo un homenaje a lo que acababa de darle como mujer–. Dime que tú tampoco lo sientes, Paula… –murmuró con voz ronca.


–Yo no lo siento, Pedro –respondió ella con honestidad. Él suspiró, como aliviado..


–Al menos por esa parte está bien para los dos. El problema es…, que no he usado ninguna protección. Yo…, lo siento. ¿Puede eso traerte dificultades?


Lo cierto era que Paula ni siquiera había pensado en ello. No esperaba que aquello fuera a ocurrir. ¿Qué razón podría haber tenido para tomar algún tipo de anticonceptivo? Ni siquiera los deseos que en secreto había albergado de que pudiera haber un acercamiento entre ellos la habían llevado a imaginar que fueran a… En fin, ¡no allí, ni aquella noche!


Frenéticamente Paula empezó a contar mentalmente los días pasados desde su último periodo. Sus ciclos solían ser muy regulares, así que podía predecir con bastante poco margen de error cuando no tenía riesgo de embarazo. Ya habían pasado tres semanas… Gracias a Dios, se dijo mientras la inundaba un tremendo alivio, estaba fuera de su periodo fértil.


–No pasa nada, no hay riesgo –aseguró a Pedro.


–Pero no estás tomando la píldora… –dedujo él por la larga duda de ella.


–No, nunca la he tomado, y desde luego no esperaba…


–Yo tampoco –respondió él apretándole la mano cariñosamente–. Claro que no puedo negar que no haya estado pensando en ti antes, que no haya estado deseándote –añadió suspirando–. Esta noche, durante la fiesta yo…


–Yo también te deseaba… –admitió ella rápidamente, no queriendo que él cargara por los dos con la culpabilidad de lo ocurrido cuando la necesidad había sido mutua. No podía negar lo mucho que había ansiado saber cómo sería hacer el amor con él.


Pedro soltó la mano de Paula y se incorporó ligeramente sobre el codo para mirarla. Paula alzó los ojos hacia él, aún algo vergonzosa, pero necesitando saber qué estaba pensando. La habitación estaba demasiado oscura como para poder leer la expresión de su rostro con exactitud, pero no parecía reflejar preocupación, más bien una ligera confusión.


–Bueno, aquí estamos –murmuró como si lo ocurrido se debiera a un extraño capricho del destino. Sin embargo, era innegable que había un cierto tinte de placer y satisfacción en su voz.


Aunque Paula hubiera deseado aferrarse a ese placer y dejar a un lado todo lo demás, su mente parecía estar girando en torno a sus palabras y a una pregunta que la atormentaba… 


¿Dónde estaba Marcela? ¿Es que no le importaba su prometida en lo más mínimo?, ¿no se sentía culpable por ella?


Aunque deseaba que verdaderamente se hubiera olvidado de Marcela, su interior pugnaba con la necesidad de averiguar en qué lugar quedaba ella después de aquello. 


Unas horas antes, en los jardines, él le había dicho que no había sido justo con ella al besarla. ¿Había perdido de repente ese sentido de justicia a consecuencia de todo lo que habían sentido unos momentos atrás?


Los ojos de Pedro recorrieron toda su desnudez, y su mano siguió el camino que estos marcaban, delimitando y acariciando cada una de sus suaves curvas, volviendo a hacerla estremecer, era una distracción demasiado fuerte como para seguir preocupándose por Marcela Banks.


–Eres preciosa, Paula, adictiva como una droga…, toda tú eres perfecta –murmuró Pedro. Paula sabía que no era cierto, pero viniendo de él, resultaba como una música deliciosa para sus oídos. Además, el modo en que estaba tocándola realmente la hacía sentirse hermosa, voluptuosa… 


Era maravilloso sentirse deseable allí, en aquel momento, con aquel hombre.


Aquello le dio valor para explorar su magnífica masculinidad con mucha más sensualidad que la primera vez, porque, satisfecho el deseo contenido, ya no era una necesidad apremiante. Era verdaderamente perfecto, se dijo Paula mientras saboreaba la libertad de acariciarlo y se deleitaba en las reacciones que obtenía de sus estímulos.


No era solo sexo, pensó la joven. Estaban haciendo el amor en su sentido más romántico, y su ser estaba siendo gradualmente atraído hacia un mundo delimitado por las más exquisitas sensaciones. Y ella se estaba dejando llevar por la corriente, por las eróticas ondas, por el intenso oleaje de placer… No había nada prohibido ni inoportuno, porque todo era parte de un viaje íntimo que los inducía a hacer lo que se les antojara a lo largo de la noche.


Ninguno de los dos pronunció palabra, tal vez porque no había palabras que pareciesen tener más significado que lo que estaba ocurriéndoles. De hecho, era como si hubiera entre ellos una comunicación fluida, continua, a un nivel más elemental, más instintivo…, algo que las palabras podrían estropear porque no podían expresar lo que estaban compartiendo. Era mejor sentir y dejarse llevar.


Para Paula fue una auténtica revelación de cómo dos personas podían llegar a vincularse hasta tal punto físicamente, era como una potente mezcla de asombro, de dulzura, de pasión y de sensualidad. En ese instante, más que nunca, fue consciente del tremendo gozo que podía proporcionar la armonía entre dos personas, y cómo, increíblemente, parecía no tener fin. Se fueron saciando el uno del otro poco a poco, mientras el contento y el cansancio iban apoderándose de ellos y arrastrándolos hacia el sueño.


¿Era el final o el principio? Ninguno de los dos se atrevió siquiera a formular esa pregunta. El tiempo se encargaría de contestarla.











UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 8




Marcela se mostró encantada al ver a Patricio Owen dar un toque a su pareja de baile en el hombro.


–Mi turno, querido muchacho –le dijo enarcando una ceja con malicia–, por la vieja amistad que me une a la señorita.


Marcela no pudo evitar reírse. La amistad entre ellos era más «íntima» que «vieja».


–Discúlpame, Chris –le dijo al tipo con el que había estado bailando–, y gracias por bailar conmigo.


–Ha sido un placer, por ti haría lo que fuera –respondió el tal Chris sonriendo como un tonto.


Aquello era exactamente lo que debería haberle dicho Pedro en lugar de haberla cambiado por «su» cantante. ¡El modo en que la tenía agarrada mientras bailaban! Al menos la compañía de su querido Patricio la haría olvidar por unos momentos aquel ultraje. Dedicó a este una mirada lasciva mientras él la tomaba entre sus brazos, moviéndose inmediatamente al ritmo de la música. 


Decididamente era el bailarín más sexy que conocía, se dijo Marcela. Y no solo era bueno en la pista de baile, también en la cama.


–¿Te ha dejado abandonada tu maravilloso prometido, nena? –le preguntó Patricio burlón.


–¿Y tú?, ¿te ha dejado tirado tu acompañante en los dúos? –replicó ella con malicia.


–Bueno, las perspectivas son prometedoras, pero me temo que es… de las que quieren pasar por el altar. Por cierto, ándate con ojo con ella, querida, me parece que a Pedro le tiene comiendo de su mano.


–No te preocupes, las riendas las llevo yo, Patricio.


El pianista suspiró recorriéndola hambriento con la mirada.


–Es una lástima que Pedro no sea el hombre que te conviene. No te aprecia en lo que vales… Al contrario que yo. ¿No te apetece divertirte un rato entre los arbustos?


–Demasiado arriesgado –respondió ella entre risas.


Un brillo desafiante relumbró en los ojos de él.


–Ah, pero, ¿no es el peligro verdaderamente excitante?


–Me temo que el placer no compensa el peligro, Patricio –respondió ella. Sin embargo, parecía estar deleitándose con aquella posibilidad.


–Vamos, Marcela… –la instó Patricio. Siguiendo el ritmo de la música, movió las caderas hacia dentro y hacia fuera para enfatizar su propuesta–. Él ha ido fuera con la deliciosa Paula… ¿Ojo por ojo…?


–Por favor, Patricio… Dudo que se hayan ido a revolcarse entre los arbustos.


–Tienes razón, es más probable que se hayan ido a alguna habitación… –insistió él.


Pedro es demasiado puritano como para engañarme.


–¿Y no te resulta aburrido? De cualquier modo, sí que debe estar en una habitación –dijo. Ella enarcó las cejas extrañada–. Paula me dijo hace ya rato que quería subir a ver cómo estaba el niño. Parece ser que Isabella los ha invitado a ella y a su hijo a pernoctar aquí para que no viajen de noche… –explicó.


–¡Esa vieja bruja! –exclamó Marcela irritada–. Está tratando de crear problemas entre Pedro y yo.


Patricio no dudó en atizar las brasas:
–Sin duda tu prometido estará ahora inclinado sobre la camita del pequeño, emocionado por su dulce inocencia, pensando en cómo será cuando él tenga su primer hijo mientras…


–¡Cállate, Patricio!


El pianista se rio con la malicia del mismísimo diablo.


–…Mientras nosotros conspiramos.


Tomándola de la mano, ejecutó una complicada secuencia de pasos que acabó con ella entre sus brazos, casi tendida sobre el suelo de la pista de baile. Era un bailarín tan espectacular y divertido, pensó Marcela riéndose mientras él volvía a ponerla de pie. Echaba de menos aquella clase de diversión. Con Patricio no podía tomarse nada en serio, pero precisamente ahí radicaba su encanto. Pura diversión sin ningún compromiso, diversión y nada más.


Se detuvieron al llegar al final del salón y, sin soltarle la mano, Patricio la condujo a los jardines susurrando en su oído:
–Ven, echaremos una caña al aire antes de que te pongan alrededor de ese precioso cuello la soga de la familia Alfonso…


Sabía que no debía ir con él, pero lo hizo.


****



Pedro sabía que debía regresar al salón de baile, aunque solo fuera por mantener las apariencias. Marcela estaría subiéndose por las paredes por su prolongada ausencia, y no quería que la gente comenzase a murmurar sobre su salida a los jardines con Paula. Sería un canalla si dejara que su buena reputación se mancillase por su culpa.


Sin embargo, la sola idea de volver a la fiesta y verse obligado a unirse a conversaciones insustanciales se le antojaba insoportable. No le sería difícil inventar alguna historia, pero tampoco quería tener que explicar nada. Lo cierto era que se sentía muy incómodo por lo que había hecho con Paula…, y por lo que había sentido.


El control que se había autoimpuesto parecía estar torturándolo físicamente. Era como si cada músculo de su cuerpo le doliera, como si estuvieran contraídos por una tensión que no hubiera logrado liberar. Lo mejor sería dar un paseo. Después de todo, necesitaba estar solo para pensar



*****

–Seguro que no llevas nada debajo de ese vestido –dijo Patricio con picardía. Deslizó su mano hacia la cintura de ella acariciándole la cadera, con la sensual maestría que lo caracterizaba.


–Para ya, ¿quieres? –le espetó Marcela. Sin embargo, no hizo nada por detener el sobeteo del pianista, cuya mano había descendido hasta las nalgas para comprobar si en efecto llevaba o no ropa interior.


A Marcela no la tomó por sorpresa que se tomara semejantes libertades. Solía hacerlo con todas las mujeres y, en cierto modo, siempre la excitaba ser el objeto de deseo de un hombre. Además, no había nadie por allí. La mayoría de la gente que salía para fumar o para tomar un poco de aire fresco se iban al cenador, al otro lado del salón de baile.


–Lo sabía, no llevas absolutamente nada –confirmó Patricio tras su somera exploración–, lo cual significa que estás totalmente dispuesta para mí.


Rodeando un frondoso seto de hibiscos en flor, le indicó un banco.


–¿Qué te parece? Excitante, ¿no crees? Tú te sientas, yo me agacho… El seto te cubre hasta la cintura, así que nadie me verá y, de todos modos, tú puedes vigilar por encima del seto por si sale alguien del salón de baile mientras jugamos un rato…


–Eres incorregible, Patricio –replicó ella. Sin embargo, el riesgo de ser descubiertos la excitó aún más.


–Lo sé, pero es que no sabes cómo me ponen las bodas…


–No te necesito para el sexo, Pedro es increíble en la cama –lo picó ella. No obstante, hizo lo que Patricio había sugerido, recostándose en el banco, los brazos extendidos sobre el respaldo, como si estuviera descansando. Fuera por el frío aire de la noche o por la excitación del juego, de pronto notó que se le habían endurecido los pezones.


Patricio también parecía haberlo advertido, y le acaricio los senos mientras le susurraba seductoramente:
–¿No hay nada como un poco de infidelidad, eh? –dejó caer las manos para levantarle la falda del vestido–. Apuesto a que por aquí abajo ya estás húmeda y calentita para mí…


–No debería hacer esto…


–Tú no vas a hacer nada, cariño. Simplemente, relájate y háblame. Será algo distinto para variar, un desafío, tener que estar a dos cosas a la vez –respondió Patricio sonriendo con malicia e introduciendo una mano entre sus muslos–. No sé cómo quieres casarte con Pedro Alfonso, es asquerosamente honrado.


Marcela tardó un buen rato en retomar el aliento para contestar:
–Ese es el problema, Patricio, que tú no eres nada honrado, ¿qué iba a hacer contigo si un día me encontrara en apuros?


–¿Estamos hablando de dinero? –inquirió él bajándose la cremallera de la abultada entrepierna del pantalón.


–Bueno, desde luego Pedro posee una sólida fortuna, y su familia tiene un estatus de prestigio que impulsaría mi carrera como diseñadora. Esas son cosas que tú no puedes darme, querido.


–Ah, pero puedo darte esto…



*****

Pedro no sabía cómo había aguantado a lo largo del resto de la fiesta. Los minutos pasaron inexorables y tortuosos hasta que finalmente llegó el momento en que los novios se despidieron.


Había estado conteniéndose hasta el límite de lo imposible teniendo que mantener cara de póquer ante la euforia de Marcela.


En cuanto el coche de los recién casados se alejó, arrastró a su prometida del brazo hasta su automóvil.


–¡Eh, la fiesta todavía no se ha acabado! –protestó ella.


–Pues nosotros nos vamos –contestó él con aspereza.


–¿Se puede saber qué es lo que te pasa, Pedro? –exclamó Marcela exasperada–. Has estado toda la noche de lo más aburrido. ¿Te encuentras mal o qué?


–Exactamente.


–Pues podrías habérmelo dicho antes.


–Ya te lo estoy diciendo ahora.


Marcela resopló con fastidio por el inesperado fin de la diversión.


Pedro no dijo nada mientras entraban en el coche, un Jaguar SL, prueba de su «sólida fortuna», ni mientras conducía camino del apartamento de Marcela.


–Entonces… ¿No vas a pasar la noche conmigo? –inquirió Marcela en un tono impaciente. Probablemente se arrepentía de no haber hecho un plan alternativo con Patricio Owen.


–No, no pasaré contigo esta noche…, ni ninguna otra –le espetó él deteniendo el coche frente al bloque de pisos de Marcela.


–¿Qué quieres decir con eso? –respondió Marcela lanzándole una mirada iracunda.


–Quiero decir, que rompo nuestro compromiso… En este mismo momento –respondió Pedro. Puso el motor en punto muerto y giró la cabeza hacia ella. La mirada en sus ojos era gélida–. Lo nuestro se acabó, Marcela. No estamos hechos el uno para el otro.


–¿Qué?, ¿y qué te ha hecho cambiar de opinión de repente? –replicó ella furiosa por aquel brusco anuncio.


–Muchas cosas, pero yo diría que la gota que ha colmado el vaso ha sido escuchar de tus labios cómo le explicabas a Patricio Owen que te ibas a casar conmigo por mi «sólida fortuna» y el prestigio de mi familia.


Marcela se quedó boquiabierta un instante por el shock, pero reaccionó rápidamente:
–Oh, vamos, Pedro… –balbució–, no estaba hablando en serio… Ya sabes lo superficial que es Patricio… Él no entiende de sentimientos –le aseguró alargando la mano para acariciarle el muslo–. Tú sabes que te quiero.


Pedro apartó aquella mano experta, que sabía cómo administrar las más enloquecedoras caricias, colocándola de nuevo en la falda de ella.


–Estaba dando un paseo por los jardines cuando, a través del silencio de la noche, llegaron a mis oídos no solo vuestras palabras, sino también otros sonidos… No quería montar una escena, así que volví a la fiesta.


No pudiendo negar aquello, Marcela alzó la barbilla desafiante.


–Patricio y yo éramos amantes antes de que te conociera, Pedro. No ha vuelto a haber nada entre nosotros desde entonces, ni lo volverá a haber. Solo fue…


–No me lo digas… Estabais rememorando los viejos tiempos, ¿o era una despedida un tanto cariñosa? –le espetó Pedro ásperamente.


–Ha sido solo sexo, no ha significado nada para mí –replicó ella.


–Oh, sí, claro, ¿qué más da? Un pequeño desliz de vez en cuando…, cuando te invade la necesidad de serme infiel –contestó él sacudiendo la cabeza–. Marcela, esa no es la clase de matrimonio que yo tenía en mente. Es mejor que a partir de ahora sigamos caminos separados.


–¿Para qué? ¿Para que puedas llevarte a Paula Chaves a la cama sin remordimientos? –se burló ella.


Pedro no respondió al instante. En el fondo, aunque no era esa la razón que lo había llevado a romper el compromiso, lo cierto era que sí deseaba a Paula. ¿Le había sido él también infiel aunque solo hubiera sido de pensamiento? Marcela interpretó su silencio según la máxima de «quien calla, otorga», y volvió a la carga:
–No seas estúpido, Pedro, hazle lo que quieras hacerle y quítatela de la cabeza.


–Y seguramente eso excusaría tu «pecadillo», ¿no es así? –la reprendió él. ¿Cómo podía haber sentido jamás algo por una mujer que no sabía lo que eran el honor ni la integridad?


–¡Oh, por amor de Dios! Es como cuando se te antoja algo dulce. Te tomas un chocolate en un momento dado porque caes en la tentación, pero una vez has satisfecho ese capricho, vuelves a comer cosas sanas, porque sabes que, a la larga, es lo que te conviene. Es solo una cuestión de perspectiva…


–Gracias por explicarme tu punto de vista –respondió él–. Perdona que no lo comparta –respondió él furioso. ¿Acaso no se daba cuenta de que con esa actitud despreocupada solo le daba más motivos para alejarse de ella?


–Al menos yo soy honesta –continuó pinchándolo–, yo dejé atrás a Patricio en el momento en que regresé dentro. Tú, en cambio, sigues muriéndote por esa cantante, y la frustración de no haber satisfecho tu deseo te está volviendo loco. Ahora quieres pagarlo conmigo solo porque yo he hecho lo que tú hubieras querido hacer.


¿Cómo podía…? Él no habría usado a Paula de esa manera…, jamás. Se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche, dando la vuelta para abrir la puerta de Marcela. No quería seguir hablando ni un segundo más.


–No pienso salir hasta que hayamos aclarado esto –dijo ella furiosa al ver que sus pullas no tenían el efecto deseado.


–Hemos terminado, Marcela, no tengo nada más que decirte –la cortó él. No iba a darle opción a que siguiera tratando de hacerle ver que todo estaba bien, que era un mojigato.


Ella lo miró fijamente, como desafiándolo a obligarla a salir del automóvil, pero él se negó a picar el anzuelo.


Marcela comprendió finalmente que no tenía sentido esforzarse por convencerlo. Con un suspiro de mártir, se desabrochó el cinturón y salió del coche, poniéndose de pie con un ligero contoneo, como si quisiera recordarle lo sexy que podía ser con un pequeño incentivo.


–Pues no pienso devolverte la sortija de compromiso –ronroneó–, sé que reflexionarás sobre esto y te darás cuenta de que tengo razón.


–Quédatela –respondió él. ¡Cómo si eso le importara!–. Pero no pienses ni por un minuto que voy a darte otra oportunidad, esto se ha acabado –le aseguró él cerrando la puerta del coche.


–Ese estúpido orgullo tuyo no calentará tu cama por las noches, Pedro.


–Prefiero eso a toda una ristra de Patricio Owens –respondió él–. ¿Quieres que te acompañe hasta la puerta? –ofreció señalando el edificio.


–No, creo que me quedaré aquí para verte marchar –le dijo con una sonrisa burlona–. ¿Quién sabe?, puede que cambies de idea a mitad de camino y des media vuelta.


Era ella quien había rechazado aquel gesto de cortesía, y no iba a insistir. Pedro le hizo una fría inclinación de cabeza.


–Adiós –le dijo. Y, sin una palabra más, se metió en el coche, dejando a Marcela Banks fuera de su vida. Ni siquiera miró hacia atrás en el espejo retrovisor.


En ese momento no pensaba tampoco en Paula Chaves, que se había quedado en Alfonso’s Castle invitada por su abuela. Solo quería ir a casa.