miércoles, 3 de marzo de 2021

UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 46

 


Después de un largo silencio los dos hablaron a la vez.


—Tengo un problema… —empezó ella.


—No sé qué hacer con las cenizas de mi abuela —espetó él.


—¿Disculpa?


—¿Qué?


La situación era tan ridícula que Hailey se echó a reír.


—Tú primero.


—He dicho que no sé qué hacer con las cenizas de mi abuela.


—¿Dónde están ahora?


—Encima de mi escritorio. En casa, pero no puedo dejarlas ahí para siempre y no sé dónde ponerlas.


A ella le había ocurrido lo mismo después de la muerte de su padre y había terminado tirándolas al mar. Había pensado que eso le habría hecho feliz, ya que sus restos acabarían repartiéndose por todo el mundo.


No obstante, Aurora Neeson era una persona completamente diferente.


—No conocí a tu abuela. ¿Había algún lugar que le encantase?


Pedro frunció el ceño.


—No se me ocurre ningún lugar especial. Ese es el problema. Solía estar en casa, cuidando del jardín, que fue grandioso en su día. Cuando yo era niño, íbamos de vacaciones, pero mi abuela lo hacía por mí.


Pedro, me parece que ambos sabemos dónde querría tu abuela que enterrases sus cenizas. En el jardín de Bellamy.


Él no la contradijo. Tenía razón. Era obvio.


—Solía contarme cómo había planeado el jardín con mi abuelo, conocía todos sus árboles, cada una de sus flores. Plantaron el serbal en la parte trasera para que las bayas atrajesen a los pájaros.


—¿Y no te parece que es el lugar perfecto para que descanse eternamente?


—¿Y si alguien lo corta y pavimenta todo el jardín? ¿Cómo me sentiría yo?


—Lo único que puedes hacer es hacerlo lo mejor posible, Pedro.


—Supongo que tienes razón. Lo pensaré —respondió él—. ¿Qué me ibas a decir tú? ¿Algo acerca de un problema?


—Ah… ahora me parece una tontería.


—¿Más tontería que la mía, que te he preguntado dónde poner las cenizas de mi abuela?


—Bueno, de acuerdo, te lo contaré. Tengo un problema que creo que he tenido desde hace mucho tiempo. Como de niña viajamos mucho, me acostumbré a encajar bien en todas partes. Por eso se me da bien vender. Aprendí a conectar con otras personas rápidamente. Fue mi manera de sobrevivir.


Pedro asintió.


—El secreto para poder empezar de cero una y otra vez es no encariñarse con nada ni nadie —le contó—. ¿Me entiendes?


Pedro volvió a asentir.


—Hice muchas amigas por el camino. Niñas con las que después no seguí en contacto y a las que no reconocería si las viese ahora. Nos íbamos de un sitio y yo utilizaba toda mi energía para sobrevivir en el siguiente. No podía malgastarla en el pasado.


—Te entiendo. No sé si sabes que levantas la voz cuando hablas de este tema.


Ella se llevó la mano a la garganta. Se la aclaró varias veces.


—Te cuesta hablar de ello, por eso levantas la voz —le dijo él.


Paula asintió, sorprendida de que Pedro se hubiese dado cuenta.


—¿Por qué es eso un problema? Parece que lo has superado. Es evidente que eres muy amiga de Julia.


Ella sonrió.


—Julia es la mejor amiga que he tenido, aunque se ha tenido que esforzar mucho para conseguir llegar a mí. Fue ella la que me aconsejó que fuese a terapia —le contó, volviendo a ponerse seria—. El problema no es ese. El problema es que no puedo hacer eso con los hombres.


—¿Eso, a qué te refieres exactamente? —le preguntó él, confundido.


—Me refiero a que con los hombres sí que me encariño. Y demasiado pronto. Debo tener cuidado con mi corazón.


Pedro sintió algo extraño en su propio pecho, algo parecido a dolor. Era la primera vez que le ocurría. De repente, le apretaba el cuello de la camisa. Se inclinó más hacia la puerta.


—¿Me estás diciendo…?


Ella negó con la cabeza.


—¿Que estoy enamorada de ti? No. Lo que te estoy diciendo es que tengo que tener cuidado si no quiero estarlo —le respondió, suspirando.


Pedro abrió la boca, la volvió a cerrar. Se quedó pensativo.


—¿Por eso dices esas tonterías de que tienes que centrarte en tu carrera ahora y que ya encontrarás a alguien en un futuro?


—Lo digo sobre todo para protegerme. Lo cierto es que, si alguien de la ciudad se interesase por mí y fuese un hombre con ganas de establecerse, me interesaría.


—¿Como el tipo que ha ido hoy a ver la casa?


Ella se humedeció los labios.


—En teoría.


—Te ha pedido salir, ¿verdad?


Paula se maldijo. No se le escapaba nada.


—Sí.


—Entonces, tienes razón. Eso es un problema.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 45

 


Paula estaba furiosa y se lo hizo saber de camino a la fisioterapeuta.


—No soy un taxi.


—Podrías haberme dicho que no.


—¿Y permitir que mi cliente pensase que soy una desalmada? No, gracias.


—Lo siento. ¿Cuál era su historia?


Ella lo miró con el ceño fruncido.


—¿Por qué me lo preguntas?


—Yo vendo mi casa y él quiere comprar una. Me pregunto si puede ser un serio candidato. Eso es todo.


—Es consultor de la industria petrolífera. Viaja por Oriente Medio, México, Texas, Alberta, por todas partes. Quiere instalarse en Fremont porque su familia vive por la zona.


—¿Cómo se llama?


Paula dudó antes de responder:

—Patricio Thurgood.


Pedro se golpeó la rodilla durante media manzana.


—Me ha parecido que estaba más interesado en ti que en la casa —dijo por fin.


Ella no se molestó en contarle que el nuevo cliente había ido directamente a la oficina y, después de verla a ella, le había preguntado a la recepcionista si era agente inmobiliaria y su nombre. Después, había preguntado si podía ser su cliente.


El método había sido poco ortodoxo, pero al fin y al cabo era un cliente nuevo que quería comprar una casa grande en un buen barrio. Se había dado cuenta de que la miraba con interés y eso la había halagado, pero ella era ante todo una mujer de negocios y él, el cliente ideal.


No como el que tenía en esos momentos a su lado.


Se giró a fulminarlo con la mirada.


—Creo que es una posibilidad —le dijo—. No lo estropees.


—No voy a…


—Siempre que ha habido una posibilidad, lo has estropeado todo.


—No es cierto.


—Sí que lo es.


—No quiero que compre la casa alguien que no vaya a ser feliz en ella.


—Y nadie te parece bien.


Pedro frunció el ceño.


—Solo quiero encontrar a las personas adecuadas, eso es todo.


Ella lo miró. Parecía cansado y casi no la miraba. Se imaginó el motivo.


No tenían que haberse acostado.


Suspiró.


—¿Te acuerdas de cuando me amenazaste con despedirme?


—No iba a hacerlo —respondió él, mirándola a los ojos.


—A lo mejor soy yo la que abandono.


—Mira —le dijo Pedro—, es que tengo un mal día. Lo siento. No tenía que haberte pedido que me trajeras. No sé… cómo hacer esto. Contigo.


Paula suspiró.


—No. La que lo siente soy yo. Tendría que haberme ofrecido a traerte. De verdad que no me importa. Es solo… estoy…


Se giró a mirarlo y sus ojos dijeron lo que no podía decir con palabras.


Detuvo el coche delante de la clínica de fisioterapia. Pedro no se bajó.


Ella lo miró. Ambos parecían estar igual de perdidos. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no tomar su rostro y decirle que seguiría allí cuando terminase con la fisioterapeuta, que lo llevaría a su apartamento, o que iría con él a su casa. Su insensato corazón ya estaba intentando encariñarse con un hombre que no quería compromisos.




UN EXTRAÑO EN LA CAMA: CAPÍTULO 44

 


El mismo instinto que le había hecho volver a casa le dijo que dejase la cámara de fotos en el garaje antes de entrar. Oyó voces en el piso de arriba y agarró el bastón con fuerza al imaginarse a aquel tipo en su dormitorio con Paula. Decidió utilizar el bastón como disfraz, apoyándose en él más de la cuenta y exagerando el cojeo, para parecer débil e inofensivo.


Se dirigió al pie de las escaleras.


—Hola, ya estoy aquí —anunció.


Las voces cesaron y Paula no tardó en aparecer en lo alto de la escalera.


—Pedro, ¿qué estás haciendo en casa? —le preguntó en tono amable, pero frío al mismo tiempo.


—Tengo una cita con la fisioterapeuta y me duele la pierna demasiado para conducir. Me preguntaba si podrías llevarme tú cuando hubieses terminado aquí.


—Esto… yo… —balbució ella.


—Si no te viene mal —añadió él.


—De acuerdo, pero espera a que hayamos terminado.


El supuesto cliente apareció a sus espaldas.


—Hola —lo saludó Pedro en tono amistoso—. Soy el dueño, si tiene alguna pregunta. Nadie conoce la casa como yo.


—Gracias. Es muy bonita —respondió el otro hombre.


—Por supuesto, pero demasiado grande para una persona sola, por eso la vendo.


—Sí. Mi hermana es madre soltera. Sus dos hijos y ella viven conmigo. Por ahora estamos bien. Aunque, por supuesto, cuando yo me case y forme una familia —continuó, mirando a Paula—, aquí habrá espacio para dejarle una habitación a mi hermana en el piso de abajo. Para que todos tengamos intimidad.


Su actitud era amable, pero su mirada, fría, y Pedro tuvo la impresión de que lo estaba estudiando. Conocía la sensación porque él estaba haciendo lo mismo.