lunes, 28 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 20





Pedro había pensado más de una vez en ir hasta el rancho de Mario para ver lo que ocurría, pero se había contenido porque sabía que era una reacción infantil y no quería dar ideas equivocadas a la gente.


Pero estaba de muy mal humor.


Por primera vez en meses, había tenido una tarde entera sin llamadas, lo que implicaba que había estado solo todo el tiempo. Disfrutando de la tranquilidad como solía hacer antes de que llegara Paula. Como a él le gustaba.


El reloj del vestíbulo dio la hora. Fuera ladró un perro. Un coche pasó de largo. La casa crujió.


Pedro se acercó a la ventana y miró un rato la calle. Volvió a su mesa y miró con rabia el diario médico que intentaba leer. 


Un minuto después, la casa se estremeció de un portazo, oyó voces de niños y el llanto de Ana. Y Paula reía por encima de todo aquello.


Resistió el impulso de salir corriendo a recibirlos.


—¡Doctor! ¡Doctor! — Karen entró en su despacho con las mejillas coloradas y el pelo rubio revuelto y se subió a sus rodillas. Olía a aire frío, a champú infantil y a su madre—. Tenemos calabazas gigantes y hemos montado en poni y había gatitos en el granero y el tío Mario ha dicho que podemos llevarnos uno cuando mamá tenga su casa...


—¡Karen! —Paula apareció en el umbral con Ana en los brazos. Las tres chicas llevaban monos vaqueros —. Deja en paz al doctor.


Tenía los ojos brillantes, casi tanto como su sonrisa. Se apartó un mechón de pelo de la cara con gesto relajado. Lo había pasado bien esa tarde con Mario.


¿Y por qué quería él privarla de unas horas de placer inocente?


—Espere que dé de comer a Ana —dijo ella—. Y he dejado hamburguesas descongelándose. ¿Prefiere espaguetis o tacos?


—Lo que tú prefieras —repuso él, cortante. Al ver la mirada confusa de ella, se forzó a preguntar— : ¿Lo has pasado bien?


—Muy bien. Y Mario me ha prestado el mantel que usabais en las fiestas para la comida de Acción de Gracias.


—¡Oh, Dios mío!


—No muestre tanto entusiasmo —sonrió ella—. ¿Ha invitado ya a Hector?


—No. No he tenido ocasión.


—Bueno, todavía hay tiempo —miró a los niños—. Podéis ver la tele un rato mientras amamanto a Ana y luego cenaremos tacos.


Salieron los tres entre gritos.


Y volvió el silencio, aunque no tan intenso como antes. Pedro los oía todavía en la otra parte de la casa, sentía su presencia a su alrededor, dentro de él. Se acercó de nuevo a la ventana y miró al exterior hasta que su cerebro dejó de hacer el tonto y decidió cooperar.


Paula Chaves era la clase de mujer que había nacido para casarse, aunque no con él, sino con alguien que la apreciara y no sintiera su presencia como una invasión. Y él esperaba que encontrara pronto a alguien, porque cada día la deseaba más y eso no era bueno.


No era bueno querer lo que no se podía tener. Y todo sería mucho más fácil si ella se interesaba por otro. Un hombre sólido y estable que pudiera estar a su lado todas las noches y ser un marido de verdad.


Que la amara como ella merecía que la quisieran.


Durante la cena, Paula sólo podía pensar en su conversación con Mario y en que Pedro parecía estar muy raro y no dejaba de mirar a los niños como si quisiera memorizar sus rasgos.


Pero a ella apenas la miraba.


Cuando Noah y Karen terminaron la comida y fueron a la sala de estar a ver su media hora de tele antes de acostarse, ella empezó a recoger la mesa.


—¿Tanto lo ha molestado que haya ido a casa de su hermano? —preguntó.


Pedro pareció sobresaltarse. Se levantó también y la ayudó a meter los platos en el microondas que había comprado la semana anterior.


—¿Por qué iba a molestarme? A donde vayas no es asunto mío


—¿Ni siquiera a casa de Mario?


—No.


Paula se puso de puntillas para alcanzar un recipiente para el queso que había sobrado. Pedro se acercó a ayudarla y sus cuerpos se rozaron un segundo. Pero bastó para que las hormonas de ella se pusieran en acción.


—No sé por qué le digo esto —comentó, alejándose—, pero le juro que no hay nada ahí. Mario me cae bien, pero no me atrae.


—Paula —la miró a los ojos —. No me importa que veas a mi hermano.


Volvió a los platos y ella lo miró confusa. Mario tenía razón, Pedro necesitaba dejar entrar a otra mujer en su vida. 


No a ella, claro, pero sí a alguien. Quizá actuaba raro porque tener niños cerca lo había hecho darse cuenta de lo mucho que había sacrificado por su carrera.


Contuvo el aliento. Tal vez ella había llegado allí para salvarlo de su soledad... tenía que haber al menos una mujer soltera por allí lo bastante altruista para casarse con un médico rural.


—¿Estás bien? —preguntó él.


Paula lo miró a los ojos.


—Muy bien —se secó las manos en un paño de cocina—. ¿Qué tal se le da vaciar calabazas?







NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 19




—Es muy hermoso —Paula acarició el mantel de encaje que llevaba doblado al brazo y miró al hermano pequeño del doctor—. ¿Seguro que no te importa prestármelo?


Habían recorrido la granja acompañados por un par de pastores australianos, un collie y otro perro de varias razas mezcladas. Luego los niños montaron en poni y ahora estaban en la parte de atrás, en un extremo del huerto que cultivaba Ethel, el ama de llaves de Mario. En la tierra no quedaban ya muchas cosas en esa época, pero todavía había lechugas de invierno, coles de Bruselas y calabazas. Y los niños inspeccionaban estas últimas una por una con ayuda de los perros.


—Nadie lo ha usado desde que murió mamá —dijo Mario—. Está ahí recogiendo polvo. Y gracias por invitarme.


—De nada.


—¿Qué le ha parecido la idea a Pedro?


—No lo sé, aunque creo que piensa que estoy loca.


Mario se echó a reír.


—¿Sabes? No estaba seguro de que vinierais hoy.


Paula miró a los niños.


—Yo tampoco.


—¿Y por qué habéis venido?


—Porque he pensado que a los niños les gustaría. Y porque... —se ruborizó.


—¿Porque Pedro te dijo que no vinieras?


—No me lo dijo. Por lo menos con esas palabras.


Mario se echó a reír.


—¿Podemos llevarnos ésta? —preguntó Noah, señalando una calabaza muy grande.


—Claro que sí. Ayuda a tu hermana a elegir otra y las cargamos en el coche de tu madre.


Los niños se alejaron un poco más.


—O sea que has venido para provocar a mi hermano —dijo Mario.


—¡Claro que no! Bueno, un poco sí. ¿Y qué tiene tanta gracia?


—Nada. Sólo que creo que me gustará tenerte de cuñada.


—Cuña... —Paula lo miró sorprendida—. Te has vuelto loco. ¿Por qué dices eso?


—Por la actitud de mi hermano, por ejemplo.


—Sólo se muestra protector, porque...


—¿Porque trabajas para él y vives con él. ¡Ah, vamos! Él no advierte a otras mujeres en mi contra. Y tú vas lo provocas adrede. ¿Qué nos dice eso?


—¿Qué soy libre de ir adonde quiera?


—No. Que quieres darle celos.


—¡Eso es una locura!


Los ojos verdes de Mario brillaban como esmeraldas.


—Olvidas quién es el experto aquí. No hay ningún juego entre hombre y mujer que yo no haya jugado en algún momento —se inclinó hacia ella—. Conozco todos los movimientos y sé que mi hermano no ha mirado a una chica como a ti desde... —se detuvo.


—¿Susana?


—¿Lo sabes?


—Lo que me ha contado Ines. Tu hermano no habla de ella.


—No, claro —sacó una navaja para cortarle el rabo a la calabaza elegida por Noah—. Lo siento, pero ni él ni Hector llevan una vida normal. Y si tú puedes hacer que su corazón lata otra vez...


Cargó la calabaza en la carretilla con un gruñido.


—Olvidas algo importante —dijo ella.


Mario empujó la carretilla en dirección a los niños.


—¿Cuál?


—Que estás loco.


Mario se echó a reír. Paula lo siguió.


—Vale, puede que sea hora de que tu hermano salga de su caparazón, pero yo no soy mujer para él.


Mario cargó la segunda calabaza en la carretilla.


—¿Por qué dices eso?


—Soy mucho más joven. Él es médico y yo... yo sólo puedo oír cierta cantidad de música clásica antes de ponerme a gritar.


—Sí, ésa es una objeción —sonrió él.


Paula acercó el mantel a su pecho y frunció el ceño.


—No negaré que me gusta —dijo—. Ha sido muy bueno con nosotros. Pero eso no cambia nada. En todo caso, tengo que irme de su casa antes de que...


—¿Antes de qué?


Ella movió la cabeza.


—En otro tiempo creía en los sueños, pero he aprendido que no tiene sentido desear que las cosas no ocurran. La gente no puede evitar ser como es y ningún sueño va a cambiar eso. No sé lo que pasó entre Susana y él, pero creo que sigue sufriendo por ella.


Mario guardó silencio un momento.


—Yo tengo algo que decir sobre sueños — señaló la casa por encima del hombro—. Mi padre soñaba con comprar esta granja cuando aún no tenía ni dos chelines a su nombre. Yo soñé con convertirla en un rancho de caballos aunque nadie creía que lo conseguiría. No, los sueños no se hacen realidad por desearlos, pero pueden ser la chispa que haga que ocurran cosas. Aunque sólo tengan sentido para nosotros mismos, eso no les quita valor. Y sin ellos, es mejor morir.


Habían llegado al coche. Mario abrió el maletero para cargar las calabazas. La joven miró los pastos.


—Quieres a tus hermanos, ¿verdad?


—No me lo ponen muy fácil, pero sí. Eran mis ídolos de niño y me pone enfermo ver lo que ha sido de ellos en los últimos años. Me gustaría verlos felices.


Paula lo miró.


—¿Y cuáles son tus sueños ahora, Mario Alfonso?


El sonrió.


—Ah, mi mamá me dijo que a veces tienes que conservar tus sueños cerca de tu corazón, cuidarlos y saber que florecerán a su tiempo — le guiñó un ojo—. Siempre que no renuncies a ellos.










NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 18




Al día siguiente, Paula pidió la llave al agente inmobiliario que llevaba la casa de Emerson y fueron todos a verla. Las casas eran más pequeñas en aquella parte del pueblo, pero el barrio no estaba mal. Paula tenía esperanzas de que, una vez arreglada, la casa quedaría tan bien como las demás de la zona.


Pedro, sin embargo, no parecía muy convencido.


—Hay una mancha en el techo —dijo, y su voz resonó en la habitación vacía y pintada a medias, llena de escaleras, latas de pintura y trapos manchados.


—¿Qué? —preguntó ella.


—Una mancha en el techo.


Paula miró el punto que señalaba.


—Parecer ser que las tuberías del baño se han roto un par de veces, pero dicen que ya están arregladas y ahora sólo tienen que reparar los daños.


El médico miró a su alrededor.


—Parece pequeña.


—Bueno, comparada con la suya, supongo que sí. Pero para nosotros está bien. Aquí abajo hay dos habitaciones y un porche cerrado, además de la cocina; y arriba hay tres dormitorios y un baño.


Pedro miró la estancia vacía.


—¿Los muebles están en un almacén?


Paula se ruborizó.


—Hay una mesa de cocina y sillas y algunas camas arriba. Podemos vivir un tiempo sin muebles en la sala...


Algo chocó encima de ellos y el techo tembló. Karen gritó y el médico salió corriendo y subió las escaleras de dos en dos.


Paula sacó a Ana del cochecito y lo siguió con el corazón en la boca.


—No pasa nada —dijo Pedro cuando la vio—. Se ha caído una escalera —miró a los niños con el ceño fruncido—. Aunque no creo que haya sido sola — su voz era más severa que de costumbre y Noah retrocedió hasta llegar al lado de su madre.


Karen, siempre servicial, señaló a su hermano.


—Ha intentado subir y se ha caído.


—Sí, eso suponía —Pedro dio un paso hacia Noah, que se pegó con fuerza a su madre.


—Ha sido un accidente —dijo con voz temblorosa—. Yo no quería. Por... por favor, no te enfades.


Pedro miró un instante a Paula y se acuclilló delante de él.


—No estoy enfadado —dijo con gentileza—. Simplemente no quiero que juegues con algo que puede hacerte daño.


—Pero tú eres médico. Puedes curar a la gente que se hace daño.


La mirada de Pedro se ensombreció.


—No siempre. Soy médico, pero no mago. Y por eso siempre es mejor evitar los daños que curarlos —se levantó y le puso una mano en el pelo—. Pero no importa lo que te diga o cómo lo diga, nunca debes tener miedo de mí, ¿vale?


Noah esperó un segundo y asintió con la cabeza. Miró a su madre.


—¿Puedo ir a jugar con Karen?


—Claro que sí —esperó a que se alejaran y miró al médico—. Gracias —dijo—. Tiene que aprender que hay una diferencia entre ser fuerte y ser malo.


Sus miradas se encontraron y él tragó saliva y pasó a la habitación contigua, donde empezó a golpear las paredes con los nudillos con expresión seria. Paula se echo a reír.


—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó él.


—¿Sabe lo que está buscando?


Pedro frunció el ceño. Los niños bajaron en ese momento corriendo las escaleras y salió al rellano.


—Los escalones pueden ser peligrosos — comentó—. Sobre todo cuando Ana empiece a andar.


—Para eso hay puertas de bebés.


—No siempre funcionan. Hay niños que saltan por encima.


—¡Vamos, doctor Alfonso! —empezó a bajar con exasperación—. ¿Nunca le han dicho que es un agorero?


Pedro la siguió de mala gana.


—¿Cuánto dices que piden?


Paula se lo dijo.


—¿Y seguro que estará lista para Año Nuevo?


—Me han dicho que sí. Y hablando de fiestas... —respiró hondo—. Quería preguntarle si puedo prepararle la cena de Acción de Gracias como un modo de darle las gracias por lo que ha hecho por los niños y por mí.


Pedro la miró de un modo raro.


—¿Tiene algo en contra de Acción de Gracias? —preguntó ella.


—No, no, es sólo que hace tiempo que no... —se frotó un segundo la parte de atrás del cuello—. Y no quiero que te molestes. Ese tipo de fiestas suelen ser muy atareadas para mí. Accidentes en la cocina, comida en mal estado, indigestiones... —hizo una mueca—. Curar a los heridos después de una discusión familiar.


Paula se echó a reír.


—Vale, vale. Pero también quiero hacerlo por los niños —miró a Ana, que intentaba meterse el puño en la boca—. Hace mucho que no celebran nada.


—De acuerdo —repuso él—, pero no puedes contar con que yo no tenga que salir.


—Lo sé. Hay una cosa más.


—¿Cuál?


—Ya que soy yo la que cocina, ¿le importa que invite a otras personas, como Mildred o Ines?


—Invita a quien quieras.


—¿A sus hermanos también?


Pedro frunció el ceño.


—Mis hermanos y yo no hemos celebrado nada juntos desde hace diez años.


—Pues ya va siendo hora —se acercó al cochecito—. Usted invite a Hector y yo invitaré a Mario cuando vayamos el sábado al rancho.


El médico apenas le dirigió la palabra durante el camino de vuelta a la casa.