miércoles, 6 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 23




Diez minutos después, cuando terminaron, Martin estaba dormido con una mano sobre el muslo de su padre y la cabeza apoyada en un cojín. Algo se agitó en el corazón de Paula mientras los observaba, un anhelo que no lograba entender.


Por peligroso e imposible que fuera, necesitaba algo de Pedro Alfonso y no sabía qué era. 


Sabiduría, tal vez. Durante el año que había tenido que hacer de único padre había aprendido mucho, mientras que ella se sentía incapaz de creer que hubiera nada sencillo en la crianza del bebé que iba a tener.


Apoyo, compartir... ¿necesitaba ella aquello en su vida? Solo pensar en ello le parecía una receta idónea para atraer el desastre. Ella necesitaba enfrentarse a las cosas, resolverlas, decidir independientemente, no con la ayuda de otro. Sobre todo de alguien como Pedro.


Pero, teniendo en cuenta lo que estaba pensando, la pregunta que hizo a continuación fue la peor que se le podía haber ocurrido.


—¿Cómo... cómo murió tu esposa? ¿Fue algo repentino? —Al ver que Pedro se ponía tenso, o eso le pareció al menos, añadió de inmediato—. Lo siento. No hace falta que contestes. No tenía derecho a...


—No te preocupes —dijo Pedro —. Lo cierto es que resulta bastante poco natural que la gente evite constantemente el tema.


—A mí me pasó lo mismo tras la muerte de mi madre —recordó Paula en voz alta—. La gente se comportaba como si nunca hubiera existido.


—Es horrible, ¿verdad? Cuando muere alguien a quien queremos, lo que nos gusta es recordarlo. 


—Lo sé.


—Suelo hablarles a los pequeños de ella. Solo les cuento cosas bonitas, por supuesto. Miramos fotos y ellos señalan a su madre y dicen «mamá». Pero algún día tendrán que saber lo que pasó. Fue... —Pedro se interrumpió y movió la cabeza—. No debería haber sucedido. Barby desarrolló una diabetes gestacional durante el embarazo. Suele sucederles a algunas mujeres. Al principio lo llevó bien, pero luego leyó ese libro... —rio con amargura—. Ese debe ser el motivo por el que tengo manía a cierta clase de libros. Me gustan las novelas policíacas porque no pretenden tener grandes respuestas. El caso es que a Barby se le metió en la cabeza que podía controlar su diabetes a base de dieta y ejercicio. Empezó a asistir a las reuniones de un grupo de sanación alternativo y no me dijo que había dejado de tomar la insulina. Un día, cuando volví del trabajo, la encontré en coma en el suelo del baño.


Paula reprimió un gemido de consternación.


—La ambulancia llegó enseguida, pero ya era demasiado tarde. No pudieron hacerle salir del coma —Pedro agitó de nuevo la cabeza—. Y yo sigo enfadado.


—¿Con ella? —susurró Paula.


—Sí. Con ella. Con el libro, la dieta y el grupo. Conmigo mismo. No entiendo cómo pude contarte aquel día lo de mi sentimiento de culpabilidad.


—No tienes por qué...


—Quiero hacerlo. Ahora necesito decirlo. Solo lamento que seas tú la que tenga que escucharlo, porque es más feo de lo que me gustaría —Pedro se echó el pelo atrás con una mano y luego se masajeó un momento las sienes con los dedos—. Es obvio que no debería haber pasado. Si yo no me hubiese sentido tan triste en nuestro matrimonio, si no hubiera estado ya enfadado con ella por haberse quedado embarazada... ¡Porque admitió que lo hizo a propósito! Si me hubiera esforzado más en nuestra relación, tal vez ella me habría hablado de la dieta y de lo que estaba haciendo. ¡Debería haber sabido que no estaba tomando su insulina! —se detuvo abruptamente, como si se hubiera puesto un candado en la boca, y suspiró—. Sí, su muerte fue repentina, y ojalá encontrara el modo de llorar su pérdida en lugar de sentirme culpable... —se interrumpió una vez más y buscó la mirada de Paula—. Lo siento. No tenía por qué haberte contado todo esto.


—Estás equivocado respecto a lo de la culpabilidad, Pedro. No puedes salvar a las personas de lo que quieren hacer. Lo sé gracias a Benjamin.


—Supongo que también te habrás dicho a ti misma «si lo hubiera sabido, si hubiera escuchado, si hubiera intentado...»


—Por supuesto. ¿Por qué no me contó Benjamin que su empresa tenía problemas? ¿Por qué huyó? Supongo que a eso puedo contestar. Por codicia. ¿Pero es esa toda la historia?


—Esas preguntas hacen que a veces nos sintamos muy solos, ¿verdad?


—Es una buena manera de expresarlo —asintió Paula.


Hablaron de todo ello un poco más, hasta que Pedro dijo:
—Por esta noche ya hemos terminado, así que...


—Sí, me voy.


—¿Te sientes segura en tu casa?


—No hay ningún indicio de que el tipo sepa dónde vivo. Ha enviado todas las cartas al trabajo —Paula miró al pequeño Martin, que dormía profundamente en el regazo de su padre—. No te levantes. Puedo salir sola.


—No hay problema. Ahora no se va a despertar. Te acompaño hasta la puerta.


Se levantó cuidadosamente con el niño en brazos y lo apoyó sobre su hombro. Paula alzó una mano y acarició sus ricitos. Pedro sonrió.


—Es la mejor vista del mundo, ¿verdad? Compensa por todo el caos.


Paula se limitó a asentir mientras lo seguía hasta la puerta. Sentía que un tremendo abismo los separaba. Probablemente, Pedro era el último hombre del mundo que querría acercarse a una mujer embarazada de otro y con tantos problemas.




SU HÉROE. CAPÍTULO 22





Él le dijo que no tenía por qué hacerlo, por supuesto, pero ella lo hizo de todos modos. 


También le dio tiempo a recoger los juguetes del salón. Mientras lo hacía se preguntó si en el futuro serían así las cosas para ella, o si tendría una niñera que se ocupara de todo aquello.


Ninguna alternativa parecía encajar con cómo se sentía. No quería dejar en suspenso su papel en la empresa de su padre. Este esperaba que en pocos años se pusiera al frente, pero ella no quería ser una de aquellas madres que besaban a sus hijos al amanecer y al anochecer y apenas tenían contacto con ellos entre medias.


—Ya están a punto de caer —anunció Pedro cuando volvió a la cocina—. Martin acaba de aprender a bajarse de la cuna, así que he tenido que poner unos cuantos cojines alrededor. Leonel es un poco más relajado. De todos modos, no me sorprenderé si dentro de un rato oímos pisadas por el pasillo. ¿Empezamos?


Abrió su maletín y Paula no pudo evitar fijarse en la eficiencia con que clasificaba sus papeles. Vio algunos folletos de diferentes sistemas de alarma y un cuaderno lleno de notas escritas a mano.


—¿No tienes un ordenador portátil?


—Intenté funcionar con uno durante una temporada, pero como no paro de ir de un lado a otro, pasaba más tiempo tomando precauciones para que no me lo robaran que utilizándolo.


—Eso tiene sentido —dijo Paula—. ¿Qué te parece si ahora nos ponemos con lo nuestro?


—Por supuesto. Lo primero que tenemos que hacer es diferenciar los temas.


Pasaron veinte minutos trabajando, más que felices de poder mantenerse centrados en un tema más o menos impersonal. Una vez más, la eficiencia de Pedro impresionó y reconfortó a Paula. Tenía que haber alguna seguridad en el hecho de que ninguno de los dos quisiera acercarse al otro más de lo estrictamente necesario.


Pero no era así como se había sentido seis meses atrás, recordó Paula. Entonces, tras sobrevivir al accidente, después de las cosas que se dijeron, ella quiso más. Tal vez una conclusión para lo sucedido. Pero ahora sentía algo distinto.


Estaban a punto de acabar cuando Pedro se interrumpió en medio de una frase y escuchó atentamente en silencio. Paula oyó el ruido de una puerta al entornarse seguido de unos pasitos en el pasillo. Un instante después, Martin entraba en el cuarto de estar.


—¡He bajado, papá! —exclamó, feliz—. ¡He bajado sólito!


Se arrojó en brazos de Pedro y este se echó hacia atrás en el sofá, riendo. Paula no lo había visto reír hasta entonces.


—No tienes ni idea de que esto no me hace mucha gracia, ¿verdad, jovencito? ¡Seguro que crees que estoy encantado con el nuevo truco que has aprendido!


—Y lo estás —dijo Paula, que no pudo evitar acompañarlo en sus risas—. No trates de negarlo porque se nota mucho. ¡Estás encantado!


Pedro la miró por encima de la cabeza de su hijo, sonriente.


—¿Y qué le voy a hacer? Ese es el motivo por el que no puedo tomarme demasiado en serio todos esos libros.


—Explica eso.


—No solo mis hijos no reaccionan casi nunca como dicen los libros, sino que yo tampoco. En estos momentos se supone que debería estar reprendiéndolo, ¡pero mira lo orgulloso que está de su hazaña! Cree que ha hecho una proeza —Pedro abrazó de nuevo a su hijo y lo besó en la frente—. ¿Podrías seguir tú las normas del libro?


—No —Paula rio un poco más—. No, Pedro, tienes razón. No podría.


—¿Tienes sueño, Martin?


El niño abrió los ojos de par en par.


—¡No!


—¿Y qué vamos a hacer ahora? Si vuelvo a meterte en la cuna, seguro que te bajas de nuevo, y entonces vamos a tener una fea batalla.


Paula creyó ver en las palabras de Pedro un fútil intento de dejar definitivamente resueltas las cosas.


—¿Quieres que me vaya? —sugirió, aunque tuvo que reconocer que, incomprensiblemente, no le apetecía que aceptara su ofrecimiento.


—Puede que las cosas se calmen si lo dejo sentado en el sofá mientras acabamos. Ya nos falta poco.


—Me parece buena idea.




SU HÉROE. CAPÍTULO 21





Cuando entraron en la atractiva casa de las afueras en que vivían, Paula se quedó un poco conmocionada al ver el caos reinante. ¿Y la seguridad? ¿Y la higiene? Permaneció en medio del cuarto de estar, frotándose la dolorida espalda mientras los niños se dejaban caer de rodillas para ponerse a jugar de inmediato. 


Pedro se quitó la chaqueta, se arremangó y fue a la cocina.


¡No era posible que se pudiera criar a unos niños de un modo tan informal!


Pero entonces miró con más atención y descubrió cerraduras especiales para niños en varios armarios, topes de goma en las esquinas de las mesas, protectores en los enchufes y una ausencia de suciedad profunda que resultó bastante reconfortante. De hecho, el desorden resultaba de algún modo agradable, decidió con cautela, y en realidad solo consistía en juguetes desperdigados, ropa recién sacada de la secadora, papeles garabateados por el suelo...


Pedro asomó la cabeza y debió leer su expresión.


—Lo siento —hizo un gesto con la mano abarcando la habitación—. Parece que han bombardeado la casa, ¿verdad? Hay días en que no tengo tiempo ni ganas de limpiar. Semanas, más que días.


—¿Puedo echar una mano?


—¿Limpiando? ¡No!


Pedro volvió a la cocina y Paula lo siguió.


—Me refería a la pizza.


—Lo único que tienes que hacer es sentarte —Pedro puso las pizzas en la mesa, colocó platos, vasos y servilletas y luego fue a por los niños. 


Un par de minutos después estaban sentados en sus sillas altas, dispuestos a comer.


Durante todo el proceso, Paula se limitó a observar. Era obvio que Pedro no necesitaba ayuda para arreglárselas. Estaba impresionada. Incluso celosa. Ella ya se sentía aprensiva respecto a cómo cuidar al bebé y aún estaba peleando con conceptos como la puericultura y los modelos de conducta. Al menos tenía la parte práctica totalmente organizada, cosa que le hacía sentirse un par de pasos por delante.


Y había leído más o menos una docena de libros sobre el tema. Pero lo cierto era que no sabía si le habían servido para algo más que para sentirse apabullada con tanta información.


—¿No tienes una asistenta? —preguntó.


—Lo intenté, pero no me gustó. Sentí mi intimidad invadida. Prefiero el caos. Tengo contratada una vez a la semana una de esas empresas de limpieza súper eficientes. Del resto nos ocupamos nosotros tres y así vivimos como nos gusta.


Paula asintió lentamente.


—Así que vosotros tres...


—Sí. Ahora ya sabes que las cosas solo irán empeorando con los años —Pedro sonrió—. Toma un trozo de pizza.


Ella tomó un trozo y, antes de probarla, dijo en tono remilgado:
—Supongo que es una buena táctica para enseñarles a cuidar bien de sus cosas, a mostrar respeto por el espacio de los demás.


Pedro la miró.


—¿En qué libro está eso?


—Hm... No lo recuerdo —Paula se ruborizó ligeramente—. ¿Pero cómo sabías de dónde había...?


—Vi el montón de libros que tenías en la mesilla de noche.


—Ya —Paula debía reconocer que era difícil pasar por alto aquel montón—. ¿Y puedes recomendarme alguno en especial?


—No hasta que haya leído alguno.


Ella se quedó boquiabierta.


—¿No has leído ninguno? —preguntó, sinceramente asombrada.


—Intenté leer un par tras la muerte de Barby —concedió Pedro mientras Paula tomaba un bocado de su pizza—. Los tenía junto a la cama, como tú. Leí tres capítulos de uno y dos de otro. Era como una novela de terror. Luego me pasaba la noche despierto, sudando a causa de los remordimientos de conciencia, convencido de que ya la había fastidiado.


—¡Bromeas!


—Estoy exagerando —concedió Pedro con una sonrisa—. Pero al final decidí que las personas con tanta imaginación como yo y un talento profesional para prever los peores escenarios posibles debían mantenerse apartadas de esa clase de libros por puro instinto de supervivencia. Ahora soy más feliz y ellos también.


—¿Y sabes con certeza que lo son?


Paula frunció el ceño mientras miraba a Pedro y tomó otro trozo de pizza. Los niños tenían salsa de tomate alrededor de la boca, en las manos, y las bandejas de sus sillas altas estaban llenas de pegotes de queso y migas. 


Según la última biblia sobre nutrición que había leído, aquella era una auténtica comida del infierno. Sal, grasas y apenas alguna vitamina. 


Pero por una vez decidió no preocuparse. 


¡Sabía tan bien!


—Bueno, supongo que podríamos hacer un experimento controlado —dijo Pedro —. Podríamos separar a los niños durante tres meses, tratar a uno según las teorías del experto A y al otro según las mías y ver cuál de los dos saca más puntuación en unos test de personalidad e inteligencia.


—Bromeas, ¿no?


—Sí. Bromeo.


—Y es obvio que piensas que soy una neurótica. 


Pedro se inclinó hacia delante y acarició una mano de Paula. La caricia fue ligera y breve, pero ella sintió una inmediata oleada de calidez a lo largo del brazo.


—No eres una neurótica. Simplemente estás en una situación difícil y así es como has reaccionado. ¿Puedo aconsejarte que te relajes un poco? Yo simplemente llevo la paternidad a mi manera, como puedo. No pretendo tener todas las respuestas.


—Relajarme —repitió Paula, y sonrió—. Probablemente habrá un libro sobre eso, ¿no?
Pedro rió.


—Y si no lo hay, tal vez yo debería escribir uno. Reír, disfrutar, relajarse, hacerlo lo mejor posible, amarlos. Simplemente amarlos —repitió con suavidad.


Paula curvó una mano sobre su estómago y sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Yo ya quiero a mi bebé.


—¡Quiero bajar! —dijo Martin, el niño que llevaba el jersey rojo. Los hermanos no eran idénticos, pero se parecían mucho.


—¡Yo también! —exclamó Leonel, aunque aún tenía la boca llena.


—Es la hora de su baño. ¿Te importa que me ocupe de eso y de meterlos en la cama antes de que sigamos con lo nuestro? —preguntó Pedro.


—Yo recogeré —ofreció Paula.