jueves, 25 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 12





Informe de estado 2: Houston, tenemos un problema


Lo sé, es algo chabacano. De mal gusto. Estoy en medio de mi primera cita y lo arriesgo todo para informaros puntualmente, mis queridas y leales lectoras. Espero que sintáis mi amor. Y no, Calidude, ninguna de mis lectoras ha interpretado ni interpretará este amor que os doy de la manera que tú te lo estás imaginando… que yo sepa, al menos. Ni siquiera en el ciberespacio.

A lo que iba. Mister X está en el baño y, he de decíroslo, tiene un cuerpo estupendo. Y lo de dentro tampoco está mal, a juzgar por lo que he palpado bajo la ropa. En cualquier momento espero verlo… me refiero a él, claro… desnudo.
No os perdáis la siguiente entrega de este folletín titulado: La cita de Eurogirl que todas esperamos fervientemente que no fracase.


Comentarios:
1. Yoshi dice: me encantan los pelos y señales (en sentido figurado). ¿Podrías volver a informar en medio de tu primer orgasmo?


2. Asiana dice: creo que bloguear en medio de una primera cita, para no hablar de hacerlo en medio de un orgasmo, es una infracción en toda regla del protocolo de salir con alguien. No espero demasiado de nuestra desventurada heroína.


3. Milomar dice: ¡Esto es patético! Necesito más detalles.



—Hey, ¿más correos electrónicos? —le preguntó 
Pedro cuando volvió a la habitación.


—Lo siento —se encogió de hombros mientras cerraba el portátil—. Me temo que soy adicta. Es mi única línea de contacto con los Estados Unidos —levantándose, lo atrajo hacia sí.


—¿Y bien? —susurró—. ¿Dónde lo habíamos dejado antes?


—¿Te refieres a los gnocchi? ¿O al brindis con champán?


—Me refiero al instante en que puse los pies en este apartamento, antes de la cena y antes del gato… —deslizó un dedo todo a lo largo de su mandíbula, haciéndole cosquillas.


—Hablando del gato, está escondido debajo de los cojines del sofá, así que ten cuidado cuando te sientes.


—Lo tendré.


—¿Nos conocemos ya lo suficiente como para pasar a un nivel superior de intimidad? —le preguntó ella con tono sarcástico.


—¿Te estás burlando de mí?


—Sólo quiero saber si dejarás por fin ese papel de refinado galán italiano y admitirás que querías acostarte conmigo tan pronto como entraste aquí.


—Por supuesto que quería acostarme contigo. ¿No te has creído mi papel?


—No.


—Eres muy exigente. Sólo estaba intentando ser un poquito caballeroso.


—Conmigo no necesitas actuar. Prefiero que ambos tengamos bien presente la razón por la que estamos aquí.


—¿Cuál es esa razón?


—El sexo.


Pedro había empezado a acariciarle los senos, con lo que le resultaba difícil concentrarse.


—¿Realmente te estás comunicando por correo electrónico o estás informando a tus superiores sobre mí? —le preguntó con una sonrisa irónica.


Paula sintió que se le encogía el estómago. Si supiera lo que había estado haciendo…


—¿Mis superiores? ¿Te refieres a los tipos de mi planeta, los que me mandaron a la Tierra en misión secreta?


—Por ejemplo. Porque cada vez que me ausento, te pones a teclear en esa cosa.


Paula estaba sudando. Necesitaba terminar con sus informes de estado, definitivamente. Ningún amante suyo había descubierto nunca lo de su blog, y no pensaba empezar ahora.


La sola idea de que un tipo con el que se estuviera acostando pudiera tener acceso a su psique sexual le ponía los pelos de punta. Ese sí que era un nivel superior de intimidad que estaba decidida a proteger. Le gustaban los hombres, sí, pero respetando la necesaria distancia emocional.


No le importaba exhibir ante el mundo sus experiencias sexuales y sus reflexiones al respecto. Aquello lo hacía de manera anónima, y representaba un desahogo del que disfrutaba tremendamente: la oportunidad de tener relaciones íntimas sin padecer ninguno de los lamentables efectos colaterales de la intimidad.
Intentó disculparse:
—Te prometo que dejaré de comportarme como una adicta a los correos electrónicos… si tú cierras la boca y me besas de una vez.


Así lo hizo.


Pedro la besó tan bien que se quedó floja y lánguida en sus brazos mientras se dejaba llevar a la cama. Una vez allí, se tumbó sobre ella.


Paula, a su vez, puso las piernas alrededor de su cintura. Allí era justo donde lo quería…


—¿De modo que no quieres que me porte como un caballero? —le susurró él.


—Demonios, no.


—¿Cómo quieres entonces que me porte?


—Como un amante. Es muy sencillo. Me deseas, ¿verdad? ¿Quieres poseerme ahora mismo?


—Sí…


Paula podía sentir su dura erección presionando contra su vientre. No era ningún secreto lo que ambos estaban deseando. Pero necesitaba que Pedro se desembarazase de las pocas y anticuadas nociones que pudiera tener sobre las relaciones hombre-mujer.


—Y yo quiero que me poseas. No tenemos por qué andarnos con rodeos al respecto, ¿no te parece?


Pedro se apoyó sobre un codo y la miró con expresión inescrutable.


—¿Es eso lo único que quieres?


—Ahora mismo sí.


—¿Y si yo quisiera conocerte? Me refiero a conocerte también fuera de la cama.


Paula volvió a sentir la familiar inquietud en la boca del estómago. No debería ser tan vulnerable a la simple perspectiva de una relación mínimamente seria. Hasta ahora, nunca lo había sido.


Pero, en aquel instante, en aquel extraño e inseguro momento de su vida, ese hombre le estaba tocando un punto sensible. Y quizá él fuera consciente de ello precisamente porque también estaba pasando por un momento semejante.


Suspiró. Fue un suspiro más de resignación que exasperado.


—Supongo que entonces tendría que dejar que me conocieras…


—Bien —dijo él, y le plantó un beso en la mejilla—. Porque quiero conocerte.


Pensó que quizá debería comprobar lo bueno o lo malo que era en la cama antes de comprometerse con una segunda cita, pero aquel hombre tenía algo que le minaba cualquier voluntad de resistirse.


Pedro se sentó y la ayudó a quitarse el vestido; luego se desnudó mientras ella lo admiraba a su vez… de pies a cabeza. Tal y como había sospechado, tenía un cuerpo impresionante.


Lo recorrió detenidamente con la mirada, memorizando sus planos y sus ángulos… especialmente sus partes más duras. Su erección parecía desafiarla, y no puedo evitar acercarse para examinarla mejor.


Sentándose en el borde de la cama, con las piernas abiertas, lo atrajo hacia sí y empezó a meterse el miembro en la boca lentamente. 


Primero la punta, luego el glande y después el resto, todo lo que pudo.


Pedro enterró los dedos en su pelo y empezó a jadear.


—Maldita sea…


Antes de que ella pudiera saborearlo a placer, la apartó y volvió a tumbarla sobre la cama.


—No he terminado —protestó Paula.


—Qué pena. Lo dejaremos para más adelante.


No dejó de mirarlo mientras se ponía un preservativo y se instalaba entre sus muslos. Se dijo que debería hacer algo, pero lo cierto era que no podía moverse, paralizada de deseo como estaba.


Poco después perdía todo sentido de la realidad, a partir del momento en que Pedro se hundía en ella y comenzaba a moverse.


Paula sabía que el buen sexo era el gran ausente de toda primera cita. En su experiencia, al menos. Pedro, sin embargo, era la excepción a la regla. Sabía tocar todas las teclas.


Cerró los ojos y contuvo la respiración mientras él se hundía aún más profundamente en ella, provocándole una fricción absolutamente deliciosa.


Le encantaba conocer el cuerpo de cada nuevo amante, pero con Pedro era como si se conocieran desde siempre. Como si ya hubieran bailado aquella danza antes. Nunca había imaginado que llegarían a sintonizar tan bien.


Abrió de nuevo los ojos y lo sorprendió mirándola mientras se movía dentro de ella. Sus ojos ardían de deseo y estaba despeinado: el pelo le cubría parte de la cara. Siempre le habían encantado los hombres con el pelo largo.


Disfrutaba mirando su rostro, admirando su belleza. No se había sentido tan atraída por un hombre desde que… Nunca, la verdad. El pensamiento la llenó de terror y la excitó al mismo tiempo.


Sintió que se humedecía cada vez mientras se acercaba al orgasmo, y quiso esperar un poco. Todavía era demasiado pronto. Quería seguir saboreando el proceso…


Se medio incorporó y lo urgió a apartarse un poco. Luego se dio la vuelta.


Pedro no perdió el tiempo en volver a penetrarla, en esa ocasión de espaldas, y Paula suspiró de placer. Se movía con fuerza una y otra vez mientras la agarraba firmemente de las caderas: con lentitud al principio, luego acelerando hasta alcanzar un ritmo que la hizo gemir.


Aquel hombre era la fantasía más salvaje que había tenido… hecha realidad y fundida con sus más profundos anhelos. Una peligrosa combinación para una mujer que no quería hacerse adicta a ese tipo de experiencias.


Podía sentir su miembro endureciéndose cada vez más en su interior, a punto como estaba de alcanzar el orgasmo, pero de repente se detuvo, negándole provisionalmente el desahogo final. 


Estaba decidida a demostrarle que la contención era el mejor aliado del placer.


Echándose hacia atrás y recostándose contra su pecho, se dejó caer todo a lo largo de su miembro, muy lentamente, imponiéndole su ritmo. Los jadeos de Pedro le indicaban que no le molestaba en absoluto que hubiera tomado la iniciativa.


La orgullosa satisfacción de Paula no duró mucho, sin embargo. Porque cuando se estaba aproximando nuevamente al orgasmo, él la agarró de las caderas y la obligó a permanecer quieta al tiempo que se incorporaba y deslizaba una mano entre sus piernas… para masajearle el clítoris. Estaba mojada, y sus dedos se movían fluidamente en un delicioso ritmo que le resultó insoportable.


Hasta que de repente se apartó.


—A este juego podemos jugar los dos —musitó.
Todavía sujetándola con fuerza, le bañó la espalda de besos y la hizo darse la vuelta.


—Quiero verte la cara cuando llegues.


Paula debería haber respondido algo, pero no pudo hacer otra cosa que permanecer allí tumbada, debilitada de deseo, anhelando volver a sentirlo dentro. Como si le hubiera leído el pensamiento, Pedro entró nuevamente en ella, se apoderó de su boca y continuó haciéndole el amor a un ritmo terriblemente lento, como una tortura. Se había colocado de tal forma que podía acariciarle el clítoris al mismo tiempo, y Paula empezó a sentir la cercanía de un segundo orgasmo.


Gimió contra sus labios, aferrándose a sus nalgas, abrazándolo mientras se acercaba a al borde del abismo…


Hasta que al fin cayó. Miles de colores reventaron detrás de sus párpados mientras su cuerpo se convulsionaba de gozo. Sin aliento, soltó un grito cuando las olas del orgasmo la arrasaron por dentro, una y otra vez, prolongándose hasta lo imposible mientras Pedro continuaba moviéndose en su interior. Ni un solo instante dejó de mirarla a los ojos, como si estuviera disfrutando de su placer tanto como del suyo propio.


Cuando el orgasmo estaba cediendo, Pedro aceleró el ritmo. Sus caderas se movían deprisa mientras la miraba con expresión tranquila, serena: parecía sumido en una especie de meditación, cercana al nirvana. Luego su cuerpo se tensó y su orgasmo reverberó también en Paula, prolongado y potente. Finalmente se derrumbó sobre ella, sudando copiosamente y besándola con avidez.


—Guau —susurró Paula—. Eres increíble.


—Y tú —se apartó, mirándola a los ojos—. Creo que apenas acabamos de empezar. Lo mejor está aún por llegar, como se suele decir.


Quizá tuviera razón. Quizá había encontrado por fin al amante perfecto. ¿Se atrevería a alimentar esa esperanza?


Pero, por supuesto, todo tenía su trampa. 


Incluido Pedro.


Al otro lado de la habitación, el gatito se puso a maullar y saltó a la cama. Ambos se echaron a reír.


Paula experimentó una sensación de irrealidad. 


De algún modo, en el espacio de unas pocas horas, había dejado de ser una escritora desempleada y deprimida para convertirse en una mujer feliz con trabajo, amante y gato incluido.


Lo malo era que, muy en el fondo, no podía sacudirse la inquietud que había experimentado desde que le pareció ver a Kostas por las calles de Roma. ¿Y si había conseguido seguirla hasta allí?


No, se estaba volviendo paranoica. No podía ser. En aquel momento, debía de estar en la cárcel.


El sexo con Pedro había sido maravilloso. El único problema era lo que le había dicho acerca de que quería llegar a conocerla mejor. Porque parecía más que decidido a hacerlo.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 11



Pedro guió a Paula de regreso a su barrio. 


Necesitaban comprar comida para el gatito y luego llevarlo a su apartamento.


Paula lo llevaba en los brazos y él se sentía extrañamente feliz de que hubiera aceptado quedárselo. Todo indicaba que se estaba convirtiendo en un pobre diablo. En ese momento, miró al diminuto animal y se le hizo un nudo en la garganta.


Efectivamente. Un pobre diablo.


Probablemente sólo necesitaba un poco de sexo. Eso era todo.


Si el sentido de la vida era cuidar a la gente que te rodeaba, como había afirmado Paula, entonces él había descubierto que le encantaría cuidarla a ella. ¿En qué clase de problema se habría metido enredándose con un terrorista? ¿Estaría en peligro? ¿Representaría Paula un peligro para alguien? ¿Era posible que una persona así se hubiera convertido a la causa del terrorismo?


Su instinto le decía que no. Pero, a esas alturas, sabía por experiencia que era mejor no confiar en nadie. Ni siquiera en uno mismo. Lo más prudente era proceder con cautela y no dejarse llevar por los impulsos.


Se detuvieron en una tienda, compraron varias latas de comida y continuaron hasta el apartamento de Paula. Pedro la siguió escaleras arriba, con la mirada clavada en su trasero… 


Para cuando llegaron a su piso, tenía una erección imposible de disimular. Su única esperanza consistía en que no bajara la mirada.


Afortunadamente, el gato parecía monopolizar toda su atención. Tan pronto como lo dejó en el sofá, el animalillo se despertó de su letargo y lanzó una mirada asustada a su alrededor.


—Quizá deberías acercarle un poco de comida y luego dejarlo solo para que se vaya acostumbrando a su nuevo ambiente —le sugirió él.


Paula abrió una lata de comida y la vació en un plato. Inmediatamente el gato detectó el olor y estiró el cuello, pero de repente volvió a asustarse y se escondió debajo de un cojín.


Paula dejó el plato en el suelo, junto con un pequeño cuenco de agua, y se lavó las manos.


—¡La caja de arena! Nos hemos olvidado.


—Es verdad. Al principio pensé que podías dejarlo salir, pero me temo que todavía es demasiado pequeño.


—Diablos.


—Vamos a comprarla en un momento— propuso Pedro.


Volvieron apresurados a la tienda y compraron una caja de plástico y un saco de arena. De regreso en el apartamento, Paula la instaló en una esquina, debajo de la ventana, mientras Pedro recogía al gatito, que se había escondido detrás de una estantería, para meterlo en la caja. El animalito curioseó la arena durante un rato y continuó explorando la habitación.


—¿Crees que sabrá lo que hacer con ella?


—Seguro. Es algo innato…


—Entonces eso quiere decir que mi cama estará a salvo. Mientras no se haga pis en mi almohada, nos llevaremos bien.


Normalmente Pedro se habría sentido algo intimidado ante el giro doméstico que parecía haber dado aquella primera cita: una cita que, supuestamente, formaba parte además de una misión. Y sin embargo, aquella escena tan doméstica le parecía perfectamente natural con Paula. Volvió a mirarla, y su cuerpo reaccionó de la manera acostumbrada. La deseaba con locura, y al mismo tiempo se sentía extrañamente cómodo con ella, algo que no le había sucedido en años.


Lo cual era un verdadero trastorno, sobre todo teniendo en cuenta el verdadero motivo por el que estaba con Paula. Necesitaba tener bien presentes todos los datos. Su vinculación sentimental con un terrorista, los motivos poco claros que debía de tener para pasar todos los días por delante de la embajada… 


Probablemente aquella mujer no significaba más que problemas.


Miró su reloj. Ya eran casi las nueve.


—Ya debes de tener apetito. ¿Te apetece que cenemos algo?


Paula volvió a lavarse las manos en la pileta.


—A pesar de este olor a comida de gato, me muero de hambre.


Pedro la llevó a una pequeña trattoria que había visitado un par de veces, a una manzana de distancia del apartamento de Paula. Una vez que estuvieron sentados al lado de la ventana, Paula le pidió:
—Háblame de tu trabajo.


Había llegado el momento de mentirle descaradamente. Habitualmente, mentir se había convertido en una costumbre que practicaba sin remordimientos. Pero de repente se sorprendió a sí mismo vacilando, reacio a hacer lo que sabía tenía que hacer para cumplir su misión.


—No hay mucho que contar. He trabajado en embajadas por todo el mundo —respondió. Se consoló pensando que al menos esa frase no estaba tan lejos de la verdad.


Un brillo de interés relampagueó en los ojos de Paula.


—¿Cuál es tu ciudad favorita?


—Quizá Roma. O Nápoles, aunque te cueste creerlo.


—Vaya. Nápoles es una ciudad un poquito dura, ¿no?


—Sí, pero me gusta. Sobre todo comparada con el resto de las ciudades europeas en las que he estado. Supongo que desde entonces llevo en el cuerpo el gusanillo del viaje. No puedo imaginarme a mí mismo quedándome mucho tiempo en un mismo lugar.


Observando a Paula al otro lado de la mesa, con su rostro iluminado por la vela que ardía entre ellos, le estaba costando terminar cada frase. Por no hablar de recitarle su falsa historia sobre lo que estaba haciendo en Roma.


La deseaba desesperadamente. Anhelaba deslizar la lengua por el pequeño valle que se abría entre sus senos, paladearla de pies a cabeza… No podía arrepentirse más de haber echado el freno antes, en su apartamento. ¿En qué diablos habría estado pensando?


Oh, claro. Había pretendido ganarse su confianza. Se suponía que aquella mujer era la pareja de un terrorista y todo eso. Y se suponía que él debería estar pensando con la cabeza, y no con lo que tenía entre las piernas. Maldijo para sus adentros.


El camarero apareció para tomarles la orden, y Pedro soltó un disimulado suspiro de alivio. 


Esperaba haber acabado con las preguntas. 


Quizá la lectura del menú le distrajera lo suficiente para poder dejar de pensar en el sexo.


Por el momento, al menos.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 10




Informe de estado: hasta el momento, más que bien


Más comentarios:

11. Calidude dice: los hombres están recibiendo demasiada caña en este blog. Me voy a jugar un poco con mi pito hasta que estéis más tranquilas, chicas.


12. Asiana dice: perdona, Calidude. Tienes razón. Hay hombres que no se merecen este trato. Unos pocos al menos… Tiene que haber alguno por alguna parte, ¿no?


13. Calidude dice: a esto precisamente me refería. Yo me voy.


14. Mr. Crispy dice: si no fuéramos todos como somos, las mujeres no nos tratarían así.


15. Carissa Ann dice. Amén, Mr. Crispy.


16. Tanenbaum dice: dado que Eurogirl no está aquí para defender el espíritu de este blog (intento no pensar en lo que debe de estar haciendo en este momento, cuando yo estoy aquí sentada a punto de castigarme con una sesión porno), sólo quiero recordaros que nuestra anfitriona escribe sobre maneras de amar a los hombres, no de insultarlos.


17. Calidude dice: Tanenbaum, tú lo único que quieres es hacer cibersexo con Eurogirl.


Paula se sentó en una roca y aspiró el fragante aire del crepúsculo. Besar a 
Pedro la estaba mareando, o quizá simplemente estuviera algo deshidratada. La habían divertido sus esfuerzos por reprimirse en su apartamento, pero no se había dejado engañar.


Pedro era uno de aquellos tipos que creían tener un comportamiento más refinado a la hora de salir con una chica, eso era todo. Creía que ella se sentiría más intrigada y fascinada por él si seguían los pasos preliminares de rigor, y se comportaban como si cada uno estuviera interesado en el otro y toda aquella cháchara.


Por lo demás, a ella le daba igual. Le gustaba escuchar las historias de la gente, aunque sabía que las conversaciones para «llegar a conocerse mejor» no solían ser más que escenificaciones bien ensayadas con el objetivo de impresionar al otro. El verdadero proceso de conocimiento mutuo era tan sutil y tan lento que a la mayor parte de la gente se le agotaba la paciencia y se lo perdía, como le pasaba a la propia Paula.


Pedro se sentó a su lado, y cuando ella se puso a contemplar a los peatones que transitaban por el paseo más próximo, por un instante creyó distinguir a Kostas. Se le encogió el estómago y se incorporó un tanto para mirar mejor. Sin embargo, lo único que pudo ver fue a un grupo de japoneses saliendo de un autocar. No había señal alguna del atractivo griego…


Qué extraño. La culpa la debía de tener aquel quinto comentario de su blog, que la estaba volviendo paranoica…


Oyeron un leve maullido. Un gatito de pelaje plateado surgió de entre unas piedras y se los quedó mirando.


—Roma es famosa por sus gatos callejeros —comentó él.


Paula asintió, esperando que pensara que si se había sobresaltado hacía unos segundos había sido por el gato, y no por otra cosa…


—Sí. Las ruinas están llenas de ellos.


—Una vez intenté adoptar uno, pero se me escapó a la primera ocasión que tuvo.


—Yo jamás tuve una mascota —le confesó Paula.


Era alérgica a los afectos, como le gustaba decir. Pero la verdad era que había volcado todo su instinto maternal en su hermano pequeño… y ya no le quedaba nada que ofrecer.


—¿Ni siquiera un pez? ¿De niña tampoco?


—Mis padres no eran muy buenos cuidando animales. Para no hablar de los niños.


—Vaya, lo siento.


El gatito se había acercado para rodear el pie de Paula y en aquel momento estaba restregando su cabecita contra su tobillo. Tenía una carita encantadora. Estiró una mano para acariciarlo emocionada.


—Creo que le gustas —observó Pedro.


Dejó que el animalillo le lamiera la palma de la mano con su áspera y diminuta lengua. Rió ante aquella sensación tan curiosa.


—Creo que nunca antes había estado tan cerca de un gato. No tenía ni idea de que tuvieran la lengua como de lija…


Alzó la mirada hacia él y lo sorprendió mirándola con una misteriosa sonrisa.


—¿Qué pasa?


—Que eres muy guapa. Me resulta difícil no mirarte.


—Yo podría decir lo mismo de ti…


Así era. Era un hombre impresionante, de una belleza nada típica, muy masculina.


—Gracias.


—Háblame de tu crisis de los cuarenta.


El gatito estaba intentando subir por la pierna de Paula. No cesó de maullar hasta que consiguió que lo levantara. Estaba claro que no era una apasionada de los animales, pero al menos podía demostrarle un poco de afecto…


—No es nada del otro mundo. No siento la urgencia de comprarme un Ferrari o dejarme coleta…


—Llevas el pelo lo suficiente largo como para hacértela —sonrió Paula—. Te queda muy sexy, por cierto.


—Oh, bueno…


—Y tampoco has sentado la cabeza, con lo cual tampoco necesitas comprarte un Ferrari para recuperar tu gusto por la aventura.


—Tienes razón. Es todo más sencillo: la extraña sensación que te da haber llegado a la mitad de tu vida. No dejo de preguntarme cómo habrían sido las cosas si hubiera elegido otro camino, o si hubiera hecho más de lo que he hecho hasta ahora.


—Creo que te entiendo —repuso Paula, pensando en el extraño malestar que la había acometido justo antes de cumplir los treinta años el pasado enero. Un malestar que todavía no había desaparecido—. Supongo que esos cumpleaños de números redondos son las ocasiones más adecuadas para reflexionar sobre tu vida y todas esas cosas…


—¿Qué tipo de crisis tienes tú? —le preguntó él viendo cómo el gatito se instalaba cómodamente en su regazo.


Parecía todo huesos y pelo. Paula experimentó una punzada de instinto maternal: un sentimiento que normalmente reservaba en exclusiva a su hermano.


—No dejo de preguntarme si he desperdiciado mi vida.


—A mí me sucede lo mismo.


—Y como más o menos por las fechas en que empezó la crisis, mi hermano pequeño me anunció que se casaba… no sé, tuve una sensación extraña. Como si él estuviera entrando en una nueva fase de mi vida, mientras que la mía se mantenía estancada, sin cambios.


—Excepto los cambios de lugar, claro.


—Sí, he viajado mucho, pero incluso viajar acaba cansando al cabo de un tiempo, ya sabes.


Pedro asintió.


—Siempre otro nuevo lugar, otra cultura extraña, otros desafíos. ¿Has pensado alguna vez en sentar la cabeza, en establecerte?


—¿Establecerme y luego qué? ¿Morir? —Paula intentó mantener un tono ligero para disimular su irritación ante la pregunta que había escuchado un millón de veces.


—En realidad yo soy el menos indicado para hacer esa pregunta —admitió Pedro—. Yo mismo la he escuchado demasiadas veces.


—¿Y qué sueles contestar?


—Que no saber lo que me deparará el futuro me gusta demasiado como para establecerme.


—Buena respuesta. ¿Y es sincera?


Pedro se encogió de hombros, contemplando el gatito que se había hecho una bola en el regazo de Paula.


—A veces sí. Otras no.


—Y últimamente no lo es, ¿verdad?


—Quizá porque cada vez me queda menos futuro. O porque a esta edad estoy empezando a darme cuenta de que hacerme esa pregunta no tiene por qué ser el fin de nada. Vaya, parece que acabas de hacer un amigo —señaló al gatito.


—Justo lo que necesito.


—Podrías llevártelo a casa. A lo mejor tienes más suerte que yo con los gatos.


—Ni siquiera sé si permiten tener animales en el edificio.


—¿Estás de broma? Esto es Italia. Hay mascotas por todas partes.


—Se escaparía si intentase llevármelo a casa.


—Creo que es lo suficientemente joven como para quedarse.


El gatito era aproximadamente de las dimensiones de su mano. No podía hacerse cargo de algo tan pequeño y vulnerable. Era alérgica a las responsabilidades: su hermano era la excepción.


—¿Qué haría yo con un gato? Salgo mucho y no estaría mucho tiempo en casa para hacerle compañía.


—No es tan exigente. Dale de comer por las mañanas, déjale la ventana abierta para que haga lo que quiera y acarícialo de cuando en cuando. No es tan difícil.


Paula le lanzó una mirada dubitativa.


—¿Por qué estás intentando convencerme de que me quede con el gato, hombre de la crisis de los cuarenta?


—¿Insinúas que quiero vivir esa experiencia a través de ti?


—Más o menos. ¿Se trata de tu crisis? ¿Quieres tener una mascota pero al mismo tiempo te da miedo?


—No exactamente.


—¿Qué es, entonces?


Pedro se encogió de hombros y se sentó a su lado, en la roca.


—No lo sé. Digamos que estoy algo desorientado, buscando, como todo el mundo, el verdadero sentido de la vida.


—El verdadero sentido de la vida es cuidar a la gente que te rodea. O al menos eso dicen.


—¿Y a los gatos que te rodean?


—Probablemente —repuso, resignada.


Paula maldijo para sus adentros. No quería más responsabilidades. Ni más compromisos.


Y sin embargo… quería quedarse con aquel gato.