domingo, 12 de julio de 2020

UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 20




Pedro se acercó a la barandilla y miró hacia la parte inferior. En la discoteca, se iba a celebrar aquella noche la fiesta del vigésimo noveno cumpleaños de Agata. Era ya el tercer año en el que ella cumplía aquellos años. De repente, en la barra del bar.


Pedro vio a Luis Skinner, su rival.


Miró rápidamente a Paula y esperó a que ella viera al magnate estadounidense.


Sin embargo, ella lo estaba mirando a él con furia.


—¿Te estás divirtiendo? —le preguntó ella—. ¿Es ésta la razón de que te casaras conmigo? ¿Para lucirme como una mujer florero?


—Puedo hacer lo que quiera contigo —le espetó él.


La agarró por el brazo y la obligó a bajar las escaleras. Entonces, la dirigió directamente al lugar en el que se encontraba Luis Skinner. Allí, la miró fijamente, esperando ver en los ojos de Paula cómo ella reconocía a Skinner. El hombre al que era leal. El hombre a quien ella amaba.


El atractivo playboy norteamericano se dio la vuelta y contuvo la respiración al ver a Pedro. Miró a su alrededor con nerviosismo, como si estuviera buscando la salida.


—Alfonso, estamos en un lugar público. Ni se te ocurra…


—Tranquilo. He venido a divertirme.


—Entonces, ¿no hay rencor? —le preguntó Skinner, visiblemente más tranquilo—. Sólo le entregué ese documento a la prensa porque me parecía que estabas infringiendo la ley.


—Por supuesto, lo entiendo —replicó Pedro, sabiendo con toda seguridad que Skinner lo había hecho buscando su propio beneficio—. Tú no sabías si yo era culpable o no y nadie —añadió, mirando a Paula— debería permanecer impune a sus delitos.


Paula frunció el ceño y lo miró, como si estuviera tratando de comprender el significado de aquellas palabras. No parecía tener interés alguno en Luis Skinner.


¿Por qué no funcionaba? Skinner era el amor de su vida. Tenía que serlo. No podía haber otra razón por la que ella hubiera sido capaz de traicionarlo de aquella manera. ¿Por qué no reaccionaba de modo alguno al verlo?


Apretó la mandíbula y se volvió para dedicarle a su rival una dura sonrisa.


—Y precisamente para demostrarte que no hay rencor, Skinner, te he traído una pequeña ofrenda de paz.


Entonces, empujó a Paula hacia él. Ella se tambaleó y estuvo a punto de caerse.


Skinner abrió la boca y exclamó con incredulidad:
—¿Tu ofrenda de paz es Paula?


—Olvídalo, canalla —le espetó Paula, volviéndose para mirar de nuevo a Pedro—. Ni hablar. Ni siquiera bailaré con él.


—Claro que lo harás.


Ella contuvo el aliento y durante un instante. 


Pedro pensó que iba a abofetearlo.


Entonces, se irguió con elegante dignidad.


—Es una buena idea —dijo, con frialdad. Entonces, se volvió a sonreír a Skinner—. ¿Bailamos?


—Sí… Oh, sí…


Había tal deseo reflejado en los ojos de Skinner, que Pedro tuvo que apretar los puños. Observó cómo su rival en los negocios acompañaba a su esposa a la pista de baile. Cuando la música empezó, Pedro no pudo apartar la mirada.


Paula bailaba muy bien. Siempre lo había hecho. Cada movimiento de su cuerpo
provocaba que las lentejuelas del vestido parecieran moverse como las olas sobre su delicioso cuerpo. Sin tocar a Skinner, se movía lenta, sensualmente, delante de él mientras levantaba los brazos.


Luis Skinner, y casi todos los hombres que había sobre la pista de baile, la miraban completamente boquiabiertos mientras Paula, con los ojos cerrados, se contoneaba al ritmo de la música.


Pedro se sintió también como si le faltara el aire… o se estuviera muriendo de sed. Agarró un Martini de la bandeja de un camarero que se detuvo delante de él y se lo tomó de un trago sin dejar de mirar a su esposa. Todos los hombres la miraban con lujuria. De repente, él sintió un agudo dolor en la mano y miró hacia abajo. 


Entonces, vio que acababa de hacer añicos la copa de Martini que tenía en la mano.


—¡Me singkorite! —exclamó un camarero que se marchó precipitadamente a buscar una escoba.


—Oriste —dijo Agata, que apareció de repente a su lado con un paño.


Pedro lo tomó.


—Efkharisto.


—Estás perdiendo el tiempo con ella —susurró Agata—. Vas a salir herido.


—Te equivocas —dijo Pedro mientras se secaba la sangre de la mano. Los cortes no eran profundos—. Ella no puede hacerme daño.


Sin embargo, sabía que estaba mintiendo. Paula le había hecho mucho daño ya hacía tiempo.


Volvió a observar a Paula. El deseo que sentía hacia ella era más profundo que cualquier corte. Como los demás hombres de la discoteca, la deseaba profundamente.


El hecho de estar tan cerca de ella, de haberla tenido en su cama pero sin poder tocarla, lo estaba volviendo loco.


Había estado completamente seguro de que Paula recuperaría la memoria en aquella fiesta y volvería a convertirse en la cruel seductora que él recordaba. Y así había sido, pero no del modo que él había esperado.


Paula lo estaba provocando.


Sentía que el cuerpo se le iba cubriendo de sudor. Cuando la canción terminó, oyó el gruñido de apreciación de muchos hombres. Sintió que muchos hacían ademán de acercarse a ella.


Paula, como si estuviera saliendo de un trance, abrió los ojos. Pedro vio que Luis Skinner trataba de agarrarla…


De repente. Pedro se encontró al otro lado de la sala, en medio de la pista de baile. Apartó a su rival.


—¡Aléjate de mi esposa!


—¿De tu esposa? —repitió Skinner, asombrado. Entonces dio un paso atrás—. ¿Estás casada?


—Así es —admitió ella. Entonces, miró a Pedro—. No sabía que te importara.


—Me importa —replicó él—. Te repito que te mantengas alejado de mi esposa…


Skinner los miró y lo que vio en el rostro de Pedro debió de convencerle porque se dio la vuelta y salió corriendo. Pedro sintió que los ojos de todos caían sobre él. Y eso que le había prometido a Agata que no haría una escena.


—Feliz cumpleaños —le dijo a su anfitriona—. Gracias por la fiesta.


Entrelazó los dedos con los de Paula y la acompañó al exterior del edificio. Sólo cuando estuvieron en la acera y el aire fresco de la noche le rozó la piel, se volvió a mirarla.


—Estúpida… ¿En qué estabas pensando con ese pequeño espectáculo?


—¿Acaso no era eso lo que querías? ¿No es esto lo que quieres que sea? —le preguntó, conteniendo las lágrimas—. ¿Es que piensas que porque tú no me desees me puedes pasar a tus amigos…?


Pedro la empujó hacia un callejón oscuro.


—¿De verdad crees que no te deseo?


—Lo que creo es que eres un mentiroso —replicó ella—. Me convenciste para que me casara contigo con falsedades y ahora quieres castigarme por alguna razón. No sé por qué, pero yo fui lo suficientemente estúpida como para creer tus palabras, tus falsos besos… No me puedo creer que te dejara tocarme. No volveré a hacerlo nunca…


Pedro la interrumpió con un beso y la empujó con fuerza contra la dura pared.


La obligó a levantar los brazos y se los inmovilizó sobre la cabeza. Le separó los labios con la lengua y le introdujo la lengua en la boca profundizando el beso hasta que ella se relajó entre sus brazos.


Hasta que ella comenzó a devolverle el beso.


En el momento en el que Pedro sintió que los labios de Paula comenzaban a moverse contra los suyos, que ella se prendía en un fuego similar al suyo, una inmensa alegría se apoderó de él. Iba a poseerla allí mismo, en el callejón. Contra la pared.


No le importaban las consecuencias. La poseería allí mismo aunque muriera por ello.







UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 19




Había sido demasiado amable con ella. Mientras estaba sentado junto a Paula para recorrer el breve trayecto en coche hasta el cercano barrio de Monastiraki.


Ignoró por completo los furiosos resoplidos que ella lanzaba de vez en cuando a su lado. Pedro había sentido la tentación de contárselo todo en el ático, pero se había contenido por el bien del bebé que ella llevaba en el vientre, por miedo a que la sorpresa le provocara un aborto. Sin embargo, en pocos Instantes, lo recordaría todo cuando viera a su amante.


Apretó la mandíbula y se limitó a mirar por la ventanilla. El Bentley pasó bastante cerca de la plaza de la Constitución, donde Pedro cometió su único delito. A los quince años, dos meses después de que muriera su madre, rompió la ventanilla de un coche de lujo. No saltó como había esperado. El dueño del coche se abalanzó sobre Pedro en la acera y le arrebató el radiocasete de las manos.


Pedro no trató de negar su delito. Lo confesó abiertamente y, con tanto encanto como le permitió su inglés autodidacta, le sugirió al hombre que le había hecho un favor.


—Creo que una marca diferente de equipo de música le iría mucho mejor.


Entonces, inclinó la cabeza y esperó a que el hombre llamara a la policía. En vez de eso, Damian Hunter lo contrató allí mismo.


—A nuestra delegación de Atenas le vendría bien un chico como tú —le dijo.


Muy pronto, Pedro se convirtió en el mensajero del director de la naviera estadounidense. Desde aquel día, se había sentido completamente obsesionado por la justicia. Fue subiendo en la empresa poco a poco y, tras hacer una serie de inversiones afortunadas, ganó su primer millón a la edad de veinticuatro años.


Entonces, el padre que había abandonado a su madre cuando ésta se quedó embarazada de Pedro, leyó un artículo sobre él en el periódico y se puso en contacto con él según él, no para pedirle dinero, sino sólo para conocerlo. Pedro se negó a hablar con él. Damian Hunter era para él mucho más padre de lo que aquel hombre lo había sido. Al menos, eso había sido lo que Pedro había pensado hasta once años atrás cuando Damian resultó ser un completo corrupto.


Sin embargo, en lo que se refería a corrupción, una mujer les había ganado a todos.


Miró a Paula. Ella mostraba una belleza fría con el minúsculo vestido de cóctel y los zapatos de tacón de aguja. Llevaba los labios pintados de una tonalidad de carmín tan roja que parecía sangre.


Volvía a ser la mujer que él recordaba. Como si nada hubiera cambiado.


¿No era eso lo que él quería?


El coche se detuvo delante de un antiguo edificio blanco, que en aquellos momentos era la sala de fiestas de un amigo de Pedro. Este saltó del coche y se estiró la ropa mientras esperaba. El chófer abrió la puerta de Paula. Esta salió del coche y se acercó a él.


—¿Qué te pasa? —le espetó—. ¿No te gusta el aspecto que tengo?


Pedro la miró. Era una diosa de hielo. 


Arrebatadora. Poderosa.


—Servirás —replicó. Entonces, le indicó la puerta.


Mientras ella avanzaba a su lado. Pedro comprobó de nuevo cómo todos los hombres se volvían a mirarla. Paula levantó la barbilla y fingió no darse cuenta. Se mostraba distante y digna, pero él sabía que, en su interior, ardía la furia.


En el pasado, a Pedro le había gustado presumir que tenía a la mujer a la que todos los demás hombres deseaban. Eso había cambiado en Venecia y, en aquel momento, la ira se había apoderado de él.


¿Por qué? ¿Por qué era su esposa? Sólo en apariencia. Aquella noche, por fin, se vengaría de ella. Cuando Paula viera a su antiguo amor, lo recordaría todo.


Comprendería que había caído en su trampa.


—¡Pedro!


La anfitriona, una mujer de unos treinta y tantos años casada con un magnate griego que era tres veces mayor que ella, se acercó a saludarlo con una gran sonrisa.


—¡Qué maravillosa sorpresa, cariño! Tu asistente envió tus disculpas y… Oh, dios mío. Paula Chaves. No esperaba… Jamás pensé que tú…


—¿Está Skinner aquí? —la interrumpió Pedro.


—Había oído que estabas en Australia —respondió la anfitriona—. De otro modo, jamás lo habría invitado. Por favor, cariño, no quiero problemas…


—No te preocupes, Agata. Simplemente vamos a charlar un poco.


—Te tomo la palabra —dijo la mujer, aliviada. Entonces, miró a Paula y le sonrió antes de darle un beso al aire—. No sabía que Pedro y tú aún estabais juntos, Paula, cariño.


—Así es —replicó ella fríamente.




UN AMOR EN EL OLVIDO: CAPITULO 18




El Bentley se detuvo frente a un elegante edificio de nueve plantas situado en una imponente plaza del centro de la ciudad. Pedro se bajó del coche sin mirar atrás.


Por primera vez, dejó que fuera el chófer quien la ayudara a salir del coche.


Ya en la acera, Paula miró el edificio y la Acrópolis, que estaba iluminada. Se sobresaltó al oír la voz de Pedro a sus espaldas.


—Bonita, ¿verdad?


Se dio la vuelta y vio que él la estaba observando con un gesto cruel y jocoso a
la vez.


—Sí.


Mientras el conductor y el portero se ocupaban del equipaje, Pedro se acercó a ella.


—Te encantará la vista que tenemos desde el ático. Allí fue donde te entregaste a mí por primera vez —le susurró al oído—. Durante semanas, no dejamos esa cama casi en ningún momento.


—Bien, pues espero que disfrutaras porque no va a volver a ocurrir —le espetó ella, levantando la barbilla.


Los ojos de Pedro se oscurecieron ante aquel desafío. Le agarró la mano y, aunque ella trató de apartarla, no la soltó. Seguidos de guardaespaldas y sirvientes, entraron en el exquisito vestíbulo y se dirigieron al ascensor.


Sólo la soltó cuando estuvieron a solas en el enorme ático. Paula se frotó la muñeca y lo miró fijamente.


—¿Por qué estabas tan decidido a casarte conmigo tan rápidamente, Pedro? —le preguntó—. ¿Por qué? Quiero la verdad ahora mismo.


—¿La verdad? —replicó él—. Eso es una novedad en lo que se refiere a ti.


—¿Ha sido porque yo estaba embarazada?


—Siempre protegeré a mi hijo.


El dolor que sintió al oír aquellas palabras fue inmenso. No había amor. No tenía nada que ver con el amor.


—Si sólo ha sido por el bien del niño, ¿por qué me has mentido? ¿Por qué me dijiste que me amabas?


—Yo no te he mentido nunca. Dije que quería casarme contigo y darle mi apellido a ese niño. Las dos cosas son ciertas.


—Me hiciste creer que me amabas —susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Me engañaste para que me casara contigo. ¿Es que no tienes sentido alguno del honor?


—¡Honor! ¡Tú me acusas de deshonor!


Paula de repente sintió mucho miedo. Pedro estaba muy cerca de ella y le había agarrado las dos muñecas con fuerza. 


Entonces, sintió el aliento de Pedro sobre la
piel. Oyó que su respiración dejaba de reflejar ira para indicar algo muy distinto. Él comenzó a mirarle los labios y, en aquel momento, Paula creyó que el corazón iba a detenérsele.


Tras tomar una gran bocanada de aire, él le soltó las manos. Se apartó de ella y se dirigió hacia el pasillo. Unos instantes más tarde, regresó con una prenda muy ligera y plateada en las manos.


—Ponte esto —le dijo, con desprecio. Entonces, le lanzó la prenda a la cara.


Paula lo observó durante un instante. El corazón seguía latiéndole con fuerza.


Entonces, consiguió serenarse y levantó el vestido. Era un minúsculo vestido de cóctel adornado con lentejuelas metálicas.


Resultaba muy sexy… como el resto de las prendas que ella había regalado en Venecia.


—No. Te he dicho que no quiero volver a vestirme así nunca más.


—Harás lo que yo te diga.


—Soy tu esposa, no tu esclava.


Pedro se acercó de nuevo a ella con gesto amenazante y la agarró por los hombros.


—Me obedecerás o…


—¿O qué? —le espetó ella.


Sus miradas se cruzaron. Paula oyó que la respiración de Pedro se aceleraba. Sabía que él quería besarla. Lo sentía. Sin embargo, la soltó sin hacerlo. Su expresión se convirtió en una máscara. Cuando miró su reloj de platino, tenía un aspecto casi aburrido.


—Es mejor que te des prisa. Nos marchamos dentro de diez minutos. Arréglate lo mejor que puedas, ¿de acuerdo? —añadió, fríamente—. En la fiesta estará un viejo amigo tuyo.


—¿Fiesta? ¿Qué fiesta? ¿De qué amigo me estás hablando?


Pedro se marchó sin responder, dejándola sola para que se cambiara de ropa.


«Sola», pensó amargamente.


Ni siquiera había sabido el significado de aquella palabra hasta que se había convertido en una mujer casada.