sábado, 30 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 23




Era lo que él sospechaba pero aun así estaba desconcertado. La soltó y agarró el volante con fuerza.


Paula esperaba que él lo discutiera. Después de todo, ella le había dicho que había estado con otros chicos al mismo tiempo.


Pero no. Solo hubo un largo silencio, seguido de un «maldita sea».


No era una expresión de alegría y Paula optó por marcharse.


Salió corriendo, buscó la llave y, cuando estaba a punto de entrar, él la alcanzó.


—¡No! ¡No entres! ¿Crees que puedes decirme algo así y luego marcharte?


—¿Qué más te puedo decir?


—Muchas cosas —contestó y, después de empujarla al interior de la casa, cerró la puerta.


Alarmada por su enfado, Paula entró en el salón alejándose de él.


—No me mires así. No voy a hacerte daño —físico, quería decir. Sin duda ya se lo había hecho de otras maneras—. Solo quiero saber ¿por qué diablos no me lo dijiste?


—¿Delante de tus invitados?


Él se puso aún más serio y dijo:
—Cuando te quedaste embarazada.


—¿Y cómo querías que lo hiciera? ¿Que tomara un avión a Estados Unidos y te buscara?


—Te mandé una carta diciéndote que me escribieras si tenías problemas.


—¡No recibí ninguna carta! —insistió ella, aunque comenzaba a creer en su existencia—. Seguramente ya había regresado al colegio.


—Tu madre. Ella debió interceptarla.


Pero Paula estaba segura de que su madre no había relacionado su embarazo con Pedro.


—¿Por qué iba a hacerlo? Ella no sabía lo nuestro.


—Quizás creía que yo iba detrás de otra de sus preciosas hijas.


—Es posible.


—¿Y si la hubieras recibido? ¿Me habrías contestado? ¿Me habrías dicho lo del bebé?


—No estoy segura —contestó Paula—. Pasó un tiempo antes de que me diera cuenta y después mi madre lo arregló todo para dar al bebé en adopción.


—Pero no lo hiciste —dijo él, y miró por la ventana—. Es difícil de aceptar. Que Dario sea mío… nuestro.


Meses atrás Paula habría dicho «es mío, solo mío», pero ya no estaba convencida. Se preguntaba si a él le agradaba o le horrorizaba la idea de tener un hijo, y qué pasaría en adelante.


—¿Por qué no me lo dijiste cuando regresé? Todo este tiempo y tú sin decir nada…


—No sabía cómo ibas a reaccionar. No parecía que quisieras ser padre.


—¿Cómo vas a saber tú lo que yo quiero? ¿Me lo has preguntado?


—No entiendo por qué estás tan enfadado. Estaba intentando hacer lo que me parecía mejor para Dario.


—¡Qué diablos! Si así fuera, habrías aceptado mi ofrecimiento de pagarle el colegio. Podrías haber aceptado el dinero pensando que yo hacía lo que cualquier padre haría y, aun así, guardar tu maldito secreto.


—Dejé que viniera a visitarte —dijo Paula como defensa.


—¿Y te tengo que estar agradecido por eso? —Además —le dijo despreciativo—, ibas a mudarte para que yo no pudiera estar cerca de él, de mi propio hijo.


—¡No era por eso!


—Entonces, ¿por qué? Ella guardó silencio. No podía expresar sus sentimientos—. ¡Diablos! Vosotras las chicas Chaves sois un número —murmuró entre dientes.


—¡No me compares con Anabella! Yo no fui quien te fastidió, empezando por romperte el corazón.


—¿Romperme qué? —la miró intrigado—. ¿De veras piensas eso?


—Bueno, pues hirió tu orgullo, si lo prefieres.


—Eso es más acertado, aunque quizás sea hora de que oigas toda la verdad.


—No estoy segura de que quiera oírla —Paula ya estaba suficientemente celosa—. Creo que debes irte —dijo imperativa, y se dirigió hacia la puerta. 






¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 22




No, Anabella no había cambiado, constató Paula cuando su hermana apareció por la noche, con dos maletas llenas y vestida con ropa de diseño.


En realidad había cambiado algo. Tenía el cabello más rubio y la cara algo diferente. Cuando se quitó la chaqueta, la diferencia era obvia. Tenía el pecho muchísimo más grande y lo llevaba embutido en una camiseta escotada y sin mangas.


—¿Algún problema? —preguntó Anabella.


—No. Todo está bien —contestó Paula—. Pero puede que tengas algo de frío en casa. No enciendo la calefacción en el verano.


—Si tengo frío ya te lo diré —echó un vistazo a su alrededor—. De todos modos, no me quedaré mucho tiempo.


Estaba claro que no le parecía un gran lugar.


—Me daría un baño. ¿Tienes uno, supongo?


—Tengo una gran palangana de zinc. Puedo ponértela cerca del fuego.


Anabella quedó horrorizada.


—Era una broma —dijo Paula—. El baño está en el corredor.


—Muy graciosa —a Anabella no le gustaban las bromas que no hacía ella—. Creía que ya habrías madurado, Paulita. Siempre tuviste un sentido del humor muy raro.


Paula no recordaba eso, ni haberse reído nunca cuando Anabella estaba cerca. Pero como personas adultas, quizás podrían tener una relación mejor.


—De todos modos, creo que me iré a la cama ya —bostezó—. La fiesta no terminó hasta las cuatro.


—De acuerdo —Paula hizo un esfuerzo—. Te ayudaré con tus cosas.


—Eres un encanto —sonrió con hipocresía—. ¿Puedo subir ya?


Paula asintió y Anabella subió dejando las dos maletas para que las subiera Paula. Al fin y al cabo se había ofrecido a hacerlo.


Al día siguiente, Paula le llevó el desayuno a la cama. 


Anabella dio las gracias pero rechazó los cruasanes porque engordaban.


A la hora de almorzar, llamó a Dario para que comiera con ellas.


—No habla mucho, ¿verdad? —comentó cuando Dario se marchó.


—Es tímido.


—No es muy latino, entonces.


—¿Perdón?


—No se parece al padre.


—Oh —la historia del amor italiano surgía otra vez—. No, no mucho.


Anabella la miró con curiosidad.


—Suponiendo que fuera italiano y no un mozo de cuadra pecoso que conociste en tus días de caballista —Paula contó hasta diez para no decir una impertinencia—. Al menos tu pequeño error no te ha hecho quedar marginada.


—¿Qué?


—Charles Bell Fox.


—Solo somos amigos —Paula no quería hablar de eso.


—Podrías tener peor suerte —dijo Anabella—. Por lo que recuerdo, es muy aburrido, pero suficientemente rico. Y como dice el refrán, los mendigos no pueden escoger.


—¿Y yo soy el mendigo?


—No en sentido literal. Pero no estás nadando en la abundancia. Mira esta casa. No me extraña que Pedro se quisiera ir.


Paula perdió todo deseo de congraciarse con su hermana. 


Tendría mucho mérito si conseguía superar la visita.


—Y ya que lo mencionamos, ¿no sabes si va a estar hoy por aquí?


—¿Pedro?


—¿Quién si no?


—No tengo ni idea.


—Voy a darme un paseo hasta la casa. A ver qué cambios han hecho.


—¿No deberías esperar a que te invitara? —sugirió Paula.


—Estoy segura de que a Pedro no le importará. Al fin y al cabo somos como de la familia.


Paula no lo podía creer. ¡Anabella había hecho que su madre lo echara de su casa y se consideraba de su familia!


Durante su ausencia, Paula trataba de concentrarse en el trabajo pero constantemente veía imágenes de Pedro y Anabella. Los celos era una cosa terrible.


Anabella volvió al cabo de una hora. No había encontrado a Pedro pero Rebecca le había enseñado la casa.


Paula se sintió aliviada, pero era una tontería. Tarde o temprano su hermana y Pedro se encontrarían. Al fin y al cabo ese era el propósito de la visita.


Ciertamente no era para estar con Paula, y por la noche se fue a cenar con unos amigos. Se levantó tarde al día siguiente, y cuando Dario dijo que Pedro estaba en casa, decidió ir a saludarlo.


Volvió triunfante. Pedro estaba y la había invitado a cenar fuera.


—Más atractivo que nunca —fue el veredicto—. Tenía que haberme dado cuenta de que era una broma tuya. Gordo y calvo… Se lo dije, claro.


—Gracias —Paula hizo una mueca—. Es mi jefe, ¿sabes?


—No te preocupes. Me pareció que le había hecho gracia.


—¡Estupendo! —Paula los imaginó juntos riéndose de su raro sentido del humor.


—De todos modos, estoy segura de que te perdonará, si se lo pido yo.


—No te molestes.


Anabella ya no la escuchaba.


—Es obvio que él todavía siente debilidad por mí —¿acaso Pedro había olvidado el último encuentro que había tenido con Anabella?—. Y, sin duda, yo no lo rechazaré si se siente inclinado a reavivar las brasas.


Quizás no fuera cierto pero a Paula la idea le dejó un regusto de amargura.


¿Qué había sido ella durante esos meses? ¿Una mera sustituta?


—Creí que era demasiado vulgar para ti —le recordó el motivo por el que había rechazado a Pedro.


—¿Yo dije eso? —Anabella soltó una carcajada—. Bueno, una debe evolucionar.


Pedro era rico. ¿Era eso lo que Anabella quería decir?


—Creo que voy a darme un baño. Después me arreglaré para esta noche. Oh, por cierto, Pedro dice que puedes ir si quieres. Los Wiseman también van y han encontrado una niñera para los chicos. Creo que Pedro ha invitado a un amigo arquitecto para ti.


—No, gracias —¿cómo se atrevía a emparejarla con otro solo porque Anabella hubiera aparecido?—. Tengo que lavarme el pelo.


Anabella parecía complacida.


—No puedo decirle eso. Le diré que te duele la cabeza.


Paula se encogió de hombros. En el fondo era verdad.


Cuando Anabella se fue al baño, Paula se dejó caer sobre una silla tratando de no sentir celos al pensar que Pedro iba a salir con su hermana. Y más tarde, al verla con un escotado vestido de noche, disimuló las ganas de llorar hasta que su hermana se marchó a la casa grande.


Diez minutos más tarde apareció Rebecca con un vaso en la mano.


—Toma —le dijo Rebecca dándole el vaso y dos pastillas—. Te duele la cabeza, ¿verdad?


—Yo… Sí.


—Bueno, pues tómatelas —ordenó Rebecca. Voy a buscar algo para que te vistas


—Mira, Rebecca —protestó Paula—. No me apetece ir.


—¿No? ¡Qué sorpresa! Pues vas a ir de todas maneras, porque me niego a quedarme parada mientras la zorra de tu hermana intenta arrebatarte a Pedro delante de tus narices.


—¿Crees que mi hermana es una zorra? —preguntó Paula asombrada.


—¿No lo piensa todo el mundo? —soltó Rebecca guiando a Paula hacia su habitación—. ¿Qué ropa tienes? Te sugiero algo sencillo pero elegante, que contraste con la elegancia descocada de tu hermana.


—Lo siento, Rebecca. Sé que quieres ayudar, pero me niego a entrar en una absurda competición con ella.


—¿Porque crees que no vas a ganar? —la franqueza de Rebecca dolía.


—Yo… Sí. Supongo.


—Bueno, yo te apoyo —le dijo Rebecca—, así que ponte esto y después te peinaré y te maquillaré.


Rebecca le tendió un vestido malva de seda sin mangas y esperó a que se lo pusiera para maquillarla. No la dejó ni respirar hasta que estuvieron de camino al restaurante.


—¿No crees que a Pedro le extrañará que me haya recuperado tan pronto? —preguntó Paula.


—¿Quién crees que me ha enviado a buscarte? —contestó Rebecca—. No es tonto. ¿No se te ocurrió una excusa mejor que un dolor de cabeza?


—¿Y por qué no ha venido en persona?


—Iba a hacerlo —le dijo Rebecca—, pero yo lo detuve. 
Estaba algo molesto.


—¡Oh! —eso no sonaba muy prometedor. Pedro enfadado—. Supongo que será porque yo le he fastidiado el plan.


Rebecca suspiró.


—No tienes ni idea, ¿verdad?


Paula estaba de acuerdo en eso, pero creía que Rebecca no sabía que Pedro y Anabella habían tenido un romance. Se le ocurrió que quizás Pedro quisiera tenerla como testigo en su encuentro con Anabella.


Cuando llegaron al restaurante, Rebecca le dijo:
—Ahora, entra y lúcete.


¿Lucirse? Paula quería escapar, pero no podía hacerlo porque Rebecca la tenía agarrada por el codo para darle apoyo moral mientras las conducían hasta su mesa.


Pedro fue el primero en verlas y se puso en pie.


¿Se alegraba de verla? ¿O le divertía que hubiera ido?


—Deduzco que la aspirina te ha hecho efecto.


—Sí… algo así —masculló ella.


—Una sorprendente recuperación —intervino Anabella contrariada. Estaba sentada a la izquierda de Pedro.


—Siéntate a mi lado, Paula —dijo Sam—, y haz que mi esposa se ponga celosa.


Paula obedeció y se sentó a la izquierda de Sam, junto a Tom Burton, el arquitecto.


—¡Qué suerte tienes! —le dijo Rebecca riéndose a su marido—. ¿Por qué a una chica guapa como Paula iba a gustarle un hombre maduro y casado… además de por lástima, por supuesto?


—No tan maduro, gracias.


—De todos modos, Paula está comprometida —dijo Anabella con una sonrisa cariñosa —Paula estaba perpleja—. ¿No les has dicho lo de Carlos, Paulita? Sé que todavía no es oficial, pero mi madre no podía estar más contenta. Los Bell Fox son de tan buena familia… Terratenientes durante generaciones. No es que ese tipo de cosas importen hoy en día. Al menos a mí —dijo pestañeando y sonriéndole a Pedro.


Paula no podía creer que Pedro se dejara engañar por Anabella y sus mentiras.


—Supongo que tengo que darte la enhorabuena —le dijo Pedro con una gélida mirada.


Rebecca miró a Paula intrigada y Paula se encogió de hombros y se puso a charlar con Tom Burton. Intentó ignorar la risa que soltaba Pedro mientras escuchaba a su hermana y cuando levantó la vista se percató de que Anabella tenía la mano apoyada en el brazo de Pedro. Apretó los puños creyendo que había perdido la batalla.


Pasó toda la cena ensimismada y sonriendo como un autómata cuando Sam, Tom y Rebecca le hablaban.


Cuando pasaron al salón para tomar café, se disculpó y se dirigió al tocador. Rebecca la siguió.


—¿A qué estás jugando, Paula? Te dije que te lucieras, no que hibernases. ¿Y quién diablos es Carlos?


—Alguien con quien medio salía.


—¿Medio salías?


—No me acostaba con él, si es eso lo que quieres saber.


—¿Pero te vas a casar con él? —dijo Rebecca incrédula.


—No. Ya no salgo con él.


—¿No?


—No.


—¿Entonces por qué no lo has dicho? —era evidente que pensaba que Paula era un caso perdido.


—No tenía mucho sentido. Está claro que Pedro está más interesado en Anabella.


—No, lo que pasa es que tu bien dotada hermana se está abalanzando sobre Pedro. Eso no es lo mismo.


—No lo comprendes —suspiró Paula y le resumió la relación que Anabella y Pedro habían mantenido diez años atrás.


—¿Y? —Rebecca no se había dejado impresionar—. Eso fue entonces. Y esto es ahora. ¿De verdad crees que a un hombre como Pedro le puede gustar alguien como tu hermana?


—No lo sé —admitió Paula.


—Bueno, yo sí —insistió Rebecca—. Así que vuelve allí y deja de comportarte como un ratón asustado.


No era una descripción muy aduladora, pero fue suficiente para que Paula aceptara el reto y regresara al salón.


Pedro la miró y le preguntó:
—¿Te apetece beber algo?


—Yo quiero un whisky —intervino Rebecca.


—Y yo un gin-tonic.


Pedro le pidió las copas al camarero y se dirigió a Paula de nuevo.


—¿Cómo estás? ¿No te ha vuelto a doler la cabeza?


—No. Gracias por interesarte —murmuró.


Rebecca tenía razón. Hablaba como un ratón asustado.


Él la miró unos instantes.


Ella buscó algo brillante que decir, pero Anabella lo distrajo con un comentario. Cuando le llevaron la copa se la bebió deprisa. Después de tomarse otra, se volvió más habladora, pero solo con Sam y Tom Burton. Se negaba a competir con Anabella para atraer la atención de Pedro.


Pedro, por su parte, no evitaba a Anabella cuando coqueteaba con él, y Paula tuvo que reconocer que su hermana era graciosa y estaba brillante.


Incluso Rebecca se reía con sus comentarios, aunque no estuvo de acuerdo con la opinión de Anabella de que tener hijos no mejoraba la vida de las mujeres.


—No estoy de acuerdo —dijo Rebecca—. Tener a Eliot ha hecho que mi vida mejorara infinitamente.


—Quizás, pero a la mayoría de las mujeres… —Anabella miró a Paula—. Entre ellas a mi hermana pequeña. A ella le destrozó la vida y estoy segura de que lo reconocería.


Paula no iba a reconocer nada, y le echó una mirada fulminante.


—No sabía que tenías hijos. ¿Cuántos tienes? —preguntó Tom Burton.


—Solo uno. Dario.


—Quizás lo hayas visto por la casa —añadió Pedro.


—Sí, claro. El niño rubio —dijo Tom—. ¿Cuántos años tiene?


La habían pillado. Le había mentido a Pedro, pero Dario había celebrado su cumpleaños y Rebecca sabía su edad.


—Tiene diez, ¿no? —intervino Anabella—. Recuerdo que nació cuando yo cumplí veintiún años, y eso fue en mayo del… Claro que tú no estuviste en la fiesta —le dijo a Paula, y miró a los demás—. A la pobre Paulita la enviaron fuera para preservar el honor de la familia. Fue inútil puesto que ella decidió tener al bebé y vivir pobremente en un apartamento de barrio. Nuestra madre estaba horrorizada.


Paula miró boquiabierta a su hermana por su indiscreción. 


Luego miró a Pedro. Confiaba en que no hiciera cálculos. 


Pero Pedro la miró intensamente y le preguntó:
—¿Quién era el padre?


—¡Pedro! —exclamó Rebecca indignada por la pregunta, y se hizo un silencio en la mesa.


—Un estudiante italiano, según dice Paula —aclaró Anabella—, pero tengo mis dudas. ¿Qué dices, Paulita? ¿No quieres contárnoslo?


—Creo que ya estás contando bastante por las dos —contestó Paula.


—Bravo —susurró Rebecca.


—¿Y por qué tanto misterio? —preguntó Pedro.


—No es ningún misterio —respondió Paula.


—Entonces, ¿quién es él? —preguntó mirándola a los ojos.


En ese momento Paula estaba casi segura de que él sabía la respuesta y no le importaba que el resto del mundo lo supiera.


—Nadie. Al menos nadie importante. Así que ahora, si Anabella y tú habéis terminado de humillarme…


Al terminar la frase, agarró el bolso y se fue. No vio que Pedro se levantaba para seguirla. No echó a correr hasta que al llegar a la recepción del hotel oyó que la llamaban. No logró huir. Pedro la alcanzó y la agarró del brazo.


—¿Dónde crees que vas?


—A casa, por supuesto —soltó ella y, al ver un taxi, gritó—: ¡Taxi!


—¡Olvídalo! —tiró de ella hacia el lateral del edificio.


—¿Y tú dónde crees que vas ? —preguntó ella en el aparcamiento.


—A mi coche. Eres mi invitada y te llevaré a casa.


—Antes preferiría ir a pie —contestó ella—. ¿Qué pasa con tus otros invitados?


—Rebecca los llevará —contestó él empujándola hasta la puerta del copiloto—. Entra, a menos que quieras que aumente tu supuesta humillación aireando nuestros asuntos en público.


La expresión de Pedro mostraba que iba en serio. La había acorralado y Paula no tuvo más remedio que subir al coche. Él cerró la puerta de ella con llave antes de entrar también.


—¿En serio creías que iba a permitir que huyeras de la verdad? —Paula no se molestó en contestar. Él condujo en silencio y a toda velocidad hasta Highfield, deteniéndose en la casita.


Por un momento Paula confió en que la dejaría allí y se marcharía, pero cuando se dispuso a abrir la puerta él la retuvo.


—Es mío, ¿verdad? —preguntó.


Paula respiró hondo y admitió:
—Sí, Dario es tu hijo.