martes, 2 de enero de 2018

LA VIDA QUE NO SOÑE: EPILOGO





La primavera siguiente…


Paula conducía con las ventanillas abiertas, y el viento le alborotaba el cabello. Era una bonita tarde de domingo, en abril. Los árboles estaban llenos de hojas, y todo estaba lleno de color.


Había dejado a Santy en casa de sus padres esa mañana. 


Le encantaba quedarse con ellos, ir a pescar con su abuelo y sentarse en la cocina mientras su abuela hacía galletas. El año que había pasado les había servido para conocerse, y Paula estaba muy agradecida por ello.


Había hecho la mayor parte del camino, tres horas desde Georgia, por carreteras secundarias. Siempre había tenido la teoría de que uno se perdía lo más bonito del paisaje en la autopista.


Miró un papel que tenía sobre el salpicadero. Tenía que girar a la derecha. El corazón le dio un vuelco. Debería haber llamado antes.


Al fin y al cabo, había pasado un año. Un año era mucho tiempo. Habían ocurrido muchas cosas.


Sobre todo, había tomado las riendas de su vida.


Nunca se libraría por completo de Jorge. No se había permitido pensarlo ni una vez. Había entregado la información que le había proporcionado Pedro al fiscal del distrito, Kevin Travers; eso por sí sólo le había costado a Jorge dieciocho meses de cárcel. Ramiro tenía que cumplir un año y había perdido el derecho a ejercer la abogacía.


Seis meses antes, justo después de que su divorcio se hiciera efectivo, Paula había recibido una llamada de Silvia Webster que, desconsolada, le había pedido que hablara con Lorena sobre Jorge. Pensaban casarse en cuanto él saliera de prisión. Pero Paula sabía que Lorena sólo veía en él lo que quería ver, y que daría igual lo que le dijera. Tendría que descubrir la verdad ella misma.


Paula puso el intermitente, giró y siguió la carretera arbolada durante medio kilómetro, hasta que llegó a un prado vallado. Al final del camino había una casa de piedra con dos magnolios en el jardín.


Detuvo el coche y apretó las manos sobre el volante. Un perro blanco y negro bajó corriendo desde las escaleras del porche, ladrando. Paula salió, se agachó y extendió una mano.


—Eh, Lola.


Lola agitó el rabo con entusiasmo.


Se abrió una puerta. Paula alzó la cabeza. Pedro estaba en el peldaño superior del porche, obviamente sorprendido.


—Hola —lo saludó, poniéndose en pie.


—Hola —bajó los escalones con las manos en los bolsillos.


—Hablé con tus padres —dijo ella, sintiéndose menos segura de su decisión de aparecer, ahora que estaba allí. Quizá fuera demasiado tarde—. Me dijeron dónde encontrarte.


Él la miró largamente, sin hablar.


—¿Cómo estás? —preguntó por fin.


—Bien —dijo ella—. Muy bien. ¿Y tú?


—Yo también —asintió él.


El silencio pesaba entre ellos y Paula volvió a preguntarse si había cometido un error yendo.


—¿Podemos hablar?


—Claro —dijo él—, entra.


—¿Por qué no aquí fuera? Hace un día precioso.


Él señaló el porche con la mano. Cruzaron el jardín y se sentaron en los escalones.


—¿Cómo es que te has venido aquí? —preguntó ella, con los codos apoyados en las rodillas.


—Decidí que la ciudad no era para mí. Esta granja pertenecía a mis abuelos. Hacía muchos años que nadie vivía aquí. Mis padres la conservaron, con la esperanza de que yo la quisiera algún día.


—Parecen unas personas muy agradables.


—Lo son.


—¿Los ves…?


—Sí. Tenías razón. Yo también tenía algunas cosas pendientes que tenía que solucionar.


—Me alegro —dijo ella.


—Yo también —la miró y sus ojos expresaban una mezcla de esperanza e inseguridad—. La verdad es que empezaba a pensar que no volvería a verte.


—Este año… he tenido malos momentos. Durante mucho tiempo me preocupó perder a Santy, por haberlo sacado del país. Los abogados de Jorge son de los que van a muerte, ya sabes.


—¿Se ha solucionado?


—Sí. Y Santy es muy feliz. Juega al fútbol y le va muy bien en el colegio.


—Eso es fantástico.


—Sí —asintió ella.


Se quedaron en silencio. Lola vio un cuervo y corrió tras él, ladrando. El pájaro se posó en la rama más baja de un manzano, la miró y agitó las alas. Lola se tumbó bajo el árbol, jadeando.


—Veo que está muy ocupada por aquí —dijo Paula.


—Oh, sí. Tiene que mantener a raya a toda la fauna local.


Paula sonrió.


—¿Y qué me dices de ti? —preguntó Pedro—. ¿Qué has hecho por ti este año?


Ella se miró las uñas y se frotó el dorso de la mano con el pulgar.


—Lo primero que hice fue permitirme admitir que no era responsable del curso que tomó mi matrimonio. Durante mucho tiempo me culpé por no haber adivinado cómo saldrían las cosas, por no haber tenido el coraje de encontrar una salida antes. Empecé a ver a una terapeuta, una mujer que había pasado por algo similar. Me ayudó mucho. 
Finalmente decidí que la culpa y el arrepentimiento ya no tienen cabida en mi vida; sólo servirían para anclarme al pasado, y yo quiero ir hacia el futuro.


Pedro estiró el brazo y apretó su mano suavemente. A ella se le aceleró el pulso y se sonrojó.


En la verja que había al final del jardín había dos palomas, una junto a la otra. Paula pensó que encajaban perfectamente allí, daban impresión de paz. Era lo que más había deseado, la paz, y por fin la había encontrado. Pero no había sido suficiente.


—Te he echado de menos —dijo.


—Yo a ti también.


Dejaron que las palabras se asentaran.


Luego él se inclinó hacia ella y rozó su mejilla con los labios. 


La miró fijamente, como si quisiera convencerse de que su presencia era real, no un sueño. Paula sintió una intensa añoranza y lo besó, intentando expresar todos los sentimientos que había guardado en su corazón durante un año.


Apoyó las manos en su pecho y él la rodeó con los brazos. 


Se besaron largo rato, reconociéndose, volviendo al punto en el que lo habían dejado. Como si hubiera ocurrido el día anterior. Como si tuvieran todo el tiempo del mundo.


—Me alegra mucho que estés aquí —dijo él, con voz temblorosa. Le retiró el pelo del rostro y dejó la mano sobre su hombro.


—Tenía que descubrir quién era sin llevar encima la carga de Jorge. Descubrir si podía ser alguien estando yo sola.


—Lo sé —dijo él—. ¿Y qué has decidido?


—Que sí puedo serlo. Y también que quiero algo más que estar sola.


—¿Eso significa que puede haber sitio para esto? ¿Para nosotros? —preguntó él con una mirada cálida y esperanzada en los ojos.


—Sí, creo que sí —contestó ella unos segundos después.


—Sería una vida con un abogado de poca monta con ambiciones de presentarse al puesto de fiscal de distrito —describió él, burlón—. Por lo visto el tipo vive en una granja y no sabe nada de huertos y cultivos.


—¿Y qué tipo de cultivos le interesa? —bromeó ella.


—Tomates. Judías verdes. Eso he oído.


—Yo siempre he querido cultivar sandías.


—Las sandías están bien.


Se quedaron en silencio un momento, mirándose a los ojos.


—¿No tendrás un cobertizo vacío por aquí? Tengo en marcha un pequeño negocio.


—Pues la verdad es que sí.


—Bueno —dijo ella—. Entonces podría funcionar.


—Creo que sólo hay una cosa de la que debemos asegurarnos antes.


—¿Oh? ¿Y cuál es?


—Lo de besarse. Eso tiene que ir bien, o lo demás no funcionará.


—¿Eso lo sabes de buena tinta?


—Sí, de la mejor.


—Entonces tal vez deberíamos practicar, ¿no crees?


—Me parece muy recomendable.


—Bueno —ella alzó los hombros—. Estoy disponible, si tú lo estás.


Pedro sonrió, se puso en pie y le ofreció una mano, que ella aceptó. Después puso un brazo bajo sus rodillas, la alzó en brazos y la llevó al interior de la casa. La puerta se cerró tras ellos.




LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 49




Paula cayó de rodillas. Se estremeció y estalló en sollozos. 


Pedro se agachó a su lado y la abrazó con fuerza, como si así pudiera contener su dolor.


Dos policías le pusieron las esposas a Jorge, que acababa de recuperar el conocimiento.


Pedro incorporó a Paula y la llevó fuera. La recostó sobre uno de los coches patrulla, para que recuperase la respiración.


El tercer oficial salió, dio una palmada en la espalda de Pedro y miró a Paula.


—¿Está bien, señora?


—Sí —musitó ella, con un hilo de voz.


—¿Estás segura? —preguntó Pedro


Ella asintió.


—Podría haberte matado —dijo él con voz angustiada.


—Nunca quise involucrarte en todo esto —dijo ella, moviendo la cabeza.


—Creo que es indudable que me involucre voluntariamente —dijo él.


La tomó en sus brazos y la apretó contra sí. Paula cerró los ojos, disfrutando de la seguridad que sentía con él.



****


Veinte minutos después, Pedro aporreó la enorme puerta delantera de la casa de Ramiro. Paula estaba a su lado. 


Apenas habían hablado hasta llegar allí. Pedro sabía que necesitaba ver a su hijo y comprobar que estaba bien.


Un irritado Ramiro Webster abrió la puerta.


—Alfonso, ¿qué diablos…? —vio a Paula y apretó los labios—. No puedo entregártelo, Paula.


Pedro le dio un empujón.


—Y un cuerno no puedes. ¿Dónde está Santy?


—Sal de mi casa, Alfonso —el rostro de Ramiro se puso rojo como la grana —, o llamaré a la policía.


—Ahora mismo están ocupados con Jorge.


Eso dejó a Ramiro paralizado.


Paula entró al vestíbulo, corrió hacia la escalera y llamó desde abajo.


—¡Santy! ¿Dónde estás?


—¿Mamá?


Se oyeron unos pasos arriba y poco después Santy corrió escaleras abajo y se lanzó a sus brazos.


—Oh, cielo —sollozó Paula, abrazándolo. Santy apretó la carita contra su pecho.


—Papá me dijo que ya no querías que viviera contigo. Que no ibas a volver nunca.


—Santy, tú eres lo más importante de mi vida —dijo ella, intentando controlar las lágrimas—. Nunca voy a dejarte —alzó la cabeza y miró a Ramiro—. ¿Cómo has sido capaz de hacer esto?


—También es hijo de Jorge —replicó él, con voz poco convincente.


Paula lo miró un momento en silencio.


—Me pregunto si pensarás lo mismo cuando le haga esto a tu hija.


Ramiro se quedó inmóvil. Palideció.


—¿De qué estás hablando?


—Quizá deberías preguntárselo a Lorena —dijo ella. Tomó a Santy de la mano y salió de la casa.



****

Esa noche se quedaron en casa de Pedro. Santy, agotado, se quedó dormido en cuanto Paula lo acostó.


Encontró a Pedro en la cocina. Lola, a sus pies, lo miraba con adoración. Había ido a recogerla a casa de su amigo, mientras Paula se daba una ducha y acostaba a Santy. 


Descorchó una botella de vino y le ofreció una copa a Paula.


—Gracias —dijo ella. Tomó un sorbo—. Por todo.


—No tienes por qué dármelas.


—Si no hubieras llegado cuando lo hiciste…


—Llegué —dijo él.


—Sí. Así es.


Él dejó el vaso en la encimera y fue hacia ella.


—¿Qué haremos ahora? —le preguntó, poniendo una mano en su nuca y alzando su rostro.


Paula lo miró con emoción. Lo amaba y quería que él lo supiera. Pero tenía que ser en el momento adecuado. No podía ofrecerle nada hasta que su vida estuviera en orden, hasta que supiera quién era ella, libre del yugo de la violencia de Jorge.


—Creo que los dos tenemos unos cuantos cabos sueltos que deberíamos atar —le dijo.


Él alzó su barbilla con el dedo.


—Si decides que en tu vida hay un lugar para mí, ven a buscarme. No hará falta más.


Se inclinó y la besó. Paula se preguntó si estaba loca por dejarlo marchar. Le devolvió el beso, haciéndole saber lo que no podía decirle aún.



LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 48




La ducha le sentó bien, despejó un poco la neblina que envolvía su mente; tenía el cerebro embotado con una mezcla de falta de sueño y el tipo de ira que podía llevar a un hombre a hacer cosas de las que tendría que arrepentirse.


Sería fácil perder la cabeza y tratar a Jorge Chaves utilizando el único lenguaje que el hombre parecía entender.


Pero eso sería ponerse a su nivel y era lo último que deseaba. Además, no le haría ningún bien a Paula.


Se puso unos vaqueros limpios y una sudadera, sin poder quitarse de la cabeza la mirada de Jorge cuando dijo que la encontraría. El hombre creía tener derecho a ella de una forma demencial que Pedro nunca entendería.


Pensar en lo que podía hacerle lo dejaba helado. Pero él estaría a su lado, garantizaría su seguridad.


En el pasillo, oyó que la otra ducha seguía corriendo. Llamó a la puerta con los nudillos.



****

El taxi paró delante de la casa con un chirrido de frenos, que enervó a Paula más de lo que ya estaba.


Durante todo el camino había centrado sus pensamientos en Santy, rezando porque estuviera allí y a salvo. No podía pensar en otra cosa.


Pagó al conductor y bajó del coche. Había dejado sus llaves en la casa cuando escapó, pensando que nunca volvería, o quizá como un símbolo de su esperanza. Ante la puerta, cerró los ojos un momento y entonó otra oración silenciosa por la seguridad de Santy. Llamo a la puerta.


Tras el minuto más largo de su vida, se abrió.


Jorge, con los brazos cruzados sobre el pecho, la miró con complacencia; era obvio que no le sorprendía su llegada.


—Hola, Paula—dijo.


—¿Dónde está? —preguntó ella, intentando controlar el temblor de su voz.


Jorge la miró fijamente. Sus ojos se oscurecieron con la ira que ella conocía tan bien.


—¿Qué clase de saludo es ése? Por lo menos entra.


—Jorge…


—Entra, Paula—dijo, con voz suave como el cristal.


Ella entró, con el corazón desbocado. Él cerró la puerta a su espalda.


—Necesito verlo.


—No está aquí.


—¿Qué has hecho con él? —la pregunta sonó histérica. Se había controlado durante el viaje de avión, pero tenía los nervios desatados y apenas podía contener el deseo de abofetearlo y borrar la expresión de poder de su rostro.


—No te preocupes. Está en un lugar seguro.


—Lo quiero de vuelta, Jorge.


Él sonrió con frialdad.


—Ahora sabes lo que se siente cuando te quitan a tu hijo. A tu propia sangre.


—No me dejaste otra opción —dijo ella, moviendo la cabeza.


—Oh, siempre tuviste otra opción —metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una navaja. La alzó contra la luz y contempló su filo. —¿De veras pensabas que te saldrías con la tuya, Paula? ¿No te dije lo que ocurriría si volvías a dejarme?


—Jorge… —Paula dio unos pasos atrás.


—Me has convertido en el hazmerreír de la gente. Tú, mi propia esposa. ¿Cómo voy a dejar pasar eso?


Los ojos de Paula no se apartaban de la navaja. Intentó respirar pausadamente, controlar el pánico.


—Jorge, guarda eso.


Él soltó una risa dura y fue hacia ella, obligándola a adentrarse en la sala. Se lanzó sobre ella y la derribó. Ella intentó levantarse, pero la sujetó poniéndole un codo en el cuello, dejándola sin aire.


—Te di todo lo que una mujer podría desear —dijo él con voz gélida—. Y me lo escupiste en la cara. Como si no fuera nada.


Paula sintió que la cólera la quemaba por dentro. Empujó su brazo y giró la cabeza, intentando respirar.


—Lo único que quería era un hogar en el que mi hijo se sintiera seguro. Donde no tuviera que preocuparme de cuándo sería tu siguiente explosión de ira ni de qué podría provocarla.


Él rodeó su cuello con una mano y apretó. En la otra mano sujetaba la navaja.


—Te dije que nunca permitiría que otro te tuviera. ¿Esperabas que me desdijera de eso?


Paula vio la ira que ardía en sus ojos y supo que la escena que estaba viviendo era inevitable.


—Debería haber intentado hablar contigo antes de irme —dijo, culpándose con la esperanza de calmarlo.


Él se puso rígido y la miró con expresión gélida. Apoyó la punta de la navaja en su cuello.


—¿Antes de empezar a acostarte con Alfonso, quieres decir?


Las lágrimas llenaron los ojos de Paula y empezaron a surcar sus mejillas.


En ese momento, la puerta se abrió de golpe, chocando contra la pared.


—¡Policía! ¡Levante las manos! ¡Tire el arma! 


Paula aprovechó la sorpresa de Jorge para intentar escabullirse. Pero él agarró su pierna y la arrastró a su lado. 


Rodeó sus hombros con un brazo y volvió a ponerle la navaja en el cuello.


Había tres policías en la entrada al salón. Los tres apuntaban a Jorge con una pistola.


—¡Suéltela! —ordenó el que estaba en medio. Jorger apretó el brazo que la rodeaba. Ella notó que se había producido un cambio; su confianza empezaba a transformarse en incertidumbre.


—Jorge, déjalo ya —pidió con voz suave—. Por favor.


Él apretó la punta de la navaja contra su cuello. Ella tragó aire, aterrorizada.


—Sólo hay un final posible, Paula. Y lo has escrito tú.


Se oyó un clic a su espalda. El seguro de una pistola. Paula sintió que Jorge se tensaba.


—Suéltala —la palabra sonó gélida.


Pedro. Paula parpadeó, sintió una oleada de esperanza y terror al mismo tiempo.


Jorge soltó una risotada irónica.


—Leí tu expediente, Alfonso. Webster se informó bien. ¿Crees que vas a matarme y así compensarás la muerte de esa hermanita a quien no protegiste? Eso es Paula para ti, ¿no? Una oportunidad de pagar tu culpa.


—Jorge, no —Paula cerró los ojos.


—Eres un auténtico bastardo, Chaves —dijo Pedro.


Por el rabillo del ojo, Paula vio a Pedro apoyar el revólver en la cabeza de Jorge. Jorge se inclinó hacia delante, pero se irguió de nuevo, sin apartar la navaja de su cuello.


—¡No! —gritó Paula—. No lo hagas, Pedro. Si lo haces estarás siguiendo su juego. No quiero que hagas eso.


Un pesado silencio siguió a sus palabras.


—Suelte la navaja, señor Chaves —volvió a decir el policía, con voz tranquila.


Paula percibía la batalla que se estaba librando dentro de Pedro.


—Por favor —musitó—. Así no, Pedro.


Tras un tenso silencio, que a Paula le pareció interminable, Pedro apartó el revólver.


—Tienes razón. Él no merece la pena.


—Ya suponía que no tendrías el valor suficiente, Alfonso —dijo Jorge, relajándose.


Un instante después, Pedro golpeó su cabeza con la culata del revólver. Jorge se desplomó sobre el suelo.


—Tiene que decirme dónde está Santy —dijo.


—Vamos —dijo Pedro—. Tengo la sensación de que ahora cooperará.