jueves, 20 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 9




La casa estaba vacía cuando regresó abajo, y se dijo a sí misma que se alegraba. Era hora de mirar hacia el futuro, y Pedro no entraba en el suyo. Dejó la maleta en el hall y emitió un gemido al recordar que había dejado la ventana de su dormitorio abierta. A pesar de que no tenía intención de quedarse en la casa Dower, no quería ser responsable si entraban a robar. Además, le encantaba esa casa y no podía soportar la idea de que entraran intrusos.


Ya sabía que la posibilidad de vivir en esa casa en todo su esplendor era demasiado buena para ser verdad, pensaba mientras daba un último vistazo, pero, cuando se disponía a cerrar las puertas de cristal que daban a la terraza, un movimiento llamó su atención.


Pedro estaba de pie junto al estanque, con los brazos cruzados sobre el pecho y la misma pose arrogante. Hasta que Paula se fijó más y se dio cuenta de que no era consciente de su presencia.


Parecía mayor. Al fin y al cabo habían pasado cuatro años, y su vida en los circuitos de carreras le exigía mucho, tanto física como mentalmente. Paula recordaba la intensa presión a la que estaba sometido en cada carrera. Cuando era joven, su padre, Fabrizzio, había sido un brillante ingeniero cuyo matrimonio con la hija de un acaudalado fabricante de coches le había permitido desarrollar coches deportivos exclusivos que se habían convertido en uno de los más importantes objetos de exportación de Italia. Alfonso ya era una compañía con éxito, pero, cuando Pedro ganó su primer campeonato del mundo conduciendo un coche diseñado por la compañía de su padre, catapultó el apellido Alfonso a lo más alto junto a nombres como Ferrari o Renault. El orgullo y la fortuna de la corporación Alfonso descansaban sobre los hombros del chico de oro del país. Pedro era un héroe nacional, pero el precio de tan reputado título era alto, y la idea del fracaso, inconcebible.


Una vez le había confiado que se sentía muy solo en la cima, y ella había mirado a su alrededor, a las innumerables personas que habían acudido para celebrar otra victoria, y se había carcajeado. Por aquel entonces, Paula pensaba que bromeaba; todo el mundo quería estar con Pedro, todos querían una parte de él. Pero, al verlo en ese momento, de pronto lo comprendió, y con esa comprensión llegó el remordimiento y la vergüenza, porque ella era tan culpable como cualquiera de querer tener una parte de él.


De pronto Pedro levantó la cabeza y la miró, pero, en vez de sentirse abochornada, se quedó sorprendida por el vacío que vio en sus ojos oscuros.


—¿Por qué pensabas que iba a casarme con Valentina?—preguntó él.


—Gianni me lo dijo —contestó ella centrando su mirada en un conjunto de margaritas.


—¡Gianni! No te creo.


—Es la verdad —insistió ella—. La noche en que nos descubriste junto a la piscina, no era lo que pensabas. Gianni acababa de explicarme que existía un acuerdo entre los Alfonso y los Domenici desde hacía años, y que tú estabas decidido a casarte con Valentina para satisfacer a Fabrizzio.


—Yo no soy la marioneta de mi padre —respondió Pedro, furioso—. Y estamos en el siglo veintiuno; los matrimonios concertados desaparecieron hace cientos de años.


—¿Me estás negando que alguna vez hablaste con Fabrizzio sobre casarte con ella?


—Se mencionó —admitió él, encogiéndose de hombros—. A mi padre le habría gustado, es cierto, pero sabía que no había posibilidad de que ocurriera.


—Pero Gianni me lo dijo —dijo Paula desesperadamente. Era la primera vez que Pedro la había escuchado realmente, pero el descrédito en sus ojos hacía que fuera difícil continuar—. Me dijo que el hecho de que parecieras encantado de que nuestra relación saliese a la luz era todo una estratagema. Sabías que, cuando decidieras dejarme, saldría en todos los titulares y eso alegraría a Valentina y a su familia. Pero, si creías que yo habría seguido siendo tu amante después de casarte, es que no me conocías en absoluto.


Pedro apretó la mandíbula, pero su voz sonó suave y tranquila.


—¿Y Gianni te dijo eso? ¿Mi hermano, que está muerto y no puede defenderse? Eso sí que es conveniente.


—¿Por qué iba a mentirte? —preguntó Paula—. Gianni no quería decírmelo, pero las cosas no estaban bien entre nosotros desde hacía semanas. Estabas frío y distante, y yo sospechaba que te habías cansado de mí. Le insistí a Gianni hasta que acabó por contarme lo que estabas planeando y, cuando nos descubriste, simplemente me estaba reconfortando, nada más, a pesar de que él dijera que teníamos una aventura secreta.


—¿Ésa es tu versión de la verdad? —preguntó él—. ¿Eso es lo mejor que puede ocurrírsete?


—La verdad —dijo ella con una calma mortal— es que eres un mentiroso bastardo que esperaba ascender en la escala social casándose con la hija de un aristócrata mientras tenía una amante convenientemente escondida. Esto es inútil —murmuró—. Hace cuatro años te hiciste una idea sobre mí y aún no tienes agallas para admitir que puede que te equivocaras.


—Te vi, y no sólo aquella noche. Siempre tenías los ojos puestos en Gianni. Siempre estabas riéndote con él.


—Era el único de tu familia que era amable conmigo —dijo Paula, defendiéndose—. Tu padre dejó claro que me despreciaba, y todos los demás hicieron lo mismo y me trataban como si tuviera la peste bubónica. Yo sólo tenía ojos para ti —aún era así. Él era el único hombre al que había amado, la razón por la que había pasado los últimos tres años en constante peligro. Concentrarse en su supervivencia había sido la única forma de evitar pensar en él y en la vida que habían compartido—. ¿Cómo tienes la desfachatez de acusarme de serte infiel cuando no pasa una semana sin que aparezca en los tabloides algo escrito sobre tu última conquista y tú?


—He tenido otras amantes en estos cuatro años —dijo Pedro, acercándose a ella—. No puedo negarlo. Como tú dices, hay muchas mujeres que declaran abiertamente que están disponibles, y yo nunca he fingido ser un monje. Pero, mientras estábamos juntos, te fui fiel. Yo no miraba a los miembros de tu familia.


Paula tenía que marcharse de allí antes de perder la compostura. Ya sentía las lágrimas quemándole en los ojos, de modo que se dio la vuelta y salió corriendo hacia los escalones que conducían a la casa.


—Las otras mujeres no significaron nada —insistió Pedro, agarrándola del hombro y obligándola a mirarlo—. Solía cerrar los ojos y fingir que estaba contigo.


—Eso es asqueroso —susurró Paula, y observó cómo él agachaba la cabeza hasta que sus bocas quedaron a milímetros de distancia.


—Es la verdad —susurró él antes de besarla.


El primer instinto de Paula fue resistirse, y comenzó a empujarlo a la altura de los hombros. En respuesta, Pedro simplemente la agarró con fuerza contra su pecho mientras con una mano le inclinaba la cabeza para que no pudiera escapar a sus labios, que parecían decididos a tomar todo lo que ella no quería dar.


La imagen de Pedro abrazando a otra mujer, besándola, acariciándola, haciendo el amor con ella, hacía que su cuerpo se tensara. Era insoportable y lo odiaba, pero, al mismo tiempo, era cada vez más difícil resistirse a la maestría de sus caricias. La conocía demasiado bien. Incluso después de tanto tiempo. De modo que, poco a poco, fue relajando los puños y colocando los brazos alrededor de su cuello, sintiendo su pelo sedoso entre los dedos, recordando cómo a él solía gustarle que le masajeara los hombros después de una carrera. Sintió que no podía resistirlo más y separó los labios lentamente mientras Pedro deslizaba la mano hasta sus nalgas, levantándole los muslos y presionándolos contra su erección, haciendo que se diera cuenta de que ella no era la única que estaba perdiendo el control.


—He fantaseado con la idea de hacer el amor contigo cada noche de los últimos cuatro años —admitió él cuando levantó la cabeza, pero, para entonces, Paula ya no podía hablar. Cuando la tumbó en el suelo, el frescor de la hierba rompió el embrujo que la rodeaba, pero, cuando trató de incorporarse, él se colocó encima, aprisionándola con su cuerpo contra el suelo. Sobre sus cabezas, las hojas de los árboles formaban un intrincado dosel más allá del cual podía verse el cielo azul. El suave aroma de la hierba se mezclaba con la esencia de su colonia, y sus sentidos se estremecían al sentir al hombre que había sido parte de ella.


Pedro deslizó los dedos hasta el dobladillo de su camiseta y se la levantó para dejar al descubierto sus pechos.


—La fantasía nunca era tan buena —repitió él.


Paula se arqueó, incapaz de contener un gemido de placer cuando le lamió un pezón con la lengua. La caricia la atormentaba y ella tuvo que hundir las uñas en sus hombros.


Pero, cuando sintió que Pedro le desabrochaba el botón de los vaqueros y comenzaba a bajarle la cremallera, Paula fue consciente de la realidad y supo que, si Pedro le bajaba los pantalones, vería la cicatriz de su pierna. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? Él creía que era una mentirosa. Su opinión no podía ser peor y, sin embargo, estaba a punto de ofrecerle un encuentro sexual en la hierba antes de que se marchara a la otra punta del mundo.


Al sentir la tensión que súbitamente inundaba su cuerpo, Pedro se quedó quieto, observándola mientras ella trataba de quitarse sus manos de encima.


—No, no quiero esto —le dijo ferozmente.


Él se rió y giró para colocarse sobre la hierba y mirar al cielo.


—Ya me he dado cuenta, cara. Me pregunto si sabes lo que quieres.


—Desde luego no a ti —contestó ella mientras se ponía en pie.


—¿Por eso huías? Me he tropezado con tu maleta en el hall.


—Pensé que ya te habías marchado.


—¿Y estabas esperando a ese momento para escabullirte?


—No me estaba escabullendo —contestó ella—, tienes que entender que no puedo quedarme aquí.


—¿Y si te pidiera que te quedaras?


—Dame una buena razón por la que debería hacerlo.


—Darle otra oportunidad a una relación que ninguno de los dos quiere olvidar —sugirió él.


—Ya hemos ido por ese camino —dijo ella sacudiendo la cabeza, negándose a escuchar a su corazón—, y me niego a tener una relación con un hombre que no confía en mí. Nunca te he mentido.


—Lo que significa que Gianni, mi hermano, en quien yo confiaba, me mintió —murmuró él—. Yo no provoqué su accidente —añadió mientras se ponía en pie.


Paula le colocó una mano en el brazo, desesperada por reconfortarlo. Parecía devastado, no había otra palabra para describirlo, y deseaba estar con él. Ya no le importaban los años de separación y amargura que había vivido.


—Sé que no lo hiciste —dijo ella.


—Yo lo adoraba, y la intensa rivalidad entre nosotros nunca fue tan seria como todo el mundo creía, o eso pensaba yo. En el Grand Prix de Hungría, me di cuenta de la seriedad del asunto. Gianni estaba desesperado por ganarme y yo podría haberle dejado, debería haberlo hecho. En vez de eso, se arriesgó estúpidamente y tomó la curva a demasiada velocidad. Nunca olvidaré el momento en que su coche se salió de la pista.


Comenzó a caminar lentamente hacia la casa, con la espalda rígida, y Paula corrió tras él.


—Aquella noche, sentado en la unidad de cuidados intensivos, viéndolo conectado a todas aquellas máquinas, me prometí a mí mismo que no volvería a pasar nada malo entre nosotros, y que pondría fin a la pelea que nos había separado.


—¿Sobre qué peleasteis? —preguntó ella en un susurro—. ¿Por mí?


Su asentimiento de cabeza confirmó lo peor y ella tuvo que contener las lágrimas.


—No me extraña que me odies. El accidente de Gianni fue culpa mía.


—El accidente de Gianni fue culpa de Gianni —le dijo Pedro con firmeza—. He tardado tres años en darme cuenta de eso. Corrió un riesgo innecesario y pagó el precio, pero ver cómo luchaba por asimilar su parálisis fue duro. Me sentía culpable por tenerlo todo y que él no tuviera nada. Perderte a ti fue un infierno privado, pero no fue nada comparado con el tormento por el que él estaba pasando, y al final no pude salvarlo. Eligió acabar con su vida.


Por primera vez, Paula comprendió la agonía que debían de haber supuesto para Pedro los últimos años. Debía de haber sido toda una sorpresa encontrarla a ella en brazos de Gianni, y quizá fuese comprensible que inicialmente hubiera creído a su hermano. Ella había estado demasiado herida como para intentar defenderse y, para cuando Pedro se hubo calmado lo suficiente como para poder escucharla, Gianni ya había tenido el accidente. Pedro había sido incapaz de ayudarlo. Lo único que podía hacer era darle su apoyo y confianza.


—Tengo que irme... el avión me está esperando —murmuró él mientras, atravesaba la casa, deteniéndose para recoger su maletín y ponerse la chaqueta—. ¿Dónde irás tú? ¿A casa de Nicolas Monkton?


—¡No! No hay nada entre nosotros. No sé qué voy a hacer —admitió Paula. No sabía qué pensar, cómo reaccionar ante todo lo que él le había dicho, pero no había tiempo para seguir discutiendo; Pedro ya estaba saliendo por la puerta.


Colocó el maletín en el asiento trasero de su coche antes de sentarse tras el volante. Había dicho que tenía que irse, pero parecía estar tomándose demasiado tiempo en hacerlo y, mientras Paula observaba cómo ponía en marcha el motor, tuvo la extraña sensación de que no quería marcharse. 


Finalmente, puso el coche en marcha.


—¡Pedro!


Pedro ya estaba a punto de salir del camino, pero debió de haberla visto por el espejo retrovisor, porque frenó en seco antes de bajar la ventanilla.


—¿Qué pasa, cara?


—Ten cuidado —susurró Paula, agachándose para colocar la cara a su mismo nivel.


—Prometo tener cuidado si tú prometes quedarte —no le dio opción a contestar, simplemente le pasó la mano por el pelo y la arrastró hacia el coche para besarla—. ¿Tenemos un trato?


Paula se había quedado sin palabras y sólo podía mirarlo, sin ser consciente de la cantidad de emociones que revelaban sus ojos.


Pedro sabía que le quedaba un largo camino por recorrer, pero era un viaje que estaba decidido a hacer.





AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 8



El aroma del café recién molido que salía de la cocina advirtió a Paula de que su visitante aún estaba en la casa. 


Habiendo jurado que no dormiría un segundo mientras estuviera bajo el mismo techo que Pedro, se quedó horrorizada al despertar y ver que la luz del sol inundaba su dormitorio y que eran ya casi las diez.


—Buon giorno, cara —dijo él, bajando levemente el periódico para observarla.


Paula cerró los ojos y los recuerdos la embargaron. Solía adorar la intimidad de compartir el desayuno con él en la cocina de su villa a la orilla del lago Como. A pesar de su riqueza, Pedro era un hombre de gustos sencillos. Contrataba a poco personal en la villa y, sobre todo, a ella le encantaba el hecho de poder pasar tiempo a solas con él, lejos de los circuitos de Fórmula 1. Noches ardientes seguidas de días tranquilos habían constituido su vida durante unas pocas semanas.


¿Cómo se había echado todo a perder? ¿Cómo había podido creerse Pedro las mentiras de su hermano? La dolorosa respuesta era que no confiaba en ella. Para él, Paula había sido una más de la larga lista de mujeres que habían compartido su cama y, llegado el momento de la verdad, la lealtad familiar y los lazos de sangre habían podido con una relación que significaba muy poco para él.


—Creí que te marchabas —dijo ella, desesperada por disimular el modo en que su corazón latía con sólo verlo.


—No solías estar tan de mal humor cuando pasabas la noche en mi cama, pero es sabido que la frustración sexual causa depresión. ¿Quieres que te alegre un poco? —preguntó él.


—Lo único que me alegraría sería verte salir por la puerta sabiendo que no vas a volver —encendió el hervidor de agua y sacó del armario la tetera verde en forma de rana.


—Veo que sigues teniendo predilección por las criaturas babosas —dijo él.


—Yo no diría tanto. Dejé de sentir predilección por ti hace tiempo.


—Te aseguro que yo no soy un baboso. Tócame y verás.


Pedro se movió antes de que Paula tuviera tiempo de reaccionar, y dio un brinco cuando la sentó en su regazo.


—Eres asqueroso —susurró, sabiendo que su temperamento sería la única arma que podría utilizar para combatir el calor que la inundaba—. Deja que me levante, Pedro. Ya has demostrado tu teoría. No eres baboso en lo más mínimo, y las ranas tampoco lo son —añadió, desesperada como estaba por dejar de pensar en la erección que sentía bajo sus muslos—. Son agradables y, claramente, mi animal favorito.


—Y supongo que por eso, cuando todo el mundo me hizo caros regalos tras ganar el campeonato del mundo por cuarta vez, tú me diste una rana de plástico que croaba.


Pedro observó cómo el rubor teñía las mejillas de Paula, y se sintió satisfecho. Al verla en la rueda de prensa se había quedado sorprendido por su sofisticación, pero, esa mañana, con los vaqueros gastados y la camiseta de algodón, parecía la Paula joven e inocente que habitaba en sus fantasías. No estaba segura de sí misma como le habría hecho creer, ni era inmune a la química sexual que existía entre los dos.


Paula se levantó de su regazo y el olor a limón de su pelo evocó un curioso dolor en su pecho. Se dijo a sí mismo que sería indigestión mientras volvía a mirar el periódico, pero la página impresa no le decía nada y, cuando volvió a mirarla, el dolor seguía allí.


—Supongo que la rana de plástico fue un regalo estúpido —murmuró ella—, pero no sabía qué otra cosa comprarle a un hombre que lo tenía todo.


Pero Pedro se daba cuenta de que no había tenido lo que más deseaba, y se preguntó qué diría Paula si le dijera que competía en cada carrera con un anfibio de plástico en el bolsillo de su traje.


—¿Cuándo te vas? ¿Y cuándo llega tu ejecutivo con su familia? No estaría mal tener algo de tiempo para prepararme, algo que es evidente que tú no considerabas necesario.


—Ayer te llamé varias veces para informarte de que iba de camino a Wellworth —dijo Pedro—. Debías de estar ocupada o por ahí.


Su tono inquisitivo la irritó. ¿Qué derecho tenía a cuestionar todos sus movimientos?


—Cené con Nico —le informó—. No volvimos hasta tarde.


—¿Estuviste jugando con él aquí? No es muy inteligente por tu parte. No vuelvas a hacerlo.


—¿Perdón? ¿Qué derecho tienes tú a vetar a mis amigos? Y no estuve «jugando» con él como tú sugieres. Simplemente le preparé una taza de café. Ahora me parece ridículo, pero quería darle las gracias por darme la oportunidad de vivir aquí. Si hubiera sabido que estabas implicado, ni me habría molestado.


—Sólo asegúrate de no verte tentada de volver a darle las gracias con demasiado entusiasmo —dijo Pedro con tono de advertencia.


—Haré lo que me venga en gana, y puedes irte al infierno —respondió ella, colocándose las manos en las caderas.


—No en mi casa, cara mia. Y no si valoras tu vida.


Era el hombre más arrogante y enfermizo que había conocido.


—De acuerdo. Lo dejo. Hoy sacaré mis cosas de la casa y ya puedes buscarte a otra ama de llaves que se ocupe de tus ejecutivos.


—Firmaste un contrato.


—Que no serviría de nada ante un tribunal —replicó Paula.


—Probablemente no, aunque estoy dispuesto a demostrar su legalidad. Por otra parte, si se corriera la voz de que tu amigo Monkton no contrata a gente de confianza, su negocio saldría perjudicado. Tiene arrendamientos en casas bastante exclusivas, ¿verdad?


—Te odio —dijo Paula, dándose cuenta de que se había quedado sin argumentos—. No puedes soportar no salirte con la tuya, ¿verdad?


—Persigo lo que deseo con gran determinación —dijo él—, y siempre gano. Ya deberías saber eso. Bruno llegará el martes. Sabe que trabajas para el periódico durante el día y que no estarás disponible. Sin embargo, doy por hecho que te levantarás antes por las mañanas, y tendrás que arreglarte un poco.


Paula respiró profundamente y contó hasta diez mientras Pedro la estudiaba con desagrado. Se había vestido deprisa y se había puesto lo primero que había encontrado en su maleta. Sus vaqueros estaban gastados y manchados de pintura, y la camiseta había encogido al lavarla, de modo que se le pegaba al cuerpo, resaltando el hecho de que no llevaba sujetador. La atmósfera en la cocina quedó de pronto cargada de electricidad cuando Pedro se fijó en sus pechos y ella sintió cómo los pezones se le endurecían.


—¿Tienes frío, cara? —preguntó él.


Paula se sonrojó y se cruzó apresuradamente de brazos. No ayudaba el hecho de que él fuera impecablemente vestido. 


Su traje gris estaba impecablemente planchado, al igual que su camisa de seda y su corbata.


—Hagamos un trato. Iré a ponerme algo más adecuado y tú te irás.


Sus carcajadas la siguieron escaleras arriba y, cuando le preguntó de dónde había sacado esos modales, Paula no consideró que mereciera una respuesta, aunque se permitió la satisfacción de dar un portazo al cerrar la puerta de su dormitorio.



AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 7




La casa Dower era un edificio que databa del siglo XVIII. 


Una casa con seis habitaciones espaciosas situada en mitad del campo de Oxfordshire que había sido magníficamente renovada y de la que Paula se había enamorado nada más entrar por la puerta. El puesto como ama de llaves había sido toda una suerte, pensaba mientras subía por la escalera central hasta la bonita habitación de invitados que había elegido. Aún no podía evitar pensar que debía de haber gato encerrado y se preguntaba cuándo aparecería Hank Molloy. 


Esperaba que Nico tuviera razón y que ella no tuviera que cocinar, porque era un desastre en la cocina y podría hacer que la echasen.


La noche era bochornosa. Una tormenta había estado amenazando todo el día y, cuando abrió la ventana de su dormitorio, el aire era cálido y estaba tremendamente quieto. 


Los últimos días habían sido agotadores con todo el lío de las mudanzas, pero, sin embargo, le daba pánico irse a la cama. La inactividad le daba tiempo para pensar y sus pensamientos se desviaban inevitablemente hacia un hombre, mientras que sus sueños eran habitados por los recuerdos de la cercanía que un día habían compartido. 


Había sido una ilusión. La sensación de que Pedro era su otra mitad había sido producto de su imaginación.


«Olvídate de él», se dijo a sí misma. Era evidente que Pedro ya la había sacado de su cabeza y probablemente estuviera en la otra punta del mundo con su rubia sueca, o con su sustituta. Aquella idea le produjo un vuelco en el corazón. Alcanzó la caja de analgésicos que le habían recetado en el hospital; le dolía la pierna, y no era de extrañar, si tenía en cuenta todas las tensiones emocionales que estaba viviendo. Normalmente lograba ignorar el dolor, pero esa noche necesitaba ser ajena a todo y dormir bien.


Pocas horas después, abrió los ojos cuando una luz brillante iluminó la habitación. El trueno fue como un rugido furioso que no era lo suficientemente fuerte como para haberla despertado. Se preguntaba por qué tendría la piel de gallina y entonces supo que había sido otro sonido.


Se preguntaba si habría sido un intruso o su imaginación cuando oyó el sonido indiscutible de la puerta cerrándose. 


Dormir sería imposible hasta que no se hubiera quedado tranquila, pero el leve brillo que salía por debajo de la puerta del salón hizo que el corazón le diera un vuelco y las palmas de las manos comenzaran a sudarle mientras bajaba lentamente las escaleras. Maldiciendo el hecho de haberse dejado el móvil en el dormitorio, se dio cuenta de que su única opción era salir por la puerta principal y correr hasta la casa más cercana para pedir ayuda, pero estaba en pijama y además llovía. De pronto, la puerta del salón se abrió y Paula agarró lo primero que encontró.


—Me parece un momento extraño para ponerse a arreglar las flores —dijo una voz familiar—. ¿Qué diablos estás haciendo, cara?


—¿Qué estoy haciendo? —durante treinta segundos, Paula se quedó sin palabras mientras dejaba el jarrón en el mueble. Se sentía increíblemente estúpida, pero el alivio pronto dejó paso a la ira—. No sabes lo cerca que he estado de tirarte el jarrón a la cabeza, Pedro.


A juzgar por su tono de voz, Pedro intuyó que le habría gustado llevar a cabo su plan. Tenía las mejillas sonrojadas y el pelo revuelto; y, a pesar de lo enorme de su pijama, se sintió embargado por una mezcla de deseo y ternura mientras observaba su cara.


—Parece que estás tomando por costumbre esto de entrar en mi casa sin ser invitado —dijo ella—. ¿Cómo has entrado? No me digas que la puerta estaba abierta porque sé que la cerré.


En respuesta, Pedro balanceó la llave de la puerta delante de ella y Paula se quedó mirándola.


—De hecho, es mi casa.


—¿Desde cuándo te llamas Hank Molloy?


—Hank es el director ejecutivo de una filial de la corporación Alfonso que se ha encargado del alquiler de ésta casa. Imagino que tú eres mi ama de llaves. Bienvenida a bordo.


—Imagino que tendrás una buena razón para haber cometido un acto claramente fraudulento. Engañarme para que firmara ese contrato —dijo ella.


—Varias razones.


—¿Y tendrías a bien explicármelas?


—Una demostración práctica será mejor.


Pedro recorrió la distancia que los separaba en un segundo, le colocó la mano en la nuca para inclinarle la cabeza y así poder besarla a voluntad. Resistirse era imposible cuando sus sentidos estaban cegados por la esencia de su colonia. 


El calor que emanaba su cuerpo la rodeó mientras Pedro la abrazaba contra su pecho. La besó hasta que tuvo los labios hinchados, hasta que se le derritieron los huesos y fue como una marioneta en sus brazos, y sólo entonces se separó unos centímetros.


—¿Por qué me persigues? —susurró ella cuando la soltó—. ¿Qué quieres de mí?


La respuesta era simple, pero no estaba preparada para oírla, pensó Pedro al ver su aire de vulnerabilidad y el temblor de sus labios. Quizá debiera dejarla ir y olvidar la cercanía que una vez habían compartido, la alegría, pero había intentado mantener la distancia y, cuatro años después, Paula seguía invadiendo sus pensamientos.


—No te estoy persiguiendo; estás en mi casa, durmiendo en mi cama, por así decirlo.


—¿Realmente esperas que crea que mi puesto aquí como ama de llaves es pura coincidencia?


—No. Tuve que planearlo cuidadosamente y, aun así, no podía estar seguro de que, cuando le pidieron a tu agente inmobiliario que buscara un ama de llaves con tan poco tiempo, fuera a elegirte a ti. Podría haberle ofrecido el puesto a su secretaria, y he de decir que no la habría recibido con tanto entusiasmo.


Sus ojos brillaban con ilusión mientras observaba su rostro sonrojado, y Paula tuvo que debatirse entre su deseo de pegarle y el de echarse a llorar. Había olvidado lo mucho que a Pedro le encantaba tomarle el pelo, había olvidado su sentido del humor y las risas que habían compartido, y no quería recordarlo en ese momento.


—Estoy segura de que Gloria será una excelente sustituta —dijo ella con frialdad—, porque no tengo intención de quedarme aquí contigo.


Rápidamente, salió de la habitación y subió corriendo las escaleras hasta su dormitorio, donde sacó la maleta de debajo de la cama. Estaba apilando la ropa dentro cuando Pedro apareció en la puerta, pero lo ignoró y trató de cerrar la maleta.


—¿Sabes que está lloviendo? —preguntó él.


—No me importa. Preferiría salir con un huracán antes que quedarme un minuto más bajo el mismo techo que tú.


Pedro estaba bloqueando la puerta, pero, aun así, Paula lo empujó para salir de la habitación.


—¿Qué parte de «no quiero darle otra oportunidad a nuestra relación» es la que no entiendes? —preguntó ella, gritando.


—Esta —contestó él suavemente antes de besarla.


Su beso fue tan tierno, que las lágrimas que habían estado amenazando, consiguieron escapar y resbalar por sus mejillas. Tenía la cara entre sus manos, y Pedro se quedó quieto cuando sintió la humedad de sus lágrimas entre sus dedos, pero no levantó la cabeza, simplemente siguió besándola y provocándole una reacción que era incapaz de negar.


Entonces Paula dio un paso atrás y lo miró con una mezcla de confusión y deseo. ¿Cómo podía un solo beso provocarle semejante reacción? ¿Y qué había sido de su orgullo?


—Deja que me vaya—dijo ella.


—Soy yo el que se va. Mañana vuelo a Canadá y, tras el Grand Prix, regresaré a Italia, y luego iré a Bahrein. Firmaste un contrato que estipulaba que avisarías con tres meses si quisieras marcharte. El fin de semana, uno de mis ejecutivos llega a Oxford para supervisar la toma de posesión de la fábrica que la corporación Alfonso ha comprado recientemente. Bruno, su mujer y sus cuatro hijos esperan alojarse en una casa de campo inglesa, sobre todo porque les han dicho que habrá un ama de llaves dispuesta a atenderlos.


—Nico encontrará a otra persona para que se ocupe de la casa Dower —dijo ella—. Me niego a dejar que me manipules, Pedro. Puede que antes fueras capaz de darme órdenes, pero eso se acabó. Ya no estoy embobada contigo y no haré lo que me pidas con sólo chasquear los dedos.


—Pero no tienes otro sitio a donde ir —señaló él, apretando la mandíbula.


—Encontraré un piso. Si los del otro piso no me hubieran fallado en el último momento, ahora no estaría aquí —se detuvo al ser consciente de una cosa—. El piso de Cob Tree... tú... dime que no lo hiciste —doscientas mil libras eran calderilla para él, pero era imposible que hubiera comprado el piso para evitar que ella lo alquilara.


—Es una buena inversión —admitió Pedro—, aunque la localización no es la mejor.


—¡Serás cerdo! No dejaré que me hagas esto. Ni siquiera sé por qué te molestas. ¿Se trata de algún estúpido deseo de venganza por un pecado que no cometí?


—Creo que lo que tuvimos, lo que podríamos volver a tener, merece la pena —dijo él—, y no me importa si tengo que jugar sucio para conseguir lo que deseo.


—¿Y qué es, exactamente?


—Que vuelvas a mi cama, a donde perteneces.


—Yo no te pertenezco, Pedro. Me dejaste marchar hace mucho tiempo y no tengo intención de regresar.