viernes, 6 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 16




Pedro no había mentido cuando le había dicho a Paula que no lograba saciarse de ella. No era solo su sabor lo que le resultaba adictivo. Estaba deseando estar con ella, sobre todo, después de su encuentro en el despacho de Philip. Se le incendiaba la sangre cada vez que lo recordaba.


El hecho de que esa mujer estuviera convirtiéndose en una prioridad para él, era una amenaza para su forma de vida, reconoció para sus adentros. Diablos, ni siquiera había dedicado tiempo a pensar en la tienda de antigüedades.


 ¿Cómo era posible?


Sin embargo, la ansiada posesión de aquel edificio tan bien situado no le hacía sentirse satisfecho. Por alguna razón, se sentía vacío, como si todo por lo que había luchado siempre careciera, de pronto, de significado.


La historia de la madre de Paula, que había abandonado a su familia por un rico hombre de negocios, le había calado hondo. Era evidente que ella despreciaba a su padrastro. Sin duda, Pedro podía tener muchas similitudes con ese hombre. Era posible que, incluso, lo conociera. El mundo de los negocios en el que se movía solo admitía a la élite, a los más ricos y poderosos. Quizá, el padrastro de Paula era uno de ellos.


De todas maneras, no era eso lo que le preocupaba. Era el hecho de que se sentía identificado con la madre de Paula. Se había comportado justo igual que ella cuando le había dado la espalda a sus seres queridos, creyendo que la vida sencilla de sus padres no era suficiente. Se había vuelto ambicioso y avaro y, al escuchar la historia de Paula, había comprendido algunas de las consecuencias negativas de sus actos.


Cuando les había comprado a sus padres una bonita mansión, había notado que ellos la habían aceptado con incomodidad.


–Es un regalo maravilloso, hijo, pero tu madre y yo preferiríamos saber que eres feliz con tu vida y tienes compañía. Eso nos gustaría más que el que nos compres una mansión. Nos gusta nuestra pequeña casa. Tiene muchos recuerdos… allí os criamos a tu hermana y a ti – le había dicho su padre en esa ocasión.


Pedro le dolía que sus padres nunca hubieran entendido lo mucho que él había sufrido al perder a su hermana, Francesca. Saber que la vida era tan precaria y efímera lo había conmocionado. Y la necesidad de proteger al resto de su familia a toda costa lo había llevado a buscar el éxito en el mundo de los negocios. Sin embargo, nunca había podido compartir con ellos sus sentimientos.


Después de la decepcionante recepción del regalo de la mansión, se había apartado de sus padres y se había encerrado en sí mismo para lamerse las heridas en soledad. 


Había intentado calmar su desazón comprando más restaurantes y apostando en el mercado de valores. Había recurrido a la única forma que conocía de protegerse del dolor.


Cuando la muerte se había llevado a Francesca, él había sufrido tanto como sus padres. De vez en cuando, recordaba el precioso rostro de su hermanita y se le rompía el corazón cuando pensaba que jamás la vería convertida en mujer, ni enamorada, ni con sus propios hijos.


Pero sus padres no sabían nada de eso. En los últimos años, Pedro notaba que había perdido su respeto y su cariño. Sí, le decían que lo querían, pero cada vez que los visitaba adivinaba su decepción por el camino que había tomado en la vida. No tenían ni idea de cuál había sido la razón que lo había empujado a buscar el dinero y el éxito. 


Sin duda, creían que eso lo hacía feliz. Ignoraban el alto precio que había tenido que pagar para lograr sus ambiciones.


Cada noche, cuando regresaba a casa después de trabajar, una profunda sensación de soledad lo invadía. Él no tenía relaciones. Había tenido una larga sucesión de aventuras, por lo general, en hoteles de lujo que no habían tenido nada de hogareños. Además, despreciaba en secreto a las mujeres que lo entretenían, pues sabía que les interesaba más su dinero que el verdadero hombre que había tras él.


Al ver la casa de Paula esa noche, en un barrio corriente de Londres, con su césped arreglado y cuidadas flores en macetas, había envidiado su capacidad de conformarse con esa vida y no necesitar algo más grandioso. Para él, la idea de estar satisfecho con su vida era algo extraño. Y, aunque no se imaginaba a sí mismo viviendo en una pequeña casa adosada en un barrio cualquiera, ansiaba tener un hogar.


Pero no era solo eso. En su corazón, necesitaba tener a alguien que se preocupara por él, que no lo quisiera solo por lo que tenía, sino que quisiera conocerlo y dejarse conocer por él.


El deseo de llenar su vida le partía en dos. Solo había una cosa que podía darle placer: cocinar. Sin embargo, en la cocina de su precioso ático, mientras elegía las ollas y sartenes que iba a utilizar, no pudo evitar recordar la cena que había preparado para Paula en la isla.


Aquel se había convertido en uno de sus recuerdos favoritos. 


Sin embargo, pensar en ella le producía una sensación agridulce. La había dejado sola con la posibilidad de estar embarazada. Odiaba pensar que podía sentirse asustada o disgustada. Aunque sabía que era una mujer práctica y que, por eso, iba a tomar la píldora del día después, también sabía que era una persona muy sensible.


Frustrado por no poder estar con ella, tomó el móvil y marcó el número de un amigo que poseía la joyería más exclusiva de Bond Street. Después, contactó con un prestigioso florista. Si no podía disfrutar del placer de la compañía de Paula esa noche, al menos, haría algo para demostrarle que le importaba haberla puesto en una situación tan comprometida.



****


A la mañana siguiente, Paula se despertó tras una noche de insomnio con la llegada del más precioso ramo de rosas que había visto nunca. Mientras lo llevaba a la cocina para ponerlo en su jarrón favorito de cristal, el embriagador aroma de las flores impregnó toda la casa. ¿Había querido Philip darle las gracias de esa manera por ayudarle a vender la tienda de antigüedades?


Ante aquellos olorosos pétalos aterciopelados, Paula no pudo evitar pensar en Cleopatra, la reina del Nilo. La leyenda contaba que la reina acostumbraba a bañarse en leche con pétalos de rosa.


Dejando el ramo sobre la mesa, se agachó para inspirar su esencia un poco más. Entonces, vio la tarjeta que lo acompañaba, junto con una cajita de terciopelo rojo. Con el ceño fruncido, abrió el sobre y leyó lo que decía. El pulso se le aceleró al instante.



Al diamante oculto que nunca esperé encontrarme.
Pedro.


¿Pedro le había enviado flores? Su mensaje era tan inesperado como emocionante.


Embriagada, Paula sacó una silla y se sentó, porque las piernas parecían incapaces de sostenerla. Su cabeza se esforzaba en buscar una explicación. Entonces, abrió la cajita.


Sobre el interior de seda de color crema estaba el brazalete de diamantes más impresionante que ella había visto. Era de oro blanco y las piedras perfectas brillaban como el sol en agua cristalina. ¿Con qué intención le había enviado Pedro una joya tan perfecta?


Cuando se lo probó, sintió el frío del metal, aunque su cuerpo ardía solo de pensar en quien se lo había enviado. 


Sin embargo, eran las palabras que había escrito en la tarjeta lo que más le impactaba. ¿Acaso quería decir Pedro que ella era el diamante oculto que nunca había pensado encontrar? ¿Lo diría de corazón o sería solo una forma de halagarla?


De pronto, tuvo ganas de llorar, porque ansiaba con toda el alma que él se lo hubiera escrito en serio.


El teléfono sonó. Ella se apresuró a responder, pensando que podía ser del hospital. Philip todavía no había salido de peligro del todo.


Pero no era del hospital.


Era Pedro.


–¿Paula? Soy yo.


Su seductora y viril voz hizo que a ella se le pusiera la piel de gallina. El brazalete de diamantes seguía reluciendo en su brazo.


–¿Qué pasa? – preguntó Paula con la boca seca. Su intención era sonar indiferente, como si no tuviera importancia que él la llamara a esas horas de la mañana, pero le temblaba un poco la voz.


–¿Cómo estás esta mañana?


–Yo… estoy bien.


–Me habría gustado que hubieras venido a casa conmigo.


–Hice lo que tenía que hacer. Estaba muy cansada. Han sido muchas emociones en poco tiempo.


–Por eso no debemos tomar decisiones precipitadas.


Paula lo escuchó respirar hondo y recordó el comentario que él había hecho sobre considerar sus sentimientos.


–Me preocupaba que pudieras lamentar lo que pasó ayer – continuó él.


Al recordar la pasión que se había apoderado de ella y la había empujado a entregarse en el despacho de su jefe, Paula sintió que le subía la temperatura.


–No lo lamento. Hicimos lo que hicimos y punto Pero, como te he dicho, no puede volver a repetirse – repuso ella, y respiró hondo, rezando para calmar sus nervios. Al instante, sin embargo, quiso retirar sus palabras– . Por cierto, gracias por las preciosas flores y por el regalo.


Paula llevaba puesta una bata de seda de color melocotón que complementaba a la perfección la sensualidad de la joya. De esa guisa, se sentía una persona diferente, una mujer mucho más sofisticada y hermosa de lo que era en realidad.


Pero no debía hacerse ilusiones de grandeza, se reprendió a sí misma, ni sentirse especial por llevar un brazalete de diamantes. No era como su madre, cuya ambición por las cosas lujosas le había hecho dejar a su marido y a su hija.


–Me quedaré con las rosas, pero me temo que no puedo aceptar la joya.


Hubo un significativo silencio al otro lado de la línea.


–¿Por qué no? – preguntó él, exasperado– . Sé que te gustan las cosas bellas y quería regalarte algo que lo fuera. ¿Cuál es el problema?


–Es un brazalete de diamantes, Pedro. Ese es el problema. Las piedras son increíbles y no es un simple regalo. ¿Crees que los hombres regalan cosas como esta a las mujeres todos los días? Quizá, en tu mundo, sí, pero no en el mío. 
Además, no confío en tus motivos. Mi ex solía hacerme bonitos regalos después de haber estado con otras mujeres a mis espaldas, para distraerme. Sé que no somos pareja, pero, si es eso lo que piensas hacer conmigo, Pedro, te devolveré el brazalete para ahorrarte tiempo y dinero. Al menos, así sabemos a qué atenernos.


Cuando terminó su apasionado discurso, Paula se imaginó que él se limitaría a encogerse de hombros. Le resultaba difícil no derrumbarse y romper a llorar.


–Me parece que lo que pasó ayer te ha disgustado, Paula. ¿Por qué no comemos juntos y hablamos?


–¿Del colosal error que hemos cometido?


–¿De verdad crees eso? Nos dejamos llevar por una fuerza más poderosa que nosotros mismos, Paula, eso fue todo.


Ella se sonrojó.


–De todas maneras, no puedo quedar contigo a comer. Tengo demasiado trabajo.


–¿Quieres que te recuerde que trabajas para mí? Puedo darte todo el día libre, si quiero.


–Pero no quiero tener el día libre.


Cuando él hizo otro sonido de exasperación al otro lado del teléfono, ella se alegró de que no pudiera verla, pues tenía los ojos llenos de lágrimas.


–Quedemos para comer y no discutamos más – ordenó él– . Te daré el nombre del restaurante y nos veremos allí. Yo pagaré tu taxi.


Mirando absorta el reluciente brazalete, Paula se secó los ojos.


–Puedo pagarme un taxi.


–Debí imaginarme que dirías eso. ¿Te he dicho que eres la mujer más tozuda que he conocido?


–Más de una vez. Pero te sienta bien no salirte siempre con la tuya.


Pedro se rio y el sonido de su risa llenó a Paula de calidez y le hizo contar los minutos… y los segundos que quedaban para volver a verlo.







EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 15



Paula estaba saliendo de la farmacia en dirección al lujoso Mercedes que la esperaba fuera cuando un tipo con una cámara corrió hacia ella. Apuntándola con su objetivo, disparó varias veces.


–¿Eres la nueva novia de Pedro Alfonso? ¿Cómo te llamas, cariño? Puedes decírmelo. He visto su coche. ¿Por qué, si no, iba a estar aparcado aquí?


Conmocionada, Paula vio cómo Pedro le abría la puerta del coche.


–¡Entra rápido y no le digas nada a ese idiota! – ordenó él con la mandíbula tensa.


Ella obedeció sin pensar. Nada más sentarse, Pedro arrancó y se alejó del lugar.


–Eso es exactamente lo que no quiero – murmuró él.


–No le habría dicho nada, para tu información – indicó ella, todavía anonadada– . No pensaba decirle mi nombre. ¿Estas cosas te pasan a menudo?


–Demasiado a menudo para mi gusto. Nunca pensé que perdería mi privacidad, pero es curioso cómo te puede cambiar la vida.


Sorprendida por su reflexión, Paula se relajó un poco. Quizá, Pedro no buscaba la fama tanto como la prensa creía. ¿Sería esa la razón por la que había tenido un aspecto tan amargado en la foto de la ceremonia de entrega de premios? La idea de ser seguido de cerca por los paparazzi debía de ser una pesadilla. Esa clase de vida no era algo que ella envidiara. De hecho, le parecía horrible.


–Nunca pensé que diría esto, pero lo siento por ti, Pedro, de veras lo siento. Me alegro de haber dicho que nuestra relación debe ser estrictamente profesional. Por lo que está pasando, es mejor que sea así. Podemos comunicarnos por teléfono.


–No voy a dejar que nadie maneje mi vida y menos, la prensa – advirtió él con una mueca y mirada furiosa– . Dame tu dirección y te llevaré a casa.


Cuando pararon delante de la casa adosada donde vivía Paula, Pedro apagó el motor y echó un vistazo por la ventanilla hacia su jardín, salpicado de macetas con pensamientos en flor. Ella estaba orgullosa de sus flores aunque, sin duda, él estaría pensando en lo vulgar que era aquel lugar, se dijo.


–¿Siempre has vivido aquí?


–Sí. Es la casa donde me crie con mis padres. Cuando mi padre murió, me la dejó a mí.


–¿Y no a tu madre?


–No. No estaban juntos.


–¿Quieres decir que estaban divorciados?


–Sí. Ella se fue con un rico ejecutivo que le prometió una vida mejor – respondió Paula con un suspiro, sin poder ocultar su amargura. Al instante, se sonrojó.


–¿Y ese hombre… le dio una vida mejor?


–Depende de lo que consideres mejor. Que yo sepa, mi madre es feliz. Viven en un pomposo piso en París y ella tiene de todo. Creo que es la vida con la que siempre soñó, la clase de vida que mi padre no podía ofrecerle. Pero se le rompió el corazón cuando lo abandonó y nunca se recuperó.


–Lo siento mucho. Su abandono debió de ser doloroso para ti también, ¿no?


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


–Durante un tiempo, sí. Luego, lo superé. Tenía que enfrentarme a la realidad. En cualquier caso, ¿quién necesita a una madre que prefiere los bienes materiales
antes que estar con la gente que la ama?


Pedro se encogió un poco.


–¿A qué se dedicaba tu padre?


–Era contable, y se le daba muy bien su trabajo, por cierto – contestó ella, poniéndose sin querer a la defensiva– . Aunque nunca tuvo la ambición que mi madre quería. En vez de apreciarlo por ser un marido y un padre leal y devoto, le parecía una señal de debilidad que él quisiera pasar tiempo con su familia en vez de trepar en su carrera.


–Dices que tu madre y su marido viven en París. ¿Sabes dónde?


De nuevo, Paula se sonrojó. Sin duda, Pedro conocería el lugar.


–En una zona llamada Neuilly-sur-Seine.


–Si pueden costearse vivir allí, deben de ser ricos. Es la zona más cara de la ciudad.


Ella se encogió de hombros y se desabrochó el cinturón de seguridad.


–No lo sé. Ni me importa.


Antes de que pudiera salir corriendo, Paula oyó que su acompañante se desabrochaba también el cinturón de seguridad. Acercándose a ella, le tomó la mano.


–Antes de que te vayas, creo que tenemos que hablar, ¿no te parece?


Como una polilla atraída por el fuego, Paula se sintió atrapada por la peligrosa llama de sus ojos. Al mismo tiempo, su sensual aroma hizo que se derritiera por dentro. 


Lo único en lo que podía pensar era en la deliciosa sensación de tenerlo dentro. Perpleja, tuvo que admitir para sus adentros que ansiaba con todo su ser repetir la experiencia.


–¿De qué quieres hablar? Si es por la venta de las antigüedades, ya te he dicho que me mantendré en contacto – le espetó ella, aunque no logró disimular su deseo.


–Sabes muy bien que no es de las antigüedades. Tenemos que hablar de lo que acaba de pasar en la tienda.


Ella se obligó a mantenerse firme y no dejar que él adivinara lo que sentía.


–Hemos tenido sexo en el escritorio de mi jefe, eso es lo que ha pasado. Te he dicho que voy a tomar la píldora del día después para asegurarme de no quedarme embarazada, así que no tienes de qué preocuparte. ¿De qué más quieres hablar?


–No creo que sea eso lo único que piensas que hicimos, Paula.


De pronto, él se llevó la mano de ella a los labios.


–Hicimos estallar un volcán allí dentro y su lava nos ha quemado hasta el alma. Si lo niegas, no dudaré en llamarte mentirosa.


Mirándola a los ojos, Pedro se metió el dedo índice de ella en la boca y comenzó a chuparlo.


–¿Qué…? ¿Qué estás haciendo? – dijo ella, y apartó la mano, aunque dudaba que fuera lo bastante fuerte como para resistirse mucho tiempo más.


–Estaba recordando tu sabor – repuso él con una seductora sonrisa– . No logro saciarme de ti.


–Bueno, pues vas a tener que aprender a aguantarte. ¡Yo no puedo permitirme continuar con esta estupidez!


Paula estaba a punto de romper a llorar. No quería quedar como una tonta, así que abrió la puerta y salió.


–Puede que te parezca una estupidez pasar más tiempo conmigo, Paula, pero yo no comparto tu opinión. No me arrepiento de lo que ha pasado, en absoluto. Seguiremos en contacto, te lo aseguro.


Ella no contestó. Cerró la puerta del coche de un portazo y se dirigió derecha a la casa. Mientras lo oía alejarse en el coche, las lágrimas comenzaron a brotar.







EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 14

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Cuando regresó al despacho, Pedro estaba entrando en el baño. Los papeles y artículos de oficina que había tirado al suelo se hallaban de nuevo sobre la mesa. Todo estaba ordenado, como si no hubiera pasado nada. ¿Quién podía decir que Paula acababa de tener sexo sobre el escritorio con el famoso millonario?


Temblorosa, se sentó, dándole vueltas a lo que había sucedido.


–¿Qué he hecho? – murmuró ella, angustiada.


Poco a poco, comenzó a sentirse culpable y avergonzada. 


¿Qué diría Philip si se enterara? ¿Y qué pensaría su padre?


 Entonces, recordó que Philip le había contado, en una ocasión, que su padre nunca había logrado entender cierto «impulso salvaje» que su madre había tenido.


–Vivir con esa mujer era como construir una casa encima de un depósito de dinamita. No pasaba un día sin que me preguntara cuándo iba a estallarme en la cara – le había confesado un día su padre a Philip.


Ruth Chaves había destrozado a su marido cuando lo había abandonado por un hombre rico y poderoso. Y él había ido a juicio para asegurarse de ser quien se quedara con la custodia de su hija, Paula. Después de sufrir aquellos dolorosos acontecimientos, ella se había jurado no comportarse jamás como su madre.


Pero estaba segura de que, cuando la naturaleza ejercía su poder, los humanos no tenían nada que hacer. Por eso ella había terminado acostándose con Pedro. En ese momento, se sentía como si acabara de sobrevivir a un tornado.


Y había algo más que le preocupaba. Habían tenido sexo sin usar protección. Habían estado tan sumergidos en el momento que ni siquiera se les había pasado por la cabeza.


Al menos, ella sabía que Pedro no había planeado seducirla. 


Si lo hubiera hecho, sin duda, habría usado protección. 


Podía coquetear con el peligro en los negocios, pero un hombre como él no correría riesgos innecesarios en su vida personal.


Aunque sería fácil rendirse al pánico, Paula se negó a hacerlo. Por suerte, conocía la píldora del día después y, antes de volver a casa, iría derecha a la farmacia. Un embarazo no esperado era algo que no entraba en sus planes en absoluto.


Pedro regresó. Por su expresión, parecía avergonzado. Sin embargo, cuando sonrió al verla, ella apretó los muslos de forma inconsciente y se le aceleró el corazón. Había sido increíble cómo habían hecho el amor. En sus brazos, había aprendido lo que significaba el éxtasis y la libertad total de toda restricción. Se había sentido como si hubiera volado.


–¿Quién era? ¿Un cliente? – preguntó él.


Embobada ante aquel hombre tan atractivo, Paula tardó unos segundos en reaccionar. Debía decirle, cuanto antes, que había sido un error convertir su relación de negocios en algo sexual. Los dos ardientes encuentros que habían compartido no podían repetirse.


–Era el cartero.


–No podía haber llegado más a tiempo.


Paula se sonrojó.


–Me dijo que iba con retraso por culpa del tráfico.


–No importa. Lo que me preocupa es qué vamos a hacer. Quiero que vengas a mi casa esta noche. Esta vez, quiero asegurarme de que nadie nos pueda interrumpir – le susurró él con voz sensual, rodeándola con los brazos por la cintura.


De nuevo, Paula se encontró hipnotizada por sus ojos. Su determinación de mantener las distancias perdía fuerza por momentos.


–Puede que eso sea lo que tú quieres, pero no es lo que yo quiero.


–No te creo.


Posando las manos en su pecho, ella intentó empujarlo.


 Pero él no se movió ni un ápice, ni la soltó.


–Mira, tal vez haya aceptado trabajar para ti durante un tiempo, pero eso no significa que esté a tu disposición día y noche.


–¿He dicho yo que eso era lo que quería? – preguntó él, y suspiró, bañándola con su cálido aliento– . A mí tampoco me gustaría estar a tu disposición noche y día, Paula. Pero, si necesitamos pasar más tiempo juntos, eso es distinto, ¿no te parece?


Por sus palabras, no daba la sensación de que Pedro tuviera la intención de utilizarla y dejarla tirada cuando apareciera la próxima mujer que se le antojara.


Aun así, su experiencia con su exnovio le recordaba que no podía entregar su confianza con tanta facilidad. No podía rendirse a la esperanza de que Pedro quisiera de veras mantener una relación con ella. Su largo historial de conquistas era prueba más que suficiente de que no era el tipo de hombre que creía en las relaciones estables.


–No creo que sea buena idea que pasemos más tiempo juntos, al menos, no de ese modo. A partir de ahora, nuestra relación debe ser solo profesional. Haré mi trabajo y venderé las antigüedades, pero no es necesario que nos veamos fuera del trabajo.


–No estoy de acuerdo.


–Ya me lo imaginaba, pero eso es porque quieres salirte siempre con la tuya. He tomado una decisión, Pedro.


–¿Y si descubres que estás embarazada? – preguntó él con mirada fría, sin soltarla todavía.


–No te preocupes por eso.


–¿Quieres decir que estás tomando la píldora?


–No, pero puedo tomar la píldora del día después. Voy a comprarla en la farmacia de camino a casa.


–¿Y yo no tengo nada que decir al respecto?


–Creí que te gustaría saber que podemos hacer algo. Estoy segura de que no quieres verte atado a mí por culpa de un bebé no planeado fruto de un momento de locura.


Durante unos instantes, Pedro no supo qué decir. No estaba acostumbrado a sentirse desconcertado. Pero lo peor era que tenía la sensación de que, por alguna razón, algo había cambiado en él y nunca iba a volver a ser el mismo.


Entonces, recordó lo que había pasado antes de su momento de locura. Él le había dicho a Paula que era su empleada y ella no había parecido contenta con aquel hecho. Luego, ella le había echado en cara no ser como su antiguo jefe, Philip Houghton.


Sus brazos se apretaron como una tenaza alrededor de la fina cintura de Paula. Un irresistible sentimiento de posesión lo inundó.


–¿Estás decidida a tomar esa píldora del día después porque no confías en mí? ¿Crees que no me responsabilizaría del bebé?


Ella suspiró.


–No he pensado en nada de eso. Solo quiero protegerme a mí misma. La nuestra no es una relación seria y yo soy tan responsable como tú de lo que ha pasado. Solo quiero ser prudente.


–¿Por qué? ¿Alguna vez te ha pasado algo parecido? Me contaste que, en una ocasión, alguien te había hecho sufrir.


–Sí. Pero no me dejó embarazada ni me abandonó, si es lo que estás sugiriendo. En cierta manera, se portó todavía peor. Me engañó con otras mujeres y me mintió, como si no fuera importante.


Aunque Paula se había esforzado en mostrar desapego al hacerle su confesión, Pedro percibió cierto dolor en su voz y sintió el primitivo deseo de protegerla y defenderla.


–Siento que tuvieras que pasar por eso – señaló él, bajando la voz– . Pero yo no soy como él. Estás mejor sin ese tipo. Volviendo a la situación presente, sé que lo más práctico es la píldora del día después. Pero ¿qué pasa con nuestros sentimientos? ¿No los vas a tener en cuenta?


Con el corazón acelerado, Pedro se escuchó a sí mismo haciendo una pregunta que nunca antes le había hecho a una mujer. Sin embargo, desde que había conocido a Paula, estaba cada vez más inclinado a enfrentarse a un aspecto de su vida que había tenido apartado desde niño… sus sentimientos.


Los ojos de color violeta de su interlocutora brillaron alarmados.


–¿Estás diciéndome en serio que puedes sentir algo respecto a la posibilidad de que tenga un bebé?


–Yo también tengo corazón. Hay algunas cosas en la vida que pueden hacer que una persona se detenga a recapacitar. Un posible embarazo es una de ellas.


–Ya te he dicho que no es solo responsabilidad tuya.


–Te he oído. Ahora quiero que me escuches a mí, Paula. No sé cómo ni por qué, pero parece que tenemos una especie de conexión… lo que nos une es más profundo que un encuentro pasajero. No es algo que quiera ignorar y tampoco quiero dejarlo pasar.


–No sé qué decir.


–En ese caso, no hay ninguna razón para no tomarnos nuestra relación de forma más íntima, ¿verdad?


–Creo que no se puede hacer más íntima, ¿o sí?


El comentario de Paula pretendía ser irónico. Por desgracia, a él no le pareció gracioso.


Sin decir nada más, Pedro la soltó. Se pasó una mano por el pelo, frustrado por que ella no quisiera tomarse su relación más en serio. Aunque habían hecho el amor, era fácil notar que su amante había levantado barreras entre los dos. Y él deseaba poder echarlas abajo.


Nunca había experimentado antes la sensación de que una mujer lo rechazara. Pero lo peor era el vacío que lo invadía después de haberla soltado. Podía insistir en que lo acompañara a casa, aunque intuía que ella había tomado una decisión y no cambiaría de opinión. De hecho, si la presionaba, podía ser contraproducente. Tendría que buscar otra estrategia.


–Si no quieres venir a mi casa, ¿por qué no me dejas que te lleve a la tuya? – propuso él, mirándola a los ojos.


–No hace falta. Puedo ir en autobús, como hago siempre.


–¿No conduces?


–No. No tengo carné.


Pedro tuvo que controlar su rabia porque las cosas no estaban saliendo como él quería. Respiró hondo.


–Entonces, ve a buscar tus cosas. Te espero en la puerta.


 La primera parada será la farmacia.