miércoles, 26 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 9

 


Paula se despertó en aquel momento como si algún mecanismo de defensa se hubiera puesto en marcha, evitando que reviviera el resto. Con el corazón alterado, se puso una bata y salió al porche. Era muy tarde. La luna estaba muy alta en el cielo y no se veían trazas del amanecer. Se recostó sobre los cojines de su mesedora de junco con una pierna bajo el cuerpo. Se dejó mecer al compás de un ritmo interior mientras miraba a través de las celosías de las ventanas.

Soplaba una brisa ligera que contenía toda la dulzura del aire del mar. Todo estaba en un silencio tranquilo y perezoso. Su mente se movía a una velocidad vertiginosa entre las imágenes calidoscópicas del pasado.

Hacía muchos años que no había tenido aquel sueño. Durante la universidad, había sido frecuente, casi hasta el punto en que lo había podido prever, particularmente después de haber salido con alguien nuevo. Había sido como si Pedro se mantuviera cerca de ella, dispuesto a reclamarla, como si su espíritu acechara en las sombras, posesivo, celoso, vigilante para que nadie llegara a convertirse en algo especial para ella. Como si, a pesar de no quererla, deseara asegurarse de que no sería de nadie más.

Todo habían sido imaginaciones suyas, por supuesto. No había vuelto a saber de él hasta aquella noche. Pero los porqués y las consecuencias de una experiencia que sólo podía describirse como una espléndida pesadilla la habían perseguido durante mucho tiempo.

Durante demasiados años se había interrogado a sí misma acerca del motivo de que le hubiera acompañado después de que destrozara la entrada del banco de su padre. Como una loca enamorada, le había seguido hasta la ruinosa cabaña donde había desafiado las estrictas órdenes de Claudio. Había sido la primera y única vez de toda su vida en la que había desobedecido abiertamente a su padre, pero había sido un comportamiento irracional porque, en ese momento, estaba desesperada e irrevocablemente enamorada.

Paula se levantó y entró en la sala de estar. Se sirvió una copa de Chardonnay y saboreó el líquido frío y afrutado contemplando la bahía. Hasta aquella noche no había vuelto a ver a Pedro. No tenía que haber sido así. Iban a pasar la vida juntos. Sacudió la cabeza para evitar que el nudo de su garganta se convirtiera en algo más grande. Ya había llorado un mar de lágrimas amargas por él y se había jurado hacía mucho tiempo que no derramaría una sola más.

Dejó la copa en la cocina y volvió al dormitorio. Más que nada, deseaba caer en un sueño profundo, en el olvido, pero su mente se negaba a descansar. Paula sabía que tendría que revivirlo hasta el fin si quería volver a pegar un ojo aquella noche.

Se pasó una mano por los cabellos sentada en el borde de la cama, permitiendo que sus pensamientos retrocedieran en el tiempo. Mucho antes de que hicieran el amor, Pedro la había estrechado entre sus brazos. Se habían susurrado palabras tiernas y habían intercambiado promesas que jamás cumplirían. Él había tenido que irse de la ciudad y ella había estado de acuerdo. No había modo de que su padre no le denunciara después de lo que le había hecho al banco. Le dijo que la amaba, le pidió que se casara con él. Con la cabeza llena de pájaros ella había respondido que sí e hicieron planes para encontrarse en la cabaña a la mañana siguiente.

La llevó en coche hasta dejarla en el camino que conducía a su casa. El amanecer empezaba a clarear el horizonte y ella se dio cuenta de que tendría problemas si llegaba a cruzarse con su hermano o con su padre. Planeaba entrar a hurtadillas en la casa, recoger sus cosas y escapar antes de que la vieran.

Paula sonrió ante su ingenuidad. Descubrir a los diecisiete que no era rival para Claudio Chaves había sido una gran desilusión, pero de verdad había pensado en escapar sin que nadie lo advirtiera. No pudo, por supuesto. Claudio la estaba esperando lívido. Fue la primera vez en que tuvo auténtico miedo de su padre.

El jefe de policía local la interrogó hasta bien entrada la mañana, pero ella no dijo una palabra de los planes de Pedro. Cuando acabaron con ella, corrió escaleras arriba e hizo su equipaje. Desafortunadamente, su padre y su hermano se habían ido llevándose los dos coches. Se negó a darse por vencida y anduvo unos cuantos kilómetros por un camino que atajaba entre las dunas. Sin embargo, cuando llegó a la cabaña, Pedro había desaparecido. Lo esperó sin poder creer que se había marchado sin ella. Al atardecer emprendió el camino de vuelta a su casa arrastrando la maleta. Tenía que haber pasado algo, estaba segura de que él volvería, de que le mandaría un mensaje, pero no lo hizo.

Ni entonces ni nunca.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 8



Los sueños de Paula aquella noche fueron de todo menos dulces. La luz siniestra de los faros alumbraba unas figuras oscuras, visibles pero no claras, y, sin embargo, instintivamente sabía quiénes eran.

Pablo y Pedro. Era media noche, Main Street. El banco de su padre. Sonaban gritos. Era su propia voz la que gritaba. El sonido enfermizo de unos puños golpeando la carne. Pedro girando, Pablo volando por el aire…

El rostro herido de su hermano apoyado en su regazo, el blanco nieve de su vestido del baile de graduación manchado de sangre, sucio y roto. El sonido de un coche poniéndose en marcha… Pedro al volante de viejo Cadillac de su padre, el motor acelerando, escupiendo gases, las ruedas lanzando grava suelta.

Los ojos de Pedro brillaron en la oscuridad como joyas iriscentes. Intentó correr hacia él para detenerle, para que no hiciera lo que se proponía, pero algo la retuvo. Pablo se aferraba con los dos brazos a su cintura. Desesperada, se debatió para liberarse, sus ojos se encontraron con los de Pedro a pocos metros y, no obstante, a una distancia insalvable. Ella le gritaba, lloraba, le suplicaba, rabiaba, todo en vano. Pedro levantó el pie del freno y el coche se lanzó hacia delante a una velocidad aterradora, los neumáticos traseros protestaron cuando se estampó contra la puerta de cristales del banco.

El impacto la lanzó contra el duro asfalto mientras una lluvia de cristales caía sobre ellos. En el segundo que transcurrió antes de que sonara la alarma, Paula se preguntó si Pedro no se habría matado. Su cuerpo estaba derrumbado sobre el volante. Luego, se desató el infierno y el chillido de la alarma se elevó quebrando la noche.

Paula se tapó los oídos. Pedro se bajó del coche, su frac estaba cubierto de trozos de vidrio. Tenía el rostro ensangrentado pero triunfante, sus ojos brillaban como dos llamas azules.

Se acercó hasta ella y le tendió la mano.

—Ven conmigo, Paula.

Ella le tomó la mano…

La llevó a su cabaña, su escondite especial en la playa. Llevaba años abandonada y se caía a pedazos, pero Pedro la había descubierto y la había convertido en el secreto perfecto, lejos de miradas indiscretas y de las órdenes de papá.

Pedro estaba fuera de sí y ella se contagió de su estado. La pelea con Pablo le había excitado. Sus ojos azules la dejaron paralizada mientras le acariciaba el brazo desnudo. Ella le tendió las manos y él no perdió tiempo en estrecharla entre sus brazos, besándola tan profundamente que tuvo la sensación de que alcanzaba su alma. El tacto de su piel, el sabor de su boca, los potentes latidos de su corazón despertaron un deseo que llevaba mucho tiempo reprimido. No hizo falta más para encender toda la fuerza y la pasión de su amor juvenil.

Pedro la desvistió lentamente, con tanta ternura que la dureza de la violencia reciente se evaporó en el aire de la noche. Le acarició el pelo, la cara, los pechos, el vientre, allí donde sólo él la había tocado. Paula se hizo mujer aquella noche… su mujer… mientras, sobre el suelo de la cabaña, hacían el amor por primera vez. Cada caricia, cada sensación se multiplicó por diez cuando entró en ella. Había sido todo lo que ella siempre había soñado y su corazón se había llenado hasta estallar de amor por él.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 7

 

Paula se había levantado para dejar la lata en el fregadero, se volvió a mirarlo. Desde que tenía memoria, Pedro la había dejado sin aliento. El cabello rubio, los ojos azul claro, los rasgos esculpidos a cincel. Perfecto. Demasiado perfecto, si no fuera por un pequeño bulto en el puente de la nariz. Se negó a recordar cómo había conseguido aquella pequeña imperfección.

—¿Cuánto tiempo, Pedro?

—No creo que te importe.

—Yo diría que sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde que soy la alcaldesa electa.

—¿La alcaldesa? ¡Vaya! —exclamó él y silbó—. La hija del banquero se lo monta bien, ¿eh? Papaíto debió de sentirse feliz como una almeja.

La pulla la hirió. Él sabía, quizá mejor que nadie, lo mucho que se había esforzado por complacer a su padre. Años antes se le habrían saltado las lágrimas ante su mordacidad, pero esos días habían pasado para siempre. Podía ignorar sin dificultad los dolores pequeños. El haber lidiado con los grandes la había endurecido.

—¿Por cuánto tiempo? —insistió.

—No lo sé. Depende.

—¿De qué?

—De lo mucho que Lenape Bay quiera que me quede.

Paula lo miró. Sabía que él quería que le preguntara por qué. Era imposible que ignorara que no había un alma viviente en aquella ciudad que le diera la bienvenida con los brazos abiertos incluso después de tanto tiempo.

—En ese caso, será un viaje breve.

—Puede que sí y puede que no —dijo él sonriendo—. Los tiempos cambian y la gente también. Nunca se sabe.

Pedro acabó la cerveza, aplastó la lata con una mano y la tiró al cubo de la basura como si jugara al baloncesto. Paula se acercó, la recogió y la sostuvo ante él entre dos dedos.

—Señor Alfonso, en Lenape Bay reciclamos.

Pedro cogió la lata.

—Lo recordaré, alcaldesa Chaves.

—Wallace. Alcaldesa Wallace.

—¿Te has casado, Paula?

—Estoy divorciada.

Pedro la tomó de la mano y le besó el dorso.

—¡Vaya! Tampoco me olvidaré de eso.

Paula retiró la mano rápidamente y se limpió el sitio donde la había besado.

—Es mejor no despertar algunos recuerdos.

—Estoy de acuerdo. No me interesa lo que fue, sólo lo que es.

Paula echó a andar hacia la puerta, Pedro le abrió la mosquitera. Fuera había caído una noche oscura, suavizada por el tenue resplandor de la luna. Aunque necesitaba alejarse para poner en orden sus sentimientos, se volvió a mirarlo por última vez.

—¿Cuándo vas a decirme lo que te propones?

Una sonrisa devastadora, como las de los anuncios de dentífricos, iluminó su rostro.

—Antes de lo que imaginas. Dulces sueños, alcaldesa Wallace.

Pedro cerró la puerta y la dejó sola con unos recuerdos y una luz de luna imposibles de ignorar.