sábado, 9 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 34




—Este año te has superado a ti misma, Eileen —dijo el padre de Paula mientras miraba el pez de plástico montado en un cuadro que acababa de recibir como regalo de navidad.


—Comprar para ti es lo más complicado del mundo —replicó Eileen sin dar la más mínima muestra de arrepentimiento—. Ya ni siquiera voy a intentarlo. De ahora en adelante solo te voy a comprar chucherías.


Otis rió y luego, como si fuera una obligación, dijo:
—Bueno, supongo que deberíamos comer. El servicio de catering ha dejado todo en bandejas calientes en la cocina. Solo tenemos que servirnos.


Dieciséis años atrás, las navidades no solían ser así en aquella casa. A la madre de Paula le encantaba que estuviera la casa llena durante las fiestas, y si con la familia no había gente suficiente, invitaba a los amigos. Hasta que cayó gravemente enferma y murió el veintiocho de diciembre, cuando Paula acababa de cumplir los quince años. Las navidades de los Chaves habían sido muy tranquilas desde entonces.


Paula entendía los motivos, y por ello nunca había presionado a su padre para que adoptara otra actitud durante las fiestas. Sin embargo, un lento fuego de rebelión comenzaba a crecer en su interior y estaba decidida a que las navidades siguientes fueran distintas.


Entonces tendría un niño. Un niño que ya gatearía, o incluso caminaría, que se sentiría cautivado por los colores y las luces, que no pararía de meterse cosas en la boca. Y quería que su hijo disfrutara de unas navidades felices, como Leonel y Martin.


Su corazón se encogió al recordar la frialdad con que Pedro le había sugerido que se fuera de la fiesta. No había esperado que la presionara de aquella manera. Pensaba que se estaban llevando bastante bien, que estaban logrando mantenerse dentro de los límites que se habían propuesto. Incluso consideraba que empezaban a ser amigos.


La frialdad con que le había hablado Pedro había sido claramente deliberada, pero no se le ocurría qué pudiera haber hecho para merecerla. Él fue quien sugirió en primer lugar que acudiera a la iglesia a la que solía ir. Lo único que había hecho ella había sido quedarse en una fiesta en la que en realidad no pintaba nada. Había observado la tranquila interacción de Pedro con sus hijos, inmersa en su habitual temor de no llegar a ser tan buena madre como él. Eso era todo.


Al menos no tenía que volver a verlo en un par de días, pensó mientras se sentaba a comer con su padre y con Eileen.


Pero se equivocaba.


Una hora después, cuando ya habían terminado de comer, sonó el teléfono. Otis fue a contestar y volvió enseguida con expresión seria.


—Llamaban del parking del trabajo. Alguien ha llenado de pintadas tu plaza de aparcamiento.


—No la he usado desde que me rajaron las cuatro ruedas del coche.


—Evidentemente, quien haya sido no lo sabe —Otis volvió a encaminarse hacia el teléfono.


—¿Vas a llamar a la policía?


—No. Voy a llamar a Pedro. Ya estoy harto de esto. La policía no está haciendo nada. Pedro puede venir ahora mismo para hablar del asunto.


—¡Pero estamos en Navidad! —protestó Paula.


—¿Crees que aún no habrá acabado de comer?


—Aunque se te haya olvidado, papá, aún hay gente que celebra las navidades como nosotros lo hacíamos antes, y Pedro es uno de ellos. ¡No puedes pedirle que se presente hoy aquí!


Otis permaneció un momento en silencio y luego asintió.


—Entendido. Las próximas navidades habrá un niño en la casa y organizaremos las cosas de otro modo. ¿Pero vas a dejar que al menos lo llame?


—¿Podrás olvidarte de todo el asunto si no te dejo?


—No. Sabes que no. Eres demasiado importante para mí Paula, y ya estoy asqueado de este asunto.


—Entonces llama. Pero que sea rápido. ¿Qué decían las pintadas, por cierto?


—El tipo del parking no ha querido decírmelo. Al parecer, son bastante obscenas.


Otis fue hasta el teléfono, llamó a Pedro y le informó de lo sucedido. Después permaneció unos momentos en silencio, hasta que Paula lo oyó decir:
—Trae también a los niños. No, por supuesto que serán bienvenidos. Sacaré algunos juguetes que hay en el sótano, y además será un placer volver a tener niños correteando por la casa. Gracias, Pedro. Nos vemos en una hora.


Tras colgar miró de inmediato a su hija.


—Ha sido idea suya —dijo.


—¡Podías haberle dicho que no hacía falta!


—Quiero que venga, Paula. Tenemos que conocer su opinión sobre lo sucedido.


Paula reprimió un sonido de protesta y se preparó para lo inevitable.



SU HÉROE. CAPÍTULO 33





Pedro no dejó de observarla mientras balanceaba a Martin en sus brazos.


Como siempre, Paula estaba muy guapa. 


Llevaba el pelo sujeto en lo alto de la cabeza y sus pantalones verdes holgados y el top que llevaba a juego caían con suavidad sobre su bonita figura. Y sus piernas seguían siendo magníficas.


El deseo se agitó en su interior como un león despertando de un largo sueño. Había pasado tres semanas reprimiéndolo, aplastándolo como si se tratara de algún insecto del jardín.


Procuraba por todos los medios que su fantasía no galopara más allá del punto al que podrían haber llegado aquel día si hubieran querido. 


Paula era una misión y nada más. Podía recitar los nombres de las personas a las que más veía, enumerar los restaurantes a los que solía acudir, las tiendas en las que le gustaba comprar. 


Conocía los detalles externos de su vida, y eso era todo lo que le interesaba.


Pero no era cierto. Sabía mucho más de ella, y cuánto más sabía más despertaba su curiosidad. Paula era una mujer desconcertante; cuando creía que había llegado a comprenderla, lo sorprendía con algo nuevo.


Era valiente y realista respecto a su seguridad, y a la vez tímida e insegura respecto a su futuro papel de madre. Era eficiente y controlada en su vida profesional, pero parecía sentirse perdida en cuanto a su futuro personal. Podía reír sus bromas un minuto y al siguiente ponerse a llorar.


En aquellos momentos se movía con gran naturalidad y elegancia por la sala ofreciendo una bandeja con galletas de navidad, y sin embargo era capaz de ruborizarse y ponerse a balbucear en cuanto alguien le preguntaba por el bebé.


Debió sentir que la estaba observando, porque volvió la mirada hacia él y la apartó enseguida al ver que la estaba observando.


Pedro tuvo que reconocer que aquella mirada lo había asustado, y no sabía por qué.


O tal vez sí. Le había recordado a la que solía dirigirle Barby en la oficina cuando aún no había nada personal entre ellos. Y Barby buscaba algo.


¿Qué quería Paula de él?


Más de lo que estaba obteniendo. Una mujer no miraba a un hombre de aquel modo cuando ya tenía lo que quería de él, o cuando no quería nada en absoluto. ¿Pero qué era? Ella parecía tan decidida como él a rechazar la química que existía entre ellos. El la estaba protegiendo como mejor sabía, hasta dónde Ella lo había aceptado. Entonces, ¿qué quería? «Olvídalo», se dijo. «Mantente dentro de los límites. Recuérdale que los límites están ahí. Eso es todo lo que tienes que hacer».


—¿Puedo conservar mi oreja, por favor, Martin?—preguntó a su pequeño, que llevaba un rato estrujándosela y estirándola—. Forma parte de mi cuerpo y no quiere despegarse.


Paula se puso a tirar de su mano libre.


—Domos. Ver domos.


—¿Quieres ver los adornos?


—Tú ven también.


—Sí, yo también voy.


Pasaron un rato viendo el nacimiento y el árbol de navidad. Cuando llegó la hora de comer, Pedro dejó que los pequeños eligieran lo que quisieran. Después de comer cantaron villancicos y luego llegó Santa Claus.


Gran desastre. Leonel y Martin se quedaron aterrorizados al verlo y se negaron a acercarse. 


Dorotea Minter decidió intervenir y trató de animarlos sin ningún éxito. No podía creerlo cuando Pedro le dijo que no pasaba nada y que ya lo intentarían al año siguiente.


—¡Pero debes hacerles una foto con Santa Claus! 


—Será mejor no hacerles llorar. Los demás niños podrían animarse a imitarlos. 


—Pero si los distrajéramos... 


Pedro tuvo que inventarse un cambio urgente de pañal para librarse de ella. Cuando finalmente logró escapar al baño con un niño bajo cada brazo, no estaba preparado para encontrar a Paula observándolo de nuevo. Con la misma mirada.


—Tal vez deberías irte —le dijo con deliberada frialdad, y mucha menos sutileza de la que pretendía—. Bruno podría llegar tarde a celebrar la Navidad con su familia.


Y fue recompensado exactamente con lo que quería. Paula dio marcha atrás. Se puso seria. 


Empezó a disculparse.


Pedro la interrumpió diciéndole que no había problema y que Bruno se las arreglaría. Tras desearle una feliz Navidad, supo que se había condenado a sí mismo a pasar todas las fiestas sintiéndose como un auténtico miserable. 


Odiaba herirla de aquel modo, pero estaba seguro de que, a la larga, era lo mejor para ambos. Él no tenía nada que ofrecerle; ni amistad, ni sabiduría, ni compromiso de ninguna clase. Y quería dejárselo bien claro.




SU HÉROE. CAPÍTULO 32




Aquella mañana se había presentado voluntaria para quedarse en la guardería de la iglesia con los niños mientras Pedro asistía al servicio. Ya estaban en el suelo, jugando con otros niños. La sala estaba adecuadamente adornada para la Navidad y en un rincón había un belén. Después del servicio había organizada una fiesta con cantos de villancicos y una visita de Santa Claus.


Antes de que Pedro entrara en la iglesia tuvo tiempo de decirle:
—El viernes recibí otro anónimo.


Él frunció el ceño.


—¿Y por qué no me lo has dicho antes?


—No quería estropearte el fin de semana y le pedí a la policía que no te molestara. He traído una fotocopia.


Paula sacó un papel de su bolso y se lo entregó. Pedro lo leyó en alto.


—« ¡Cuidado! Hemos accedido a tu cuenta en el banco y a tus tarjetas de crédito a través de Internet. Lo siguiente serán las cuentas de la corporación Chaves. Cubre voluntariamente las deudas de Bill Deveson o atente a las consecuencias» —alzó la mirada—. Es más específica que las otras.


—Pero parece una amenaza vacía. Ni mi contable y ni el experto de la policía han encontrado evidencia de que alguien haya accedido a mis cuentas personales o las de la compañía.


—Si esa es la información que obtuvieron de tu armario archivador...


—Podrían haberla utilizado hace semanas —concluyó Paula por él—. Pero ahí no guardo información financiera.


—¿Y puede saberse qué guardas? Me dijiste que no faltaba nada.


—Casi todo es personal. Viejos diarios, cartas, fotos, apuntes de la universidad que probablemente debería tirar...


—En ese caso, nuestro sospechoso debió sentirse bastante decepcionado.


—A menos que quisiera leer los poemas extremadamente malos que escribí a los catorce años, o averiguar cómo se llamaban los chicos que me gustaban.


—Sí —Pedro frunció el ceño y Paula casi pudo ver cómo daban vueltas los engranajes de su mente. Entonces su tono cambió—. Hablando de chicos, dejad eso ya, niños —se agachó y separó a Martin y Leonel, que habían empezado a arrojarse unos cochecitos con los que estaban jugando. Aún se estaban riendo, pero convenía cortar antes de que la cosa fuera a más—. Y ahora, que os divirtáis. Papá volverá dentro de un rato.


—¿Papá va a la iglesia? —preguntó Leonel.


—Eso es.


—¿Y yo voy?


—Hoy no. Paula va a jugar con vosotros.


—¿Paula nos lee un cuento?


—Sí —Pedro besó a los niños, se irguió, dedicó una sonrisa a Paula y salió de la sala.


Ella se arrodilló con dificultad sobre un cojín en el suelo y cada uno de los niños le llevó un cuento. Otra niña llamada Emilia, de unos tres años, se apuntó al grupo. Todos trataron de sentarse en su regazo, cosa realmente complicada con la tripa que tenía, y tuvo que convencerlos para que se sentaran a su lado.


Los niños de Pedro solo querían oír cuentos de camiones, cosa que no hizo gracia a Emilia. Ella quería un cuento de navidad, y así lo repitió por lo menos quince veces. Ninguno permaneció quieto más de quince segundos y Paula acabó con algo pegajoso extendido por sus pantalones. 


No era precisamente la escena de paz y amor que se suponía, pero la disfrutó de todos modos.


Finalmente, Emilia se fue a jugar con otros niños y Paula se quedó a solas con Martin y Leonel, que decidieron tratarla como si fuera un aparato de gimnasia. Eran tan encantadores que en determinado momento no pudo contenerse y tuvo que tomarlos en brazos para darles un beso y un abrazo. Y en aquel momento regresó Pedro de la iglesia.


Por algún motivo, Paula se sintió como si la hubieran atrapado haciendo algo malo, y rio tímidamente.


—Me han dado bastante guerra —dijo, con los brazos aún en torno a Martin y la barbilla apoyada en su cabecita.


—No debes permitirlo.


—Oh, pero me gusta. Es... bueno para mí, o algo. 


¿Por qué la estaba mirando Pedro tan intensamente?


Mientras Paula se hacía aquella pregunta, él se apartó de la puerta para dejar pasar a otros padres.


—¡Ha llegado la hora de la fiesta! —dijo una madre.


Algunos de los niños mayores repitieron sus palabras, alborozados.


—¡Ha llegado la hora de la fiesta!


Los niños de Pedro se pusieron de inmediato en pie.


—¡Sí! ¡Sí! —exclamaron, aunque en realidad no sabían qué pasaba.


Paula no estaba segura de lo que debía hacer. Bruno aún estaba esperando fuera para acompañarla a casa. Echaría un vistazo mientras ella hacía el equipaje y luego la llevaría a la lujosa casa de su padre en Princeton, donde iban a pasar unas tranquilas navidades juntos.


« ¿Y cuándo no han sido tranquilas nuestras navidades?»


Era un pensamiento desleal, pero Paula no logró apartarlo de su mente. Eileen Harp iba a reunirse con ellos para la comida de navidad, pero por la tarde tenía que ir a visitar a una hermana. Stefania, la hermana de Paula, no podía acudir aquel año desde Europa, pero viajaría dos semanas después para la fiesta del bebé. No había otras celebraciones planeadas ni otros invitados.


¿No era un poco triste que su mejor perspectiva para animar un poco su vida fuera una fiesta para niños en una iglesia? Y, además, aún ni siquiera era madre. No pintaba nada allí.


—Debería irme —dijo en alto, a nadie en particular.


Pedro la oyó porque acababa de acercarse a Ella para confirmar sus planes para los próximos días, y captó su renuencia.


—¿No quieres irte? —preguntó.


La triste expresión de la mirada de Paula hizo que tuviera que reprimir su necesidad de reaccionar. Protegerla profesionalmente era una cosa, pero empezar a preocuparse por cómo se sentía era distinto. Le asustaba y no quería saber nada al respecto.


Una vez más, Paula se ruborizó.


—Oh... me estaba preguntando si no me vendría bien un poco de práctica.


—Creo que lo único que cuenta en el negocio de los padres es la práctica constante y diaria, pero me encantaría que te quedarás.


—Podría echar una mano.


—Eso siempre viene bien.


Paula asintió y fue a ofrecerse para hacer algo a Dorotea Minter, la organizadora de la fiesta. Esta señaló la cocina, de donde ya había gente saliendo con algunas bandejas cubiertas.



SU HÉROE. CAPÍTULO 31




Quince minutos después se detenían ante la entrada del restaurante. Pedro salió del coche para ayudar a Paula, algo que siempre hacía y que ella agradecía.


—No hace falta que te molestes en entrar. Solo hay dos pasos hasta la puerta. Estoy bien.


—Esperaré hasta que estés dentro —el tono de Pedro cambió mientras la miraba—. Ojalá hubiéramos podido ir a tomar ese chocolate.


—Ojalá.


El corazón de Paula latió con más fuerza. Un beso pendía en el aire entre ellos como un precioso diseño de cristales de nieve. Frágil, bello, dispuesto a evaporarse en un momento. 


Pedro estaba mirando su boca, pensando en lo mismo. Al acercarse instintivamente a ella chocó contra su abultado vientre, una barrera tan física como emocional. No podían hacer aquello.


—Habrá alguien esperándote cuando termines de cenar —dijo—. Puede que Carlos. O Alex. Ya los conoces a ambos. Te avisarán cuando lleguen y esperarán en algún lugar discreto. Tú y yo nos veremos el lunes.


—Gracias.


—Gracias por lo de las luces.


—No, gracias a ti por lo de las luces.


Pedro sonrió y Paula hizo lo que tenía que hacer; pasar junto a él y entrar en el restaurante.


—La verdad es que estoy empezando a acostumbrarme —dijo Paula a Pedro una semana después, en Nochebuena—. Pensaba que nunca llegaría a hacerlo.


—Suele suceder —contestó él, sonriente. 


Deseando ganarse más sonrisas como aquella.
Añadió:
—Aunque podría pasarme sin el tipo al que le faltan los dientes delanteros.


—Eso es un poco injusto. Los perdió galantemente en el cumplimiento de su deber.


—Bueno, en realidad no son los dientes, sino el aliento.


—¿Le das de comer sándwiches de ajo?


—Y la risa.


—No le cuentes chistes. Y ahora, hablando en serio, Carlos es un buen tipo, pero si quieres puedo asignarle alguna otra misión.


—No —contestó Paula de inmediato—. Tienes razón. Carlos es muy agradable. Estoy siendo injusta. Y Bruno es estupendo.


Paula miró a través de la ventana al guardaespaldas que estaba apoyado contra su coche. Tenía los hombros encogidos y parecía tener frío, pero no apartaba la mirada de los coches que entraban y salían del aparcamiento adyacente a la iglesia a la que asistía Pedro.


—Sí —asintió él—. Es el mejor.


—Mmm.


Paula no quería admitir que el único guardaespaldas que le gustaba tener alrededor era Pedro. Y por todos los motivos equivocados, como, por ejemplo, la gran sonrisa que acababa de dedicarle. La amenaza a su seguridad no había aumentado durante las semanas anteriores, pero tampoco había desaparecido. 


Justo cuando empezaba a relajarse había llegado otra carta.


Se suponía que la policía seguía trabajando en el caso, pero ella sospechaba que era la minuciosa vigilancia de Pedro la que estaba haciendo desistir a sus enemigos.


Desafortunadamente, el trabajo de Pedro consistía en protegerla, no en investigar de dónde procedían las amenazas. Ella sabía que no dejaba de pensar en ello, porque le había hecho varias preguntas crípticas al respecto, pero, como la policía, Pedro tenía otros casos de los que ocuparse.


Paula sabía que no podía pedir más. Estaba segura de que Pedro estaba desatendiendo en parte su trabajo como ejecutivo de Alfonso Security Systems por ella. O, más bien, por su padre. El sentido del honor y el deber que Pedro había heredado del suyo estaba muy desarrollado.


Y su fe también era sosegada y sincera. Aquella era la cuarta visita de Paula a su iglesia. Sabía que Pedro se sorprendió la primera vez que le dijo que iba a asistir al servicio religioso en su iglesia, y aún más cuando volvió a hacerlo las siguientes semanas. Pero ella había descubierto que le gustaba más el relajado ambiente de aquella iglesia que el de la suya, demasiado formal y estirada.




SU HÉROE. CAPÍTULO 30





Hacía años que Paula no se fijaba en las luces de navidad. Había olvidado lo mágicas que podían ser. El cielo estaba despejado y la noche era fría, pero la calefacción del coche de Pedro envolvía sus piernas en una agradable placidez. 


Pedro se había detenido hacía unos minutos a comprar algo de comer. Los niños habían llenado el asiento trasero de migas y tenían restos de dulce por toda la cara. El interior del coche olía a mantequilla y canela.


Pedro conducía lentamente arriba y abajo por la calle, diciendo:
—¡Guau! ¡Mirad esa casa! ¿Veis el trineo y la estrella?


Los niños empezaron a decir «guau» a intervalos cada vez más frecuentes y a reír excitados.


Al principio, Paula se sentía un poco fuera de lugar. Estaba allí por casualidad y era prácticamente una extraña para los niños. Pero, en determinado momento, Pedro dejó de señalar árboles de navidad y angelitos y le dijo:
—Me alegra que las cosas hayan salido así. Es bueno tener compañía en el asiento delantero, y mamá ha podido salir con tiempo. Gracias, Paula.


—De... de nada, Pedro.


Paula tuvo que esforzarse por ocultar su emoción. Había sido agradable volver a ver a la señora Alfonso y se habían dado un cálido abrazo. Su embarazo la estaba volviendo muy emocional últimamente. Se alegraba de que el interior del coche estuviera oscuro. Miró a Pedro y vio que este se estaba fijando de nuevo en las luces. Aprovechó la oportunidad para mirarlo y lo hizo de forma casi codiciosa, culpable, deseando tener el derecho de tocarlo, de sentir que estaban hechos el uno para...


Ni hablar. Estaba embarazada de otro hombre y aún no sabía cómo iba a afectarle aquello en el futuro. Pero quería estar entre los brazos de Pedro, aunque no durara.


—¡Mirad, niños! ¡Mirad ese gran árbol! —exclamó él en aquel momento a la vez que señalaba con la mano.


Estaba tan alerta mostrando a sus hijos las mejores luces como ocupándose de su seguridad y, con cada día que pasaba, Paula había empezado a responder con más fuerza a aquella cualidad suya. Si alguna vez llegara a necesitar un hombre en el que apoyarse, estaba convencida de que Pedro no la decepcionaría.


Era tentador... tan tentador... hasta que su espíritu se rebeló.


«Necesito manejar esto por mi cuenta», se dijo con firmeza.


Para distraerse, preguntó.


—¿Cómo suelen ser tus navidades, Pedro?


El sonrió.


—¡Grandes! A mamá le gusta montarlas a lo grande y con todos los extras. Yo solía protestar, pero desde que han nacido los niños me he dado cuenta de que esa clase de cosas son importantes. Los puntos de vista cambian cuando uno tiene niños.


—Supongo.


—¿Y tú?


—Supongo que mi punto de vista también cambiará. Al menos eso es lo que dice todo el mundo. Trato de tenerlo todo organizado para minimizar la conmoción. O lo que sea. Estoy asustada.


—No lo estés. Y no me refería a tu punto de vista, sino a cómo son tus navidades.


—Oh —Paula asintió—. Son tranquilas. Ahora. Pero mi madre era como la tuya. Le encantaban todos los detalles.


—¿Las echas de menos?


—Bueno, ya sabes, es un gran esfuerzo y... —Paula se interrumpió y suspiró—. Sí. Las echo de menos.


Los niños se habían apaciguado y faltaban veinte minutos para su cita en el restaurante. 


Cuando vio que Pedro miraba su reloj, dijo:
—Tendremos que ir hacia el restaurante.


Él asintió.


—Me habría gustado que fuéramos los cuatro a tomar un chocolate caliente, pero me temo que no hay tiempo para más.


—No. Desafortunadamente.