lunes, 16 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 6





Más tarde aquella mañana, Pedro observó a Sam Fraser, que estaba sentado al otro lado de su escritorio. En los dos meses que llevaba allí, se había convertido en su más estrecho colaborador.


—De acuerdo, Sam, prepárate. Vamos a hacer algunos cambios.


—¿Qué clase de cambios?


—Diversificación. Supongo que ya te lo esperabas.


—Supongo que sí. Eso significa cambiar a la gente de puesto, ¿no?


—Sí. Cada operación tiene su propia especialidad. Esa es la política de Lawson. Producción en Denver, investigación y desarrollo en…


—¿Cuál es nuestro papel? —preguntó Sam.


—No te preocupes. No te vamos a trasladar. Estamos considerando convertir esto en nuestra base para la comercialización. La costa este, Asia y Oriente Medio. Tú eres mi hombre número uno. Sin embargo, tendrás que viajar un poco. ¿Te plantea eso algún problema?


—No, no tan grande como tener que trasladar a Sandy y a los niños. Tim, el mayor, está en el instituto de Cove, baloncesto y todas esas cosas y sacarle de allí ahora… Bueno, ya sabes. Entonces, ¿cuál es el procedimiento?


—Cambios de puesto. Eso es lo primero, Si… —dijo Pedro, interrumpiéndose cuando sonó el teléfono—. ¿Sí?


—Un tal señor Canson, señor, abogado de Columbus, Ohio. Dice que es urgente.


—Pásemelo —replicó Pedro, preguntándose quién sería. ¿Canson? Además, tampoco conocía a nadie en Columbus, pero…—.Pedro Alfonso.


Entonces, el hombre de al otro lado del teléfono le explicó, tratando de amortiguar el golpe, una triste noticia. Kathy Bird había muerto. De repente. De un ataque al corazón.


—Lo siento —dijo Pedro—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?


De nuevo, el abogado le dio una explicación, mucho más larga aquella vez. Pedro escuchó, quedándose atónito.


—Por supuesto —contestó por fin—. Lo entiendo, Estaré allí en cuanto pueda.


CONVIVENCIA: CAPITULO 5





No la había vuelto a ver en los dos meses que llevaba en CTI. Aquello resultaba extraño. Se había bajado del ascensor en el mismo piso que él. Debía de trabajar para la misma empresa.


No necesariamente. Había pasado por todos los despachos, había conocido a las personas importantes y se había fijado muy bien en todas las mujeres. Pero no la había vuelto a ver.


Probablemente tampoco la hubiera reconocido. 


Había tenido la cara oculta sobre su hombro la mayor parte del tiempo. Si supiera su nombre, preguntaría… No, no lo haría. Aquello era demasiado absurdo.


Entonces, ¿por qué no dejaba de pensar en ella? Incluso en sueños… aquella masa de cabello negro, la suave esencia del perfume, aquella suave rendición…


De repente, un sonido estridente le sacó de sus pensamientos. Era el despertador. Estiró una mano para apagarlo, pero el sonido continuó. El teléfono.


—¡Pedro cariño! ¿Te he despertado?


—¡Y qué agradable despertar! —consiguió decir él—. ¿Cómo estás, Catalina?


—Te echo de menos. Y estoy preocupada por ti. Veo que todavía sigues en el hotel.


—Eso me temo.


—Pobrecito. Tendremos que hacer algo al respecto.


—¿Tendremos? Estoy bien —replicó él, pensando que todavía no habían alcanzado el nivel en el que se les pudiera considerar a ambos como «nosotros».


Se había sentido muy halagado cuando Catalina Smith-Lawson se había fijado en él. Divorciada recientemente, había regresado a la mansión de su padre, con su nombre de soltera y haciendo su papel de huésped de lujo en la vida social de Nueva York. Era la niña mimada de su papá y también era muy hermosa, llena de estilo, estimulante y… demasiado perfecta.


Pedro, ¿me estás escuchando?


—Claro. Estaba intentando decirte que no estaré aquí lo suficiente como para necesitar un apartamento.


—Ya sabía yo que me necesitarías. Le prometí a papá que te ayudaría a encontrar una casa adecuada, a conocer a la gente que debes, a darte pie para que puedas abrirte camino.


Aquello le escoció. Como su rápido ascenso en Lawson Enterprises, aquello no se debía a su olfato para los negocios, sino a su relación con la hija de Lawson.


—Creo que ya lo estoy consiguiendo yo solo.


—Lo sé. Como siempre, probablemente estás trabajando demasiado en ese pequeño despacho y en esa pequeña habitación de hotel. No te preocupes, yo te sacaré de los dos.


—Escucha, Catalina, estoy bien… Yo…


—Pero no enseguida —añadió ella, sin prestar atención a lo que él le había respondido—. Page Anderson quiere que le ayude con el baile.


—¿Si? —preguntó él, dándole las gracias a Page Anderson.


—¿Te las puedes arreglar sin mí durante las próximas seis semanas?


—Lo intentaré —replicó él, tratando de no sonar aliviado—. Lo intentaré.





CONVIVENCIA: CAPITULO 4




Tres semanas después, ya no pensaba lo mismo cuando se sentó frente al señor Brown, de Safe Securities, la última empresa que tenía en la lista.


—Su currículum es excelente, señorita Chaves y me gustaría mucho que formara parte de nuestro equipo, pero… Como ya le he dicho, en este momento, estamos recortando, no contratando.


Lo mismo que le habían dicho en el resto de las entrevistas. ¿Por qué estaba todo el mundo reduciendo el tamaño de las empresas en vez de ampliarlas?


—No puedo prometerle nada, pero, dentro de unos meses, estaremos en una posición muy diferente —añadió.


Estaba intentando deshacerse de ella sin hacerle sufrir demasiado. Paula lo entendió y le ayudó a hacerlo.


—Lo entiendo, señor Brown. Gracias por tomarse el tiempo de explicarme la situación.


Con eso, Paula salió del despacho al pasillo. 


Estaba completamente vacío. ¿Es que no iba a bajar nadie? Probablemente no. Quedaba mucho hasta la hora de comer y mucho más para la de salir.


¡Por el amor de Dios! ¡Claro que podía meterse en un ascensor ella sola!


Decidida, se dirigió a las puertas, pero al llegar allí, dudó. Extendió una mano para apretar el botón, pero no pudo hacerlo. Se sentiría como una estúpida si alguien la veía allí, sin subir ni bajar. ¡Aquella paranoia sobre los ascensores no solo era una tontería sino que también resultaba un inconveniente!


¿No decían que no hay dos sin tres? La primera vez en su antiguo apartamento, tres semanas atrás en el banco…


Bueno, solo eran cinco pisos. Los elegantes zapatos de tacón que llevaba puestos no tenían mucho tacón y tenía tiempo de sobra. Encontró la escalera y empezó a bajar. El ejercicio le sentaría bien a sus piernas.


Mientras fue bajando, tuvo mucho tiempo de pensar. Consultaría los anuncios con más cuidado, aunque no parecía haber nada que le conviniera.


¿Y qué era lo que le convenía? ¡Los negocios, por supuesto! Tenía un máster para demostrarlo. 


Preparación, experiencia…


Sin embargo, ¿de qué servía todo esto si no había ofertas? Tal vez debería apuntarse a alguna agencia de empleo, a alguno de los seminarios que organizaban para encontrar trabajo. Tenía que hacer algo o, muy pronto, tendría que apuntarse para recibir el subsidio de desempleo. No lo había hecho todavía porque había pensado que encontraría algo enseguida.


Por fin llegó al primer piso y extendió una mano para abrir la puerta. No se movió. Paula lo intentó una vez más, pero no se abrió. Era la seguridad que se solía implantar en los primeros pisos. No se dejaba entrar a menos que tuvieras algo que hacer allí.


Menuda tontería. Los ascensores daban acceso a todo el mundo. Bueno, tarde o temprano alguien tendría que acercarse a aquella escalera. Golpearía la puerta hasta que alguien la oyera.


Diez minutos más tarde, una mujer vestida muy elegantemente le abrió la puerta.


—¿Qué estaba haciendo ahí?


—Se me ocurrió bajar andando para hacer ejercicio —dijo Paula, colocándose el pelo—. Ha sido un error. No sabía que cerraran esta puerta.


—En algunos edificios lo hacen. Creo que es por seguridad.


—Menuda seguridad. Bueno, gracias por dejarme salir. Podría haber estado ahí todo el día —replicó ella, sonriendo, para luego alejarse con la cabeza muy alta.


Cuando llegó a su apartamento, oyó el aspirador. Era Julieta. La señora que iba a limpiar todas las semanas. Aquel había sido uno de los excesos que le había permitido su enorme sueldo. Se había sentido tan importante.


Ya no tendría que fregar suelos, ni cambiar la ropa de la cama… Lo único que tenía que hacer era regar las plantas y poner flores cuando iban sus amigos a cenar o cuando tenía una cita.


Bueno, ya no volvería a tener una fiesta en mucho tiempo. La mayoría de sus amigos eran del trabajo. Christian, el chico con el que había estado saliendo, se había marchado a un puesto en Seattle tres meses atrás. Tal vez se había dado cuenta de lo que iba a pasar en la empresa.


A partir de entonces, Paula tendría que encargarse de hacer la limpieza. No se lo había dicho todavía a Julieta porque había estado completamente segura de que en contraría otro trabajo. Sin embargo…


—Ven a tomar una taza de café conmigo, Julieta —le dijo, cuando la mujer hubo terminado sus tareas—. Me temo que tengo malas noticias que darte.


—Gracias. Me viene muy bien tomarme un café. Además, así les quito a mis pies el peso que soportan durante un rato —replicó Julieta, que era bastante voluminosa, mientras se sentaba en una silla de la cocina—. ¿Malas noticias? No me gusta cómo suena eso.


—A mí tampoco —afirmó Paula, mientras servía el café—. No me gusta tener que decirte esto, pero ya no me puedo permitir tus servicios.


—¿Cómo? Lo siento. Me gusta trabajar aquí. Usted no es tan desordenada como la mayoría.


No preguntó por qué, pero Paula se lo explicó de todos modos. Julieta se mostró compasiva.


—Es una pena. Dios mío, no sé lo que pasa hoy en día. El señor Taylor, en el cuarto piso, me despidió el mes pasado. Perdió su trabajo y tuvo que ponerse a trabajar en Lodi. Me dijo que le pagaban mucho menos. Los tiempos se están poniendo difíciles.


—Sí —respondió Paula, pensando que, tal vez, ella también tendría que mudarse a otra ciudad, dejar su hermoso apartamento—. ¿Te parece bien que solo te dé dos semanas de aviso? O preferirías que te diera una compensación económica?


—No, no. Usted ya tiene suficientes problemas. No se preocupe por mí.


—¿Estás segura? —preguntó Paula, aliviada.


—Claro que sí. Sé cómo se pasa cuando uno pierde un trabajo y, para serle sincera, tengo más de lo que necesito. La semana pasada rechacé tres trabajos.


—¿De verdad? ¿Entonces no hay problemas para encontrar trabajo en el sector de la limpieza?


—Ni que lo diga. Además, te pones tú misma el ritmo, eliges lo que te interesa, eres tu propio jefe, tú te pones las tarifas. Al señor Jenkins le cobraba el doble porque su casa estaba siempre como una pocilga. Y si se trabaja en la zona de Heights o en The Cove, se puede cobrar una fortuna.


—¿De verdad?


—Sí. El problema es que hay que ir en coche y se cansa una mucho subiendo las escaleras.


—¿Escaleras?


—Sí, ya sabe. Todas esas casas tan antiguas de por allí no tienen más que escaleras al segundo piso. No, yo no podría soportarlo, aunque en una casa de esas te paguen más que en tres apartamentos. La señora Smith me llamó ayer para intentar que volviera con ella. Le dije que ni hablar.


Paula la miró, muy interesada. Una se pone su propio ritmo. Sus propios precios. Una fortuna en Heights. Escaleras… ¡No había ascensores!


Cualquiera sabía limpiar una casa. Hizo cálculos. ¿Se podría poner sus propios precios? ¿Una fortuna? Solo temporalmente, mientras seguía buscando…


—Julieta —dijo Paula—. ¿Me podrías dar una referencia?