lunes, 31 de agosto de 2020

ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 26

 


Paula estaba frente a él vestida con el vestido de punto más ceñido que había visto en su vida. El vestido era azul, de mangas largas y escote bajo, y tan corto que no estaba seguro de dónde acababa. Ignorando su expresión, Paula entró en la casa proporcionándole una buena vista de su escote trasero que exhibía la mayor parte de su espalda.

—¿Se quedaron sin tela? —preguntó él.

Paula se observó, los ojos muy abiertos, el puro reflejo de la inocencia.

—¿No te gusta?

—Me encanta.

—Tu vino —dijo ella, dándole la botella.

Pedro estaba perplejo. Intentó disimularlo estudiando la etiqueta, cara y francesa, en lo que era un inútil acto de autopreservación. No podía evitar que sus ojos mirarán a la mujer que tenía junto a él. Paula le devolvió la mirada con aire desafiante, retándole a que encontrara algún defecto en ella. No pudo, era perfecta. El pelo castaño llamaba a sus dedos para que lo acariciaran. El maquillaje era una obra de arte que resaltaba unos labios de rosa, y el vestido… estaba tan cercano a lo indecente que su libido hervía a fuego lento.

Pedro hizo un esfuerzo por apartar su atención de los pechos y fijarla en la etiqueta de la botella.

—Es una buena cosecha.

—¿Te sorprende?

—La verdad es que no. Tu familia siempre se ha rodeado de todo lo mejor. Con el tiempo, yo también me he aficionado.

Pedro hizo un gesto que abarcaba la sala donde se encontraban pero sus ojos no se apartaron de ella.

Paula resistió la tentación de cruzar los brazos sobre el pecho. Él la miraba y eso era buena señal. A juzgar por su reacción, el vestido había merecido la semana de sueldo que había invertido en él.

Con un aire lo más despreocupado posible, contempló el antiguo salón de estar de su familia. Era evidente que Pedro había contratado a alguien para adecentar la casa, todo estaba ordenado, limpio y brillante. Había cambiado la disposición de los muebles, pero todavía conservaban ese ambiente que ella adoraba. Una punzada de nostalgia le atravesó el corazón. Respiró profundamente para apartarla de sus pensamientos. No había tiempo para la nostalgia, tenía un trabajo que hacer.

—Tiene un aspecto maravilloso. Me alegro de ver que hay gente viviendo aquí otra vez.

Pedro la invitó a sentarse y le sirvió una copa de borgoña.

—Se puede vivir, pero todavía necesita mucho trabajo. Tengo algunas ideas sobre la renovación. Cuando las dibuje, me gustaría que les echaras un vistazo —dijo mientras intentaba inútilmente mirarla a los ojos—. Si te apetece, claro.

—¿De verdad piensas quedarte? —preguntó ella, cruzándose de piernas.

Que la falda era demasiado corta, no podía negarse. Pedro sentía que tenía la cabeza en un planeta y el cuerpo en otro. No podía evitar que sus ojos fueran de un punto estratégico de Paula al siguiente. Se aclaró la garganta.

—Creí que lo había dejado claro. Me gustaría devolverle su belleza original. Tú eres la persona más indicada para aconsejarme en ese tema, ¿no crees?

—Supongo que sí.

Paula se dio cuenta de que tenía los ojos fijos en el punto donde sus piernas se cruzaban. Tuvo que hacer un esfuerzo para no tirar del borde de la falda.

—A no ser que se te haga difícil. Ya sabes, tenerme a mí viviendo en la antigua casa de tu familia y todo eso.

Pedro, lo único que se me hace difícil es creerte.

Se sentó junto a ella. No tenía más remedio. Paula podía sentir el calor que irradiaba de su cuerpo, su olor limpio y masculino. Paula miró al azul cristal de aquellos ojos y estuvo a punto de olvidar todas las preguntas.

—¿Qué puedo decir para demostrarte que soy sincero?

—La verdad, Pedro —contestó ella, bajando la mirada—. La verdad.

Pedro le alzó la barbilla. Cediendo al impulso, enredó los dedos entre su pelo. Aquellos ojos luminosos le miraron y sintió un hueco en el estómago. Deseaba besarla. No, no besarla tan sólo. Quería devorarla.

—¿La verdad? La verdad es que quiero…

La alarma del horno avisó. El asado estaba listo. Pedro dejó caer las manos.

—La cena —dijo en tono de disculpa levantándose.

Paula le sonrió cordialmente mientras él iba a la cocina. Cuando salió de la habitación, se apresuró a beberse de un trago la copa de vino. Se levantó para alisarse el vestido. Estaba muy nerviosa. Sabía que estaba sudando, pero tenía las manos heladas. Se las llevó a las mejillas para refrescarlas.

Jugar a seductora era un trabajo arduo y no estaba muy segura de servir para el papel. Ella era la aficionada, mientras que él lucía los galones de la experiencia. Sin embargo, creía estar triunfando. Pedro no había podido quitarle los ojos de encima. Confiaba en que, antes de que la noche acabara, habría conseguido su propósito. Se dirigió a la cocina, pero se quedó en la puerta, apoyando una cadera contra la pared.




ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 25

 


Pedro admiró su asado y roció la carne con la salsa del fondo de la bandeja. El aroma hizo que su estómago protestara de hambre. Comprobó el termostato y pinchó con un tenedor las patatas. Todo iba bien.

Se sirvió una copa de borgoña. Había aprendido a cocinar viviendo solo, primero por necesidad, luego porque le divertía. No era un gourmet, pero sabía manejarse en la cocina.

Se había convertido en una cuestión de orgullo para él. Siempre que conocía a una chica nueva le invitaba a cocinar para ella. Le divertía cambiar los papeles. Tenía mucho que ver con su propia naturaleza, nunca hacer lo que la gente esperaba de él, siempre mantenerla sobre ascuas.

Había funcionado antes y continuaba funcionando. Paula estaba totalmente confusa, que era como él deseaba que se sintiera. No confiaba en él, pero deseaba creerlo, y esa situación le bastaba para conseguir sus fines.

Había habido un tiempo en que le habría molestado hacerle a Paula una jugarreta como aquella, pero ella había sido una buena profesora. Le había enseñado que hablar era gratis, las acciones eran harina de otro costal.

Sin embargo, Pedro no podía sino ser sincero consigo mismo. Su mayor problema con Paula era él. Todavía se sentía muy atraído hacia ella, su cuerpo había vuelto a la vida al besarla y se habían despertado viejos y poderosos sentimientos. Su sentido común le decía que no era razonable estar con ella a solas. Después de aquel beso, se había sermoneado sin piedad por haber cometido una estupidez tan grande. Y claro, había terminado invitándola a cenar para llevarse la contraria a sí mismo.

La idea de que Paula fuera una invitada en la casa de su infancia era demasiado tentadora como para dejarla pasar. Quería verla en aquellas habitaciones, acariciando los muebles, recordando. Al principio, después de marcharse había soñado en una noche como esa muy a menudo, fantaseado con los comentarios de su madre. Se había visto a sí mismo sentado frente a la chimenea en zapatillas, los pies descansando sobre una antigua otomana, una copa de brandy en la mano y Paula con el uniforme blanco y negro de sirvienta atendiéndole.

Sabía que eran fantasías de adolescente pero, aun así, tenía que reconocer que las encontraba muy atractivas. Aunque ya no quería que le sirviera, todavía abrigaba el deseo de entretenerla en lo que ahora era su casa. Se preguntó si iba a hacerla sufrir y decidió que no lo sabía. Paula y el resto de su parentela siempre le habían parecido insensibles a una emoción tan vulgar como el sufrimiento. Parecían pasar por la vida en un suspiro, incapaces de cualquier emoción profunda, salvo el odio.

Sí, sabían perfectamente cómo odiar.

Cualquiera podía pensar que resultaba muy extraño su deseo de vivir en la casa del viejo enemigo, pero Pedro siempre había sentido una fascinación por aquel lugar, incluso desde muy pequeño. Recordaba la primera vez que había ido en la camioneta de su padre cuando tenía siete años. En aquella época, Mauricio y Claudio todavía hacían negocios juntos. Su padre había tenido que ir un domingo por la mañana a dejar unos documentos.

Le dijo a Pedro que le esperara en la camioneta y, a pesar de todo, le obedeció. Se entretuvo mirando las torretas pintadas de rosa y gris e imaginándose a sí mismo escalando la fachada hasta el balcón superior. Más que nada, deseó ver los cuartos del piso de arriba y qué vista tenía la bahía desde allí.

Ahora lo sabía. Había elegido el dormitorio principal desde el que se dominaba todo el paisaje marítimo. Había sido el de Claudio, y cuando descansaba en la cama doselada experimentaba una sensación de estar en casa como nunca había conocido en su vida. Estaba estableciendo un vínculo con la vieja casona, aunque tampoco figuraba en su agenda… como liarse con Paula.

La invitación a cenar tenía un doble propósito. Primero, naturalmente, tranquilizarla a propósito del proyecto. El segundo era tan importante para él como el anterior. Sentía un enorme deseo hacia ella que el tiempo no había logrado mitigar. Años atrás, había sido tan mortífero para él como un diabético que añorara los bombones. Ya no. No se trataba de amor. Nada de lo que ella pudiera decir reavivaría aquel fuego. Era lo único de lo que estaba absolutamente seguro.

Su corazón estaba a salvo.

Cuando sonó el timbre sintió que una oleada de puro placer le corría por las venas. Sonriendo, tomó un último sorbo de vino. La imagen de Paula esperando a que le permitiera entrar en su antigua casa merecía ser paladeada.

Alzó los ojos al techo mientras se levantaba.

«¿Estás mirando, Claudio?»

Pero lo que Pedro vio disipó al instante todos sus deseos de venganza.

—Hola, Pedro.





ANGEL O DEMONIO: CAPÍTULO 24

 


Salió del banco sin despedirse. Aunque el comentario de Pablo había pretendido tranquilizarla, había conseguido el resultado opuesto. Pedro se controlaba, pensó sintiendo escalofríos a pleno sol. Aquella sí que era una idea que la asustaba.

Comenzó a andar despacio hacia su oficina. Se detuvo al pensar que volverle a ver sólo conseguiría enfadarla aún más. Se decidió por coger el coche, una visita al centro municipal serviría para mantenerla ocupada y distraerla.

Al pasar frente a una tienda de licores tuvo una idea. Su hermano tenía razón, Dios bendijera su corazón pequeño. Todo se trataba de mantener el control. ¿Quién lo tenía, quién lo necesitaba y por qué? Si se trataba de eso, había seguido un curso de acción completamente equivocado. Había permitido que Pedro hiciera las cosas a su manera desde el principio. Había llegado el momento de cambiar aquel estado de cosas.

Había algo que seguía igual. Pedro tenía algo que ella quería, la verdad. La pregunta era, ¿qué tenía ella que Pedro pudiera desear? Lo único que Pedro había querido siempre de ella era su cuerpo. ¿Podría manejarlo? ¿Podía hacer de Mata Hari para sonsacarle la verdad sin destruirse a sí misma?

Unos años antes habría tenido que responder que no. Pero los tiempos habían cambiado. Ella era distinta. Era una mujer madura y no una adolescente incauta. Averiguar la verdad era muy importante para ella, para la ciudad, para el banco. Pedro había confiado en ella una vez y podía volver a hacerlo. Quizá, sólo quizá, Paula acabara averiguando lo que se proponía antes de que fuera demasiado tarde.

Paula sintió una enorme confianza en sí misma y en sus propias fuerzas. Ella podía vérselas con Pedro mejor que ninguna otra persona de toda la ciudad, porque cuando todo llegaba a su fin, nadie lo conocía mejor que ella. No podía fiarse de nadie más para librarse de él. Era el destino y era la justicia. Tenía que hacerlo ella sola. Rezumando convicción por todos los poros de su cuerpo, Paula entró en la tienda de licores. Antes que nada necesitaba una botella de vino.