sábado, 15 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 40




Pero unos minutos después, el Mini pasó en dirección contraria y Pedro dio la vuelta a tal velocidad que dejó marcas en el asfalto. Llegó a su lado cuando estaba ya en San Cerini y bajó de la moto, dejándola tirada en el suelo.


—¡Paula!


Ella estaba pálida, temblorosa. Antes de que pudiese decir una palabra, Pedro la tomó entre sus brazos.


—No me acosté con Valentina —murmuró, acariciando su pelo—. No la toqué siquiera.


—Quiero creerte —dijo ella—. Quiero creerte, de verdad.


—Pues créeme. Tú eres la única mujer para mí.


Paula intentó sonreír, pero esa sonrisa no lo engañó ni por un segundo.


—Estoy bien, de verdad.


—¿Por qué has llorado?


—¿Por qué? Es que tengo una alergia…


—Paula… dime qué te pasa.


Ella se apartó tan violentamente que estuvo a punto de caer al suelo, pero Pedro la sujetó. No pesaba nada. Durante los últimos días apenas había probado bocado.


No tenía apetito, decía. Debería haber insistido para que comiese más… ahora se daba cuenta de que todo lo que concerniese a Paula, incluso su salud, debería ser su responsabilidad.


—¿Qué es? Dímelo.


Cubriéndose la cara con las manos, Paula cayó sobre su pecho, llorando. Y Pedro la abrazó, acunándola como si fuera una niña. Entonces se dio cuenta de cuánto le importaba aquella mujer.


Tanto como para protegerla de todo y de todos.


Aunque no confiase en él, aunque no confiase nunca en su palabra. Ella era la única persona que nunca le mentiría.


La mujer a la que podría amar.


—¿Alguien te ha hecho daño? ¿Ha sido Durand?


—¿Durand? ¿Por qué dices eso?


—No, por nada —contestó Pedro. Ya habría tiempo para explicárselo más tarde—. ¿Dónde has ido?


—A ver a Mariano.


—¿A Mariano? ¿Por qué?


—Para aceptar su proposición de matrimonio —contestó Paula.


Pedro miró las herramientas tiradas en el suelo, donde él las había dejado. Todo estaba igual que unos minutos antes. ¿Cómo era posible que el resto de su mundo se hubiera venido abajo?


—Muy bien. Márchate si quieres.


—No he podido hacerlo —dijo Paula entonces—. Ni siquiera pude atravesar la verja. No quiero casarme con Mariano. Te quiero a ti, Pedro.


Su corazón, que se había quedado helado dentro de su pecho, abruptamente empezó a latir otra vez. De nuevo podía sentir sus brazos, sus piernas, la sangre corriendo por sus venas.


Paula no quería dejarlo.


Confiaba en él.


—Entonces, ¿me crees? ¿Crees lo que te he contado sobre Valentina?


Ella estiró los hombros como si hubiera tomado una decisión firme y lo miró a los ojos.


Al fin iba a decir que confiaba en él, que sabía que nunca iba a mentirle…


El futuro se abría para ellos dos. No era demasiado tarde. Quizá no eran los chicos inocentes que habían sido diez años antes en Nueva York, pero daba igual.


Porque ahora los dos sabían lo raro que era, lo precioso que era eso que había entre ellos.


—Mereces saberlo —empezó a decir Paula, bajando la cabeza. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos de color caramelo estaban llenos de emoción—. Pase lo que pase, mereces saberlo.


—¿Qué tengo que saber?


—No puedo mantenerlo en secreto por más tiempo. No tengo derecho a hacerlo.


—¿Qué?


—Alexander no es mi sobrino, Pedro, es mi hijo —Paula tomó sus manos para ponerlas sobre su pecho—. Alexander es hijo tuyo.






TE ODIO: CAPITULO 39





—¿Dónde está la princesa, signor Alfonso?


Pedro, con una llave inglesa en la mano, levantó la mirada. Su equipo había llevado la moto al circuito del Grand Prix y, durante una hora, había estado aliviando su angustia con el motor de una Triumph Bonneville de 1962.


—No sé dónde está —murmuró—. Y me da igual.


Había pensado que le hacía un favor a Valentina dejando que se probase el vestido de Paula. Su secretaria llevaba una hora rogándoselo y estaba harto de oírla. Sólo era un vestido, por el amor de Dios. A Paula le daría igual. Además, ella rara vez se ponía dos veces la misma ropa. La ropa de diseño era un uniforme para ella, como su viejo mono de mecánico o sus trajes de Saville Row.


Pero, por supuesto, Paula los había visto en el dormitorio y había pensado lo peor. Aunque él estaba de espaldas, mirando hacia la ventana. Ni siquiera había querido mirar mientras Valentina se ponía el vestido. Valentina era una buena secretaria, pero no era su tipo de mujer… y aunque lo hubiera sido, jamás habría engañado a Paula.


¿Pero cuándo había confiado en él Paula? Nunca. Nunca lo había creído un hombre decente y de palabra. Pues muy bien, si quería salir corriendo, que lo hiciera.


Él no pensaba seguirla.


—Sólo pregunto si sabe dónde está la princesa porque acaban de decirme que René Durand ha escapado de la cárcel —dijo Bertolli entonces.


Pedro se levantó de un salto.


—¿Qué?


—La policía quería interrogarlo sobre un robo de arte y se escapó mientras lo trasladaban a la comisaría. Seguramente no tiene importancia… ahora estará en Malta o en algún otro sitio del Mediterráneo. No se preocupe, signor Alfonso.
Deberíamos irnos al circuito…


Pedro intentó respirar.


—¿En palacio saben lo de Durand?


—Son ellos los que me han llamado.


—¿Todo el mundo está a salvo?


—Sí —contestó Bertolli—. Pero el coche de la princesa no está en el garaje. Yves y Serge están intentando localizarla…


—Maledizione! —exclamó Pedro, tirando la llave inglesa al suelo antes de subir a la moto—. Ofrécele a la policía nuestra ayuda para capturar a Durand. Si no la aceptan, envía a nuestros hombres de todas formas. Quiero saber dónde está. Quiero que lo encuentren cuanto antes.


—Sí, señor Alfonso.


Mientras se dirigía hacia la verja a toda velocidad, Pedro apretó los dientes.


¡Maldita fuera! ¿Por qué tenía que ser tan obstinada? ¿Por qué no podía confiar en él?


Pero bajo esa rabia su corazón latía a toda velocidad con otra pregunta.


¿Por qué no había salido tras ella?


Paula. Sólo pensar que Durand pudiese haberla retenido lo ponía enfermo.


Cuando pasaba por delante de los paparazis, éstos se apartaron como las hojas del camino, asustados. Una vez en la carretera de la costa, volvió a apretar el acelerador una vez más.




TE ODIO: CAPITULO 38




—Embarazada.


Paula susurró esa palabra, incrédula, las manos temblorosas sobre el volante del Mini mientras salía de palacio. Había querido confiar en Pedro y casi se había convencido a sí misma de que podía hacerlo.


Pero él le había mentido.


¿O no? Paula intentó recordar… él nunca había dicho que se hubiera hecho una vasectomía. Sólo había dicho que nunca se encontraría embarazada y sola.


Eso, de repente, tenía un significado muy distinto.


«Estoy planeando seducirte, dejarte embarazada y casarme contigo».


No le había mentido. Le había contado la verdad desde el principio.


Pero ella no había querido darse cuenta.


¿Podría casarse con él?, se preguntó. Lo amaba y estaba esperando un hijo suyo.


¿Podía confiar en que cumpliera con sus obligaciones como príncipe consorte?


¿Podía confiar en que le fuera fiel?


Sin dejar de hacerse preguntas llegó a la villa, pero no encontró a Pedro en su estudio.


—Creo que está en sus habitaciones, Alteza —le dijo una de las criadas.


—Grazie.


Quizá estaba echándose una siesta, pensó. Y sería lógico porque apenas habían dormido por la noche. Apenas habían dormido una sola noche desde que estaban juntos. Paula sonrió, pensando en darle la noticia como había soñado hacerlo diez años antes…


—No te preocupes, no volverá hasta mañana.


Era la voz de Pedro. Paula se detuvo abruptamente en la puerta.


—¿Estás seguro? —oyó la voz de Valentina, su secretaria.


—Pues claro que sí —contestó él, impaciente—. Paula no lo sabrá nunca. Y aunque lo supiera, a ella le gusta compartir. Así que ven aquí. Esto es lo que quieres, ¿no? Estoy cansado de oírte suplicar. ¿Quieres que espere fuera mientras te quitas la ropa?


—No —suspiró la mujer—. No hace falta.


Paula no quiso oír una palabra más. Con el corazón en la garganta, empujó la puerta y entró en la habitación. La secretaria estaba frente al vestidor, con unos zapatos de tacón y un sujetador que empujaba sus enormes pechos casi hasta su barbilla.


Pedro estaba sentado frente a la ventana, con el ordenador sobre las piernas. Sin duda esperando que Valentina se desnudase para «entretenerlo».


—Paula —dijo él, sorprendido—. Llegas temprano. —Pedro se aclaró la garganta—. Espero que no te importe, pero Valentina…


—Oh, no me importa —se oyó decir a sí misma con una voz que no parecía suya—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido hacerme esto?


—No —dijo Pedro entonces—. No, Paula, espera…


Pero ella no podía esperar. Sollozando, se dio la vuelta y corrió escaleras abajo.


Cuando entró en el coche, el águila de piedra de la entrada parecía reírse de ella. Sólo en aquel momento se daba cuenta de su error.


Ella era el dragón muerto que sostenía bajo sus garras, como había imaginado el primer día.


—¡Paula! —oyó la voz de Pedro.


Pero no esperó. No podía esperar. Pisó el acelerador y salió de la villa.


Se casaría con Mariano. Cumpliría con su deber.


Y no quería volver a ver a Pedro Alfonso en toda su vida.


Poco después se detenía frente a la villa de los Von Trondhem con la intención de hablar con Mariano.


Pero no podía… no podía casarse con otro hombre. A pesar de lo que Pedro le había hecho, no podía traicionarlo como él la había traicionado.


Sollozando, Paula se inclinó sobre el volante y lloró hasta que no le quedaron lágrimas.




TE ODIO: CAPITULO 37





Condujo por la carretera de la costa a toda velocidad, intentando despistar a un fotógrafo que la seguía en una Vespa. Pero, una vez en palacio abrió el bolso y miró con miedo la cajita que había dentro.


Iba a entrar en su apartamento privado cuando el chancelier Florent, el consejero de su madre, la detuvo.


—Gracias por venir, Alteza —le dijo, en el tono que usaba para aterrorizarla cuando era pequeña—. Su Majestad está ansiosa por discutir su compromiso con el príncipe Mariano.


Paula se pasó una mano por la frente.


—Sí, lo sé. Iré… en un momento.


—Es el cumpleaños de Su Majestad. Quizá lo habíais olvidado…


—No, no se me había olvidado. Es que tengo una cosa que hacer antes de reunirme con mi madre…


—Entonces os seguiré, Alteza —la interrumpió el consejero, sin disimular su desaprobación—. Y esperaré hasta que pueda escoltarla ante Su Majestad.


¿Hacerse la prueba de embarazo con Florent esperando en la puerta? Paula sabía cuándo le habían ganado por la mano.


—Muy bien —colocándose el bolso al hombro, dejó escapar un suspiro—. Iré a verla ahora mismo.


La seria expresión de su madre cuando entró en el salón de recepciones pronto hizo que deseara volver con Florent.


—No puedo creer que una hija mía haga el ridículo de esta manera —empezó a decir, paseando de un lado a otro de la habitación—. Pedro Alfonso te engañó una vez y estuvo a punto de destrozarte la vida. ¿No ha sido eso suficiente?


—No va hacerme daño, mamá.


Pero, mientras defendía a Pedro, Paula no sabía si podía creer sus propias palabras. ¿Estaría embarazada? Después de toda su charla sobre la sinceridad, ¿le habría mentido sobre la vasectomía?


—Que hayas dejado que ese hombre vuelva a nuestras vidas…


—Él salvó la de Alexander, mamá. ¿Eso no significa nada para ti?


—Claro que significa algo —replicó su madre—. Le estoy muy agradecida, pero habría sido más apropiado recompensarlo con una carta o un regalo… no con tu virtud.


Paula levantó los ojos al cielo.


—Ya sabes que Pedro se llevó eso hace tiempo.


La reina apretó los puños.


—Y mientras tú alardeas de una aventura que debería avergonzarte, nuestro país está atravesando serios problemas económicos. Tienes que casarte con Mariano, Paula.


—Pero estoy enamorada de Pedro.


Su madre dejó escapar un largo y doloroso suspiro.


—Es un donjuán, hija. No tiene corazón, no le importa nadie.


—Me ha pedido que me case con él.


Claudia la miró, estupefacta.


—¿Y cuál ha sido tu respuesta?


—No.


—Gracias a Dios —la reina sacudió la cabeza—. No puedes casarte con Pedro Alfonso. No tiene maneras, no tiene valores. No es nadie, un nuevo rico que pilota motos y amasa dinero sólo por conseguir poder. Es el hijo de un matón…


—¡Pedro no es como su padre! Es diferente, puedo confiar en él…


—¿Crees que puedes confiar en él, Paula? ¿Has confiado en él lo suficiente como para contarle la verdad sobre Alexander?


Ella apartó la mirada.


—No…


—Hija, entiendo que hayas querido vivir un poco, es lógico. Y a San Piedro le conviene la participación de Alfonso en el Grand Prix. Pero esa aventura vuestra tiene que terminar mañana. Irás a ver al príncipe Mariano y le dirás que aceptas su proposición de matrimonio.


—¡Pero yo no quiero a Mariano!


—Es la mejor oferta que vas a recibir dadas las circunstancias, hija. Y ahora vete a disfrutar de tu última noche con tu mecánico. Pero mañana espero que cumplas con tu deber.


Paula salió del salón de recepciones sintiéndose más triste que nunca. Su madre le había dicho lo que esperaba que le dijera. Y ni siquiera podía discutírselo.


Pero quería confiar en Pedro. Ya le había entregado su corazón. Después de varias semanas con él no había encontrado ningún defecto…


Salvo que no la amaba.


—¿Tía Paula?


Ella se detuvo al oír la voz de Alexander y, al darse la vuelta, vio su carita asomando por detrás de una armadura.


—¿Qué haces ahí, cariño? —rió, abriendo los brazos cuando el niño empezó a correr. Después de soportar la charla de su madre, sólo quería abrazarlo para siempre, respirar el delicioso aroma de su pelo—. ¿Cómo es posible? ¡Juraría que has crecido desde el desayuno!


—Lo sé —dijo el niño, muy serio—. Un centímetro el mes pasado. Milly me deja comer todo el helado que quiero. Dice que no tengo carne en los huesos.


—Me alegro —rió Paula. No podía dejar de mirarlo… su hijo. Nueve años y seguía siendo un niño, pero pronto se convertiría en un hombre. Y cada día se parecía más a su padre.


—¿La abuela está enfadada?


—Sí.


—¿Por qué?


Paula revolvió su pelo.


—Quiere que me case con Mariano. Pero yo quiero casarme con otra persona.


—¿Con Pedro Alfonso?


—¿Cómo lo sabes? ¿Y cómo sabes su nombre?


—No soy un niño, tía Paula. Él me salvó en la granja, así que me cae bien. ¿Por qué a la abuela no le gusta?


—Es una larga historia, cariño.


—Pues si quieres casarte con él, yo te doy mi permiso —dijo Alexander entonces—. No sólo mi permiso… mi bendición. Porque soy el rey.


Paula lo miró, sin saber qué decir. Su hijo le estaba dando permiso para casarse con Pedro


¿Podría casarse con él? ¿Podría tenerlo una vida entera?


Quizá Pedro no la amaba, pero su amor sería suficiente para los dos. Mientras pudiese confiar en él, saber que nunca le haría daño a Alexander.


La prueba de embarazo demostraría si le había mentido. Si era negativa, eso dejaría bien claro que estaba siendo sincero.


Emocionada, besó la cabeza del niño.


—Gracias —dijo en voz baja.


Pero una vez sola en el elegante baño de mármol de sus apartamentos privados, la posibilidad de confiar en Pedro se esfumó. Se había hecho la prueba y supo que no había futuro con él.


Estaba embarazada.