martes, 26 de octubre de 2021

SIN ATADURAS: CAPÍTULO 26

 

Durante el trayecto, con Pedro siguiéndola de cerca, Paula estuvo a punto de equivocarse de dirección en dos ocasiones. Al mirar por el retrovisor vio el destello de su sonrisa. Cuando llegó a su casa, salió del coche para abrir la puerta del garaje y luego aparcó en el interior. Pedro había aparcado fuera. Cuando entró se encaminó hacia donde Paula trataba de estirar una lona azul que apenas cubría los montones de cajas de cartón que había amontonado a lo largo de una de las paredes del garaje.


–Tienes un montón de cosas –comentó.


–Sí, no estoy segura de qué hacer con todo esto.


–¿No quieres quedártelo?


–No todo –allí estaban todos los recuerdos, las historias, sus vidas… Había repasado todo meticulosamente y no había encontrado las respuestas que buscaba–. Lo mismo pasa con el mobiliario –suspiró y se encaminó hacia la puerta que daba al jardín–. Me he librado de algunas cosas, pero ya has visto el resto que tengo amontonado arriba –resto del que tampoco se animaba a desprenderse.


–¿No conoces a nadie a quien pudiera interesarle? –preguntó Pedro mientras la seguía.


–No. Mi madre era hija única, como yo –no tenía tías, ni tíos, ni primos. Ella era la única que quedaba de su familia.


–¿Y tu padre?


Paula endureció lo suficiente su corazón para poder responder.


–No sé nada de él.


–¿Ni siquiera su nombre? –bromeó Pedro.


–No –contestó Paula de mala gana.


–Oh –Pedro carraspeó y apartó la mirada–. Lo siento.


–No pasa nada. No hay ni un solo documento en esas cajas, y tampoco he recibido ayuda de ningún departamento burocrático –se obligó a sonreír. Nunca habían sido capaces de ayudarla.


Pedro le devolvió la sonrisa.


–¿Esta era la casa de tu madre?


–No. Mi madre vivía en el Reino Unido. Me criaron mis abuelos. Esta es su casa.


–¿Y te la dejaron a ti?.


Paula asintió.


–¿Cuándo?


Pedro no lo sabía, pero estaba llevando la conversación a un terreno muy pantanoso.


–Mi abuela murió cuando yo tenía dieciséis años. Mi abuelo murió hace un año.


–Lo siento –Pedro se volvió ligeramente para mirar la preciosa casa, cosa que Paula agradeció, porque mantener la sonrisa le estaba costando verdaderos esfuerzos–. ¿Dónde está tu madre ahora?


Paula cerró los ojos un segundo.


–Murió cuando yo tenía ocho años.


–Vaya –murmuró Pedro–. Eso tuvo que ser muy duro.


Paula se encogió de hombros.


–Vivía en el extranjero. Yo me crié con mis abuelos, así que apenas la conocía. He vivido aquí toda mi vida.


De pequeña había vivido con la idealista esperanza de que su madre volvería algún día y respondería a todas sus preguntas. Pero aquello no sucedió, y cualquier posibilidad de obtener respuestas quedó enterrada junto al último miembro de la familia. Había pasado años revisando aquellos papeles y tratando de asimilar las cosas. Finalmente lo había guardado todo en cajas selladas.




SIN ATADURAS: CAPÍTULO 25

 


Paula tuvo que aprender a conducir por necesidad, para poder acudir al hospital o a una farmacia en caso de urgencia. Podría haberse sacado el carné, pero también había querido disfrutar un poco vengándose de las autoridades, de las instituciones que la habían abandonado a ella y a su familia. No habían contado con ningún apoyo. Recibieron la visita de un trabajador social al principio y luego nada. Paula acababa de cumplir los diecisiete y su abuela acababa de morir, dejándola sola a cargo de su abuelo en el comienzo de lo que acabó siendo una larga enfermedad. No había contado con nadie.


Pedro la miró con expresión seria y alargó una mano hacia ella.


–Dame las llaves.


Paula suspiró dramáticamente.


–¿Quién te crees que eres?


–Dame las llaves o llamo a la poli.


Paula se quedó boquiabierta ante el inconfundible tono de amenaza de Pedro.


–No serías capaz.


–Pruébame –replicó Pedro sin apartar la mano–. Dámelas.


Paula se quedó un momento mirándolo. Finalmente le entregó las llaves de mala gana.


Pedro giró sobre sí mismo, abrió la puerta del coche y se sentó ante el volante con una sonrisa de oreja a oreja. Luego abrió la ventanilla.


–Siempre he querido conducir uno de estos. ¿Puedo conducirlo a casa?


–¿Y tu coche? –preguntó. Se trataba de un coche deportivo que debía valer una fortuna y que se hallaba aparcado a pocos metros del suyo.


Pedro sacó unas llaves de su bolsillo y se las dio.


–Condúcelo tú.


–Ni hablar.


Pedro rio.


–¿Por qué no?


–Porque vale ochenta veces más que el mío –protestó Paula mientras se esforzaba por seguir enfadada con él–. No podría permitirme pagar una posible reparación si lo rayo, o algo peor.


–Qué prudente –dijo Pedro con una molesta expresión de suficiencia.


–¿Y qué si lo soy?


–Sigue así –dijo Pedro.


Paula frunció el ceño al escuchar aquello.


Pedro sostuvo la puerta para que Paula ocupara el asiento tras el volante.


–Conduce con cuidado… –se inclinó hacia la ventanilla y añadió en un ronco murmullo–: A menos que quieras que te lleve yo.


Paula lo miró un instante. Luego hizo un mohín y batió las pestañas.


–Ya sabes que quiero que me lleves… –susurró–… pero no en mi coche.


Pedro rio mientras se erguía y cerraba la puerta. Luego metió la mano por la ventanilla y le acarició con los nudillos la mandíbula a Paula.


–Sigue practicando. Estoy seguro de que algún día obtendrás el título de muñeca retozona.


Paula le dedicó una mirada de pocos amigos a la vez que arrancaba el coche.




SIN ATADURAS: CAPÍTULO 24

 


Los jugadores empezaron a retirarse unos minutos después, dispuestos a retirarse temprano aquella noche. Pero los que estaban hablando con Paula seguían allí. Cuando esta se encaminó hacia los vestuarios, Pedro hizo lo mismo.


–¿Te vas? –preguntó cuando la alcanzó.


–Sí, me voy.


–¿Sola? –Pedro lamentó de inmediato haber añadido aquello, pero estaba tan embobado por ella que no pudo evitarlo. Aquello empezaba a resultar patético.


–Es la noche anterior al primer gran partido de la temporada. ¿De verdad crees que alguno de los jugadores estaría dispuesto a irse de juerga conmigo?


Al parecer los chicos eran más profesionales que él. Volvió la mirada hacia el grupo de jugadores y vio que varios los observaban. Salió del estadio con Paula sin importarle que lo vieran. Si pensaban que estaba con ella, mejor.


Se encaminaron juntos hacia el aparcamiento. Pedro se sorprendió cuando Paula se detuvo junto a un coche y sacó una llave del bolsillo.


–¿Este es tu coche?


–Lo es.


Pedro parpadeó un par de veces antes de deslizar una mano por el capó. Luego frunció el ceño.


–¿No tenías una de esas botellas de champán para celebrar el día en que te sacaras el carné de conducir? –entrecerró los ojos–. Enséñame tu carné de conducir.


–Lo haré en cuanto usted me enseñe su insignia, oficial –dijo Paula arrastrando la voz y disfrutando enormemente de poder burlarse de él. Estaba de buen humor porque Pedro no había querido que flirteara con los jugadores y porque la había acompañado al salir sin importarle que los vieran juntos.


–No puedo creer que santa Inocencia conduzca ilegalmente.


Paula estuvo a punto de derretirse al escuchar su risa.


–¿Por qué me llamas santa Inocencia?


–Oh, vamos. Porque eres una santa. Tú misma me dijiste hasta qué punto.


Paula suspiró.


–No creo que la virginidad tenga nada que ver con que una chica sea buena o mala. Creo que necesitas superar tus estereotipos femeninos.


–Quién fue a hablar de estereotipos. ¿Qué me dices de tu nuevo peinado, de tus falsos pechos, de tu repentina decisión de bailar en público? Lo cierto es que vives en un escondite y no te dedicas precisamente a salir de fiesta. Eres Paula, no la sexy Paula. Estás jugando a hacerte la vampiresa, la sofisticada, pero no sé por qué.


–No estoy jugando a nada –dijo–. ¿Acaso crees que soy una niña que ha estado jugueteando con el maquillaje de su mamá? Me viste antes de que fuera a la peluquería, ¿y qué? Soy capaz de ser más mala de lo que puedas imaginar.


–Lo cierto es que sí puedo imaginarlo –dijo Pedro con voz grave–. Pero, si eres tan mala, ¿por qué no tuviste relaciones sexuales con tu novio en el asiento trasero de este coche?


Ruborizada, Paula le dio un empellón.


–Porque habría sido irrespetuoso –contestó con sinceridad… y sin aliento.


Pedro apoyó la espalda contra el coche.


–No más irrespetuoso que conducir sin carné. ¿Cómo es que nunca te ha detenido la poli?


Paula se encogió de hombros a la vez que se esforzaba por no inclinarse para que su boca entrara en contacto con la de Pedro.


–Siempre conduzco con mucho cuidado.


–¿Quién te enseñó a conducir?


–Mi abuelo. Este coche era un auténtico orgullo para él, y yo lo respetaba, así que nunca se me habría ocurrido correr el riesgo de dejarle manchas de leche en sus asientos de cuero.


Pedro sonrió al escuchar la burda palabra utilizada por Paula.


–¿Y por qué no te has sacado el carné?


–He estado muy ocupada. Además, una L en la ventanilla trasera del coche estropearía su aspecto.